Francois Truffaut se había construido una
imagen bastante plana de sí mismo: la de un cineasta ferozmente independiente
que sólo vivía para sus películas, respetuoso con el público y preocupado por
su fidelidad, muy cortés con la prensa. Truffaut cultivó esa imagen de
personaje juicioso, aun cuando se sabía que solía enamorarse de sus actrices y
que en cada una de sus películas se contaba una historia que dejaba translucir
casi siempre su autobiografía. Encarnaba la cinefilia apacible mediante su
culto a los grandes maestros. Aquel inconformista del cine francés de los años
cincuenta, el virulento crítico del academicismo de las películas de Claude
Autant-Lara, Jean Delannoy o Rene Clément, el rebelde portavoz de la Nouvelk
Vague, ¿no había terminado por convertirse también en un cineasta oficial,
aclamado unánimemente y reconocido en el mundo entero?
La cara oculta de Francois Truffaut es
mucho más apasionante y sin duda menos respetable. De su atormentada infancia
y, posteriormente, de su adolescencia al borde de la delincuencia, el hombre
adulto conservó en su interior algunas heridas secretas y una dosis de
violencia siempre contenida. A consecuencia de algunos enfrentamientos con el
mundo y de algunas tentativas de adaptarse a él buscando «familias de acogida»,
su aprendizaje tiene algo de ejemplar. Hay en su trayectoria un aroma novelesco
que le vincula al siglo XIX, eso que podría llamarse la marca del destino. No
en balde fue Balzac uno de sus autores de cabecera. En su juventud, Truffaut
mantuvo con la cultura una relación casi física, salvaje. Como para el joven
héroe de Le Román d'un tricheur [La novela de un tramposo], la película de
Sacha Guitry que se sabía de memoria a los trece años, para el joven
autodidacta la verdadera vida comienza al margen de la escuela, entre oficios
pintorescos, amistades y cine-clubes.
Al joven Truffaut le gustaban los libros y
las películas, porque le servían de refugio: se introducía en la lectura igual
que en la oscuridad de
las salas de cine de su barrio, para
sobrevivir y evadirse. Se identificaba con los personajes, adoraba a las
actrices hasta el punto de querer conocerlas, filmarlas y enamorarse de ellas.
Y enseguida elaboró archivos de datos. Todas esas fichas, todos esos nombres,
todos esos títulos, todas esas fechas eran para él un mundo habitado por
figuras, escritores, héroes y heroínas, cuya compañía le ayudaba a soportar la
soledad y a evadirse de la vida real. Desde entonces, Francois Truffaut no
dejaría nunca de engrosar y enriquecer sus archivos —diarios íntimos, cartas de
amor, de amistad o profesionales, recortes de prensa, sucesos, facturas,
recetas médicas...—. Lo conservaba todo. Y todos esos archivos eran
cuidadosamente guardados en las oficinas de Les Films du Carrosse, nombre de su
productora cinematográfica, su castillo de Barba Azul.
La vida de Truffaut siempre fue para su
cine una fuente fecunda, un material virgen, una especie de tesoro de ficción,
el hilo conductor que permitía conectar entre sí los momentos álgidos de su
existencia. A partir de Los cuatrocientos golpes [Les Quatre Cents Coups], el
cineasta es indudablemente el fruto de su obra, que inventa el relato de sus
orígenes a través del personaje de Antoine Doinel, a la vez él mismo y otro, ya
que este niño de película se convirtió, de golpe, en el hijo de todo el mundo.
Y su obra fue también fruto de su infancia, por no decir hija de su infancia. A
este respecto, Claude Chabrol expresa una verdad muy simple: «La juventud de
Francois era más interesante que la de los demás. ¡Si yo hubiera contado mi
juventud, no habría podido hacer más de dos películas!».
Pero el presente esbozo biográfico va mucho
más allá de las películas de Doinel. Para Truffaut, convertirse en cineasta
consistía fundamentalmente en no traicionar su infancia, sino más bien en
recomponerla a través de diversos guiones, desde Tírez sur lepianisfe, a Jales
eíjim, o El hombre que amaba a las mujeres [L'Homme qui amait ksfemmes]? «¡Qué
importa mi vida! Sólo deseo que sea fiel, hasta el fin, al niño que fui (...),
y que hoy es, para mí, como un antepasado», escribía Bernanos al principio de
Los grandes cementerios bajo la luna.
Animado por su pasión de seductor, de
conquistador, Francois Truffaut salió al encuentro de los maestros a los que
admiraba, y de los
que se hacía casi indefectiblemente amigo:
André Bazin, Jean Genet, Henri Langlois, Jean Cocteau, Roberto Rossellini,
Henri-Pierre Roché, Jacques Audiberti, Max Ophüls, Alfred Hitchcock, Jean-Paul
Sartre, Jean Renoir... Todos y cada uno de ellos fueron otros tantos padres,
otros tantos puntos de referencia posibles. El cineasta de La Chambre verte,
que ponía en boca del personaje de Julien Davenne a punto de morir: «Dicen que
hay un vacío. Dicen que la figura no está terminada...», siempre hizo sitio
tanto a los vivos como a los muertos, de ahí sus grandes figuras tutelares,
Balzac, Proust, James, Irish, Léautaud, Queneau, Henry Miller, Lubitsch o
Chaplin... Sin embargo, en esa familia que eligió, quedó un lugar vacío, la del
único hombre al que Fran^ois Truffaut no tuvo nunca el valor de darse a
conocer: su verdadero padre...
Unos meses antes de su muerte, Truffaut, ya
enfermo, que tenía la intención de escribir una autobiografía, volvió por
última vez la mirada a su infancia cuando confesó a su amigo Claude de Givray:
«Hay una cita de Mark Twain que voy a colocar al comienzo de mi libro, Le
Scénario de ma vie [El guión de mi vida], y que resume el misterio del
nacimiento: "Todo francés que puede decir quién es su verdadero padre es
realmente afortunado"».
(Nota del Editor)
* Aunque L'Homme qui amait ksjimmes se
estrenó en España con el título de El amante del amor, consideramos que El
hombre que amaba a las mujeres ha terminado por imponerse y es más apropiado.