La princesa prometida
Éste es el libro
que más me gusta de todos, aunque nunca lo he leído.
¿Cómo puede pasarme algo
así? Haré lo imposible por explicarlo. Cuando era niño, los libros no me
interesaban. Detestaba leer, no se me daba nada bien, y, además, ¿cómo
dedicarse a la lectura cuando había montones de juegos que me esperaban? El
baloncesto, el béisbol, las canicas: era incansable. Incluso llegué a ser
bastante bueno. Si me daban una pelota y un patio vacío, era capaz de
inventarme triunfos en el último segundo, triunfos que hacían saltar las
lágrimas. El colegio era una tortura. La señorita Roginski, que fue mi maestra
desde los cursos tercero al quinto, no paraba de decir a mi madre: «Tengo la
impresión de que Billy no se esfuerza todo lo que debiera». O: «Cuando le pongo
un examen, Billy lo hace realmente muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta su
actitud en la clase». Incluso, y esto era lo más frecuente: «Señora Goldman, no
sé qué vamos hacer con Billy».
«¿Qué vamos a hacer con
Billy?». Esa pregunta me persiguió durante aquellos primeros diez años. Fingía
que no me importaba, pero en el fondo me sentía petrificado. Todo el mundo y
todas las cosas me dejaban de lado. No tenía amigos de verdad, ni una sola
persona que compartiera conmigo mi desmesurado interés por los deportes.
Parecía ocupado, muy ocupado, pero supongo que, si me hubieran preguntado,
habría reconocido que, a pesar de tanto frenesí, me encontraba muy solo.
—¿Qué vamos a hacer
contigo, Billy?
—No lo sé, señorita
Roginski.
—¿Cómo es posible que
suspendieras esta prueba de lectura? Yo misma te he escuchado utilizar cada
palabra con mis propios oídos.
—Lo siento, señorita
Roginski. A lo mejor es porque no estaba pensando.
—Siempre estás pensando,
Billy. La cuestión es que no estabas pensando en la prueba de lectura.
Lo único que podía hacer
era asentir.
—¿Qué ha ocurrido esta
vez?
—No lo sé. No me
acuerdo.
—¿Estarías otra vez
pensando en Stanley Hack?
(Stanley Hack era el
tercer base de los Cubs de esta y de muchas otras temporadas. Lo había visto
jugar en una ocasión, desde las gradas, e incluso a esa distancia, tenía la
sonrisa más dulce que había visto jamás, y hasta el día de hoy, juraría que me
sonrió varias veces. Lo adoraba. Además, bateaba como los dioses.)
—No, en Bronko Nagurski.
Es un jugador de fútbol. Un gran jugador, y el periódico de anoche decía que a
lo mejor vuelve a jugar otra vez para los Bears. Se retiró cuando yo era
pequeño. Pero si volviera, y si lograse que alguien me llevase a un partido, podría
verlo jugar y, a lo mejor, si quien me llevara lo conociese, tal vez lograría
que me lo presentasen después, y a lo mejor, si tuviese hambre, podría
invitarle a un bocadillo de los míos. Trataba de imaginarme qué tipo de
bocadillo le gustaría a Bronko Nagurski.
La señorita Roginski se
hundió en el asiento.
—Tienes una soberbia
imaginación, Billy.
No sé qué le contesté.
Probablemente «gracias» o algo por el estilo.
—Aunque no logro sacarle
partido —prosiguió—. ¿Por qué será?
—Creo que a lo mejor es
porque necesito gafas y no puedo leer, ya que veo las palabras muy borrosas.
Eso explica por qué me paso todo el rato pestañeando. A lo mejor, si fuese a un
oculista, podría recetarme gafas y, entonces, sería el mejor lector del curso y
usted no tendría que hacerme quedar tantas tardes después de clase.
Se limitó a señalar
detrás de ella y a ordenarme:
—Ponte a borrar las
pizarras, Billy.
—Sí, señorita.
Lo de borrar pizarras se
me daba de maravilla.
—¿Las ves borrosas? —me
preguntó la señorita Roginski al cabo de un rato.
—¡No, qué va! Me inventé
la historia.
Tampoco pestañeaba
nunca. Pero la señorita Roginski parecía muy mosqueada. Siempre lo parecía.
Llevábamos así tres cursos.
—No sé por qué, pero no
logro entenderte.
—Usted no tiene la
culpa, señorita Roginski.
(No la tenía. A ella también
la adoraba. Era regordeta, pero recuerdo que por aquel entonces deseaba que
fuera mi madre. Nunca logré que la cosa funcionara, a menos que hubiera estado
casada con mi padre y después se hubieran divorciado y mi padre se hubiera
casado con mi madre —que estaba bien—, y como la señorita Roginski tenía que
trabajar, yo me hubiera quedado bajo la custodia de mi padre: de ser así, todo
tenía sentido. Pero la cuestión era que nunca llegaron a intimar, me refiero a
papá y a la señorita Roginski. En las ocasiones en las que se veían, todos los
años para la celebración de Navidad, cuando venían los padres, yo los vigilaba
como un loco con la esperanza de descubrir alguna mirada furtiva que
significara algo así como: «¿Qué tal? ¿Cómo te ha ido desde que nos
divorciamos?», pero no había manera. No era mi madre, sino simplemente mi
maestra, y yo era en su vida su zona personal de evidente fracaso.)
—Ya verás como mejoras,
Billy.
—Eso espero, señorita
Roginski.
—Eres de los que tardan
en florecer, eso es todo. Winston Churchill tardó en florecer y a ti te pasa lo
mismo.
Estuve a punto de
preguntarle en qué equipo jugaba, pero hubo algo en su tono de voz que me
convenció de que era mejor que no lo hiciese.
—Y Einstein.
A ése tampoco lo
conocía. Tampoco sabía lo que quería decir con eso de «tardar en florecer».
Pero deseé con toda mi alma ser de los que tardan en hacerlo.
A los veintiséis
años, mi primera novela, titulada The
Temple of Gold (El templo del oro), apareció en Alfred A. Knopf. (Que ahora
forma parte de Random House, que a su vez forma parte de la RCA, y que es parte
de lo que no funciona en esto de publicar libros en Estados Unidos, tema que no
forma parte de esta historia.) En fin, antes de que saliera la novela, los del
departamento de publicidad de Knopf estaban hablando conmigo, tratando de
dilucidar qué hacer para justificar sus sueldos, y me preguntaron a quiénes
podían enviar ejemplares del libro para que pudieran erigirse en fuente de
opinión. Les contesté que no conocía a nadie que pudiera hacerlo. Entonces
ellos me replicaron: «Piensa, todo el mundo conoce a alguien». Me entusiasmé
mucho cuando se me ocurrió la idea y les dije: «De acuerdo, enviadle un
ejemplar a la señorita Roginski». Cosa que me pareció lógica, porque si alguna
vez ha existido una persona que me forjara las opiniones, ésa fue la señorita
Roginski. (Por cierto, aparece a lo largo de toda la novela El templo del oro, sólo que le puse
«señorita Patulski»; entonces también era creativo.)
—¿Quién? —me preguntó
aquella chica de publicidad.
—Es una antigua maestra
que tuve. Le envías un ejemplar y yo se lo firmaré, y puede que incluso le
escriba una...
Estaba realmente
entusiasmado, hasta que aquel tío de publicidad me interrumpió diciéndome:
—Nos referíamos más bien
a alguien del panorama literario nacional.
—Envíale un ejemplar a
la señorita Roginski, por favor. ¿Vale? —insistí en voz muy baja.
—Sí —repuso él—. Claro,
faltaría más.
¿Os acordáis que no
pregunté en qué equipo jugaba Churchill por el tono de su voz? En aquel
momento, creo que a mí también me salió aquel tono. En fin, algo debió de
ocurrir, porque el tipo apuntó de inmediato el nombre de mi maestra y me
preguntó si se escribía con «i» latina o con «y» griega.
—Con «i» latina
—contesté.
De inmediato hice un
repaso de aquellos años, tratando de pensar una dedicatoria fantástica para mi
maestra. Ya sabéis, algo inteligente, modesto, brillante, perfecto. Algo así.
—¿Y su nombre de pila?
Eso me hizo volver a la
realidad. No sabía su nombre de pila. Siempre la había llamado señorita.
Tampoco sabía su dirección. Ni siquiera si seguía viva o no. Hacía diez años
que no iba a Chicago; era hijo único, mis padres habían fallecido, ¿a quién le
hacía falta Chicago?
—Envíalo a la Escuela
Primaria de Highland Park —le dije.
Y lo primero que se me
ocurrió escribirle fue: «Para la señorita Roginski, una rosa de quien tardó en
florecer», pero después me pareció demasiado presuntuoso, o sea, que decidí que
«Para la señorita Roginski, una mala hierba de quien tardó en florecer» sería
más humilde. Demasiado humilde, decidí luego, y ese día me dejé de ideas
brillantes. No se me ocurrió nada. Después me asaltó la idea de que tal vez no
se acordara de mí. Al final, ya al borde de la desesperación, terminé
escribiendo: «Para la señorita Roginski de William Goldman. Usted me llamaba
Billy y decía que era de los que tardan en florecer. Le envío este libro;
espero que le guste. Fue usted mi maestra en tercero, cuarto y quinto cursos.
Muy agradecido. William Goldman».
El libro se publicó y
fue un fracaso; me encerré en casa y me derrumbé, pero uno acaba adaptándose.
El libro no sólo no me situó en la lista de autores más modernos desde Kit
Marlowe, sino que para colmo nadie lo leyó. Bueno, a decir verdad, lo leyó cierto
número de personas a las que yo conocía. Pero me parece que es más prudente
señalar que ningún extraño llegó a saborearlo. Fue una experiencia demoledora y
reaccioné como ya he dicho. O sea, que cuando me llegó la nota de la señorita
Roginski —tarde, porque la enviaron a Knopf y ellos la retuvieron durante un
tiempo— necesitaba realmente que alguien me subiera la moral.
«Apreciado señor
Goldman: Gracias por el libro. Todavía no he tenido tiempo de leerlo, pero
estoy segura de que es un bonito esfuerzo. Por supuesto que me acuerdo de
usted. Me acuerdo de todos mis alumnos. Atentamente, Antonia Roginski.»
Qué desilusión. No se
acordaba de mí. Me quedé sentado con la nota en la mano, completamente
derrumbado. La gente no se acuerda de mí. De verdad. No es paranoia;
simplemente paso por las memorias sin dejar huella. No me importa demasiado,
aunque supongo que miento; sí me importa. No sé por qué motivo, en esto del
olvido obtengo una muy alta puntuación.
O sea, que cuando la
señorita Roginski me envió aquella nota que la igualaba al resto de la gente,
me alegré de que nunca se hubiese casado; de todos modos nunca me había caído
bien, siempre había sido una pésima maestra, y se tenía más que merecido que su
nombre de pila fuera Antonia.
«No iba en serio», dije
en voz alta en ese mismo momento. Me encontraba solo en mi despacho de una sola
habitación, en el maravilloso West Side de Manhattan, hablando conmigo mismo.
«Lo siento, lo siento —proseguí—, tiene que creerme, señorita Roginski.»
Lo que ocurrió entonces
fue que por fin había leído la posdata. Aparecía en el dorso de la nota de
agradecimiento y decía así: «Idiota. Ni siquiera el inmortal S. Morgenstern
pudo sentirse más paternal que yo».
¡S. Morgenstern! La princesa prometida. ¡Se acordaba de
mí!
Escena retrospectiva.
1941.
Otoño. Estoy un tanto irritable porque mi radio no capta los partidos de
fútbol. El Northwestern se enfrenta al Notre Dame; empezaba a la una, es ya la
una y media y no hay manera de sintonizar el partido. Música, noticias,
radionovelas, de todo menos el gran acontecimiento. Llamo a mi madre. Viene. Le
digo que mi radio está averiada, que no logro sintonizar el Northwestern-Notre
Dame. «¿Te refieres al partido de fútbol?», me pregunta. «Sí, sí, sí», le
contesto. «Pues hoy es viernes —me dice—. Creí que jugaban el sábado.»
¡Si seré idiota!
Me recuesto en la cama,
escucho las radionovelas y al cabo de un rato intento volver a sintonizarlo, y
la estúpida de mi radio va y capta todas las emisoras de Chicago menos la que
transmite el partido de fútbol. Me pongo a gritar, y mi madre entra otra vez
hecha una fiera. «Tiraré la radio por la ventana —le digo—. ¡No lo coge, no lo
coge! ¡No logro sintonizarlo!» «¿Sintonizar qué?», pregunta mi madre. «El
partido de fútbol —contesto yo—. Pareces tonta, el paaaartiiidooo.» «Juegan el
sábado, y cuidadito con lo que dices, niño —me advierte mi madre—. Ya te he
dicho que hoy es viernes.» Vuelve a marcharse.
¿Alguna vez ha existido
un infeliz tan grande?
Humillado, giro la
sintonía de mi fiel Zenith, y trato de encontrar el partido de fútbol. Fue tan
frustrante que me quedé ahí acostado, sudando y con el estómago raro,
aporreando la parte superior de la radio para que funcionara. Y así fue como se
dieron cuenta de que deliraba a causa de una pulmonía.
Las pulmonías de ahora
no son como las de antes, sobre todo cuando yo la tuve. Estuve unos diez días
ingresado en el hospital y después me enviaron a casa para pasar un largo
período de convalecencia. Me parece que todavía estuve otras tres semanas más en
cama, un mes quizá. No me quedaban energías, ni siquiera para jugar. No era más
que un pelmazo en período de recuperación de fuerzas. Punto.
Así es como tenéis que
imaginarme cuando me encontré con La
princesa prometida.
Era la primera noche que
pasaba en casa después de salir del hospital. Exhausto; seguía siendo un
enfermo. Entró mi padre, supuse que a darme las buenas noches. Se sentó a los
pies de mi cama.
—Capítulo uno. La
prometida —dijo.
Sólo entonces levanté la
vista y vi que llevaba un libro. Eso, por sí solo, era sorprendente. Mi padre
era casi, casi, analfabeto. En inglés. Venía de Florin (donde se desarrolla La princesa prometida) y
allí no había sido ningún tonto. En cierta ocasión dijo que habría acabado
siendo abogado y puede que fuera cierto. La cuestión es que a los dieciséis
años probó suerte y se vino a América, apostó por la tierra de las
oportunidades y perdió. Aquí nunca encontró ningún trabajo que le gustara. No
tenía un aspecto atractivo, era muy bajito y se había quedado calvo desde
joven. Además, le costaba mucho aprender. Una vez que captaba una idea, se le
quedaba grabada, pero las horas que tardaba en metérsele en la cabeza eran algo
increíble. Su inglés siempre tuvo un acento ridículamente inmigrante y eso
tampoco le ayudó mucho. Conoció a mi madre durante un viaje en barco; más tarde
se casaron y cuando creyó que podían permitirse el lujo, me tuvieron a mí. Trabajó
toda la vida como segundo barbero en la barbería de menos éxito de Highland
Park, Illinois. Hacia el final, solía dormitar todo el día sentado en su silla.
Y allí fue donde murió. Llevaba muerto una hora cuando el otro barbero se dio
cuenta; hasta ese momento, había creído que mi padre estaba echando una buena
siesta. Tal vez fuera así. Tal vez todo se reduzca a eso. Cuando me lo dijeron
me sentí terriblemente afectado, pero al mismo tiempo pensé que aquella forma
de marcharse era una muestra de cómo había sido su existencia.
En fin, volvamos a
aquella lectura. Entonces le dije:
—¿Eh? ¿Cómo? No te he
oído.
Estaba muy débil y
terriblemente cansado.
—Capítulo uno. La
prometida —y levantó el libro—. Te lo voy a leer para que te relajes.
—Prácticamente me metió el libro en la cara—. De S. Morgenstern. Un gran
escritor florinés. La princesa prometida. Él también se vino a América. S.
Morgenstern. Murió en Nueva York. Escribió el libro en inglés. Hablaba ocho
lenguas. —Cuando lo dijo, mi padre dejó el libro y me enseñó los dedos—. Ocho.
Una vez, en la ciudad de Florin, estuve en su café. —Meneó la cabeza; mi padre
siempre meneaba la cabeza cuando decía algo mal—. No era su café. Él estaba en
el café, y yo también, al mismo tiempo. Lo vi. A S. Morgenstern. Tenía una
cabeza así de grande —y colocó las manos como para formar un globo enorme—.
Gran hombre en la ciudad de Florin. No tanto en América.
—¿Habla algo de
deportes?
—Esgrima. Lucha.
Torturas. Venenos. Amor verdadero. Odio. Venganzas. Gigantes. Cazadores.
Hombres malos. Hombres buenos. Las damas más hermosas. Serpientes. Arañas.
Bestias de todas clases y aspectos. Dolor. Muerte. Valientes. Cobardes.
Forzudos. Persecuciones. Fugas. Mentiras. Verdades. Pasión. Milagros.
—Suena bien —dije, y
medio cerré los ojos—. Haré lo posible por no dormirme..., pero tengo muchísimo
sueño, papá...
¿Quién puede saber
cuándo va a cambiar su mundo? ¿Quién es capaz de decir antes de que ocurra, que
todas las experiencias anteriores, todos los años pasados, fueron una
preparación para... nada? Imaginaos lo siguiente: un anciano casi analfabeto
que lucha con un idioma enemigo, un niño casi exhausto que lucha contra el
sueño. Y entre ambos sólo las palabras de otro extranjero, traducidas con
dificultad de los sonidos nativos a los de otra lengua. ¿Quién podía sospechar
que por la mañana ese niño se despertaría siendo distinto? De lo único que me
acuerdo es de que traté de vencer la fatiga. Incluso al cabo de una semana no
me había dado cuenta de lo que había comenzado aquella noche, de las puertas
que se cerraban de golpe mientras otras se abrían. Tal vez debí haber intuido
algo, o tal vez no; ¿quién puede presentir la revelación en el aire?
Lo que ocurrió fue
simplemente esto: la historia me enganchó.
Por primera vez en mi
vida, sentía un interés activo por un libro. Yo, el fanático de los deportes;
yo, el enloquecido por los partidos; yo, el único niño de diez años de Illinois
que odiaba el alfabeto pero que quería saber qué ocurría después.
¿Qué fue de la hermosa
Buttercup y del pobre Westley y de Íñigo, el más grande espadachín de la
historia mundial? ¿Y cuán fuerte era en realidad Fezzik? ¿Tendría límites la
crueldad de Vizzini, el endiablado siciliano?
Todas las noches mi
padre me leía un capítulo tras otro, luchando siempre para que las palabras
sonaran correctamente, para atrapar el sentido. Y yo yacía allí tumbado, con
los ojos entrecerrados, mientras mi cuerpo recorría lentamente el largo camino que
le devolvería las fuerzas. Como ya he dicho, la convalecencia duró
aproximadamente un mes, y en ese tiempo, mi padre me leyó dos veces La princesa prometida. Aunque podía leer
yo solo, este libro era suyo. Jamás se me habría ocurrido abrirlo. Quería
escucharlo con la voz de mi padre, con sus sonidos. Más tarde, incluso muchos
años más tarde, en ocasiones solía decir: «¿Qué tal si me lees el duelo que
Íñigo y el hombre de negro sostienen en el acantilado?». Y mi padre
acostumbraba a gruñir y mascullar, se iba a buscar el libro, se humedecía el
pulgar con la lengua, y volvía las páginas hasta que empezaba la fantástica
batalla. Me encantaba. Incluso hoy, cuando necesito evocar el recuerdo de mi
padre, así es como lo hago. Y lo veo encorvado, esforzando la vista y
deteniéndose ante una palabra difícil, tratando de ofrecerme la obra maestra de
Morgenstern lo mejor que podía. La
princesa prometida le pertenecía a mi padre.
Todo lo demás era mío.
No hubo historia de
aventuras que se salvara de mí.
«No puede ser —le decía
a la señorita Roginski cuando me restablecí—. Sigue recomendándome a Stevenson
cuando ya me lo he leído todo. ¿A quién leo ahora?»
«Prueba con Scott —me
sugería ella—, y vamos a ver si te gusta.»
Y yo probaba con el
viejo sir Walter y me gustaba lo suficiente como para tragarme media docena de
libros en diciembre (gran parte del mes tenía vacaciones de Navidad, por lo
tanto, no tenía que interrumpir la lectura nada más que de vez en cuando para comer
algo).
—¿Y ahora quién más?
—Tal vez Cooper —me
decía ella.
Y yo venga a leer El cazador de ciervos y todo lo demás sobre los rastreadores y
un buen día me topé con Dumas y D’Artagnan y esos dos tíos me tuvieron
entretenido gran parte de febrero.
—Te has convertido en un
adicto a la novela ante mis ojos —me dijo la señorita Roginski—. ¿Sabes que
ahora te pasas más tiempo leyendo del que solías pasarte jugando? ¿No te das
cuenta de que están empeorando tus notas de matemáticas?
No me importaba cuando
me criticaba. Estábamos solos en la clase, y la perseguía para que me sugiriese
a alguien interesante que devorar. Meneó la cabeza y me dijo: «Billy, no cabe
duda de que estás floreciendo delante de mis propios ojos. La cuestión es que
no sé en qué te convertirás».
Yo me quedé ahí
esperando a que me dijera el nombre de algún autor.
—Eres insoportable, mira
que quedarte ahí esperando... —se detuvo un segundo para pensar—. Está bien.
Prueba con Hugo, El jorobado de Notre
Dame.
—Hugo —dije yo—. El jorobado. Gracias. —Me volví
dispuesto a salir corriendo hacia la biblioteca. Mientras me iba, la oí
suspirar:
—Esto no durará. No
puede durar.
Pero duró.
Y dura aún hoy. Soy tan
fanático de las aventuras ahora como lo era entonces y esto nunca tendrá fin.
Aquel primer libro mío que mencioné, El
templo del oro, ¿sabéis de dónde saqué el título? De la película Gunga Din; la he visto dieciséis veces y
sigo pensando que es la película de aventuras más estupenda que jamás, repito,
que jamás se haya filmado. (La verdadera historia de Gunga Din: cuando me licencié del ejército, juré que jamás volvería
a un puesto militar. Nada grandioso, sólo un juramento vitalicio. Bien, pues al
día siguiente de haberme licenciado, ya en casa, decido ir a ver a un amigo que
vive cerca, en Fort Sheridan. Y cuando me ve, me dice: «Oye, adivina qué
película ponen esta noche. Gunga Din». «Iremos»,
le dije yo. «No está permitido —me contestó—. Vas de civil.» Resultado: volví a
vestir el uniforme a la noche siguiente de haberme licenciado y entré a
hurtadillas en un puesto militar para ver la película. Y salí a hurtadillas.
Como un ladrón en plena noche. Con el corazón al galope, sudores fríos y
demás.) Soy adicto a la acción, a la aventura, llamadlo como queráis, en
cualquier forma, color, etcétera. Jamás me perdí una película de Alan Ladd, o
de Errol Flynn. Y sigo sin perderme las de John Wayne.
Mi vida entera empezó de
verdad cuando mi padre me leyó a Morgenstern a la edad de diez años. Un hecho: Dos hombres y un destino es, sin lugar a
dudas, lo más popular con lo que he tenido relación. Cuando muera, si en el Times me llegan a dedicar una nota
necrológica, será gracias a Dos hombres… ¿Cuál
es la escena de la que todo el mundo habla, el momento único que se graba en la
memoria de todos, en la tuya, en la mía y en la de las masas? Respuesta: el
salto desde el acantilado. Bien, pues cuando escribí esa escena, recuerdo que
pensé que los acantilados desde los que saltaban eran los Acantilados de la
Locura que todo el mundo intenta escalar en La
princesa prometida. Cuando
escribí Dos hombres…, a mi mente acudían imágenes
retrospectivas en las que aparecía mi padre cuando me leía la escena de la
escalada con cuerdas de los Acantilados de la Locura, mientras la muerte
aguardaba agazapada.
Aquel
libro fue lo mejor que me ha ocurrido en la vida (perdóname, Helen; Helen es mi
esposa, la famosa psiquiatra infantil), y mucho antes de casarme, sabía que iba
a compartirlo con mi hijo. Sabía también que iba a tener un hijo. O sea, que
cuando nació Jason (si hubiera sido niña, se habría llamado Pamby; ¿os
imagináis una psiquiatra infantil que les ponga a sus hijos semejantes
nombres?...). En fin, cuando nació Jason, tomé nota mentalmente de que cuando
cumpliera diez años debía comprarle un ejemplar de La princesa prometida.
Y después me olvidé de
todo aquello.
Otra escena
retrospectiva: Hotel Beverly Hills, diciembre pasado. Me traen de cabeza las
reuniones sobre Las poseídas de Stepford, de Ira Levin, que voy a adaptar para la
pantalla grande. Llamo a mi mujer a Nueva York a la hora de la cena, cosa que
hago siempre para que se sienta querida, y hablamos. Casi al final de nuestra
conversación me dice:
—Por cierto, le
regalaremos a Jason una bicicleta de diez marchas. La he comprado hoy. Me
pareció adecuado, ¿qué opinas?
—¿Por qué adecuado?
—Vamos, Willy. Diez
años, diez marchas.
—¿Mañana cumple diez
años? Lo había olvidado por completo.
—Llámanos mañana a la
hora de la cena y podrás desearle feliz cumpleaños.
—¿Helen? Oye, hazme un
favor. Telefonea a la librería Nine-Nine-Nine y diles que te envíen La princesa prometida.
—Espera, que cojo un
lápiz —y se marcha un ratito—. Vale, dispara. ¿La princesa qué?
—Prometida. De S.
Morgenstern. Es un clásico para niños. Dile que la semana que viene, cuando
regrese, le haré preguntas sobre el libro y que no tiene por qué gustarle, pero
que si no le gusta, me suicido. Díselo tal cual, por favor; no quisiera ejercer
más presiones sobre él.
—Bésame, tonto.
—Muuuaa.
—Nada de estrellas
jóvenes.
Ésta era la frase que
usaba siempre para terminar nuestras conversaciones cuando yo andaba solo y sin
compromiso en la soleada California.
—Se han extinguido,
tonta.
Ésa era mi frase.
Colgamos.
A la tarde siguiente,
ocurrió que de la nada apareció una joven estrella de carne y hueso, bronceada
y de respiración profunda. Yo estoy tonteando junto a la piscina y ella pasa en
bikini y está estupenda. Tengo la tarde libre, no conozco a nadie, o sea, que
me pongo a pensar cómo puedo abordar a esa chica sin que ella se eche a reír a
carcajadas. Nunca hago nada, pero lo de mirar es un ejercicio fenomenal, y yo
tengo el título de campeón de liga en eso de mirar chicas. No se me ocurre
ninguna forma de abordarla que conecte con la realidad, o sea, que me pongo a
hacer largos en la piscina. Nado cuatrocientos metros diarios porque me duelen
las lumbares.
Ida y vuelta, ida y
vuelta, dieciocho largos, y cuando he terminado, me voy al lado hondo y me
quedo jadeando, y la estrellita se me acerca nadando. Se aferra al borde,
también del lado hondo, a un palmo de donde yo estoy, con el pelo mojado y
brillante y el cuerpo debajo del agua, pero sé que está ahí, y me dice (ocurrió
de veras):
—Disculpe, pero ¿no es
usted William Goldman, el que escribió Boys
and Girls Together? Es el libro que más me ha gustado de todos los que he
leído.
Me agarro del borde de
la piscina y afirmo con la cabeza. No recuerdo exactamente lo que le dije.
(Mentira. Me acuerdo exactamente de lo que le dije, pero es demasiado estúpido
como para reproducirlo; cielos, ya tengo cuarenta años. «Goldman, sí, Goldman,
soy Goldman.» Me salió todo como una sola palabra; vete a saber el idioma que
se creyó que estaría hablando.)
—Soy Sandy Sterling —me
dice—. Mucho gusto.
—Hola, Sandy Sterling
—logro decir, lo cual es bastante cortés, al menos para mí; volvería a decirlo
si me encontrara de nuevo en la misma situación.
Entonces me llaman por
los altavoces.
—Los Zanuck no me dejan
en paz —comento yo.
La chica se echa a reír
y yo me voy volando a contestar la llamada; pienso si lo que le he dicho era
realmente tan inteligente, y cuando llego al teléfono tengo decidido que sí,
que lo era. Cojo el auricular y digo «inteligente» en lugar de «dígame» o de
«Bill Goldman». Voy y digo «inteligente».
—Willy, ¿has dicho
«inteligente»?
Es Helen.
—Helen, estoy reunido
por lo del guión, habíamos quedado en llamarnos esta noche a la hora de la
cena. ¿Por qué me llamas a la hora del almuerzo?
—Mmm... hostil, hostil.
No se te ocurra jamás
hablar con tu mujer sobre la hostilidad cuando es una freudiana declarada.
—Es que en esta reunión
de los guiones me están volviendo loco con tonterías. ¿Qué pasa?
—Probablemente nada,
salvo que la obra de Morgenstern está agotada. Hoy he preguntado en Doubleday.
Por el tono que empleaste me pareció que podía ser importante, o sea, que te
informo que Jason tendrá que conformarse con su muy adecuada bicicleta de diez
marchas.
—No es importante —digo
yo. Sandy Sterling me sonríe. Desde el lado hondo de la piscina. Me sonríe a
mí—. Gracias de todos modos. —Me disponía a colgar, cuando digo—: Oye, ya que
te has tomado tantas molestias, llama a Argosy, en la calle Cincuenta y Nueve.
Está especializada en libros agotados.
—Argosy. En la Cincuenta
y Nueve. De acuerdo. Ya hablaremos a la hora de la cena.
Cuelga. Sin decirme
«nada de estrellas jóvenes». Siempre termina todas las conversaciones
telefónicas con esa frase y ahora no lo ha hecho. ¿Algo en mi tono de voz me ha
delatado? Helen es muy especial para estas cosas; además, siendo psiquiatra...
La culpa, cual si fuera un pudding, comienza a bullir en mi horno interior.
Vuelvo a mi tumbona.
Solo.
Sandy Sterling nada unos
cuantos largos. Cojo mi New York Times. Hay en el aire cierta tensión sexual.
—¿Ya no nadas más? —me
pregunta.
Dejo el periódico. Está
junto al borde de la piscina, del lado que queda más cerca de mi tumbona.
Asiento, mirándola
fijamente.
—¿Qué Zanuck, Dick o
Darryl? —pregunta.
—Era mi mujer —le
contesto, poniendo el énfasis en la última palabra.
La chica no se inmuta.
Sale de la piscina y se tiende en la tumbona de al lado. Pechugona pero rubia.
Si gustan así, Sandy Sterling tiene que gustar. A mí me gustan así.
—Estás aquí por lo de
Levin, ¿no? ¿Por Las poseídas de Stepford?
—Estoy haciendo el
guión.
—Me encantó ese libro.
Es el libro que más me ha gustado del mundo. Me encantaría trabajar en una
película así. Escrita por ti. Haría cualquier cosa por una oportunidad como
ésa.
Ya estaba. Acababa de
poner las cartas sobre la mesa.
En seguida le dejo las
cosas claras.
—Oye —le digo—, no
acostumbro a hacer este tipo de cosas. De lo contrario las haría, porque estás
estupenda, de eso no cabe duda, y te deseo toda clase de felicidad, pero la
vida es ya de por sí bastante complicada como para añadir cosas de ésas.
Eso es lo que pensé que
iba a decirle. Pero entonces me dije: «Eh, un momento, ¿dónde está escrito que
tú debas ser el puritano del mundo del cine?». He trabajado con gente que lleva
archivos de tarjetas para este tipo de asuntos. (Es la verdad. Preguntadle a
Joyce Haber.)
—¿Has actuado en muchas
películas? —me oigo preguntar.
Ya sabéis que sentía un
verdadero entusiasmo por conocer la respuesta.
—Nada que ampliara mis
horizontes; no sé si me explico.
—¿Señor Goldman?
Levanto la vista. Es el
asistente del socorrista.
—Es para usted otra vez
—me dice, entregándome el teléfono.
—¿Willy?
La
voz de mi esposa hace que la duda recorra cada fibra de mi ser.
—Dime, Helen.
—Te noto raro.
—¿Qué pasa, Helen?
—Nada, pero...
—Por nada no me habrías
llamado.
—Willy, ¿qué te pasa?
—No me pasa nada.
Trataba de ser lógico. Al fin y al cabo tú eres la que has llamado. Sólo
trataba de determinar por qué.
Cuando me lo propongo,
llego a ser bastante distante.
—Me estás ocultando
algo.
Lo que más me indigna en
este mundo es que Helen se ponga así. Os lo explico. Con su horrible formación
de psiquiatra, sólo me acusa de ocultarle cosas cuando le estoy ocultando
cosas.
—Helen, en estos
momentos estoy en una reunión, por favor, dime lo que quieres.
Ahí estaba otra vez la
cuestión. Le estaba mintiendo a mi esposa en relación con otra mujer, y esa
otra mujer lo sabía.
Sandy Sterling, que
ocupa la tumbona contigua a la mía, me sonríe mirándome directamente a los
ojos.
—En Argosy no tienen el
libro. Nadie tiene el libro. Adiós, Willy. —Y cuelga.
—¿Tu mujer otra vez?
Asiento y dejo el
teléfono colgado sobre la mesa, junto a mi tumbona.
—Os habláis mucho.
—Ya lo sé —le digo—. Es
un suplicio concentrarme para escribir algo.
Supongo que sonrió.
No había forma de lograr
que el corazón dejara de latirme con tanta fuerza.
«Capítulo uno. La
prometida», dijo mi padre.
Debí de dar un respingo
o algo por el estilo porque la chica dice:
—¿Eh?
—Mi pa... —empiezo a
decir yo—. Pensaba... —empiezo a decir otra vez y luego añado—: Nada.
—Tranquilo —me dice ella
y me lanza una sonrisa verdaderamente dulce.
Durante un segundo posó
su mano sobre la mía, de un modo suave y reconfortante. Me pregunté si era
posible que además fuera comprensiva. ¿Estupenda y comprensiva? ¿Sería legal?
Helen nunca había sido comprensiva. Aunque siempre decía que lo era —«Comprendo
por qué lo dices, Willy»—, pero en secreto trataba de descubrirme las neurosis.
No, supongo que era comprensiva; pero no era compasiva. Además, por supuesto,
no era estupenda. Delgaducha, sí. Brillante también.
—Conocí a mi mujer en la
escuela universitaria para graduados —le digo a Sandy Sterling—. Ella hacía el
doctorado.
A Sandy Sterling le
estaba costando captar mi sucesión de ideas.
—Éramos unos críos.
¿Cuántos años tienes?
—¿Te digo mi verdadera
edad o la que uso para el béisbol?
Me eché a reír de buena
gana. ¿Estupenda, comprensiva y ocurrente?
«Esgrima. Lucha.
Torturas —dijo mi padre—. Amor. Odio. Venganzas. Gigantes. Bestias de todas
clases y aspectos. Verdades. Pasión. Milagros.»
Es la una menos
veinticinco y le digo:
—¿Me dejas hacer una
llamada? Póngame con información de Nueva York —digo cuando cojo el teléfono y,
una vez que me comunican, añado—: ¿Podría darme los nombres de algunas
librerías de la Cuarta Avenida, por favor? Habrá unas veinte.
En la Cuarta Avenida se
encuentran las librerías de segunda mano más importantes de libros de lengua
inglesa de todo el mundo civilizado. Mientras la operadora me busca los
nombres, me vuelvo hacia la criatura que está en la tumbona de al lado y le
comento:
—Mi hijo cumple diez
años hoy y me gustaría regalarle este libro; no tardaré nada.
—Estupendo —dice Sandy
Sterling.
—Aquí figura una tienda
llamada Librería de la Cuarta Avenida —me dice la operadora, y me da el número.
—¿No podría darme alguna
otra? Están todas seguidas.
—Si mee daa los
nombress, lo ayudaré encantada —responde la operadora, hablando en lenguaje de
la Bell.
—Con éste ya tengo
bastante —le contesto, y le pido a la operadora del hotel que me ponga con la
tienda—. Oiga, que llamo desde Los Ángeles —le digo—, y busco La princesa prometida, de S. Morgenstern.
—No, lo siento —me
contesta el tío.
Y antes de que le pueda
pedir que me dé los nombres de otras librerías, el tipo cuelga.
Le pido a la operadora
del hotel que vuelva a ponerme con la tienda y cuando el tío vuelve a coger el
teléfono le digo:
—Habla su corresponsal
en Los Ángeles. Esta vez procure no colgar tan de prisa.
—Le he dicho que no lo
tengo.
—Ya lo he entendido.
Pero como estoy en California, me gustaría que me diera los nombres y los
teléfonos de algunas otras tiendas de la zona. Quizá lo tengan, y como podrá
imaginarse, por aquí no abundan las Páginas Amarillas de Nueva York.
—Ellos a mí no me
ayudan, y yo tampoco.
Vuelve a colgar.
Me quedo ahí sentado,
con el auricular en la mano.
—¿Cuál es ese libro tan
especial? —me pregunta Sandy Sterling.
—No tiene importancia
—le contesto, y cuelgo. Entonces le digo—: Sí
que la tiene.
Vuelvo
a coger el teléfono y finalmente logro comunicarme con Harcourt Brace
Jovanovich, mi editor de Nueva York, y al cabo de unos minutos la secretaria de
mi editor me lee los nombres y los teléfonos de todas las librerías de la zona
de la Cuarta Avenida.
«Cazadores —decía en
aquel momento mi padre—. Hombres malos. Hombres buenos. Las damas más
hermosas.» Lo tenía acampado en la cabeza, acurrucado, calvo, y medio bizco,
tratando de leer, tratando de agradar, tratando de mantener alejados a los
lobos y a su hijo con vida.
Era la una y diez cuando
por fin conseguí la lista completa y me despedí de la secretaria.
Entonces empecé con las
librerías.
—Oiga, llamo desde Los
Ángeles para preguntar si tienen un libro de Morgenstern, La princesa prometida, y...
—... lo siento...
—... lo siento...
Comunican.
—... hace años que está
agotado...
Otro que comunica.
Las dos menos
veinticinco.
Sandy sigue nadando. Y
monta un poco en cólera. Debe de pensar que le estoy tomando el pelo. Pues no
le estoy tomando el pelo, aunque lo parece.
—... lo siento, tuve un
ejemplar en diciembre...
—... no lo tengo, lo
siento...
—Ésta es una grabación.
El número que ha marcado no funciona... Rogamos que cuelgue y...
—... no...
Y Sandy está que trina.
Echando chispas, recogiendo sus cosas.
—¿... quién lee a
Morgenstern hoy en día?
Sandy se marcha, se
marcha, estupenda, preciosa, desaparece.
Adios, Sandy. Lo siento,
Sandy.
—... lo siento, ya
estamos cerrando.
Ya son las dos menos
cinco. Las cinco menos cinco en Nueva York.
Pánico en Los Ángeles.
La línea comunica.
No contestan.
No contestan.
—En florinés, creo. Lo
tendré en algún sitio de la trastienda.
Me incorporo en la
tumbona. El tío tiene un acento marcadísimo.
—Necesito la versión
inglesa.
—Hoy en día pocos piden
a Morgenstern. Ya no sé qué tengo en la trastienda. Venga mañana y búsquelo
usted mismo.
—Estoy en California —le
digo.
—Chalado.
—Es que es muy
importante para mí que me lo busque.
—¿Esperará mientras lo
hago? Yo no pienso pagar la llamada.
—Tómese el tiempo que
necesite.
Se tomó diecisiete
minutos. Yo esperé en línea, escuchando. De vez en cuando se oía el sonido de
un paso o un estrépito de libros o un gruñido: «Ay, aay».
Y por fin:
—Bien, tengo el
florinés, tal como pensé.
Por poco.
—Pero no la versión
inglesa —digo.
Y de pronto, el hombre
empieza a chillarme:
—¿Cómo, se ha vuelto
loco? Me rompo el alma para que usted me diga que no lo tengo. Claro que lo
tengo, lo tengo aquí, y créame que le va a costar una buena suma.
—Estupendo..., se lo
digo en serio, no es broma. Escúcheme, le explico lo que tiene que hacer. Coja
un taxi y pídale que lleve los libros a Park y...
—Oiga, señor Chalado
California, ahora me va a escuchar usted a mí. Aquí va a caer una tormenta de
nieve en cualquier momento y ni yo ni mis libros iremos a ningún sitio sin
dinero. Seis cincuenta cada uno. Si quiere la versión inglesa, tendrá que
llevarse también la florinesa, y cierro a las seis. Estos libros no saldrán de
aquí si yo no recibo antes trece dólares.
—No se vaya —le digo, y
cuelgo.
¿Y a quién llama uno
fuera del horario de oficina y con las Navidades al caer? Pues a un abogado.
—Charley —le digo cuando
logro encontrarlo—, me tienes que hacer un favor. Vete a la Cuarta Avenida, a
la librería de Abromowitz, págale trece dólares por dos libros. Coge un taxi
hasta mi casa y dile al conserje que los suba a mi piso. Ya. Ya sé que está
nevando, ¿qué me dices?
—Que es un favor tan
extraño que no tendré más remedio que hacértelo.
Vuelvo a telefonear a
Abromowitz.
—Mi abogado ya va para
allá.
—Nada de cheques —me
dice Abromowitz.
—Es usted todo corazón.
Cuelgo y empiezo a hacer
cálculos. Aproximadamente unos ciento veinte minutos de conferencia a razón de
un dólar treinta y cinco los primeros tres minutos, más trece por los libros,
más unos diez por el taxi de Charley, más unos sesenta por sus honorarios, ¿a
cuánto ascendía? Tal vez unos doscientos cincuenta. Todo para que mi hijo Jason
tuviera el Morgenstern. Me repantingué y cerré los ojos. Doscientos cincuenta
dólares por no mencionar las dos horas de tormento y angustia, sin olvidarnos
de Sandy Sterling.
Una ganga.
Me llamaron a las siete
y media. Estaba en mi suite.
—Le encanta la bici —me
dice Helen—. Está prácticamente fuera de sí.
—Fabuloso.
—Ah, llegaron tus
libros.
—¿Qué libros? —le
pregunto; Chevalier no habría podido parecer más indiferente.
—La princesa prometida. En varias lenguas; por suerte una de
ellas era el inglés.
—Bueno, me parece muy
bien —digo persistiendo en mi vaguedad—. Casi se me había olvidado que pedí que
se los enviasen.
—¿Cómo llegaron hasta
aquí?
—Telefoneé a la
secretaria de mi editor y le pedí que me buscara un par de ejemplares. A lo
mejor los tenían en Harcourt, cualquiera sabe. —Pues sí, en Harcourt tenían
unos ejemplares; ¿os lo imagináis? Puede que en las páginas siguientes os
cuente por qué—. Pásame con el niño.
—Hola —me saluda al cabo
de un segundo.
—Escúchame, Jason —le
digo—: Pensábamos regalarte una bicicleta para tu cumpleaños, pero después
cambiamos de idea.
—Jo, estás muy
equivocado. Ya me habéis regalado una.
Jason ha heredado de su
madre la total falta de humor. No lo sé; tal vez él sea ocurrente y yo no. Algo
sí puedo afirmar con toda seguridad, y es que no nos reímos mucho juntos. Mi
hijo Jason es un crío con un aspecto increíble: pintado de amarillo, podría
formar parte del equipo de sumo de la escuela. Un pequeño dirigible. Se pasa la
vida comiendo. Yo me cuido para no engordar, y a Helen sólo se la ve entera de
frente, y además, es una de las más conocidas psiquiatras infantiles de
Manhattan, y mi hijo rueda más de prisa de lo que camina. «Utiliza la comida
para expresarse —dice siempre Helen—, para calmar sus ansiedades. Cuando se
sienta dispuesto y capaz de hacer frente a las cosas, adelgazará.»
—Oye, Jason. Mamá me ha
dicho que el libro te acaba de llegar. Ya sabes, el de la princesa. Quisiera
que lo leyeses mientras estoy fuera. Cuando yo era crío me encantó y me
gustaría saber qué te parece.
—¿También tiene que
encantarme?
Vaya si era hijo de su
madre.
—No, Jason. Sólo quiero
saber tu opinión. La verdad. Te echo de menos, campeón. Te llamaré para tu
cumpleaños.
—Jo, estás muy
equivocado. Hoy es mi cumpleaños.
Estuvimos de guasa otro
rato, hasta bastante después de que hubiéramos agotado todos los temas. Hice lo
mismo con mi cónyuge, y colgué con la promesa de regresar al cabo de una
semana.
Tardé dos.
Las reuniones se
extendían, los productores tenían inspiraciones de las que había que tomar
nota, los directores necesitaban que les calmaran los egos. En fin, que estuve
en la soleada California mucho más tiempo de lo planeado. Pero al final me
permitieron regresar al abrigo y al amparo del seno familiar, o sea, que me
marché pitando hacia el aeropuerto de Los Ángeles, no fuera que alguien
cambiara de parecer. Llegué temprano, cosa que siempre hago cuando vuelvo a
casa, porque tenía que llenarme los bolsillos con chismes y chucherías para
Jason. Cada vez que regreso de un viaje viene hacia mí corriendo (anadeando) y
gritando:
—Deja que te vea los
bolsillos.
Acto seguido me revisa
todos los bolsillos, apoderándose de su soborno, y una vez que se ha hecho con
el botín, me da un buen abrazo. ¿No es tremendo lo que somos capaces de hacer
con tal de sentirnos queridos?
—Deja que te vea los
bolsillos —grita Jason, y cruzando el vestíbulo, viene hacia mí.
Es jueves, a la hora de
la cena, y mientras él cumple con el ritual, Helen sale de la biblioteca y me
da un beso en la mejilla al tiempo que me dice: «Qué hombre más deslumbrante
tengo», que también forma parte del ritual, y, cargado de regalos, Jason me da
una especie de abrazo y sale disparado, andando como un pato hacia su
habitación.
—Angelica
está preparando la cena —anuncia Helen—, no podrías haber calculado mejor.
—¿Angelica?
Helen se lleva el índice
a los labios y me susurra:
—Hace tres días que
trabaja aquí, pero creo que puede llegar a ser una joya.
—¿Qué había de malo en
la joya que teníamos cuando me marché? —le pregunto también en susurros—. Sólo
llevaba aquí una semana.
—Resultó un desengaño
—responde Helen.
Eso fue todo. (Helen es
una mujer brillante —en la universidad fue miembro de la asociación de alumnos
de más altos méritos, se sacó todos los sobresalientes posibles, todo un
intelecto de una dimensión sorprendente—, pero no logra que le duren las chicas
de servicio. En primer lugar, supongo que se siente culpable de tener quien le
haga las cosas, ya que la mayoría de las chicas disponibles hoy en día son
negras o hispanas, y Helen es ultra superliberal. En segundo lugar, es tan
eficiente que las asusta. Todo lo hace mejor que ellas y lo sabe, y además,
sabe que ellas lo saben. En tercer lugar, una vez que las tiene aterrorizadas,
trata de explicarles las cosas, claro, siendo psicoanalista, se entiende...
Como decía, trata de explicarles por qué no deberían sentirse aterrorizadas, y
al cabo de una media hora larga de que Helen les analice el ego, las chicas
acaban realmente aterradas. En definitiva, que en los últimos años hemos tenido
un promedio de cuatro «joyas» al año.)
—Hemos tenido mala
suerte con ellas, pero cambiará —digo, del modo más reconfortante que sé.
Solía fastidiarla con
este tema de la limpieza, pero aprendí que no era lo más conveniente.
La cena estuvo lista un
poco más tarde, y rodeando a mi esposa con un brazo y a mi hijo con el otro,
avancé hacia el comedor. En aquel momento me sentí a salvo, seguro de todo. La
cena estaba servida: espinacas a la crema, puré de patatas, salsa y carne asada
a la cazuela; estupendo, salvo que no me gusta la carne asada, porque como muy
poca carne, pero las espinacas a la crema me chiflan, o sea, que sobre el
mantel había dispuesta una selección más que comestible. Nos sentamos. Helen
sirvió la carne; en cuanto al resto, nos pasamos las fuentes. Mi ración de
asado no estaba demasiado jugosa, pero la salsa sirvió para equilibrar la cosa.
Helen llamó al timbre. Apareció Angelica. Tendría unos dieciocho o veinte años,
piel aceitunada y movimientos lentos.
—Angelica —le dijo
Helen—, éste es el señor Goldman.
Le sonrío y le digo
«hola» agitando el tenedor en el aire. Ella asiente.
—Angelica, no te lo
tomes como una crítica, puesto que la culpa la tengo yo, pero en lo sucesivo,
las dos hemos de tratar por todos los medios de acordarnos de que al señor
Goldman le gusta el rosbif muy...
—¿Era rosbif? —pregunto
yo.
Helen me lanza una
mirada amenazadora y prosigue:
—Angelica, no hay ningún
problema, debí haberte hablado de cuáles eran las preferencias del señor
Goldman, pero la próxima vez que comamos asado de costillas deshuesadas,
procura, por favor, que por dentro quede de color rosado, ¿de acuerdo?
Angelica se retira a la
cocina. Otra «joya» que se iba a hacer gárgaras.
No os olvidéis de que al
comenzar la cena los tres éramos felices. Dos todavía estábamos en ese estado,
pero Helen se mostraba visiblemente afectada.
Jason acumulaba el puré
de patatas en su plato con un movimiento experto y firme.
Le sonrío a mi hijo y le
digo:
—Oye, trata de tomártelo
con más calma, ¿vale?
Se sirve otra cucharada
bien llena y la desparrama en el plato.
—Jason, ten en cuenta
que son muchas calorías —le digo.
—Es que tengo mucho apetito,
papá —me contesta sin mirarme.
—¿Por qué no te
atiborras de carne? Come toda la carne que te dé la gana y no te diré una sola
palabra.
—¡No pienso comer nada!
—exclama Jason.
Aparta el plato, se
cruza de brazos y fija la mirada en la lejanía.
—Si yo fuera vendedora
de muebles —me dice Helen—, o cajera en un banco, lo entendería; pero ¿cómo
puedes haber estado casado tantos años con una psiquiatra y hablar de ese modo?
Willy, parece que hayas salido de la Edad Media.
—Helen, el niño está
gordo. Lo único que sugiero es que deje unas cuantas patatas para los demás y
que se atiborre con esta exquisita carne asada que tu «joya» ha preparado para
mi regreso triunfal.
—Willy, no es mi
intención asombrarte, pero da la casualidad de que Jason no sólo tiene una fina
inteligencia sino que además posee una vista magnífica. Cuando se mira en el
espejo, te aseguro que sabe perfectamente que no está delgado. Y eso es porque
en esta etapa de su vida ha elegido no estar delgado.
—Helen, no le falta
demasiado para que empiece a salir con chicas, ¿qué pasará entonces?
—Cariño, Jason tiene
diez años, y en esta etapa de su vida las chicas no le interesan. A esta edad
lo que le interesan son los astronautas. ¿Qué le importa a un aficionado a los
cohetes una ligera tendencia a la obesidad? Cuando él decida ser delgado, te
aseguro que tiene la inteligencia y la fuerza de voluntad suficientes como para
adelgazar. Hasta que no llegue ese momento, te pido por favor que en mi
presencia no frustres al niño.
Sandy Sterling bailaba
en bikini delante de mis ojos.
—No pienso comer, y se
acabó —dice entonces Jason.
—Pero, cariño —le dice
Helen al crío con ese tono que ella reserva sólo para momentos como éste—,
trata de ser lógico. Si no te comes el puré de patatas, te enfadarás y yo
también me enfadaré, y está claro que tu padre ya está enfadado. Pero si te
comes el puré de patatas, yo me sentiré muy satisfecha, tú te sentirás
satisfecho, y tu estómago se sentirá satisfecho. Lo de tu padre ya no tiene
solución. Está en tus manos el que tres personas se enfaden o que se enfade una
sola, y con respecto a esta última, como ya te he dicho, no hay nada que hacer.
Por lo tanto, la conclusión es clarísima, aunque tengo una fe absoluta en tu
capacidad para llegar a ella por ti mismo. Haz lo que quieras, Jason.
El niño comienza a
engullir.
—Harás que se convierta
en un mariquita —le digo, aunque en una voz lo bastante baja como para que sólo
me escuche yo mismo, y Sandy.
Entonces inspiro
profundamente, porque siempre que regreso a casa hay problemas, razón por la
cual Helen dice que traigo conmigo la tensión, que necesito pruebas
sobrehumanas de que me han echado de menos, de que todavía me necesitan, de que
soy amado, etc. Lo único que sé es que detesto estar lejos, pero lo peor es el
regreso. Nunca tengo demasiada ocasión de entablar una conversación del tipo:
«¿Y qué tal? ¿Qué novedades hubo durante mi ausencia?», y menos si tenemos en
cuenta que Helen y yo nos telefoneamos casi todas las noches.
—Apuesto a que eres un
genio con esa bici —digo entonces—. Tal vez este fin de semana salgamos a dar
un paseo.
Jason levanta la vista
del puré de patatas.
—El libro me encantó,
papá. Es genial.
Me sorprendo de que me
lo diga, porque, como es natural, yo sólo empezaba a encauzar la conversación
hacia ese tema. Pero, como dice siempre Helen, Jason no es ningún imbécil.
—Bueno, me alegro —digo.
Y vaya si me alegraba.
—Puede que sea el mejor
libro que he leído en mi vida —agrega Jason asintiendo.
Tomo una cucharada de
espinacas.
—¿Cuál es la parte que
más te ha gustado?
—El capítulo uno. La
prometida —responde Jason.
Eso me sorprende de
veras. No es que el capítulo uno esté mal, pero no pasan demasiadas cosas si lo
comparamos con todo lo increíble que ocurre después. En su mayor parte habla de
cómo Buttercup se hace adulta, eso es todo.
—¿Qué me dices de la
escalada de los Acantilados de la Locura? —le pregunto—. Eso ocurre en el
capítulo cinco.
—Está bien —aclara
Jason.
—¿Y de la descripción
del Zoo de la Muerte del príncipe Humperdinck? Está en el segundo capítulo.
—También está muy bien
—dice Jason.
—Lo que más me
sorprendió fue que la descripción del Zoo de la Muerte ocupa unos pocos
párrafos, pero no sé, en cierto modo sabes que más adelante todo encajará.
¿Tuviste la misma sensación?
—Mmm... ajá. —Jason
asiente—. Sí, es genial.
A esas alturas ya sabía
que no lo había leído.
—Trató
de leerlo —interviene Helen—. Y se leyó el primer capítulo. Pero el capítulo
segundo fue imposible para el crío, o sea, que cuando vi que había hecho un
esfuerzo razonable, le dije que lo dejara. No todos tenemos los mismos gustos.
Le dije que tú lo entenderías, Willy.
Claro que lo entendía.
Aunque me sentía completamente abandonado.
—No me gustó, papá.
Quería que me gustara, pero...
Le sonrío. ¿Cómo es
posible que no le gustara? Pasión. Duelos. Milagros. Gigantes. Amor verdadero.
—¿Tampoco vas a comerte
las espinacas? —me pregunta Helen.
Me levanto de la mesa.
—Los tiempos cambian. No
tengo hambre.
No dice nada hasta que
me oye abrir la puerta de la calle. Entonces me grita:
—¿Adónde vas?
De haberlo sabido, le
habría contestado.
Deambulé por ahí en
pleno diciembre. Sin abrigo. Aunque no me enteré del frío. Lo único que sabía
era que tenía cuarenta años, que no me había propuesto encontrarme en aquellas
circunstancias a esa edad, enganchado a una psicoanalista genial y a un hijo que
más bien parecía un globo. Serían alrededor de las nueve de la noche cuando me
encontré solo, sentado en medio del Central Park, sin nadie cerca, y con todos
los demás bancos vacíos.
Fue entonces cuando oí
un susurro de hojas entre los arbustos. Cesó. Se volvió a oír. Muy suave. Más
cerca.
Me volví como el rayo y
grité:
—¡No me molestéis!
Fuera lo que fuese
—amigo, enemigo o mi imaginación—, desapareció. Logré oír cómo corría y fue
entonces cuando me di cuenta de una cosa: en aquel momento era un tipo
peligrosísimo.
Entonces sentí frío. Y
me fui a casa. Helen repasaba unas notas en la cama. En otra circunstancia, me
hubiera hecho algún comentario sobre lo mayor que estaba ya para esos arranques
de comportamiento juvenil. Pero era probable que el peligro siguiera fijado a
mí como una aureola. Lo noté en sus ojos inteligentes.
—De veras que lo intentó
—dice finalmente.
—Nunca pensé que no lo
intentara —contesto—. ¿Dónde está el libro?
—Supongo que en la
biblioteca.
Me vuelvo y me dispongo
a salir del dormitorio.
—¿Quieres que te traiga
algo?
Le contesto que no. Me
voy a la biblioteca, me encierro y busco La
princesa prometida. Mientras
reviso la encuadernación, noto que está bastante bien conservado, y entonces me
doy cuenta de que lo había publicado mi misma editorial, Harcourt Brace
Jovanovich. Aunque había sido mucho antes, por entonces ni siquiera eran
Harcourt, Brace & World. Sólo la vieja Harcourt, Brace, y punto. Hojeo el
libro hasta la página del título, cosa que me resulta extraña, porque nunca
antes lo había hecho; siempre había sido mi padre quien lo hojeaba. Al leer el
verdadero título me echo a reír, porque ahí mismo dice:
La princesa prometida
Relato clásico de amores
verdaderos y grandes aventuras
escrito por S. Morgenstern
Un tipo que catalogaba
su propia obra original como un clásico antes de que fuese publicada y de que
nadie la hubiera leído era de admirar. Tal vez pensó que si no lo hacía así,
nadie la leería, o tal vez sólo intentaba echarle una mano a los críticos. No
lo sé. Ojeo el primer capítulo; era más o menos como lo recordaba. Paso al
segundo capítulo, donde el autor habla del príncipe Humperdinck y ofrece la
descripción breve e incitante del Zoológico de la Muerte.
Y es ahí cuando comienzo
a darme cuenta de dónde está el problema.
No es que la descripción
no figurara. Estaba, y era más o menos como la recordaba. Pero antes de llegar
a la descripción, había unas sesenta páginas de texto que hablaban de los
antepasados del príncipe Humperdinck y de cómo su familia llegó a controlar Florin,
y de esta boda y de este niño que engendró a este otro de aquí que después se
casó con no sé quién; pasé al capítulo tercero, «El galanteo», y descubrí que
hablaba de la historia del Guilder y de cómo ese país llegó al puesto que ocupa
en el mundo. Cuanto más hojeaba el libro, de más cosas me enteraba: Morgenstern
no se había propuesto escribir un libro infantil, sino una especie de historia
satírica de su país y del declive de la monarquía en la civilización
occidental.
Pero mi padre sólo me
había leído las partes de acción, las partes buenas. No se ocupó en absoluto
del aspecto serio.
A eso de las dos de la
madrugada, llamo a Hiram en Martha’s Vineyard. Hiram Haydn ha sido mi editor
durante una docena de años, desde Soldier
in the rain, y juntos hemos
pasado muchas cosas, pero nunca por llamadas telefónicas a las dos de la
madrugada. Sé que hasta el día de hoy no ha logrado entender por qué no pude
esperar..., digamos que hasta la hora del desayuno.
—Bill,
¿seguro que te encuentras bien? —me pregunta todo el rato.
—Oye, Hiram —comienzo yo
a decir después de haberlo llamado unas seis veces—. Escúchame, habéis
publicado un libro justo después de la segunda guerra mundial. ¿Te parece buena
idea que lo compendiara y volviésemos a publicarlo?
—Bill, ¿seguro que te
encuentras bien?
—Sí, muy bien. Verás,
sólo utilizaría las partes buenas. Me encargaría de añadir párrafos allí donde
se produzcan saltos en la narración y dejaría sólo las partes mejores. ¿Qué te
parece la idea?
—Bill, aquí son las dos
de la madrugada. ¿Sigues en California?
Finjo una total
sorpresa, para que no piense que estoy loco.
—Lo siento, Hiram. Dios
mío, si seré idiota. En Beverly Hills apenas son las once. Oye, ¿crees que
podrías comentárselo al señor Jovanovich?
—¿Quieres decir ahora
mismo?
—Mañana o pasado, no hay
prisa.
—Le comentaré lo que
sea, pero no sé si entiendo bien lo que quieres. Bill, ¿seguro que estás bien?
—Estaré en Nueva York
mañana. Te llamaré y te daré más detalles, ¿vale?
—Bill, ¿podrías hacerlo
a primera hora de la mañana, en horario de oficina?
Me echo a reír y
colgamos. Telefoneo a Zig en California. Evarts Ziegler lleva unos ocho años
haciéndome de agente cinematográfico. Él fue quien me representó en Dos hombres y un destino; a él también
lo desperté.
—Oye, Zig, ¿podrías
ayudarme a aplazar Las poseídas de
Stepford? Se me ha presentado
otro proyecto.
—Te han contratado para
que empieces ya mismo. ¿Cuánto tiempo más necesitarías?
—No estoy seguro; nunca
había compendiado una obra. ¿Tú qué piensas que harían?
—Supongo que si se trata
de un aplazamiento, amenazarían con demandarnos y acabarías perdiendo el
trabajo.
La cosa resultó más o
menos como él predijo; amenazaron con demandarme y a punto estuve de perder el
trabajo y cierta suma de dinero, y no me gané demasiados amigos en «la
industria», como la llamamos los que estamos en esto del cine.
Pero compendié el libro
y vosotros lo tenéis ahora en vuestras manos. La versión de las «partes
buenas».
¿Por qué me tomé tantas
molestias?
Helen me insistió mucho
para que pensara una respuesta. Le parecía importante, pero no exactamente
porque ella quisiese saber mis motivos, sino que lo que le interesaba era que
yo los supiese.
—Porque te comportaste
como un chalado, Willy —me dijo—. Me tenías realmente asustada.
¿Por qué lo hice?
Esto del autoescrutinio
nunca se me ha dado bien. Todo lo escribo por impulso. Esto me suena bien,
aquello me suena mal..., así. No puedo analizarlo, al menos no logro hacerlo
con mis propios actos.
Sé que no espero que
esto le cambie la vida a nadie como me la cambió a mí. Pero si nos fijamos en
las palabras del subtítulo —«amor verdadero y grandes aventuras»—, yo creí en
eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir por esos derroteros. Rogaba
porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan
grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite:
«Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre; disponte a morir!».
Y del amor verdadero
también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad, más
allá del bistec de Peter Luger’s y la enchilada de El Parador. (Perdóname,
Helen.)
En fin, he aquí la
versión de las «partes buenas». S. Morgenstern escribió el libro. Y mi padre me
lo leyó. Y ahora os lo ofrezco a vosotros. Lo que hagáis con él tendrá, para
todos nosotros, algo más que un interés efímero.
Nueva York,
diciembre de 1972
1
La prometida
El año en que Buttercup nació, una criada
de cocina francesa llamada Annette era la mujer más hermosa del mundo. Annette
trabajaba en París para los duques de Guiche y no había escapado a la atención
del duque que una mujer de una belleza fuera de lo común le sacara brillo al
peltre. El interés del duque tampoco pasó inadvertido a la duquesa, que no era
ni muy hermosa ni muy rica, pero sí muy lista. La duquesa se dispuso a estudiar
a Annette y al cabo de no mucho tiempo descubrió la trágica debilidad de su
adversaria.
El chocolate.
Dotada ya de armas, la
duquesa puso manos a la obra. El palacio de Guiche se convirtió en un castillo
de caramelo. Dondequiera que posara uno la vista encontraba bombones. En las
salas había montones de caramelos de menta recubiertos de chocolate; en los
salones, cestas de turrones también de chocolate.
Annette estaba perdida.
Al promediar la estación, de delicada se convirtió en colosal y el duque no
volvió a mirarla sin que una triste estupefacción le nublara la vista. (Hay que
señalar que, a lo largo de su proceso de ensanchamiento, Annette parecía más
alegre. Con el tiempo, acabó casándose con el chef de pasteleros; los dos comieron muchísimo hasta que la edad
avanzada los reclamó. Hay que señalar también que las cosas no fueron tan
felices para la duquesa. El duque, por motivos que desafían toda comprensión,
quedó prendado de su propia suegra, lo cual le provocó úlceras a la duquesa,
sólo que por aquella época todavía no se conocían las úlceras. Para ser más
exactos, las úlceras existían, la gente las padecía, pero no se llamaban así.
En aquellos tiempos, la profesión médica las denominaba «dolores de estómago» y
se creía que la mejor medicina era tomar café con unas gotas de coñac dos veces
al día hasta que los dolores remitían. La duquesa se tomaba su mezcla con fe, y
mientras los años pasaban observaba cómo a sus espaldas su marido y su madre se
lanzaban besos. No debe sorprender a nadie, pues, que el mal humor de la
duquesa fuera legendario, tal como Voltaire lo refirió de forma tan competente.
Sólo que esto ocurrió antes de Voltaire.)
Cuando Buttercup cumplió
diez años, la mujer más hermosa vivía en Bengala y era hija de un próspero
mercader de té. La muchacha se llamaba Aluthra, y su piel tenía un tono moreno
tan perfecto que hacía ochenta años que no se veía en la India. (En toda la
India sólo ha habido once cutis perfectos desde que comenzara a llevarse un
registro detallado.) Aluthra acababa de cumplir diecinueve años cuando la plaga
de viruela se abatió sobre Bengala. La muchacha sobrevivió, aunque no su piel.
Cuando Buttercup cumplió
los quince, Adela Terrell, de Sussex on the Thames, era, con mucho, la criatura
más hermosa. Adela tenía veinte años, y hasta aquel momento le llevaba tanta
ventaja al resto del mundo que era casi seguro que sería la más hermosa por
muchos, muchos años. Pero un buen día, uno de sus pretendientes (tendría unos
ciento cuatro) aseguró que Adela debía de ser sin lugar a dudas el ser más
ideal jamás engendrado. Esa noche, a solas en su alcoba, se examinó poro a poro
en el espejo. (Esto fue después de que inventaran los espejos.) La inspección
le llevó casi hasta el amanecer, pero para entonces ya tenía claro que el joven
había emitido una apreciación más que correcta: era perfecta, aunque ella no
había tenido nada que ver en eso.
Mientras se paseaba por
la rosaleda familiar y contemplaba cómo salía el sol, se sintió más feliz que
nunca. «No sólo soy perfecta —se dijo—, sino que probablemente seré la primera
persona perfecta de toda la historia del universo. No hay ninguna parte de mí
que pueda mejorarse. ¡Qué afortunada soy de ser perfecta y rica y pretendida y
sensible y joven y...!»
¿Joven?
La bruma comenzaba a
disiparse cuando Adela se puso a meditar. «Está claro que siempre seré sensible
—pensó—, y que siempre seré rica, pero no sé qué haré para mantenerme siempre
joven. Y cuando no sea joven, ¿cómo podré seguir siendo perfecta? Y si no soy
perfecta, pues... ¿qué me quedará? ¿Qué?» Adela frunció el ceño mientras
cavilaba desesperadamente. Era la primera vez en la vida que se veía obligada a
fruncir el ceño, y cuando cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer, se
quedó sin aliento, horrorizada ante la idea de haberse estropeado, quizá para
siempre, la hermosa frente. Se precipitó otra vez delante del espejo y se pasó
la mañana ante él, y aunque logró convencerse de que continuaba siendo casi tan
perfecta como de costumbre, no cabía ninguna duda de que ya no era tan feliz
como antes.
La preocupación había
comenzado.
Dos semanas más tarde
aparecieron las primeras marcas; las primeras arrugas tardaron un mes y antes
de que promediara el año las tenía a montones. Se casó al poco tiempo con el
mismo hombre que la tildara de sublime, y durante muchos años le dio una vida
infernal.
Obviamente, a los quince
años, Buttercup no tenía ni idea de todo esto. Y si la hubiera tenido, le
habría resultado completamente incomprensible. ¿Cómo podía importarle a alguien
si era o no la mujer más hermosa del mundo? ¿Qué diferencia podía existir si
sólo se era la tercera mujer más hermosa? O la sexta. (Por aquella época,
Buttercup no llegaba a ocupar posiciones tan elevadas, y apenas se encontraba
entre las veinte principales, y eso si sólo se tenía en cuenta su potencial, y
no las atenciones especiales que le dedicaba a su propia persona. Detestaba
lavarse la cara, especialmente la zona de detrás de las orejas, y estaba harta
de peinarse y lo hacía lo menos posible. Lo que le gustaba hacer en realidad,
lo que prefería por encima de cualquier otra cosa, era montar su caballo y
burlarse del mozo de labranza.)
El caballo se llamaba Caballo (Buttercup nunca tuvo una
imaginación desbordante) y acudía a su llamada, iba a donde ella lo dirigiese,
hacía todo lo que ella le mandaba. El mozo de labranza también hacía lo que
ella le mandaba. Era ya un muchacho, pero había comenzado a trabajar para el
padre de Buttercup al quedar huérfano a temprana edad, y ella siempre se había
dirigido a él del mismo modo. «Muchacho, alcánzame eso»; «Acércame aquello,
muchacho..., date prisa, holgazán, muévete o se lo diré a mi padre.»
«Como desees.»
Era
lo único que le contestaba. «Como desees.» «Alcánzame eso, muchacho.» «Como
desees.» «Sécame esto, muchacho.» «Como desees.» Vivía en una choza, cerca de
los animales y, según la madre de Buttercup, la mantenía limpia. Incluso leía
cuando tenía velas.
—En mi testamento, le
dejaré un acre a ese muchacho —le gustaba decir al padre de Buttercup. (Por
aquella época tenían acres.)
—Lo echarás a perder —le
contestaba siempre la madre de Buttercup.
—Hace años que trabaja
como un esclavo y el trabajo esforzado debe recompensarse.
Entonces, en lugar de
seguir con la discusión (por aquella época también discutían), los dos se
volvían contra su hija.
—No te has bañado —le
decía el padre.
—Sí me he bañado
—respondía Buttercup.
—Pero no con agua
—proseguía el padre—. Hueles como un semental.
—He estado cabalgando
todo el día —le explicaba Buttercup.
—Has de bañarte,
Buttercup —añadía la madre—. A los muchachos no les gusta que las chicas huelan
a establo.
—¡Oh, los muchachos!
—exclamaba Buttercup—. ¿Qué me importan a mí los muchachos? Caballo me quiere y con esto tengo más
que suficiente, gracias.
Lanzaba su discurso en
voz alta y con cierta frecuencia.
Pero, le gustara o no,
habían comenzado a ocurrir ciertas cosas.
Poco después de cumplir
los dieciséis, Buttercup cayó en la cuenta de que las muchachas de la aldea
llevaban más de un mes sin dirigirle la palabra. Nunca había intimado demasiado
con ellas, de manera que aquel cambio no le resultó muy importante, pero lo
cierto era que antes, cuando cabalgaba por la aldea o por los senderos de los
carros, la saludaban con inclinaciones de cabeza. Pero ahora, sin una razón en
particular, apartaban rápidamente la mirada cuando ella se les aproximaba, y no
hacían nada más. Una mañana, Buttercup logró abordar a Cornelia en la herrería
e indagó acerca del motivo de aquel silencio.
—Después de lo que has
hecho, creí que tendrías la cortesía de no preguntarlo —le contestó Cornelia.
—¿Y qué he hecho?
—¿Cómo que qué has
hecho? Nos los has robado.
Dicho lo cual, Cornelia
echó a correr. Pero Buttercup lo comprendió, comprendió a quiénes se refería.
A los muchachos.
A los muchachos de la
aldea.
A esos obtusos, esos
cabeza de chorlito, esos mentecatos, esos ligeros de cascos, esos aburridos,
esos simplones, esos lelos, esos estúpidos de los muchachos.
¿Cómo podían acusarla a
ella de robárselos? ¿Por qué iba nadie a quererlos? Para lo único que servían
era para incomodar, fastidiar e importunar.
«Buttercup, ¿quieres que
te cepille el caballo?» «No, gracias, ya lo hace mi mozo de labranza.»
«Buttercup, ¿puedo salir a cabalgar contigo?» «No, gracias, me divierto más yo
sola.» «Crees que nadie te llega ni a la punta del zapato, ¿no es así, Buttercup?»
«No, no lo creo. Lo único que ocurre es que me gusta cabalgar sola.»
A lo largo de su
decimosexto año de vida, incluso este tipo de conversaciones provocaban
tartamudeos y sonrojos y, con un poco de suerte, algún comentario sobre el
tiempo. «Buttercup, ¿crees que lloverá?» «No lo creo, el cielo está despejado.»
«Pero puede que llueva.» «Supongo que sí.» «Crees que nadie te llega ni a la
punta del zapato, ¿no es así, Buttercup?» «No, lo único que creo es que no va a
llover, eso es todo.»
Por las noches, en
bastantes ocasiones, se congregaban en la oscuridad, no lejos de su ventana,
para reírse de ella. Buttercup no les hacía caso. Con frecuencia, las risas
daban paso al insulto. Ella no les prestaba atención. Si se excedían en sus
pullas, el mozo de labranza se encargaba de ellos; salía sigilosamente de su
choza, les propinaba una paliza a unos cuantos, y todos huían despavoridos.
Buttercup nunca olvidaba darle las gracias por su ayuda. «Como desees.» Eso era
todo lo que le contestaba.
Cuando estaba a punto de
cumplir los diecisiete, llegó a la aldea un hombre en un carruaje y la observó
pasar en el caballo cuando iba a comprar provisiones. Seguía allí cuando ella
regresó. No le prestó atención y lo cierto era que aquel hombre no tenía
ninguna importancia en sí. Pero señaló el momento crucial. Otros hombres se
habían desviado mucho de su camino para poder verla; otros hombres habían
llegado incluso a cabalgar durante leguas para poder gozar de ese privilegio,
igual que había hecho este hombre. Pero lo importante de este acontecimiento
radicaba en que éste era el primer hombre rico que se había molestado en
hacerlo, el primer noble. Y fue este mismo hombre, cuyo nombre se perdió en la
niebla de los tiempos, quien mencionó al conde la existencia de Buttercup.
El reino de Florin se extendía entre lo
que es hoy Suecia y Alemania. (Esto ocurrió antes de que se formara Europa.) En
teoría, era gobernado por el rey Lotharon y su segunda esposa, la reina. Pero,
en realidad, el rey apenas se tenía en pie, rara vez lograba distinguir el día
de la noche y se pasaba prácticamente todo el día balbuceando. Era muy anciano;
hacía mucho tiempo que todos los órganos de su cuerpo le habían traicionado y
gran parte de las decisiones importantes que tomaba con respecto a Florin
tenían ciertos visos de arbitrariedad que preocupaban a muchos de los más
destacados ciudadanos.
De hecho, quien
gobernaba era el príncipe Humperdinck. Si hubiera existido Europa, él habría
sido el hombre más poderoso de ese continente. A pesar de eso y tal como
estaban las cosas, en miles de kilómetros a la redonda no había nadie que
deseara meterse con él.
El único confidente del
príncipe Humperdinck era el conde. Éste se apellidaba Rugen, aunque a nadie le
hacía falta utilizar su apellido, pues era el único conde del reino; el título
se lo había conferido el príncipe hacía algún tiempo, como regalo de cumpleaños,
hecho que, como era natural, tuvo lugar durante una de las fiestas de la
condesa.
La condesa era
considerablemente más joven que su esposo. Todos sus trajes venían de París
(esto ocurrió después de que existiera París) y tenía un gusto exquisito. (Esto
ocurrió después de que se inventara el buen gusto, pero muy poco después. Y
como era algo tan nuevo, y dado que la condesa era la única dama en todo Florin
que lo poseía, ¿es de extrañar que fuera la primera dama del reino?) Con el
tiempo, su pasión por las telas y los afeites la obligó a residir de forma
permanente en París, donde dirigió el único salón de belleza de renombre
internacional.
Hasta que llegó ese
momento, se entretuvo durmiendo envuelta en sedas, comiendo en vajilla de oro y
siendo la mujer más temida y admirada de la historia florinesa. Si tenía
defectos en la figura, sus trajes los ocultaban; si su cara era algo menos que
divina, resultaba difícil notarlo una vez que había acabado de aplicarse los
afeites. (Esto ocurrió antes de que existiera el encanto o glamour, pero de no haber sido por damas como la condesa, jamás
habría habido necesidad de inventarlo.)
En suma, que los Rugen
eran la pareja de moda en Florin y lo habían sido durante muchos años...
Éste soy
yo. Todos los comentarios de compilación y de cualquier otro tipo irán en
cursiva, para que lo sepáis. Al principio, cuando dije que nunca había leído
este libro, era verdad. Me lo leyó mi padre, y al hacer la compilación, me
limité a ojearlo velozmente, taché capítulos enteros y dejé lo demás tal como
figuraba en la obra original de Morgenstern.
El presente capítulo ha sido reproducido intacto. Y esta
información mía no es más que para comentar la forma en que Morgenstern
utilizaba los paréntesis. La revisora de Harcourt no hacía más que llenar los
márgenes de las galeradas con preguntas como ésta: «¿Cómo es posible que haya ocurrido antes de que existiera
Europa pero después de que existiera París?». O «¿Cómo es posible que esto ocurra antes del glamour cuando el glamour es un concepto antiguo? Véase el término glamer en el Oxford English Dictionary». Y más adelante: «Me estoy volviendo loca.
¿Qué puedo hacer con tantos paréntesis? ¿Cuándo se desarrolla la historia que
se cuenta en este libro? No entiendo nada. ¡¡¡Socooooorroooooo!!!». Denise, la
revisora, ha corregido todos mis libros desde Boys and Girls Together y en
sus notas al margen nunca se había mostrado tan emotiva conmigo.
No pude ayudarla.
Una de dos, o Morgenstern hacía esos comentarios en serio, o
no los hacía en serio. O tal vez algunos los hacía en serio y otros no. Pero
nunca dijo cuáles iban en serio. O tal vez fuera un recurso estilístico que el
autor utilizaba para decirle al lector que «esto no es real; jamás ocurrió». Es
lo que yo pienso, a pesar del hecho de que si uno rastrea en la historia de
Florin, se dará cuenta de que ocurrió realmente. Me refiero a los hechos,
porque nadie podrá decir nada sobre las motivaciones mismas. Lo único que puedo
sugeriros es que no leáis los paréntesis si os molestan.
—De prisa..., de prisa..., ven.
El padre de Buttercup
estaba en su casa, mirando por la ventana.
—¿Por qué?
La que preguntaba era la
madre. Cuando se trataba de obedecer, nunca hacía concesiones.
El padre señaló veloz
con el dedo y le dijo:
—Mira...
—Mira tú, ya sabes cómo
hacerlo.
Los padres de Buttercup
no eran lo que se dice un matrimonio bien avenido. Cada uno de ellos no soñaba
con otra cosa que abandonar al otro.
El padre de Buttercup se
encogió de hombros y se dirigió a la ventana.
—¡Aaaah! —exclamó al
cabo de un rato. Y poco después, añadió—: ¡Aaaah!
La madre de Buttercup
levantó brevemente la vista del guiso.
—¡Cuánta riqueza!
—exclamó el padre de Buttercup—. Es gloriosa.
La madre de Buttercup
vaciló y luego dejó la cuchara del guiso. (Esto fue después de que se inventara
la cuchara del guiso, aunque todo se inventó después del guiso. Cuando el
primer hombre salió arrastrándose del fango y construyó su primera casa en tierra
firme, esa noche, lo primero que cenó fue un guiso.)
—El corazón se sobrecoge
ante tanta magnificencia —masculló en voz muy alta el padre de Buttercup.
—¿De qué se trata
exactamente, gordito? —exigió saber la madre de Buttercup.
—Mira tú, ya sabes cómo
hacerlo —fue todo lo que contestó él.
(Ésta era la trigésima
tercera disputa del día —y ocurrió mucho después de que se inventaran las
disputas— y ella le ganaba por veinte a trece, pero el hombre había recuperado
mucho terreno desde el almuerzo, cuando el marcador se encontraba en diecisiete
a dos.)
—Burro —le dijo la
madre, y se dirigió a la ventana. Al cabo de un momento, exclamó junto con su
marido—: ¡Aaahh!
Allí se quedaron los
dos, diminutos y asombrados.
Buttercup los observaba
mientras ponía la mesa.
—Seguramente vendrán de
alguna parte para ver al príncipe Humperdinck —comentó la madre de Buttercup.
El padre asintió y dijo:
—Cacería. El príncipe se
dedica a la cacería.
—¡Qué afortunados somos
de haberlos visto pasar! —observó la madre de Buttercup, y aferró la mano de su
esposo.
El viejo asintió y dijo:
—Ahora puedo morirme.
Ella le miró y repuso:
—No te mueras.
Su tono fue
sorprendentemente tierno y, con toda probabilidad, presintió lo importante que
era para ella aquel hombre, porque cuando murió, dos años más tarde, ella no
tardó en seguirle, y casi toda la gente que la conocía bien coincidió en
señalar que lo que acabó con ella fue la repentina falta de oposición.
Buttercup se les acercó
y permaneció detrás, mirando por encima de sus hombros, y tampoco tardó en
quedarse boquiabierta, porque el conde y la condesa con todos sus escuderos,
sus soldados, sus siervos, sus cortesanos, sus campeones y sus carruajes pasaban
por el sendero para carros, justo delante de la granja.
Los tres permanecieron
en silencio mientras la procesión avanzaba. El padre de Buttercup era un hombre
mentecato y pequeñito que siempre había soñado con vivir como el conde. En
cierta ocasión había pasado a tres kilómetros del lugar donde el conde y el príncipe
habían estado cazando, y hasta ese momento, aquél había sido el instante más
culminante de su vida. Como campesino era muy malo y como esposo no le iba
mucho mejor. No había muchas cosas en el mundo en las que destacara, y nunca
llegó a explicarse a ciencia cierta cómo
había logrado engendrar a su hija, pero en el fondo de su corazón sabía que
debía de tratarse de alguna especie de error maravilloso, cuya naturaleza no
tenía ninguna intención de investigar.
La madre de Buttercup
era una mujer pequeñita y arrugada, enjuta y de aire preocupado, que siempre
había soñado con llegar a ser famosa aunque fuera una sola vez, como se decía
era la condesa. Era muy mala cocinera y como ama de llaves incluso mucho más limitada.
Cómo había logrado su vientre engendrar a Buttercup era algo que, obviamente,
escapaba a su entendimiento. Había estado presente cuando ocurrió y para ella
era suficiente.
Buttercup, media cabeza
más alta que sus padres, que seguía con los platos de la cena en las manos y
seguía oliendo a Caballo, sólo
deseaba que la gran procesión no estuviera tan lejos, para poder comprobar si
los trajes de la condesa eran tan hermosos como se decía.
Como si respondiera a
sus deseos, la procesión giró y comenzó a dirigirse hacia la granja.
—¿Aquí? —logró
preguntarse el padre de Buttercup—. Dios mío, ¿por qué?
La madre de Buttercup se
volvió hacia su esposo e inquirió:
—¿No te habrás olvidado
de pagar los impuestos?
(Esto ocurrió después de
que se inventaran los impuestos. Aunque todo ocurre después de la invención de
los impuestos, porque se inventaron incluso antes que el guiso.)
—Si no los hubiera
pagado, no hacía falta que enviaran a tanta gente para cobrarlos —e hizo un
ademán hacia la entrada de su granja, porque el conde y la condesa, acompañados
de sus pajes, sus soldados, sus siervos, sus cortesanos, sus campeones y sus carruajes
se iban acercando más y más—. ¿Qué habrán venido a pedirme?
—Ve a ver, ve a ver —le
ordenó la madre de Buttercup.
—Ve a ver tú. Por favor.
—No, ve tú. Por favor.
—Iremos los dos juntos.
Y juntos fueron.
Temblando…
—Las vacas —le dijo el
conde, cuando se acercaron a su dorado carruaje—. Me gustaría hablar de tus
vacas.
Se dirigió a ellos desde
el interior del carruaje, con el oscuro rostro oculto entre las sombras.
—¿De mis vacas?
—inquirió el padre de Buttercup.
—Sí. Verás, he pensado
montar una granja lechera, y como tus vacas tienen fama de ser las mejores del
reino de Florin, pensé que tal vez podría arrancarte el secreto de cómo lo
haces.
—Mis vacas —logró
repetir apenas el padre de Buttercup, con la esperanza de no perder el juicio.
Porque lo cierto era
que, y lo sabía bien, sus vacas eran horrendas. Durante años, los de la aldea
no habían hecho otra cosa que quejarse de ellas. Si a algún otro se le hubiese
ocurrido vender leche, él no habría tardado en arruinarse. Aunque debía reconocer
que las cosas habían mejorado desde que el mozo de labranza trabajaba para él
como un esclavo —era indudable que poseía ciertas habilidades y que en aquellos
momentos, las quejas eran muy pocas—, pero eso no las convertía en las mejores
vacas de Florin. Con todo, al conde no se le podía contradecir. El padre de
Buttercup se dirigió a su esposa y le preguntó:
—Querida, ¿cuál dirías
tú que es mi secreto?
—Pues..., son tantos...
—repuso.
Estaba claro que no era
tonta, y menos cuando se trataba de la calidad de su ganado.
—No tenéis hijos,
¿verdad? —les preguntó entonces el conde.
—Sí tenemos, señor
—repuso la madre.
—Entonces dejadme verla
—prosiguió el conde—, quizá ella sea más rápida en responder que sus padres.
—Buttercup —gritó el
padre, volviéndose—. Sal, por favor.
—¿Cómo sabíais que
teníamos una hija? —preguntó la madre de Buttercup.
—Lo adiviné. Supuse que
sería una hija. Hay días en que soy más afortunado que... —se interrumpió de
repente.
Porque Buttercup hizo su
aparición: salía a toda prisa de la casa de sus padres.
El conde bajó del
carruaje. Con gracia saltó al suelo y se quedó inmóvil. Era un hombre
corpulento, de cabello y ojos negros y anchos hombros; llevaba unos guantes y
una capa negros.
—La reverencia, querida
—susurró la madre de Buttercup.
Buttercup la hizo lo
mejor que pudo.
El conde no podía
apartar la vista de ella.
Debéis comprender que
apenas se encontraba entre las veinte primeras; llevaba el pelo desgreñado y
sucio; sólo tenía diecisiete años, por lo tanto, en algunas partes del cuerpo
aún se le notaba la gordura de la niñez. Todo lo que tenía era estrictamente potencial.
Aun así, el conde no
podía quitarle los ojos de encima.
—Al conde le gustaría
conocer cuál es el secreto de la grandeza de nuestras vacas, ¿no es así, mi
señor? —dijo el padre de Buttercup.
El conde se limitó a
asentir sin dejar de mirarla.
Incluso la madre de
Buttercup notó cierta tensión en el aire.
—Preguntadle al mozo de
labranza, él es quien las cuida —repuso Buttercup.
—¿Es aquél el mozo de
labranza? —inquirió otra voz desde el interior del carruaje.
Acto seguido, el rostro
de la condesa apareció en el marco de la portezuela del carruaje.
Llevaba los labios
pintados de un rojo perfecto y los ojos verdes delineados de negro. Todos los
colores del mundo lucían como apagados en su traje. Era tal el brillo que
Buttercup sintió el impulso de cubrirse los ojos.
El padre de Buttercup se
volvió hacia la silueta solitaria que espiaba desde una esquina de la casa.
—Sí.
—Traedlo ante mí.
—No está vestido
adecuadamente para semejante ocasión —repuso la madre de Buttercup.
—No es la primera vez
que veo torsos desnudos —replicó la condesa. Acto seguido, señalando al mozo de
labranza, le gritó—: ¡Eh, tú, ven aquí! —y chasqueó los dedos al pronunciar
«aquí».
El mozo de labranza hizo
lo que le ordenaban.
Y cuando estuvo cerca,
la condesa abandonó el carruaje.
Cuando estaba a unos
pocos pasos detrás de Buttercup, el mozo se detuvo, e inclinó la cabeza en la
posición adecuada. Se avergonzaba de su atuendo: botas gastadas, vaqueros
raídos (los vaqueros se inventaron mucho antes de lo que todo el mundo supone),
y juntó las manos en un ademán de súplica.
—¿Tienes un nombre,
muchacho?
—Me llamo Westley,
condesa.
—Bien, Westley, quizá
puedas ayudarnos a solucionar el problema que tenemos. —Se acercó al muchacho.
La tela de su falda rozó la piel de Westley—. Estamos muy interesados en el
tema de las vacas. Tenemos tanta curiosidad que nos encontramos al borde del
frenesí. Westley, ¿por qué supones tú
que las vacas de esta granja en particular son las mejores de Florin? ¿Qué les
das?
—Yo sólo les doy de
comer, condesa.
—Pues bien, ya está
resuelto el misterio, el secreto; ahora podemos descansar. Es evidente que la
magia está en la alimentación que les da Westley. Enséñame cómo lo haces,
¿quieres, Westley?
—¿Queréis que dé de
comer a las vacas para vos, condesa?
—Eres un muchacho listo.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo estará bien
—le tendió el brazo—. Llévame, Westley.
A Westley no le quedó
otra alternativa que cogerla del brazo. Con suavidad.
—Es detrás de la casa,
señora; está lleno de barro. Se os estropeará el traje.
—Me los pongo una sola
vez, Westley; ardo en deseos de verte en acción.
Y partieron hacia el
establo.
Mientras ocurría todo
esto, el conde no dejaba de mirar a Buttercup.
—Te ayudaré —le gritó
Buttercup a Westley.
—Tal vez sea mejor que
vea cómo lo hace —decidió el conde.
—Están ocurriendo cosas
extrañas —dijeron los padres de Buttercup.
Ellos también los
siguieron, cerrando la comitiva que exploraría la alimentación de las vacas, al
tiempo que observaban al conde, que a su vez observaba a Buttercup, que a su
vez observaba a la condesa. Que a su vez observaba a Westley.
—No he visto nada
especial en lo que hacía —comentó el padre de Buttercup—. Sólo les dio de
comer.
Ya habían cenado y la
familia estaba otra vez a solas.
—Se habrán encariñado
con él. En cierta ocasión tuve un gato que sólo se ponía hermoso cuando yo le
daba de comer. Quizá en este caso ocurra lo mismo. —La madre de Buttercup raspó
los restos del guiso del fondo de la olla y los echó en un cuenco—. Toma —le
dijo a su hija—. Westley espera junto a la puerta trasera; llévale la cena.
Buttercup cogió el
cuenco y abrió la puerta trasera.
—Toma —dijo.
Él asintió, cogió el
cuenco y se dispuso a dirigirse hacia su tocón para comer.
—No
te he dado permiso, muchacho —le dijo Buttercup. Él se detuvo, y se volvió—. No
me gusta lo que estás haciéndole a Caballo.
Mejor dicho, lo que no estás haciéndole. Quiero que lo asees. Esta misma
noche. Y que le saques brillo a los cascos. Esta misma noche. Quiero que le
trences la cola y que le masajees las orejas. Esta misma noche. Quiero que su
cuadra esté inmaculada. Ahora mismo. Quiero que brille, y si tardas toda la
noche, pues tardas toda la noche.
—Como desees.
Cerró de un portazo y
dejó que comiera en la oscuridad.
—Me parecía que Caballo tenía muy buen aspecto —le
comentó su padre.
Buttercup no dijo
palabra.
—Tú misma lo dijiste
ayer —le recordó su madre.
—Debo de estar muy
fatigada —logró decir Buttercup—. Con tanta agitación…
—Pues descansa —le
sugirió su madre—. Pueden ocurrir cosas tremendas cuando uno está fatigado.
Fíjate, yo estaba fatigada la noche que tu padre se me declaró.
Treinta y cuatro a
veintidós, y la diferencia iba en aumento.
Buttercup se marchó a su
cuarto, se tendió en la cama y cerró los ojos.
Y la condesa miraba a
Westley.
Buttercup se levantó de
la cama, se quitó la ropa, se lavó un poco, se puso el camisón, se metió entre
las sábanas hecha un ovillo y cerró los ojos.
¡La condesa seguía
mirando a Westley!
Buttercup apartó las
sábanas y abrió la puerta. Fue al fregadero que había junto al hornillo y se
sirvió un vaso de agua. Se lo bebió. Se sirvió otro vaso y se lo pasó por la
frente para refrescarse. La sensación febril seguía allí.
¿Cuán febril? Se sentía
estupendamente. Tenía diecisiete años y ni una sola caries. Con firmeza, echó
el agua al fregadero, se volvió y con paso decidido regresó a su cuarto, cerró
la puerta y se metió en la cama. Cerró los ojos.
¡La condesa no dejaba de
mirar a Westley!
¿Por qué? ¿Por qué rayos
la mujer más perfecta de toda la historia de Florin se interesaba por el mozo
de labranza? Buttercup dio vueltas y más vueltas en la cama. Sólo había algo
que explicara esa mirada: estaba interesada en él. Buttercup cerró los ojos con
fuerza y estudió el recuerdo que guardaba de la condesa. Estaba claro que el
mozo de labranza tenía algo que le interesaba. Los hechos saltaban a la vista.
¿Y qué sería? El mozo tenía unos ojos como el mar antes de la tempestad, ¿y
quién se fijaba en los ojos? Y si a una le gustaban esos detalles, tenía el
pelo de un rubio claro. Y los hombros de un ancho suficiente, pero no mucho más
anchos que los del conde. Y era sin duda musculoso, pero cualquiera que se
pasara el día trabajando como un esclavo sería musculoso. Tenía la piel
perfecta y bronceada, aunque eso también era producto del duro trabajo; si
estaba todo el día al sol, ¿cómo no iba a broncearse? Y no era mucho más alto
que el conde, aunque tenía el vientre más plano, pero eso era debido a que el
mozo de labranza era más joven.
Buttercup se sentó en la
cama. Debían de ser sus dientes. El mozo de labranza tenía una buena dentadura;
había que prodigar ese elogio porque era merecido. Blancos y perfectos,
destacaban especialmente en la cara bronceada. ¿Podría haber sido otra cosa?
Buttercup se concentró. Las muchachas de la aldea lo seguían bastante cuando
efectuaba los repartos, pero eran unas idiotas, porque ésas seguían a
cualquiera. Y él nunca les hacía ningún caso, ya que si alguna vez llegaba a
abrir la boca, ellas se habrían dado cuenta de que lo único que tenía era una
buena dentadura, porque al fin y al cabo, era excepcionalmente estúpido.
Resultaba muy extraño
que una mujer tan hermosa, tan delgada, tan cimbreña y agraciada, una criatura
con un envoltorio tan perfecto, vestida de manera tan exquisita como la
condesa, quedara prendada de ese modo de una dentadura. Buttercup se encogió de
hombros. La gente era sorprendentemente complicada. Pese a ello, Buttercup lo
tenía todo diagnosticado, reflexionado, claro. Cerró los ojos, se acomodó bien
en la cama, se hizo un ovillo y... nadie mira a nadie del modo que la condesa
había mirado al mozo de labranza sólo por la dentadura.
—Oh —jadeó Buttercup—.
Oh, cielos, cielos.
El mozo de labranza
miraba a su vez a la condesa.
Estaba dando de comer a
las vacas y sus músculos se tensaban del modo que lo hacían siempre bajo la
piel bronceada y Buttercup estaba allí de pie, observando, cuando por primera
vez el mozo miró a los ojos a la condesa.
Buttercup saltó de la
cama y comenzó a pasearse por su cuarto. ¿Cómo pudo atreverse? Vaya, no habría
tenido nada de particular si sólo la hubiese mirado, pero no la miró sino que
«la miró».
—Es tan vieja —masculló
Buttercup con ánimo tormentoso.
La condesa no cumpliría
otra treintena y eso era un hecho. Y su traje se veía ridículo en el establo;
eso también era un hecho.
Buttercup se dejó caer
en la cama y se abrazó a la almohada, atravesada sobre sus pechos. El traje era
ridículo incluso antes de que llegara al establo. La condesa tenía un pésimo
aspecto incluso en el mismo instante en que abandonó el carruaje, con aquella
boca enorme tan pintarrajeada y aquellos ojitos de cerdo pintados y aquella
piel empolvada y... y... y...
Agitada e inquieta,
Buttercup lloró y se revolvió y se paseó por el cuarto y lloró otro poco, y
sólo han existido tres destacados casos desde que David de Galilea padeció los
efectos de este sentimiento cuando ya no logró soportar el hecho de que los cactus
de su vecino Saúl superaran en belleza a los suyos. (En sus orígenes, los celos
quedaron circunscritos exclusivamente al ámbito vegetal, a los cactus y a los
ginkgos ajenos, aunque posteriormente, cuando ya existía la hierba, a la
hierba, razón por la cual hasta el día de hoy se habla de ponerse verde de
envidia, y por extensión, de celos.) Pues bien, el caso de Buttercup casi
alcanzó a ocupar el cuarto puesto en la lista de todos los tiempos.
Aquélla fue una noche
muy larga y muy verde.
Antes del amanecer,
Buttercup se plantó delante de la choza del mozo de labranza. Oyó que ya estaba
despierto. Llamó. Apareció él y se plantó en la puerta. A espaldas de Westley,
Buttercup logró ver una pequeña vela y libros abiertos. Él esperó. Ella lo miró
y después apartó la vista.
Era demasiado hermoso.
—Te amo —le dijo
Buttercup—. Sé que esto debe resultarte sorprendente, puesto que lo único que
he hecho siempre ha sido mofarme de ti, degradarte y provocarte, pero llevo ya
varias horas amándote, y cada segundo que pasa te amo más. Hace una hora, creí
que te amaba más de lo que ninguna mujer ha amado nunca a un hombre; media hora
más tarde, supe que lo que había sentido entonces no era nada comparado con lo
que sentí después. Mas al cabo de diez minutos, comprendí que mi amor anterior
era un charco comparado con el mar embravecido antes de la tempestad. A eso se
parecen tus ojos, ¿lo sabías? Pues sí. ¿Cuántos minutos hace de eso? ¿Veinte?
¿Serían mis sentimientos tan encendidos entonces? No importa. —Buttercup no
podía mirarlo. El sol comenzó a asomar entonces a sus espaldas y le infundió
valor—. Ahora te amo más que hace veinte minutos, tanto que no existe
comparación posible. Te amo mucho más en este momento que cuando abriste la
puerta de tu choza. En mi cuerpo no hay sitio más que para ti. Mis brazos te
aman, mis orejas te adoran, mis rodillas tiemblan de ciego afecto. Mi mente te
suplica que le pidas algo para que pueda obedecerte. ¿Quieres que te siga para
el resto de tus días? Lo haré. ¿Quieres que me arrastre? Me arrastraré. Por ti
me quedaré callada, por ti cantaré, y si tienes hambre, deja que te traiga
comida, y si tienes sed y sólo el vino árabe puede saciarla, iré a Arabia,
aunque esté en el otro confín del mundo, y te traeré una botella para el
almuerzo. Si hay algo que sepa hacer por ti, lo haré; y si hay algo que no
sepa, lo aprenderé. Sé que no puedo competir con la condesa ni en habilidades
ni en sabiduría ni en atracción, y vi la manera en que te miró. Y vi cómo tú la
miraste. Pero recuerda, por favor, que ella es vieja y tiene otros intereses,
mientras que yo tengo diecisiete años y para mí sólo existes tú. Mi querido
Westley… nunca te había llamado por tu nombre, ¿verdad...? Westley, Westley,
Westley, Westley... querido Westley, adorado Westley, mi dulce, mi perfecto
Westley, dime en un susurro que tendré la oportunidad de ganarme tu amor.
Dicho lo cual, se
atrevió a hacer la cosa más valerosa que había hecho jamás: lo miró
directamente a los ojos.
Y él le cerró la puerta
en la cara.
Sin una palabra.
Sin una palabra.
Buttercup echó a correr.
Giró como un remolino y salió a la carrera. Las lágrimas amargas afluyeron a
sus ojos; no veía nada, tropezó, fue a golpear contra el tronco de un árbol,
cayó al suelo, se levantó, siguió corriendo; le ardía el hombro allí donde se
había golpeado con el tronco del árbol; era un dolor fuerte, mas no lo
suficiente como para aliviar su corazón destrozado. Corrió a refugiarse en su
alcoba, a aferrarse a su almohada. Segura tras la puerta cerrada con llave,
inundó el mundo con sus lágrimas.
Ni una sola palabra. No
había tenido esa decencia. Pudo haberle dicho «Lo siento». ¿Se habría arruinado
si le decía «Lo siento»? Pudo haberle dicho «Demasiado tarde».
¿Por qué no le dijo al
menos algo?
Buttercup se devanó los
sesos pensando en ello. Y de pronto, tuvo la respuesta: no le había hablado,
porque en cuanto hubiera abierto la boca, ya estaba. Que era guapo no cabía
duda, pero ¿acaso era tonto? En cuanto hubiera puesto la lengua en movimiento,
todo habría acabado.
—Gagagaga.
Eso es lo que habría
dicho. Era el tipo de cosas que Westley decía cuando se sentía realmente
brillante.
—Gagagaga, gacias,
Buttercup.
Buttercup se enjugó las
lágrimas y comenzó a sonreír. Inspiró hondo y lanzó un suspiro. Aquello formaba
parte del crecimiento. A una la asaltaban estas pasiones fugaces, y con sólo
parpadear desaparecían. Una perdonaba las faltas, encontraba la perfección y se
enamoraba locamente; al día siguiente, salía el sol y todo había concluido.
Apúntalo en el apartado de la experiencia, muchacha, y a seguir viviendo.
Buttercup se puso de pie, se hizo la cama, se mudó de ropa, se peinó, sonrió y
entonces volvió a asaltarla otra crisis de llanto. Porque las mentiras que una
se cuenta a sí misma tienen un límite.
Westley no era ningún
estúpido.
Claro que podía fingir
que lo era. Podía burlarse de las dificultades que tenía con el lenguaje. Podía
reprenderse por haberse infatuado con un estúpido. La verdad era sencillamente
ésta: tenía la cabeza bien plantada. Y dentro llevaba un cerebro que era tan
magnífico como su dentadura. No le había hablado por algún motivo, y éste no
tenía nada que ver con el funcionamiento de la materia gris. En realidad no le
había hablado porque no tenía nada que decir.
No correspondía a su
amor, y eso era todo.
Las lágrimas que
acompañaron a Buttercup durante el resto del día no se parecían en nada a las
que la cegaron haciéndola chocar contra el tronco del árbol. Aquéllas habían
sido sonoras y ardientes; latían. Éstas eran silenciosas y tranquilas, y lo
único que hacían era recordarle que no era lo bastante buena. Tenía diecisiete
años, y todos los hombres que había conocido en su vida se habían derrumbado a
sus pies, y aquello no había tenido ningún significado para ella. Y la única
vez que importaba, ella no era lo bastante buena. Lo único que sabía hacer era
cabalgar, ¿y cómo iba a interesarle eso a un hombre cuando ese hombre había
sido mirado por la condesa?
Oscurecía cuando oyó
unos pasos delante de su puerta. Llamaron. Buttercup se secó los ojos.
Volvieron a llamar.
—¿Quién es? —preguntó
finalmente Buttercup con un bostezo...
—Westley.
Buttercup se repantingó
en la cama.
—¿Westley? —preguntó—.
Conozco yo a algún West... ¡Ah, sí, muchacho, eres tú, qué gracioso! —Se
dirigió a la puerta, corrió el cerrojo y con un tono más afectado, le dijo—: Me
alegro mucho de que hayas pasado por aquí, porque me he sentido fatal por la broma
que te gasté esta mañana. Claro que ni por un momento pensaste que iba en
serio, al menos creí que lo sabrías, pero después, cuando empezaste a cerrar la
puerta, por un terrible instante creí que tal vez había llevado demasiado lejos
la broma, pobrecillo, podrías haber creído que te decía en serio lo que te
dije, aunque ambos sabemos que es imposible que eso llegue a ocurrir nunca.
—He venido a despedirme.
El corazón de Buttercup
dio un vuelco, pero ella continuó con el tono afectado.
—¿Quieres decir que te
vas a dormir y que has venido a darme las buenas noches? Qué atento de tu
parte, muchacho, demostrarme que me has perdonado por la broma de esta mañana;
agradezco tu delicadeza y…
—Me marcho —la
interrumpió.
—¿Te marchas? —El suelo
comenzó a estremecerse. Ella se aferró al marco—. ¿Ahora?
—Sí.
—¿Por lo que te dije
esta mañana?
—Sí.
—Te he asustado,
¿verdad? Me tragaría la lengua. —Meneó la cabeza una y otra vez—. De acuerdo,
pues; has tomado una decisión. Pero ten presente una cosa: cuando ella haya
acabado contigo, no te aceptaré, aunque me lo supliques.
Él se la quedó mirando.
—Como eres hermoso y
perfecto —se apresuró a agregar Buttercup—, te has vuelto vanidoso. Piensas que
no se cansará de ti, pues te equivocas, lo hará, además eres demasiado pobre.
—Parto para América. A
hacer fortuna. —(Esto ocurrió poco después de que existiera América, pero mucho
después de que existiesen las fortunas)—. Pronto zarpará un barco de Londres.
En América hay grandes oportunidades. Voy a aprovecharme de ellas. He estado
preparándome. En mi choza. He aprendido a no dormir casi. Conseguiré un trabajo
de diez horas diarias y después otro trabajo de otras diez horas diarias y
ahorraré hasta el último céntimo que gane, salvo lo que necesite para
mantenerme fuerte, y cuando haya reunido suficiente, compraré una granja y construiré
una casa y haré una cama lo bastante grande como para que quepan dos personas.
—Estás loco si te crees
que ella será feliz en una granja destartalada de América. Y menos con lo que
gasta en trajes.
—¡Deja de hablar de la
condesa! Hazme ese favor especial. Antes de que me vuelva locoooooo.
Buttercup lo miró.
—¿Es que no entiendes
nada de lo que está pasando?
Buttercup meneó la
cabeza.
Westley también sacudió
la cabeza y le dijo:
—Supongo que nunca has
sido la más brillante.
—¿Me amas, Westley? ¿Es
eso?
No podía dar crédito a
sus oídos.
—¿Que si te amo? Dios
mío, si tu amor fuera un grano de arena, el mío sería un universo de playas. Si
tu amor fuera…
—Oye, la primera no la
he entendido bien —lo interrumpió Buttercup. Comenzaba a entusiasmarse—. Vamos
a ver si me aclaro. ¿Estás diciendo que mi amor es del tamaño de un grano de
arena y que el tuyo es esa otra cosa? Es que las imágenes me confunden tanto
que... ¿Es tu universo de no sé qué más grande que mi arena? Ayúdame, Westley.
Tengo la impresión de que estamos al borde de algo tremendamente importante.
—Durante todos estos
años he permanecido en mi choza por ti. He aprendido idiomas por ti. He
fortalecido mi cuerpo porque creí que podría halagarte un cuerpo fuerte. He
vivido toda la vida rogando por que llegase el día en que te fijaras en mí. En
estos años, cada vez que posaba en ti mis ojos, el corazón me latía desbocado
en el pecho. No ha pasado ni una sola noche sin que me durmiera viendo tu
rostro. No ha pasado ni una sola mañana sin que tu imagen aleteara tras mis
párpados al despertar... ¿Has logrado entender algo de lo que acabo de decirte,
Buttercup, o prefieres que siga?
—No pares nunca.
—No ha pasado…
—Westley, si me estás
tomando el pelo, te mataré.
—¿Cómo puedes soñar
siquiera que te esté tomando el pelo?
—Es que no me has dicho
que me quieres ni una sola vez.
—¿Es todo lo que
necesitas? Sencillo. Te quiero. ¿De acuerdo? ¿Quieres que te lo diga en voz más
alta? Te quiero. ¿Quieres que te lo deletree? T, e, q, u, i, e, r, o. ¿Quieres
que te lo diga al revés? Quiérote.
—Ahora sí me estás
tomando el pelo, ¿verdad?
—Puede que un poco; hace
mucho tiempo que te lo digo, pero tú no querías escucharme. Cada vez que tú me
decías: «Muchacho, haz esto», te parecía que yo te contestaba: «Como desees»,
pero era porque no me oías bien. «Te quiero» era lo que en realidad te decía,
pero tú nunca me escuchaste, jamás.
—Te oigo ahora y te
prometo una cosa: nunca amaré a otro. Sólo a Westley. Hasta que muera.
Él asintió y dio un paso
atrás.
—Pronto enviaré a alguien
a buscarte. Créeme.
—¿Mentiría acaso mi
Westley?
Retrocedió otro paso.
—Se me hace tarde. Debo
marcharme, es preciso. El barco no tardará en zarpar y Londres está lejos.
—Entiendo.
Westley tendió la mano
derecha. A Buttercup le costaba respirar.
—Adiós.
Ella logró levantar la
mano derecha hacia la de él. Se estrecharon las manos.
—Adiós —repitió él.
Ella asintió levemente.
Él retrocedió otro paso
sin volverse. Ella lo observó.
Él se volvió.
Las palabras le salieron
de un tirón:
—¿Te marchas sin un solo
beso?
Se abrazaron.
Ha habido cinco grandes besos desde el
año 1642 a. de C.: cuando el descubrimiento accidental de Saúl y Dalila Korn se
propagó por la civilización occidental. (Antes de esa fecha, las parejas solían
enlazar los pulgares.) La estimación exacta de los besos es algo terriblemente
difícil de realizar, y a menudo provoca grandes controversias, porque si bien
todos coinciden en la fórmula de afecto, pureza, intensidad y duración, nadie
se ha sentido nunca completamente satisfecho con la importancia que ha de darse
a cada elemento. Cualquiera que sea el sistema de estimación empleado, existen
cinco besos que todos consideran merecedores de la máxima puntuación.
Pues bien, éste los
superó a todos.
A la mañana siguiente de la partida de
Westley, Buttercup pensó que no tenía derecho a hacer otra cosa que quedarse
sentada, enjugándose las lágrimas y sintiendo lástima de sí misma. Al fin y al
cabo, el amor de su vida se había marchado, su existencia no tenía sentido,
cómo podía enfrentarse al futuro...
Al cabo de dos segundos
en ese estado de ánimo, se dio cuenta de que Westley había salido al mundo, que
se acercaba cada vez más a Londres; entonces, ¿qué ocurriría si él quedara
prendado de una hermosa muchacha de la ciudad mientras ella seguía allí, desmoronándose?
O algo peor, ¿qué ocurriría si llegaba a América y trabajaba en sus empleos y
construía su granja y la cama y la mandaba a buscar y cuando ella llegara allá
él la mirara y le dijera: «Te enviaré de vuelta. Te has estropeado los ojos de tanto
secarte las lágrimas; se te ha deslucido la piel de tanto apiadarte de ti
misma; eres una criatura de aspecto desaliñado, me casaré con una india que
vive en un tipi de por aquí y que siempre está en óptimas condiciones»?
Buttercup corrió a
mirarse en el espejo de su alcoba.
—Oh, Westley —dijo—, no
debo defraudarte nunca —y corrió escaleras abajo hasta donde sus padres estaban
discutiendo.
(Dieciséis a trece, y
eso que todavía no habían desayunado.)
—Necesito vuestro
consejo —los interrumpió Buttercup—. ¿Qué puedo hacer para mejorar mi
apariencia personal?
—Empieza por bañarte
—repuso su padre.
—Y, de paso, hazte algo
en ese pelo —le dijo su madre.
—Excávate el territorio
que tienes detrás de las orejas.
—No te olvides de las
rodillas.
—No está mal para
empezar —dijo Buttercup y sacudió la cabeza—. Tiene gracia, pero no es fácil
ser limpia.
Impertérrita, puso manos
a la obra.
Se despertaba todas las
mañanas al amanecer, y de inmediato concluía con las faenas de la granja. Había
mucho trabajo ahora que Westley se había marchado. Más aún, pues desde que el
conde los había visitado, todos los de aquella zona habían aumentado sus
pedidos de leche. De manera que hasta bien entrada la tarde no le quedaba
tiempo para mejorar su aspecto.
Y entonces sí que ponía
manos a la obra. En primer lugar, un buen baño frío. Después, mientras se le
secaba el pelo, se dedicaba a componer los fallos de su figura (tenía un codo
demasiado huesudo, y en cambio la muñeca del brazo opuesto no era lo bastante
huesuda). Y hacía ejercicio para perder el resto de obesidad infantil (era muy
poca la que le quedaba, porque tenía ya casi dieciocho años). Y se cepillaba el
pelo una y otra vez.
Lo tenía del color del
otoño y nunca se lo había cortado, de manera que le llevaba su tiempo
cepillárselo cien veces, pero no le importaba, porque Westley nunca se lo había
visto así de limpio... y vaya si se sorprendería cuando llegara a América y
bajara del barco. Tenía la piel del color de la nata helada y se frotaba cada
palmo hasta dejarla más que reluciente, cosa que no era nada divertida, pero
cómo se alegraría Westley al ver lo limpia que estaba cuando llegara a América
y bajara del barco.
Rápidamente comenzaron a
apreciar su potencial. Dos semanas más tarde, del vigésimo puesto pasó al
decimoquinto, un cambio jamás visto en aquellas épocas. Tres semanas más tarde,
ya se había ubicado en la novena posición y seguía subiendo. La competencia era
tremenda pero al día siguiente de llegar al noveno puesto, recibió una carta de
Westley desde Londres, y con sólo leerla, saltó al octavo. En realidad, a eso
se debía su escalada: su amor por Westley no dejaba de aumentar, y por las
mañanas, cuando iba a entregar la leche, la gente se quedaba azorada. Había
quien no lograba hacer otra cosa que balbucear, aunque muchos lograban hablar,
y quienes lo hacían la encontraban mucho más cálida y amable de lo que había
sido jamás. Hasta las muchachas de la aldea la saludaban con inclinaciones de
cabeza y sonrisas, y algunas de ellas llegaban incluso a preguntarle por Westley,
craso error, a menos que se dispusiera de mucho tiempo libre, porque cuando
alguien le preguntaba a Buttercup cómo estaba Westley… pues bien, ella se
explayaba. Era supremo, como de costumbre; era espectacular; era singularmente
fabuloso. Podía pasarse horas y horas alabándolo. A veces, a sus interlocutores
les resultaba un poquitín difícil mantener la atención; eso sí, se esforzaban,
porque Buttercup amaba mucho a su Westley.
Fue por eso que la
muerte de Westley la golpeó del modo en que lo hizo.
Le había escrito justo
antes de zarpar para América. Su barco se llamaba Orgullo de la Reina, y la
amaba. (Así era como redactaba sus oraciones: Hoy llueve, y te amo. Estoy mejor
del resfriado, y te amo. Saluda a Caballo
de mi parte, y te amo. Así.)
Después no hubo más
cartas, pero era lógico; estaba en alta mar. Entonces fue cuando se enteró.
Regresaba a casa tras el reparto de la leche y encontró a sus padres rígidos.
—Cerca de la costa de
Carolina —susurró su padre.
—Sin previo aviso. De
noche —susurró su madre.
—¿Qué? —inquirió
Buttercup.
—Piratas —repuso su
padre.
Buttercup creyó oportuno
sentarse.
Silencio en la estancia.
—Entonces, ¿lo han hecho
prisionero? —logró preguntar Buttercup.
Su madre negó con la
cabeza.
—Ha sido Roberts —dijo
su padre—. El temible pirata Roberts.
—Oh —dijo Buttercup—. El
que nunca deja supervivientes.
—Sí —replicó su padre.
Silencio en la estancia.
De repente, Buttercup se
puso a hablar a toda prisa:
—¿Lo apuñalaron...? ¿Se
ahogó...? ¿Lo degollaron mientras dormía...? ¿Suponéis que lo despertaron...?
Tal vez lo azotaran hasta morir... —Entonces se puso de pie—. Estoy diciendo
tonterías, perdonadme. —Sacudió la cabeza—. Como si la forma en que lo mataron
tuviera alguna importancia. Perdonadme, por favor.
Dicho lo cual, se
dirigió rápidamente a su alcoba.
Y allí permaneció
durante muchos días. Al principio, sus padres intentaron disuadirla con toda
clase de trucos; ella no se dejó engañar. Le llevaban comida y se la dejaban
delante de la puerta; ella sólo tomaba lo suficiente como para seguir con vida.
Del interior jamás salió ruido alguno, ni llantos, ni gemidos amargos.
Cuando por fin salió de
su alcoba, tenía los ojos secos. Sus padres levantaron la vista del silencioso
desayuno y la miraron. Los dos hicieron ademán de levantarse, y ella alzó una
mano indicándoles que no lo hicieran.
—Por favor, puedo
cuidarme sola —dijo, y se dispuso a servirse algo de comida.
Sus padres la observaban
atentamente.
En realidad, nunca había
tenido un aspecto tan radiante. Cuando se había encerrado en su alcoba era una
muchacha increíblemente hermosa. La mujer que salió de esa misma alcoba era un
poco más delgada, mucho más sabia, e infinitamente más triste. Ésta comprendía
la naturaleza del dolor, y debajo de la gloria de sus facciones se entreveían
el carácter y la sabiduría que otorga el sufrimiento.
Tenía entonces dieciocho
años. Era la mujer más hermosa que existiera en cien años. A ella parecía no
importarle.
—¿Te encuentras bien?
—le preguntó su madre.
Buttercup bebió el
chocolate a sorbos.
—Muy bien —repuso.
—¿Estás segura?
—inquirió su padre.
—Sí —replicó Buttercup.
Siguió una larguísima pausa—. Pero no debo volver a amar nunca.
No volvió a hacerlo.