“William Wyler, su obra, su época”
Autor: Angel Comas
Editorial TB
(El
hombre que hizo “Ben Hur” murió pensando que su cine no sería de los que
sovreviviese al tiempo. Se equivocó y en este libro tienes la respuesta a su
error de juicio.Te ofrecemos un fragmento de la introducción y de uno de sus
capítulos. Nota de la Redacción)
Introducción
El director que nunca tuvo un fracaso
Orson Welles calificó a William Wyler como de «brilliant producer» y, aun más, como de «producer’s director», una forma despectiva de valorar su trabajo como director. Alineándole con la especie de cineastas que más despreciaba –los productores- le negaba a Wyler su condición de artista, colgándole la etiqueta de director mercantilista cuya profesionalidad y su oficio -no su arte- era lo único que valía la pena de sus películas.
Desde su privilegiada, pero insegura, condición de genio aupada unánimemente por la crítica europea pero bastante menos por la de su país (Andrew Sarris es una de sus escasas excepciones), Welles olvidaba interesadamente que la tan alabada profundidad de campo de su Ciudadano Kane ya había sido experimentada y puesta en práctica años antes por Wyler (y otros directores de Hollywood, así como por Jean Renoir) con o sin la colaboración de su definitivo artífice Gregg Toland. En noviembre de 1966, Henri Langlois rompió una lanza a favor de Wyler en el programa de la Retrospectiva que le dedicó la Cinematheque Française: «Es el hombre que a finales de los treinta creó un nuevo estilo», recordando que Ciudadano Kane tenía influencias de Wyler. Olvidaba también Welles que, hasta entonces, las películas de Wyler estaban repletas de soluciones narrativas a los siempre espinosos problemas de las adaptaciones. o que había convertido a los actores en elementos iconográficos insospechados en la dramaturgia interna de cada plano. Lógicamente, Welles se movía en otra dimensión.
Era un director rabiosamente
independiente mientras que Wyler era un studio-director en la época en que los
estudios eran los reyes de Hollywood. Representaban, respectivamente, el
sistema y el anti-sistema.
Trabajar dentro del Sistema fue
definido perfectamente por Wyler en unas declaraciones al “New York Times” el
16 de abril de 1939, poniendo el caso de Julien Duvivier que había emigrado a
Hollywood: «Hizo magníficas películas en París porque era el responsable de
todo. Pero no en Hollywood, ¿Por qué? No le dieron la oportunidad de
expresarse. Siempre tenía a alguien que le controlaba. No era libre», y
anunciaba: «Esos productores que coartan la libertad de los directores están
perjudicando seriamente el negocio del cine».
La miopía, o el olvido selectivo,
de Welles venían refrendados por el desprecio de “Cahiers” o “Positif” que
elevaban a los altares a Ford, Hawks o Ray e ignoraban a Wyler. En el contexto
anglosajón, David Thompson escribió: «Wyler no tiene personalidad cinemática ni
intereses temáticos constantes ni un estilo propio en el lenguaje de la cámara.
Sus films se plantean como simples presupuestos: la pulcritud y el equilibrio
sustituyen a la profundidad. Hay una ausencia total de preocupación temática o
formal».
Conclusión: Wyler no es un autor.
Andrew Sarris, el importador en Estados Unidos de la teoría de los autores
francesa, le incluyó en el apartado “Menos de lo que dejan ver” en su famoso
libro “The American Cinema”. Sarris, entonces reputado crítico de “The Village
Voice”, fue editor de la versión inglesa de “Cahiers du Cinema” y justificó
esta valoración escribiendo: «Son los directores cuya fama excede a su
inspiración. Vistos a distancia parece que las firmas de sus películas hubiesen
sido escritas con tinta invisible».
En este sentido, aunque queriendo
decir todo lo contrario, Sarris coincidía con André Bazin en el hecho de que
Wyler tenía un estilo invisible, aunque lo que era positivo para el francés
resultara negativo para el norteamericano. En el apartado de su libro dedicado
a Wyler, Sarris le descalificaba, entre otros epítetos, con una frase
demoledora: «Su carrera como director no pasa de ser un cero». En descargo de
Sarris hay que señalar que en una posterior revisión de su libro, deja caer una
velada aunque insuficiente disculpa: «El tiempo ha demostrado que las películas
de un buen artesano son superiores a las de un mal artista».
Con esta etiqueta de director
despersonalizado, ni siquiera los elogiosos comentarios de Bazin hicieron
cambiar la opinión de la crítica. Bazin alabó a Wyler destacando que una de sus
cualidades principales era el estilo del sin estilo, una frase que fue sacada
de su contexto y utilizada peyorativamente en contra del director. No es que a
Wyler pareciese importarle mucho estas descalificaciones: «Me han acusado de no
tener estilo, lo cual es realmente cierto, simplemente porque yo he elegido
films con tipos de temas muy diferentes». Es evidente que no se refería a Bazin
sino a quienes le atacaban con la adulteración de este argumento. «Un director
no debería atraer la atención hacia él en detrimento de los actores ni de la
historia, debe atraerla haciendo buenas películas y consiguiendo grandes
interpretaciones. Nunca traté de que el publico dijese ‘¡Oh Wyler!’. Sin
embargo, en el fondo debía escocerle este desprecio». Más tarde, cuando arrasó
con Ben-Hur, no pudo evitar unas declaraciones: «Lamento el éxito y los Oscars.
Estoy seguro de que he decepcionado a los chicos de ‘Cahiers’».
Capítulo IV
“el cine nunca volverá a ser mudo”
(fragmento)
…/….
Tres padrinos
Santos del infierno (Hell’s
Heroes, 1930)
Se trataba de hacer un western
basado en una novela corta, “Three godfathers” (publicada en 1913), de Peter B.
Kyne, un prolífico escritor muy popular especializado en relatos de aventuras
en espacios abiertos aunque no necesariamente en el Oeste, y cuyos derechos
poseía la Universal. Sus cuentos cortos en el “Saturday Evening Post” y sus dos
novelas sobre un singular personaje llamado Cappy Ricks le hicieron ganar fama
y dinero. En España sus novelas fueron publicadas por Biblioteca Oro y
alcanzaron gran difusión títulos como “El orgullo de Palomares”, “La colina
encantada” o “Mientras Satanás duerme”. Su estilo directo y optimista queda
resumido en un espléndido relato corto titulado “El triunfador”, capaz de
levantar los espíritus más alicaídos.
Kyne sigue siendo uno de los
novelistas más adaptados por Hollywood y, concretamente “Three godfathers” ya
había sido llevada al cine en dos ocasiones antes de que Wyler volviera a
hacerlo. Una con el mismo título en 1916 (dirigida por Edward J. Le Saint y
protagonizada por Harry Carey, Cayena) y otra como Marked Man in 1919 dirigida
por John Ford también con Carey. Después del film de Wyler todavía se han hecho
tres versiones más. Three
Godfathers (1936) -retitulada posteriormente Miracle in the Sand, de Richard
Boleslwaski (con John Boles, Walter Brennan y Lewis Stone)-, Three Godfathers
(John Ford, 1948) con John Wayne, Pedro Armendáriz y Harry Carey Jr., y The
Godchild (un telefilme de John Badham, 1974). Cuentan que una de las
bromas que Ford le gastaba a Wyler cuando se encontraban, ya consagrados como
directores-estrella, era decirle que «ahora le tocaba a él hacer otro remake de
aquella novela». Ni Ford ni Wyler pudieron imaginarse nunca cuando bromeaban
que aquel hipotético remake lo haría para la televisión un tal John Badham, con
Jack Palance, Jack Warden y Keith Carradine de protagonistas.
Wyler empezó a trabajar por
primera vez en el guión quince días antes de la fecha prevista de inicio del
rodaje. Su dificultad máxima estaba en el sonido. Era la primera vez que la
Universal hacía una película sonora en exteriores y también el primer film
sonoro cien por cien de Wyler, y se tenían que resolver sobre la marcha los
problemas con inventos o chapuzas. El rodaje se realizó en el desierto de
Mojave y en el Panamint Valley en los límites del Valle de la Muerte, lugares
famosos por sus altísimas temperaturas. Resulta históricamente ilustrativo
recoger las declaraciones de William Wyler a su biógrafo Axel Madsen sobre
aquella experiencia:
«La limitación principal era que
la cámara tenía que ocultarse en un gran habitáculo forrado a prueba de ruidos
que, naturalmente, albergaba también al cameraman George Robinson. Después, la
historia trataba de tres hombres que huían buscando su salvación y tenían que
estar siempre en movimiento. Yo no podía detenerles para que me recitasen sus
diálogos. Eran tres fugitivos huyendo pero tenían que filmarse escenas
habladas. Lógicamente, tuvimos que forrar las vías por las que se deslizaba la
cámara, mientras se ocultaban los micrófonos dentro de cactus o matorrales. En
un ocasión, cuando abrimos la puerta, el cameraman se había desmayado por el
altísimo calor de la cabina.»
Malévolamente, Wyler contaba
precisamente con estas condiciones atmosféricas adversas para conseguir un
realismo desacostumbrado en el cine de entonces. Sabía que, metidos en aquel
terrible desierto, los actores se sentirían más cercanos a sus personajes. Y
presumía además que el paisaje añadiría dramatismo a la historia. Esta fue la
primera vez que sus métodos personales chocaron frontalmente con los habituales
del estudio. Alguien informó a Junior de que Wyler no empleaba el número
necesario de focos y que los rostros de los actores eran excesivamente
sombríos. También se le censuraba que no se ajustase exactamente a los diálogos
que habían sido aprobados por la oficina Hays.
Para curarse en salud, Wyler
solía rodar las dos versiones: la oficial y la suya propia, sabiendo que Junior
le vigilaba estrechamente esperando cualquier fallo. Toda su estrategia estuvo
a punto de desmoronarse en el momento del montaje final. El supervisor que
Junior le había puesto a William escribió un memorandum en el que afirmaba que
la cinta se había arruinado por un realismo mal entendido y lo que era peor:
«el director la termina no solamente de una forma triste sino de una manera que
provocará pesadillas a los espectadores durante una semana».
Santos del infierno es la primera
película verdaderamente madura de Wyler y también la primera en la que pudo
imponer con total libertad su concepto de lo que debía ser su cine, a pesar del
ambiente hostil del estudio. Luchó a fondo para imponer sus criterios al
director de fotografía, haciéndole trabajar duro para utilizar un cielo nuboso
como elemento dramático imprescindible para crear la atmósfera del film. Y supo
lidiar con gran habilidad a Charles Bickford que, endiosado, solía tratar a los
directores con calculada condescendencia. Precisamente una diferencia de puntos
de vista con el actor trajo como resultado una de las secuencias más elogiadas
del film.
Las desavenencias eran una
auténtica tontería, una tozudería de Bickford que no quería que le dijesen lo
que tenía que hacer. El actor quería dejar su rifle de una manera determinada y
Wyler quería que lo hiciese de otra. Para no complicar las cosas, el director
aceptó finalmente el punto de vista de Bickford pero en lugar de filmarle a él,
filmó las huellas de sus botas en las arenas del desierto que pisaba. Bickford
no se enteró y Wyler sorprendió a todos, gerifaltes de la Universal incluidos,
con una secuencia que, de cierta manera, anticipaba en parte el luego famoso
estilo de Hitchcock. Darryl F. Zanuck, entonces mandamás de la Warner, envió un
memo a los directores de su estudio para que aprendiesen de la película y se
fijasen principalmente en «aquella escena con tanta inventiva en que la cámara
seguía las huellas de las botas».
El crítico del “New York Times”
escribió que «su título tiene poco que ver con la historia, interesante y
realista, sobre tres hombres que sufren privaciones en el desierto para expiar
sus crímenes». “Variety” la calificaba de «real, convincente, con garra y fuera
de lo común», siendo precisamente el escritor Robert E. Sherwood (futuro
guionista de Wyler) quien reveló en el “New York Post” lo que significaban
realmente películas como aquéllas (la de Wyler, Men without Women de Ford y
Seven Days Leave de Richard Wallace) «independientemente de sus aciertos
artísticos: son primeros intentos de hacer algo nuevo, de experimentar aunque
sea corriendo riesgos» -concluyendo- «No todo está muerto en Hollywood». La
acogida crítica en el extranjero no fue menos entusiasta y un periódico de
Berlín afirmó que «Wyler era un director para recordar». La carrera comercial
del film batió records en algunas ciudades norteamericanas y recaudó una
fortuna en taquillaje. Recibió premios por doquier y el público se entusiasmó
con ella. Quizá la única persona del mundo a quien no gustó la película fue al
autor de la novela, Peter B. Kyne. Cuando el director le pidió que redactase
una carta con sus opiniones, Kyne escribió: «Francamente, Mr. Wyler, creo que
usted ha asesinado nuestra bella historia. Está dirigida de forma horrorosa e
interpretada todavía más horrorosamente. No me importa el dinero que gane, mi
conciencia no me dejará jalear el asesinato de una de las pocas obras de arte
que he hecho».
Santos del infierno representó en
su momento un intento de buscarle nuevos caminos al cine sonoro que no pasasen
inevitablemente por una utilización simplemente nostálgica de los logros del
cine mudo. Wyler intuía que el porvenir del cine no podía estar únicamente en
la recreación de obras teatrales para que hablasen los actores. Ni tampoco en
musicales que copiaran fielmente éxitos de Broadway. Sabía que aquel no era el
cine que él imaginaba e intuía que los espectadores se cansarían muy pronto de
aquellas escenas dialogadas o cantadas en escenarios únicos. Sabía también que,
si los directores empujaban a los técnicos con sus exigencias, el sonido
avanzaría y se podrían rodar escenas hasta entonces imposibles. En Santos del
infierno, consiguió poner al día el estilo narrativo de sus viejos westerns
cortos dándole un insospechado ritmo al relato con una historia de redención de
las culpas por el sacrificio de resonancias casi bíblicas, humanizando a los
outlaws, excesivamente esquematizados en el género, abriendo así nuevos caminos
para profundizar en sus complejas personalidades. La reacción de los forajidos
ante el niño abandonado supera las previsibles reacciones de cualquier ser
humano que viva dentro de la sociedad. Aunque quiso evitarlo, cayó en algunas
concesiones fáciles al sentimentalismo, pero consiguió grandes interpretaciones
de los actores y sobre todo un inusitado realismo que culminó incluso saltándose
el habitual happy end. El desenlace fue precisamente una de las secuencias más
elogiadas: el último superviviente de los bandidos llega al poblado y muere
poco después mientras los feligreses cantan el “Holy Night”, celebrando la
Navidad.
Gracias a los memorandums de los
supervisores-censores de la Universal y al pase en el San Francisco Silent Film
Festival del 2002, se pueden apreciar ahora algunos de los logros de Wyler. Hay
una secuencia en la que Bickford es rodeado y muerto por una violenta multitud
en la que Wyler hace gala de un montaje absolutamente funcional al servicio de
lo que se está narrando. Objetos, rostros humanos y el escenario del saloon son
utilizados en una habilidosa progresión dramática. Al parecer, Wyler rodó otra
versión de esta muerte en la que Bickford muere al beber agua envenenada. Otra
secuencia memorable es la del arranque en que se muestra con increíble detalle
el asalto al banco, aunque fue considerada entonces como excesivamente
pormenorizada por lo que significaba desde un punto de vista moral. Al parecer
no existen copias de la versión sonora de Santos del infierno, por lo que se
ignora si Wyler llegó a utilizar el sonido como elemento dramático ya que las
críticas de entonces no lo mencionan. Lo cierto es que el renombre del film de
John Ford, por aquello de que era «el hombre que hizo westerns», y el
encasillamiento de William Wyler, «el hombre que hizo melodramas», han
eclipsado para los historiadores las excelencias de este western insólito.
melodrama con catástrofe
The Storm (1930)
Gracias al éxito de público y
crítica de Santos del infierno, Wyler renovó su contrato con la Universal. A
pesar de sus diferencias personales, Junior era un hombre pragmático como su
padre y supo aceptar que Wyler le interesaba por sus evidentes cualidades como
director. A éste, no obstante, le irritaba la manera cómo Junior trataba a su
hermano Robert, a quien reconocía sus valiosos consejos para construir las
historias de sus películas pero no le promocionaba a otros menesteres de más
categoría. Junior parecía haberla tomado con su primo y, a pesar de que su
padre se lo había ordenado repetidamente, se hacía el remolón y no le daba
ninguna película para dirigirla. En aquella situación, la Universal había
ganado el primer Oscar de su historia con Sin novedad en el frente. Una prueba
de la personalidad de Junior es haber elegido como director a Lewis Milestone,
no por sus cualidades, sino porque le resultaba mucho más barato que el
irlandés Herbert Brenon, ahora un hombre olvidado pero entonces uno de los
prestigiosos directores del cine norteamericano.
El próximo encargo de Wyler fue
hacer un remake de The storm (no estrenada en España) un gran éxito del cine
mudo de la propia Universal gracias a la espectacular secuencia del incendio de
un bosque. Se basaba en la obra “Men Without Skirts” y se habían hecho otras
versiones, una de la Universal (dirigida por Reginald Barker en 1922) y otra de
la Paramount (dirigida por Frank Reciher en 1916). Barker se había volcado en
los efectos especiales y llegó al extremo de colorear a mano la escena
catastrófica del incendio.
A Wyler no le entusiasmaba
dirigir el film, quizá porque ya sabía de entrada que debería potenciar muy
especialmente los efectos especiales, esta vez con la ayuda del sonido. Pero,
intuyendo una velada amenaza de Junior de aplicarle sanciones si rehusaba, lo
aceptó a regañadientes, animado tal vez por la promesa de una paga
complementaria. A la Universal le interesaba muchísimo la película para poder
probar la eficacia de su nuevo, y carísimo, estudio sonoro. Años más tarde, el
director la calificaría como una de las peores de su carrera, reconociendo no
obstante que se lo había pasado en grande durante el rodaje. Tenía entonces 28
años y hacerlo fue algo muy parecido a vivir una pequeña aventura personal.
Partió de un guión de Wells Root y Charles A. Logue quienes, respetando la
esencia de la obra y de las cintas anteriores, introdujeron algunas variantes.
La película podría resumirse como un triángulo amoroso clásico rematado con
escenas de film de catástrofe.
Wyler se lo tomó con filosofía
pero respetó las imposiciones del estudio volcándose en sacar un gran partido
de las espectaculares escenas del terceto protagonista en lucha con la
naturaleza; avalanchas de nieve, descensos por rápidos, tempestades y vientos
huracanados, culminándolo todo con los tres protagonistas encerrados en una
frágil cabaña de madera azotada por la tormenta. Descompensada su estructura
dramática por esta supeditación a los efectos especiales en detrimento de la
historia básica, el film constituye no obstante una curiosidad porque es una
rara incursión parcial del director en un tipo de cine ausente de su
filmografía. Es por ello que, a pesar de los elogios que recibieran las escenas
catastróficas, Wyler se ve más a gusto en las más intimistas, mucho más
cercanas a las de sus películas posteriores. Entre los logros del film está la
forma cómo Wyler muestra la fragilidad de la amistad frente al amor. De hecho,
únicamente en Ben-Hur volvería a estar pendiente de los efectos especiales.
Fiel a sus puntos de vista,
consiguió el máximo realismo, haciendo que la película se filmara en escenarios
naturales. El rodaje se inició el 17 de febrero de 1931 en Truckee, una pequeña
localidad al norte del Lago Tahoe. La gente se alojaba en caravanas y vagones
de tren y uno de éstos se utilizaba como restaurante. Cuando finalizaba el
rodaje diario, Wyler cogía sus esquís y se lanzaba a disfrutar de la nieve, su
deporte favorito. Fue un rodaje sin ninguna incidencia especial del que parece
oportuno destacarse, no obstante, la presencia como protagonista femenina de la
temperamental Lupe Vélez (1908-1944).
La bailarina mexicana que había
escandalizado Hollywood, más por su ardiente vida sentimental que por sus
películas, había sido la tercera opción de Wyler después de Claudette Colbert y
Sylvia Sidney. Lupe había sido cedida por Douglas Fairbanks que la tenía bajo
contrato y con quien había protagonizado El gaucho (F. Richard Jones, 1927) y
en aquellos momentos estaba viviendo una tumultuosa historia de amor con Gary
Cooper. Su elección no dejaba de resultar curiosa ya que se había hecho
pensando en su acento exótico como si el deje de una latinoamericana tuviese
algo que ver con el de una canadiense francesa. Para la gente de Hollywood,
cualquier acento que no sonase a inglés podía pasar perfectamente por cualquier
otro idioma occidental.
Las relaciones de Lupe con Wyler
fueron absolutamente normales pero éste se quedó un día de una pieza cuando la
actriz le preguntó:
«¿Sabías que Gary Cooper es un
artista?»
«No, no tenía ni idea» le
contestó Wyler, preguntándose a qué venía aquello.
«Pues, sabe hacer muy buenos
dibujos. Mira.»
Y desabrochándose el vestido se
sacó uno de sus pechos, en los que Cooper había dibujado con carmín, una nariz
y dos ojos que trataban de parecerse a los de Lupe. Al parecer, y anticipándose
en muchos años a Peter Greenaway, a Cooper le encantaba utilizar el cuerpo
desnudo de sus conquistas femeninas para desarrollar sus habilidades como
pintor.
Las críticas ante el film se
dividieron y las negativas señalaban precisamente la previsibilidad y falta de
novedad de la historia reprochando la falta de interés en profundizar en la
pasión de los tres personajes. Sin embargo, “Los Angeles Times” la calificó como
uno de los mejores melodramas del año, destacando que Wyler había mejorado
notablemente desde sus dos films anteriores. En lo único que todos estaban de
acuerdo era en el talento con que narró la escena final de la cabaña, pero
criticaban que se oyese demasiado el ruido de las máquinas que simulaban el
viento huracanado. “Variety” elogió la pelea entre los dos hombres, «una de las
más excitantes hasta ahora», mientras que el “New York Times” destacaba las
interpretaciones naturalistas de los tres protagonistas aunque «el desenlace
era demasiado previsible».
INTERLUDIO EN UNA EUROPA EN
CRISIS
Con el dinero que había ganado,
Willy Wyler se tomó un descanso y volvió a Europa. Primero fue a Londres y
París y después a Mulhouse y Laussanne para visitar a algunos parientes y
amigos. Desde allí, en un coche alquilado, viajó hasta Salzburg, donde
permaneció durante los festivales escuchando a Mozart y viendo a Max Reinhardt,
aunque tuvo mucho mayor interés y emoción la historia de amor que vivió con su
prima Blanche, casada y con dos hijos, y con un marido celoso que se lió a
puñetazos con Wyler cuando les descubrió en un hotel. Pero el punto más
culminante de aquel viaje fue Berlín, donde todavía se estaba proyectando
Santos del infierno en el Mozart Saal. Allí fue donde protagonizó la primera
rueda de prensa de su vida.
Berlín en 1930 era una ciudad en
la que se mezclaba la miseria de los pobres con el derroche de los más
extravagantes millonarios o los gangsters más peligrosos. Era una ciudad de
vicio, de violencia soterrada, de intrigas políticas y de amoralidades («una
ciudad loca y salvaje», -según Wyler- «con la alegría del París de antes de la
guerra y que podía ser la más interesante pero también la más patética de
Europa»). El nazismo se enseñoreaba de la voluntad popular. «Todo lo que pasa
en Alemania» -declaró posteriormente al “New York Herald Tribune”- «tiene un
ángulo político. Todo está manejado por grupos de radicales y reaccionarios. La
gente tiene poco dinero pero se lo gastan en clubs nocturnos casi como un gesto
de desafío».
Pero Berlín era también una
ciudad donde se apreciaba el arte en todas sus vertientes. Bertold Brecht
estaba en el candelero y la UFA vivía uno de sus momentos más creativos. Fritz
Lang estaba a punto de empezar el rodaje de M en los estudios Babelsberg (Wyler
no le conocería hasta su exilio a Hollywood de 1935). Wyler desechó proseguir
su carrera profesional en Alemania por la artificialidad de aquella situación y
porque «las películas se hacen de forma muy rápida, con muy poco dinero y las
condiciones de trabajo son inferiores a las nuestras». Quizá influyera en su
decisión el telegrama que le mandó su hermano Robert en el que le comunicaba la
amenaza de Junior: «si haces una película en el extranjero nunca volverás a
trabajar en América».
Fue una experiencia valiosísima
para Wyler, porque le permitió intuir los acontecimientos históricos que se
produjeron pocos años después. Cuando regresó a Hollywood nadie quiso
escucharle y sus advertencias sobre el peligro nazi cayeron en saco roto. La
opinión pública estaba confortablemente instalada en el slogan de «América para
los americanos» y Europa les quedaba muy lejos. A sus veintiocho años empezaba
a abrir los ojos a aspectos sociales y políticos impensables antes del viaje.
Su encuentro con Eisestein, que trabajaba en el proyecto de ¡Qué viva México!,
le descubrió nuevas realidades y perspectivas. Pero también se encontró con una
desagradable sorpresa: había perdido todos sus ahorros por culpa de la
Depresión.
La Universal había iniciado una
importante transformación, paralela a la que se estaba produciendo en la
exhibición cinematográfica. Las compañías relacionadas con el sonido (Western
Electric o RCA) resultaban imprescindibles para las obligadas transformaciones
técnicas de los locales. Las inversiones eran prohibitivas y las pérdidas de
los estudios estaban a la orden del día. Aquel año, únicamente la MGM y la
Columbia podían presumir de cerrar sus balances con números negros. Sin
embargo, Wyler era un valor seguro de la empresa y le aumentaron incluso sus
emolumentos. Él pedía subir de 750 a 1000 dólares a la semana, aunque viendo la
difícil situación de la empresa, aceptó finalmente 850.
Después del éxito de El rey del
Jazz (The King of Jazz, 1930) del director de Broadway John Murray Anderson, la
Universal vendió parte de sus acciones a la Standard Electric y acometió una
drástica reducción de costos con rebaja de salarios, despidos, presupuestos de
producción más bajos.... Carl Laemmle padre no entendía realmente lo que estaba
pasando y se oponía pasivamente y en la sombra a la política de su hijo
respecto al sonoro. Junior acertó de pleno cuando empezó a producir las ya
mencionadas películas de terror que rescataban a personajes de la literatura
gótica clásica, aunque su gran éxito de público no solucionó los problemas
financieros de la compañía. Eran películas baratas sin beneficios demasiado
apreciables y además, paralelamente, Junior tenía que librar grandes batallas
por el poder en el seno de la empresa. En aquel contexto, Robert Wyler decidió
aceptar un nuevo puesto en las oficinas de París de la Universal.
deseo junto al mar
La casa de la discordia (A House
Divided, 1931)
Wyler quería aprovechar su ya
consolidado prestigio en la Universal para dirigir películas de mayor calidad.
Fue rechazada su propuesta de hacer The Weak Sex, una comedia que había visto
en su viaje a París y tampoco recibió el placet The Road Back, una especie de
continuación de Sin novedad en el frente. Finalmente aceptó dirigir A House
Divided, cuyos derechos poseía la Universal, aconsejado por su hermano Robert.
La historia escrita por Olive Edens con el título de “Heart and Hand” se
inspiraba vagamente en “Desire Under the Elms” de Eugene O’Neil. El rodaje duró
34 días, desde el 4 de agosto al 12 de septiembre de 1931, y el coste total
ascendió a 284.000 dólares. Para Wyler fue un rodaje difícil que además se
prolongó más de la cuenta (10 días y 53.000 dólares extras) porque no tenía
demasiado claro lo que tenía que hacer e improvisaba. Para colmo, el actor que
hacía de hijo, Kent Douglas, se dislocó la cadera y no podía interpretar según
qué escenas. Además, se trabajaba paralelamente a marchas forzadas, para
transformar el guión, que había sido escrito pensando en una película muda.
Afortunadamente y por casualidad, John, el hijo de Walter Huston, vio el guión
y le propuso a Wyler, a quien conocía superficialmente, algunas modificaciones.
A Huston se debe el guión
definitivo y, según afirma en su autobiografía, “An open book”, también el
tratamiento dramático, en el que dio mayor preponderancia a la imagen sobre la
palabra. Es muy posible que en la cinta haya otras aportaciones de Huston, un
hombre que desde entonces se convirtió en uno de los grandes amigos de Wyler.
Compartían ideas políticas y, aunque desde planteamientos diferentes,
coincidían en conceptos vitales de la existencia. Las improvisaciones y las
dudas provocaron inevitables retrasos que no fueron aceptados fácilmente por
Junior, quien reprochaba a Wyler que filmase cada escena desde varios ángulos
diferentes. La tirantez alcanzó tales extremos que Junior llegó incluso a
prohibirle que se apartase del guión aprobado a menos que se lo autorizase por
escrito.
Wyler narró aquella espinosa
historia siguiendo los convencionalismos del tradicional drama romántico
pasional tan en boga entonces en el cine de Hollywood. El pecaminoso triángulo
le permitió inquietar al espectador mostrándole los difusos límites de las
relaciones padre-hijo y profundizó en los aspectos religiosos de un conflicto que
adquiere en algunos momentos dimensiones casi bíblicas cuestionando el
tradicional rol de la familia. Su gran acierto fue evitar la excesiva
romantización de aquella turbia atmósfera creada por la interrelación de los
tres personajes y también sortear, aunque no totalmente, los peligros de caer
en los convencionalismos. Redujo los diálogos a la mínima expresión (quizá
aceptando la propuesta de Huston), buscando efectivamente la fuerza de las
imágenes para profundizar en la psicología de los tres personajes en conflicto
y consiguió darle al mar un protagonismo que repercutía en la fuerza dramática
de la historia.
La revista “Variety” escribió
que: «Kent Douglas y Helen Chandler (entonces estrellas de Broadway) apoyaban
eficazmente a Huston y que éste era el único que importaba». Y efectivamente,
el padre de John, que sólo tenía dieciocho años más que Wyler, compuso un
personaje imborrable, dosificando sabiamente su interpretación sin caer en
excesos, y evolucionando de forma lógica desde el hombre derrotado que se
entrega a la bebida por la muerte de su esposa hasta el que se sacrifica con
dignidad para vencer su propia humillación.
Además del climax dramático
presente en toda la película hay que destacar la escena inicial, la del
entierro, crispada y sobrecogedora, que marca su puesta en imágenes. Wyler la
realizó con terrorífica meticulosidad, recreándose en cada uno de los detalles
como si se tratase de una película de terror, e incluso colocó un micrófono
dentro del ataúd, haciendo arrojar piedrecitas en lugar de tierra, para
conseguir con el sonido acrecentar lo terrorífico de aquella situación.
La película tuvo en Norteamérica
graves problemas de taquilla, perdiendo dinero en algunas de las ciudades clave
del país, seguramente por estrenarse en una época inadecuada, durante las
fiestas de Navidad. Algunos exhibidores achacaron el fracaso a su excesiva
sordidez, pero en Europa ocurrió todo lo contrario proyectándose en París,
Marsella y Toulouse durante más de un año. Wyler declaró que existía una diferencia
abismal de gustos entre europeos y norteamericanos y achacó la pobre aceptación
de su film en su país de adopción a su deliberada reducción de los diálogos en
beneficio de la imagen. Artísticamente era un logro pero los norteamericanos
preferían más las palabras que los europeos. Aunque los historiadores
coincidían en que el cine era imagen, este planteamiento teórico siempre
resulta más difícil de digerir y al espectador medio, con sus herencias
literarias y teatrales, se llega mucho mejor cuando no se le hace pensar
demasiado. Está claro que los críticos la elogiaron casi unánimemente. El
“London Times” destacaba «el absoluto control de Wyler sobre el film» mientras
que el “Boston Herald” opinaba incluso que «recordaba las cualidades
imaginativas del difunto Murnau».
Moralina militarista
¿Héroe o cobarde? (Tom Brown of
Culver, 1932)
Mientras Huston trabajaba en el
guión de Laughing Boy, Wyler estaba metido de lleno en otra película, Tom Brown
of the Culver. Según una carta que le escribió a su hermano Robert, era un film
con muchas posibilidades comerciales aunque a él no le entusiasmase nada desde
el punto de vista artístico ni temático. El personaje de Tom Brown había sido
creado en 1857 por el novelista británico Thomas Hughes con su novela “Tom
Brown’s school days” que, como mínimo, ha sido llevada al cine en tres
ocasiones con el mismo título de la novela aunque haya inspirado indirectamente
muchas otras películas. Hay una versión muda británica de 1916 dirigida por Rex
Wilson, y dos sonoras, una de 1940 de Robert Stevenson (Tomás Brown, título
español) y otra también británica de 1951 de Gordon Parry. En 1973 estuvo a
punto de convertirse en serie de televisión.
El Tom Brown protagonista de la
película de Wyler está inspirado en sus trazos principales en el de la novela
de Hughes en cuanto se trata de un muchacho que se ve obligado a luchar contra
todo el mundo en un ambiente escolar hostil. Pero ahí terminan las similitudes.
De hecho, Hughes diseñó los rasgos del personaje y lo convirtió en un genérico
(la educación dura forma a hombres duros, especialmente a ingleses duros) cuya
caracterología atrajo, y sigue atrayendo, a infinidad de cineastas. Piénsese en
las películas de cadetes militares o de estudiantes de todas las edades y en
todos los ambientes. Siempre se encontrarán Tom Browns. Uno de ellos era, por
ejemplo, El estudiante (Tom Brown of Harvard, Jack Conway, 1926) considerada la
mejor película juvenil de los años veinte. Muchos otros films han utilizado
indirectamente el prototipo situándolo en otros entornos.
De hecho, Wyler no fue mucho más
allá de dos ideas básicas: la primera fue mostrar la vida de los cadetes de la
Culver Military Academy casi como si fuese un documental propagandístico que
cantara sus alabanzas, y la segunda exaltar el patriotismo del protagonista y
por extensión de su mundo. Dejó muy en segundo plano la indagación sobre los
falsos héroes que años más tarde constituiría la base del film de Bertolucci La
estrategia de la araña (La estrategia del ragno, 1969). A diferencia del
cineasta italiano, Wyler utilizó el descubrimiento del protagonista de que su
padre no fue un héroe sino un desertor para, a través de escenas típicamente
melodramáticas, darle un tono moralizante a la historia, aunque naturalmente
eran otros tiempos y Wyler lo hizo en el marco del studio-system. En el film
coexisten asímismo dos formas narrativas diferentes: hay una parte
decididamente naturalista y otra que cae en los lugares comunes propios del
melodrama patriótico-sentimental en escuela militar al que muchos otros
directores se apuntaron. Sin ir más lejos, John Ford en Cuna de héroes (The
Long Gray Line, 1956).
Si para Wyler no fue un film
importante, para la Universal formaba parte de una estrategia empresarial de
lavado de imagen y también de oportunismo comercial. Con los valores morales
presentes en la película, el estudio quería contrarrestar la oleada de los
llamados gin-and-jazz pictures que ofrecían una patética imagen de la juventud
norteamericana. Al menos éste fue el argumento empleado por el ejecutivo del
estudio que negoció el rodaje en el campus de la academia militar de Culver,
Indiana. Igual que los otros estudios integrados en la Academia, la Universal
solía contribuir también al mantenimiento de lo que se consideraba la moral tradicional.
Siguiendo su forma habitual de
trabajo, Wyler decidió familiarizarse con el tema viviendo en la misma academia
de sus personajes. Pasó quince días completos durmiendo, comiendo y conviviendo
con los cadetes, dándose cuenta que la rígida disciplina que se pregonaba de
puertas afuera era un auténtico bluff y que se estropeaba a muchachos
potencialmente de gran valor. Se enteró que los veteranos gastaban sangrientas
bromas a los novatos y se las ingenió para presenciar algunas. Utilizó una de
ellas -novatos desnudos encadenados y golpeados por veteranos- pero el
superintendente de la Academia, el general L. R. Gignilliat, que tenía derecho
a la aprobación final, obligó a suavizarla notablemente. A pesar de ello, es
una de las mejores secuencias de la película.
Como ya era habitual, Wyler se pasó del plan de rodaje estipulado y, como siempre, recibió las correspondientes broncas de los supervisores del estudio. Hay que destacar que en el film debutaron dos jóvenes de diecinueve años llamados Tyrone Power y Alan Ladd. Al crítico del “New York Times” le gustó que «los chicos actuasen como chicos reales y no como los habituales actores juveniles». El del “Chicago Daily” elogió su «gran credibilidad». En el “Detroit Press” se escribió que «era la historia más emocionante y bella sobre los jóvenes que jamás se haya visto en la pantalla».