introducción
¡Arde el plató!
Dicen que no hay placer sin dolor. Y que la letra con sangre entra. De esto saben mucho en el mundo del cine, pues no descubrimos nada si afirmamos que convertir el plató en un campo de batalla es una práctica habitual en Hollywood. El curso de las grandes películas, como el curso del verdadero amor, nunca es plácido, por eso es natural que sus rodajes estén plagados de peleas, tropiezos, accidentes, celos, pasiones... Conocer su historia es saber de los sacrificios duros y crueles que unos hombres y mujeres, borrachos de fama y prestigio, fueron capaces de hacer para vivir por nosotros en la pantalla los sueños que nunca fuimos capaces de afrontar. Contar sus peripecias, sus éxitos y fracasos personales, sus crisis y depresiones, es contar la historia del cine.
Cuentan quienes estuvieran en el set de Gran Hotel que Greta Garbo y Joan Crawford se enzarzaron en un choque de egos conocido en la Metro como el “Combate de Zorras de 1932”. No fue ésta la única batalla de Miss Crawford. Famosa por su fuerte temperamento, la actriz protagonizó duros combates en Alma en suplicio, aunque su más sangrienta batalla la libraría con otra estrella tan fuerte, desalmada y pasional como ella, Bette Davis. De su incendiaria relación en ¿Qué fue de Baby Jane? se podría sacar material suficiente para una delirante novela, negra, por supuesto.
¿Acaso se podía ser más malvada que Baby Jane? Este soberbio personaje, el más excesivo, enloquecido y patético de Davis, puso la guinda a su leyenda de “arpía” de la pantalla. Su leyenda de mujer de “armas tomar”, en cambio, venía ya de muy lejos. Concretamente de finales de los años treinta, cuando las ingeniosas descortesías que Errol Flynn infligió a la actriz durante el rodaje de The Private Lives of Elizabeth and Essex, con Michael Curtiz como “no ajeno” espectador, convirtieron el plató en el escenario de un combate a muerte entre dos estrellas que se profesaban auténtico odio. Para Bette, la mera mención del nombre de Errol era como agitar un capote rojo frente a un toro. Del siempre jugoso Flynn recogemos en este volumen otra filmación de infausto recuerdo para sus protagonistas: La carga de la Brigada Ligera.
No menos sangrantes fueron las disputas que tuvieron lugar en Sucedió una noche, con Claudette Colbert y Frank Capra tirándose los trastos a la cabeza; las de Cumbres borrascosas, donde Laurence Olivier amargó la vida a Merle Oberon, a quien no perdonaba haber usurpado un papel que él consideraba propiedad de su amada Vivien Leigh; o las de Rebeca, escenario de un duelo de titanes protagonizado por David Selznick y Alfred Hitchcock.
¿Y qué decir de las anécdotas surgidas de la producción de El mago de Oz?, salvo que darían para entretenerles durante horas. El asunto ha merecido libros enteros, y en éste le dedicamos una especial atención. Ahí va un aperitivo: Frank Morgan se pasó la mitad del rodaje borracho. Clara Blandick fue tan desgraciada como aparenta en la película: acabó viviendo como una ermitaña y finalmente se quitó la vida. L. B. Mayer llamaba cariñosamente a Judy Garland . Ray Bolger, Jack Haley, Bert Lahr y Frank Morgan no eran los tíos bondadosos y entrañables que aparentan: todos ellos eran curtidos veteranos de la farándula y no regalaron a Judy ni un segundo de protagonismo; cuando la actriz ocupa el primer plano, no es porque los demás se retiren al segundo.
¡Más madera! Curiosamente, Judy, eternamente identificada con la cándida Dorothy, no era la candidata favorita para el papel. Shirley Temple y Deanna Durbin también fueron solicitadas para el personaje de Dorothy. Si no llega a morir Jean Harlow, frustrando así un intercambio conTemple para El mago de Oz, ahora tendríamos a una resuelta mocosa en la piel de Dorothy en vez de una tierna muchachita desvalida. Inconcebible.
Y tropiezos, los que quieran. El primer director, Richard Thorpe, fue despedido al cabo de dos semanas, y con él partió Buddy Ebsen, el primer Hombre de Hojalata. El rodaje quedó paralizado durante una semana, en el transcurso de la cual George Cukor, considerado el director de mujeres por excelencia, entró en el proyecto; su principal contribución consistió en lavar la cara de Judy Garland y despojarla de la peluca rubia que le habían encasquetado, revelando su melena castaña natural. A continuación, en lo que parecía un relevo disparatado, apareció un nuevo director llamado Victor Fleming. Cuatro meses más tarde, cuando Cukor fue apartado de Lo que el viento se llevó, Fleming fue relevado de El mago de Oz para sustituir a aquél y aplacar la inquietud de Clark Gable. Fue entonces cuando King Vidor, que había estado huyendo de Lo que el viento se llevó, se hizo cargo de El mago de Oz...
A muchos sorprenderá que semejante procesión de cocineros no produjera un plato incoherente y chapucero, pero hay que recordar que en aquellos tiempos gloriosos las películas eran antes que nada productos de estudio, artículos de comercio en los que los guionistas, directores y actores cambiaban continuamente, y que el material generado era modificado sin miramientos al albur de las reacciones del público en los pases de prueba; que el producto era tratado, en definitiva, como una simple mercancía. Pero en aquel Hollywood clásico, de un trabajo rutinario surgía de vez en cuando uno de esos momentos mágicos de la historia del cine, en los que ingredientes combinados de forma un tanto azarosa arrojaban la mezcla perfecta. Estos momentos son irrepetibles casi por definición. Una certeza que no ha impedido que se siga intentando alcanzarlos.
También circulan numerosas historias sobre la bajada a los infiernos de Judy Garland durante el rodaje de dos musicales de culto: Cita en St. Louis y El pirata. Ambas producciones se vieron seriamente obstaculizado por las enfermedades y las tardanzas de la estrella, resultado de su creciente dependencia de los tranquilizantes y estimulantes.
Otra actriz marcada por la desgracia fue Rita Hayworth, cuya vida privada constituyó una pavorosa historia de esclavitudes. Porque Rita fue, de alguna manera, un ser vampirizado por su propio mito, una mujer que conoció la fama y la riqueza, pero no la felicidad. Su gran amor, Orson Welles, resumió la historia de su vida con una cita estremecedora: aquello fue felicidad, imagínate como habrá sido el resto de su vida. Ambos vivieron un rodaje tormentoso en un título de culto: La dama de Shanghai.
Conocida es la obsesión de Alfred Hitchcock por las rubias, pero esta pasión rayó en la demencia en la filmación de Los pájaros. Dos miembros del equipo tenían orden de vigilar a Tippi Hedren cuando abandonaba el plató y anotar cuidadosamente dónde iba y a quien visitaba. El “mago del suspense” ordenaba a la actriz qué ropa llevar y lo que tenía que comer. Le sugería qué personas debía frecuentar y, antes de verlas, debía pedirle obligatoriamente permiso.
Y esto no es todo. Sólo de apasionantes cabe calificar los rodajes de Chinatown, sembrado de infernales discusiones entre las siempre conflictiva Faye Dunaway -secundada en muchas ocasiones por Jack Nicholson- y Roman Polanski; Los siete magníficos, escenario de un duelo sangriento entre una estrella consagrada, Yul Brynner, y un ambicioso actor dispuesto a todo con tal de adquirir ese rango, Steve McQueen; o el de Tiburón, marcado por las dificultades técnicas y los enfrentamientos entre Richard Dreyfuss y Robert Shaw. Aunque para conflictos los acaecidos en una producción de tintes rocambolescos, Casino Royale, cuyo desgraciado sino le valió el calificativo de “mini-Cleopatra”.
Como cierre, el título clave y emblemático de los setenta: El padrino. Su historia, ciertamente apasionante, hará las delicias de los buenos aficionados al cine.
Este es el relato de aquellas películas rodadas con sangre, sudor y lágrimas. Queridos lectores: ¡Abrochense, los cinturones; esta va a ser una lectura movidita!
Continuará...