Walter Wanger, una extraña mezcla
de aristócrata y magnate de Hollywood cuya carrera como productor incluía
éxitos tan importantes como La reina Cristina de Suecia, La diligencia o La
Invasión de los ladrones de cuerpos, fue el que tuvo la idéa de hacer la
película. Era un hombre respetado, le gustaba llevar un clavel rojo en el ojal
y había ido adquiriendo un poder enorme desde qe ahbía entrado en la pandilla de
grandes productores de la Metro, donde recibía de tres a diez veces el salario
del presidente de los Estados Unidos. Bajo su soberanía, setenta y cinco
guionistas de elite afilaban sus plumas, y unos veinte directores, la
crème-de-la-crème, daban cuerpo a sus producciones repletas de estrellas.
Fue quien consiguió el dinero de la 20th Century-Fox.Les
habló de dos millones de dólares.Se trataría de una pequeña película sobre la
reina del Nilo… que acabaría convirtiendose en el mayor desastre económico del
cine.
Wanger logró imponer todos sus caprichos gracias a que la
Fox había sido abandonada a su suerte tras la retirada a Europa en 1956 de su
alma mater, Darryl F. Zanuck. En aquel momento lo dirigía todo un antiguo
propietario de salas de cine, Spyros Skouras, un griego vitalista con un acento
que divertía a los que le escuchaban y una sonrisa tan amplia como su
inexperiencia, no había producido un filme en toda su vida.
En 1958 Wanger había comprado los derechos de una novela
italiana de Carlo Mario Franzero titulada The Life and Times of Cleopatra. A la
Fox le gustó la idea de una película basada en el libro y aceptó el presupuesto
para un pequeño filme con Joan Collins en el papel principal, pero una serie de
pequeños retrasos impidieron el inicio de la producción. Collins no estaba
disponible, y Wanger empezó a hablar de Audrey Hepburn como su sustituta, pero
no parecía la más adecuada. Spyros Skouras propuso a la pelirroja Susan
Hayward, La lista de actrices tanteadas incluyó a Kim Novak, Joan Collins,
Brigitte Bardot, Gina Lollobrigida, Sophia Loren o la mismísima Marilyn Monroe.
Lograron un acuerdo al final con Elizabeth Taylor, quien acababa de ser
nominada al Oscar por su papel de Maggie en La gata sobre el tejado de zinc.
Wanger llamó a Miss Taylor y le dijo que quería que fuese su
Cleopatra. «Por supuesto», replicó ella, «lo haré por un millón de dólares».
Esta cifra, aunque según la propia Taylor la soltó en broma, fue tomada en
serio por el productor.
Todavía hoy resulta dificil entenderlo porque una estrella
como Marilyn, una
de las pocas estrellas invariablemente rentables cuyas películas ya
habían recaudado para la Fox más de sesenta millones de dólares, estaba contratada en
esa época por 100.000. En comparación, Cyd Charisse (en un papel secundario) tenía un contrato por 50.000, Dean Martin y George Cukor estaban
recibiendo 300.000 cada uno por una película presupuestada en poco más de 3
millones de dólares.
El contrato de la Taylor , además del salario de un millón
de dólares por cuatro meses de rodaje, 50.000 dólares más por cada semana
adicional, 3.000 dólares semanales para gastos, transportes gratis para ella y
todos sus hijos, una copia de 16 mm. del filme y, incluía una cláusula
imprescindible: rodaje fuera de Estados Unidos para evitar problemas fiscales.
Este contrato obligó a un gran incremento en el presupuesto del proyecto, que
pasó de dos a seis millones de dólares, pero todo el mundo parecía estar
encantado con el nuevo acuerdo.
El estudio reunió rápidamente un equipo a la altura de su
nueva Cleopatra. Rouben Mamoulian -un viejo amigo de Wanger y Skouras- aceptó
dirigir la película, después de que Alfred Hitchcock dijera que no, Peter Finch
encarnaría a Julio César y Stephen Boyd, reciente el éxito de Ben-Hur, sería
Marco Antonio (también se barajaron los nombres James Mason y Marlon Brando
para uno y otro papel). El siguiente paso fue contratar al novelista británico
Nigel Balchin para escribir el guión, y a John De Cuir para el diseño de
escenarios.
Con la fecha de inicio de rodaje fijada para septiembre de
1960, los ejecutivos del estudio viajaron por toda Europa en busca de las
localizaciones ideales para representar la exótica grandeza tropical del
antiguo Egipto, y acabaron inclinándose por Italia. Pero cuando se supo que las
Olimpiadas de Roma de ese año dificultarían muchísimo la búsqueda de
alojamiento para los actores y el equipo, la producción tomó un nuevo rumbo,
con destino a Inglaterra.
Walter Wanger alquiló todo el espacio disponible en los
Estudios Pinewood de Londres, al tiempo que también reservaba instalaciones
adicionales en Shepperton. Se construyeron más de ocho acres de decorados
exteriores, importando palmeras desde Hollywood y Oriente Medio para la
ocasión. Incluso una parte del Támesis fue desviada de su curso normal para que
fluyera por este pequeño Egipto de pega e hiciese las veces del Río Nilo.
El rodaje comenzó el 30 de septiembre. Dale Wasserman, un
renombrado guionista, fue contratado para que puliera y perfeccionara un
original que había sido revisado innumerables veces. «Wanger me ordenó que
escribiera el guión pensando única y exclusivamente en Elizabeth Taylor»,
declaró Wasserman. «Todo el peso de la película descansaba sobre ella.»
Lamentablemente, ni la más costosa magia del cine podía
disimular las diferencias climáticas entre la antigua Alejandría y el Londres
contemporáneo. Nada más comenzar el rodaje, todo el set se vio cubierto por una
impenetrable niebla. «Era de locos», recordaba Mamoulian. «Los de la
aseguradora estaban nerviosos... Decían: ‘Rueda lo que sea,siempre que
mantengas la película en marcha’. Lo intentamos. Lluvia, barro, niebla... En un
buen día, podías ver el vaho saliendo de las bocas de los actores. Era como un
anuncio de tabaco..
Pronto empezaron a surgir más problemas: una huelga de los
peluqueros asignados a la producción detuvo la filmación durante varios días;
uno de los leones se escapó y anduvo suelto por el plató durante varias horas
hasta que fue capturado. Pero estas pequeñas catástrofes no fueron nada comparadas
con el revés que la Fox sufrió cuando Elizabeth Taylor cayó enferma.
Aunque sus críticos sospecharon al principio que podía estar
fingiendo, la actriz padecía sus acostumbradas jaquecas, dolores de muelas,
molestias en los ojos y espalda, ataques de tos y fiebres de origen incierto.
En el transcurso de una semana, Liz consultó con media docena de prestigiosos
médicos londinenses. Ninguno de ellos fue capaz de ofrecer un diagnóstico
preciso sobre sus dolencias.
La noche del 3 de noviembre de 1960, Taylor padeció una
jaqueca tan intensa que mandaron llamar a lord Evans, médico de la reina Isabel
II. Alarmado por el estado que presentaba la actriz, Evans avisó a una
ambulancia para que la trasladaran a la London Clinic. Los médicos le
diagnosticaron un ataque de meningitis, una inflamación de la capa externa del
cerebro y de la membrana de la médula espinal.
Durante varios días, Mamoulian y sus asociados rezaron por
su rápida recuperación y rodaron aquellas secuencias en las que Liz Taylor no
aparecía. Por desgracia, un mes más tarde la estrella continuaba en cama, y el
guión exigía su presencia en casi todas las escenas, así que el equipo no tuvo
más remedio que cruzarse de brazos y esperar.
Como recordaba Peter Finch, «Nos sentábamos por el estudio y
a eso de las cuatro terminábamos todos en el bar». Finalmente, la continuada
incapacidad de Miss Taylor forzó al estudio a detener completamente la
producción, aunque los gastos generales seguían acumulándose a razón de más de
45.000 dólares diarios. La Lloyd’s de Londres, la compañía de seguros, llegó a
sugerir la sustitución de la protagonista, poniendo sobre el tapete los nombres
de Marilyn Monroe, Shirley MacLaine o Kim Novak.
Durante este período en el limbo, Wanger y Mamoulian
decidieron revisar el guión, con el que no estaban satisfechos. Entre las
nuevas versiones figuraban una del novelista Lawrence Durrell y otra del
prestigioso Paddy Chayefsky, pero el director las rechazó todas. Desde su cama
en el hospital, Miss Taylor exigió varios cambios en el argumento, incluyendo
la eliminación de la tradicional escena del “baño de leche” y de una tórrida
secuencia con Stephen Boyd en la que Marco Antonio y Cleopatra se enfrentan en
el equivalente romano a una partida de strip poker.
Las complejas y amargas disputas sobre el contenido del
guión ayudaron a persuadir al cansado Mamoulian de que ni siquiera la mismísima
Reina del Nilo, con o sin su famoso baño de leche, valía la pena por el
continuo sufrimiento que la película llevaba aparejado, así que renunció al
proyecto el 3 de enero de 1961.
En este punto, Walter Wanger buscó un nuevo director que
aportase a la herida producción una muy necesitada transfusión de sangre
fresca. El donante seleccionado para este propósito fue el prestigioso Joseph
L. Mankiewicz, que había hecho buenas migas con Elizabeth Taylor en De repente,
el último verano, condición imprescindible para Cleopatra, pues el contrato de
la actriz le daba derecho a aprobar el nombre del realizador. También jugaba a
su favor el haber dirigido en 1953 una influyente adaptación cinematográfica
del “Julio César” de William Shakespeare, pero no era la opción más evidente
para el proyecto. Hombre culto y parsimonioso, Joseph debía su fama a los
corrosivos y oscarizados guiones de Carta a tres esposas y Eva al desnudo, no a
su capacidad para levantar un gran espectáculo de acción.
Joe Mankiewicz dudó, pero su agente, impresionado por el
sueldo que le ofrecía la Fox, le urgió a aceptar el trabajo. El veterano
cineasta exigió total libertad para reescribir el guión y capacidad para
cambiar a los protagonistas masculinos. Aceptadas sus condiciones, comenzó a
reescribir el guión mientras Wanger observaba proféticamente: «Creo que va a
conseguir una película inusual».
“Mank” tomó las riendas de la película el 25 de enero,
cuando las pérdidas ascendían a seis millones de dólares y sólo se habían
filmado doce minutos que, para colmo, el realizador consideró desechables. Sin
embargo, antes de que el director pudiese empezar a trabajar, el destino trajo
otra desagradable sorpresa.
Liz Taylor, que se había recuperado lentamente de la
meningitis, recayó a causa de una fuerte gripe, que rápidamente se convirtió en
una neumonía. Esta nueva enfermedad estuvo a punto de matarla; los doctores la
metieron en un pulmón de acero, pero aún así dejó de respirar cinco veces. Una
traqueotomía de urgencia le salvó la vida, pero le dejó una cicatriz en el
cuello que se convertiría en la pesadilla de los maquilladores. En Estados
Unidos, la prensa propagó el rumor de que había fallecido, lo que provocó una
llamada histérica de Skouras a Wanger.
Miss Taylor abandonó el hospital el 27 de marzo.81 Su coqueteo con la muerte le granjeó las simpatías del público. Los columnistas de cotilleos que previamente habían vilipendiado a la estrella por “robarle” a Eddie Fisher a la pobre Debbie Reynolds, ahora la alababan por su coraje ante la adversidad. La ola de simpatía pública fue tan arrolladora, de hecho, que la Academia le concedió su primer Oscar en 1961 por su discreta interpretación de una prostituta en Una mujer marcada.
Este honor incrementó el prestigio y el atractivo taquillero
que Liz aportaba a Cleopatra, pero la producción difícilmente podía
beneficiarse de su nuevo poder porque la delicada salud de la actriz le impedía
volver al trabajo durante seis meses. Con Peter Finch y Stephen Boyd
comprometidos con otros proyectos, la Fox no tuvo más remedio que cancelar
definitivamente la producción en el set de Londres, derruir los muros del
Egipto británico, pagar a todo el mundo y decidir cuál sería el siguiente
movimiento.
Todo esto sucedía a mediados de 1961, tres años después de
la compra de los derechos de la novela de Franzero. El equipo había pasado doce
meses en Londres y gastado más de seis millones de los dólares del estudio, pero
el productor Walter Wanger sólo tenía doce minutos de metraje útil como pago
por sus esfuerzos. A toro pasado, parece evidente que la decisión correcta para
la Fox hubiese sido abandonar el desgraciado proyecto y buscar objetivos más
prometedores. Pero el presidente del estudio, Spyros Skouras, pensó que habían
gastado demasiado dinero como para abandonar ahora. Además, razonó Skouras,
«¿quién en su sano juicio abandonaría un proyecto que ya había recibido tanta
valiosa publicidad gratuita y tenía dentro a la última ganadora del Oscar?». El
presidente resolvió que las pirámides se levantarían de nuevo para acoger a la
nueva y mejorada Cleopatra.
Esta vez, los ejecutivos del estudio decidieron
inteligentemente evitar la niebla de Londres y eligieron los estudios de
Cinecittá en Roma como localización para la renacida producción. Mientras los
diseñadores y los carpinteros pasaban tres meses construyendo los monumentales
nuevos decorados, Wanger y Skouras buscaban nuevos actores para acompañar a Liz
Taylor. Inicialmente contactaron con Laurence Olivier para el rol de Julio
César, pero éste lo rechazó tras leer el guión, y los productores acabaron
seleccionando a Rex Harrison.
Para el papel de Marco Antonio, Skouras quería a Richard
Burton, quien ya había demostrado lo bien que le sentaba la túnica en películas
como Alejando el Magno y La túnica sagrada. El compromiso de Burton con la obra
de Broadway “Camelot” sólo fue un pequeño obstáculo, pues el estudio compró su
lucrativo contrato teatral a Lerner y Lowe por 50.000 dólares. El actor
recibiría un salario de 250.000 dólares más prórrogas. Roddy McDowall, otro
desertor de “Camelot”, accedió a interpretar a Octavio.
Liz Taylor llegó a Roma blandiendo su estatus de estrella,
rodeada de su corte de auténtica zarina. Perros, niños, guardaespaldas,
secretarias, niñeras, peluqueras y demás, instalados todos con un lujo que no
tardó en convertirse en lo que muchos consideraban una ostentosa cochambre. Joe
Mankiewicz había estado escribiendo mientras la esperaba. Rex Harrison estaba
allí con su nueva esposa, Rachel Roberts, y sus exigencias no menos
considerables. Burton todavía no había llegado.
El actor galés tenía sentimientos encontrados sobre su
regreso a la pantalla, como le confesó a un amigo antes de partir a Roma:
«Tengo que ponerme la coraza una vez más para enfrentarme a Miss Tetas». Como
todo el mundo sabe, su desdeñosa actitud hacia su partenaire cambió
radicalmente tan pronto como empezaron a trabajar juntos en Cleopatra, allá por
septiembre de 1961. Su primer encuentro fuera de las cámaras tuvo lugar frente
a docenas de extras y técnicos y comenzó con una pregunta retórica de Burton:
«¿Te han dicho alguna vez que eres una chica muy guapa?».
Desde entonces, la simple posibilidad de un romance entre
las dos estrellas empezó a copar páginas en la prensa europea y norteamericana,
a pesar de la preocupación de los ejecutivos de la Fox porque esta clase de
publicidad pudiese hacer más daño a su ya malherida producción. Como decía un
agente de prensa: «Nadie quiere que esto se sepa porque piensan que el público
la crucificará y no acudirá a los cines si rompe otra familia». Evidentemente,
se refería a Liz, cuya fama de destrozahogares le precedía.83
En algún momento del otoño de 1961, Taylor y Burton, ambos
casados (ella con Eddie Fisher, él con Sybil Williams), se enamoraron
locamente. Liz afirmó que el flechazo se produjo cuando rodaron su primera
escena de amor. Richard titubeaba tras una noche de juerga, estaba lívido y no
recordaba el texto. Al principio, a ella le hizo gracia..., y luego se
compadeció. Entonces fue, según la versión de la actriz, cuando se enamoró. Los
amigos de Burton tenían otra versión del affaire. Una facción aseveraba que
ella le perseguía asiduamente, porque al principio él no parecía demasiado
impresionado. La otra opinaba que le atrajo su aura más que su cuerpo; le
deslumbraba su fortuna y su poder en el mundillo cinematográfico.
A medida que los rumores empezaron a trascender el plató,
los chicos de la prensa cayeron como tiburones, y las negativas oficiales sólo
sirvieron para aumentar las especulaciones sobre el futuro de este nuevo y
tórrido romance. El director, preguntado acerca de estos rumores, declaró: «Por
lo que a mí respecta, la señorita Taylor puede enamorarse de Mao Tse-Tung
siempre que acabe su trabajo en la película».
Durante un tiempo corrieron noticias de todo tipo, algunas
realmente delirantes. Un periódico italiano publicó que eran Mankiewicz y
Taylor quienes tenían la aventura, y que Burton servía sólo de señuelo. El
actor galés respondió preguntando a Joe: «Oiga, Mr. Mankiewicz, ¿debo dormir de
nuevo esta noche con ella?» Pero “Mank” le jugó una mejor anunciando: «La
verdad es que somos Richard y yo los enamorados, y usamos a Liz como tapadera»,
tras lo cual espetó un sonoro beso a Burton en los labios.
A finales de marzo de 1962, Liz y Richard decidieron, con
gran disgusto de los jefazos del estudio, hacer público su nuevo amor. La
publicación de una fotografía de los dos amantes abrazados en la cubierta de un
yate fue el pistoletazo de salida. La imagen provocó el consiguiente escándalo,
los platós de Cinecittá se convirtieron en un hervidero de noticias y los
papparazzi se dedicaron a asediar día y noche a los actores sin dejar vivir a
nadie.
Lejos de esconderse, los dos enamorados aparecían juntos en
los principales locales nocturnos de Roma, donde demostraban su profunda
dedicación a la película ensayando sus escenas de amor ante los ojos de todo el
mundo. Sus colegas en el set informaban de que la pareja aprovechaba la hora de
comer para retirarse al lujoso camerino de la actriz, mientras cada tarde
desaparecían en un escondido apartamento que había sido específicamente
alquilado para sus citas. Como señalaba el publicista Jack Brodsky, «Burton y
Taylor están tan unidos en el plató que habría que echarles agua caliente por
encima para despegarlos». Al director se le hacía casi imposible persuadirles
para que cortaran sus escenas amorosas cuando estaban rodando.
Pero Joe Mankiewicz tenía problemas más serios que la pasión
entre sus dos estrellas. Cuando aceptó el encargo insistió en desechar todo el
material de Mamoulian y escribir él mismo un nuevo guión. El director había
concebido un ambicioso proyecto dividido en dos partes: César y Cleopatra y
Antonio y Cleopatra, inspiradas en las piezas teatrales de Bernard Shaw y
William Shakespeare, respectivamente.
En un artículo publicado el 9 de junio de 1963, “Mank” contó
en el “New York Times”: «Siempre había querido escribir una obra sobre esos
personajes desde que rodé Julio César. Marco Antonio me ha fascinado siempre:
un niño tras esa fachada de guerrero enorme convertido en la mano derecha de
César, el hombre más fuerte, al que copió más tarde incluso en el arte de la
guerra. Quería también mostrar una Cleopatra que despertase en César una gran
ambición, no la sirena tradicional. La primera parte -entre Cleopatra y César-
emplea el estilo de la comedia sofisticada, en la que la palabra “amor” nunca
se menciona; la segunda parte, la que atañe a Marco Antonio, es exuberante y
romántica. En cuanto a técnica, he virado deliberadamente del realismo al
concepto de profecía y visiones utilizando a la diosa Isis. Cleopatra, por
ejemplo, ve desde un templo el asesinato de César a través de las llamas de un
rito ceremonial».
Mankiewicz había pedido unas cuantas semanas para preparar
el libreto, pero el dinero fluía más aprisa que las fuentes romanas. Con la
película ya irremediablemente por encima del presupuesto y por detrás de la
fecha prevista, el estudio insistió para que empezara a rodar inmediatamente.
Los ejecutivos de la Fox argumentaron que podía dirigir de día y escribir por
la noche, esperando que su trabajo en el guión sólo fuese unos pasos por
delante del plan de rodaje.
Intentando seguir las órdenes, “Mank” filmó todo lo que
escribía sin tomarse tiempo para cortar o reescribir, e inadvertidamente costó
al estudio millones de dólares en metraje inútil. El cineasta respondió a esta
presión con ataques de migraña e irritaciones en la piel, pero sus médicos le
recetaron varias píldoras y dosis regulares de anfetaminas para permitirle
seguir trabajando.
«Me levantaba a las 5:30 ó a las 6:00, y me tragaba una
dexedrina», contó Joe. «Después de comer tomaba otra dosis para mantenerme en
forma por la tarde. Después de cenar, otra para poder escribir hasta las dos de
la madrugada, y finalmente otra para poder dormir.»
Liz Taylor, por supuesto, también tenía problemas de salud, pero afrontaba sus variadas dolencias con mucha menos fortaleza que el director. Cuando se sentía enferma o triste o simplemente “de mal humor” para rodar, no aparecía por el set y en muchas ocasiones tenía al equipo esperando durante horas. También se negaba a trabajar durante los tres primeros días de su ciclo menstrual, así que el equipo disfrutaba de largas y costosas pausas en dosis regulares. Sus hábitos alimenticios también causaron problemas, ya que su enorme apetito daba como resultado visibles aumentos de peso que requerían constantes retoques en los cincuenta y ocho trajes que Irene Sharaff había diseñado para enfatizar su generosa figura.
Algunos de sus
coprotagonistas acabaron hartos del tratamiento regio exigido por la Reina de
Hollywood en su papel de Reina del Nilo. Cesare Danova, que encarnaba a
Apolodoro, el amante rechazado de Cleopatra, recordaba: «Siempre había alguien
que iba corriendo a preguntarle, ‘¿Cómo estás, querida? ¿Estás bien, querida?
¿puedo traerte algo, querida?’ Era enfermizo». Rex Harrison también se quejó
del trato dispensado a Liz. En cierta ocasión le dijo a Wanger: «El mero hecho
de tener unas tetas más grandes que las mías no le da derecho a pasearse en una
limusina de un kilómetro de longitud mientras yo me tengo que conformar con un
humilde Fiat». Frente a estas críticas, Mankiewicz defendía a su estrella.
«Cualquier intento de culpar a Miss Taylor por el coste de Cleopatra es
erróneo», declaró. «Liz puede haber tenido problemas de salud y emocionales,
pero no le costó a la Fox treinta y cinco millones de dólares.»
Entretanto, mientras la producción avanzaba erráticamente en
Italia, incluso los participantes menores parecían contagiarse de la atmósfera
predominante. Por ejemplo, un grupo de jóvenes que interpretaban a las
doncellas y sirvientas de Cleopatra, se declararon en huelga para pedir
protección frente a las largas manos de los agresivos italianos que trabajaban
como extras en la película. Los productores finalmente accedieron a pagar a
unos guardias para que protegiesen a las chicas, pero no antes de que “la
huelga de las esclavas” hubiese llamado la atención de la prensa mundial.
Después resultó que las manos de los extras locales no sólo buscaban los
cuerpos de las mujeres: según las cuentas del estudio, estos alegres italianos
robaron increíbles cantidades de accesorios y provisiones, con unas pérdidas totales
que ascendían a varios millones. Como observó Mankiewicz: «Desde que Marco Polo
volvió de China, no habían aparecido tantos ricos en Italia».
El descontrol era total y algunos equipos italianos
aprovecharon subrepticiamente los decorados desatendidos de Cleopatra para
rodar sus propios filmes. Esta falta de coordinación general alentó la actitud
autoindulgente de parte de los protagonistas. Una noche, Richard Burton
desapareció sin avisar, y ni siquiera Taylor sabía dónde estaba. A la mañana
siguiente, después de presentarse al rodaje con más de una hora de retraso,
explicó alegremente que había estado celebrando la festividad galesa de San
David. Después se quedó dormido en el plató y sus ronquidos arruinaron todo un
día de filmación. El propio Burton y Roddy McDowall, presos del aburrimiento,
hicieron sendos cameos en El día más largo, de Darryl F. Zanuck, para
mantenerse ocupados durante los retrasos que sufría el rodaje.
Ni siquiera un profesional tan consumado como Rex Harrison
se mostró inmune al infeccioso aire de gratuito abandono que flotaba en el
ambiente. Se suponía que el actor tenía que recitar el discurso central durante
la espectacular entrada de Cleopatra en Roma, una gran escena en la que
participaban cinco mil extras, cientos de bailarinas exóticas, carros, caballos
y elefantes. El rodaje ya había sido retrasado media jornada por un súbito
chaparrón, pero cuando el cielo aclaró y la filmación comenzó, Harrison empezó
a balbucear sus frases, lo que obligó a hacer numerosas tomas de toda la
secuencia, mientras el intérprete trataba de sobreponerse a su borrachera.
El proyecto se convirtió en un pozo sin fondo y el director
de producción murió de infarto, a consecuencia, dicen, del estrés sufrido en
sus esfuerzos por llevar la cuenta de los gastos del proyecto. Obviamente,
Cleopatra estaba empezando a girar sin control. Las pérdidas se aproximaban a
los 40 millones de dólares y, a fin de satisfacer a los jerifaltes del estudio,
Wanger solía falsificar sus informes semanales afirmando que había filmado más
secuencias de las rodadas en realidad. Por fin, el 28 de mayo de 1962 se filmó
el suicidio de Cleopatra. Ese día, la oficina de Fox en Nueva York recibió el
siguiente telegrama: «Lo hemos conseguido. ¡Está muerta!»
Agobiada por la falta de estrenos de éxito en los cines y por la posibilidad de quiebra que se cernía sobre ella, la Fox se agarró a Cleopatra como su única esperanza de salvación económica, sobre todo tras la suspensión de otro célebre proyecto multiestelar, Something’s Gotta Give, con Marilyn Monroe.
Todavía podían salir
del tuner si creaban un éxito de proporciones monstruosas. Pero cuando en
Hollywood empezaron a recibir fragmentos de la película terminada, incluso esta
vana esperanza empezó a esfumarse.
En una memorable ocasión, Spyros Skouras se sentó con Walter
Wanger para ver varias horas de metraje. Cuando las luces se encendieron y
Wanger esperaba una reacción de su jefe, Skouras permaneció callado durante
varios minutos. Después se volvió hacia el productor y exclamó agriamente:
«Ójala no te hubiese visto en toda mi vida».
Sin un final a la vista para la debacle de Cleopatra y con
la compañía al borde de la bancarrota, Skouras comprendió la precariedad de su
propia posición. La junta de directores de la Fox había empezado a reclamar
sangre, y ni siquiera un voluntario recorte salarial por parte de los
ejecutivos del estudio apaciguó la ira de los desesperados accionistas.
Skouras presentó su dimisión el 26 de junio de 1962, dejando
el camino libre para el principal accionista y antiguo jefe de producción de la
compañía, que acudió presto al rescate como nuevo presidente. Este salvador no
era otro que el todopoderoso Darryl F. Zanuck. El veterano magnate, que también
se encontraba en Europa produciendo El día más largo, se puso manos a la obra e
inmediatamente comenzó a exhibir su refinada sensibilidad estética. Después de
ver los copiones de la película señaló: «Si una mujer se comportase conmigo
como Cleopatra trató a Marco Antonio, la cortaría las pelotas». Según otras versiones
su “delicada” expresión fue “…le daría una patada en el coño”. Lo que Darryl
acabó cortando fueron muchas partes del filme, aunque antes sometió el proyecto
a una cura de urgencia. Trasladó el equipo a Egipto, concretamente a las
localizaciones de Alejandría y Edkon, despidió a Wanger, sometió a Mankiewicz a
una férrea disciplina e hizo caso omiso de los caprichos de las estrellas. Tras
un sinfín más de calamidades (inclemencias meteorológicas, decorados
incompletos, internamientos hospitalarios de la protagonista, actos de
sabotaje, disputas, intentos de suicidio...), la pesadilla parecía haber
llegado a su fin, aunque en realidad, para el director, no había hecho sino
comenzar.
Aún después de que el rodaje hubiese finalizado, Cleopatra
continuó causando problemas a gran escala. El proceso de edición no podía
comenzar hasta que la versión de Mankiewicz llegara de Italia. Estos preciosos
rollos -que representaban una inversión de casi cuarenta millones de dólares-
habían sido incautados por un juzgado romano a consecuencia de una compleja
disputa legal entre la Fox y un grupo de técnicos italianos que habían sido
despedidos. Tan pronto como este embarazoso asunto estuvo resuelto, Zanuck
decidió que la película en su formato actual contenía metraje inutilizable que
habría que volver a rodar, por lo que envió a un equipo a Europa para filmar
estas secuencias e incluirlas a última hora en la copia definitiva.
En su supervisión del proceso de edición, Zanuck enfatizó
las espectaculares escenas de masas mientras eliminaba la mayor parte del
desarrollo de los personajes, ayudando a crear un inconexo y superficial
melodrama a partir de las toneladas de metraje que llegaban de Italia.
Mankiewicz se opuso a este rudo tratamiento de su obra,
reclamando la restitución de las escenas mutiladas, secuencias tan importantes
como las entrevistas de Cleopatra con Octavio, la visita de Julio César a la
tumba de Alejandro y la muerte de Cesarión. Preso del desánimo, el cineasta
urgió a la Fox para que la estrenase como una megaproducción de cinco horas, o
como dos películas separadas de dos horas y media cada una (en una se contaría
la historia de César y Cleopatra y en la otra la de Marco Antonio y Cleopatra),
pues había escrito páginas suficientes para hacer dos superproducciones.
Zanuck rechazó la idea: no tenía intención de aplazar la
historia de Marco Antonio y Cleopatra hasta seis meses después del estreno de
la parte de César, porque pretendía aprovechar la notoriedad del idilio entre
los protagonistas para estimular la taquilla. Pensando que el Marco Antonio de
Burton era un hombre débil y antipático, Darryl ordenó al director que
eliminara numerosos pasajes de este personaje. Éste, por supuesto, se negó.
Zanuck consideró varias opciones y finalmente se decidió por una solución en la que Mankiewicz no había pensado: despidió al director y ofreció su cabeza como sacrificio a la aún furiosa junta de accionistas. Darryl se ocupó personalmente de modificar el montaje, hasta que la complejidad del trabajo de Joe le obligó a reconocer su incapacidad para conducir la última fase del proyecto. Para entonces ya había ordenado al montador Elmo Williams reducir el metraje de la cinta a menos de cuatro horas.
«Fue un acto de
prostitución plenamente asumido como tal», llegó a comentar “Mank” en una
ocasión.
Christopher Mankiewicz, el hijo del cineasta, estuvo seis
meses en Roma trabajando con él de segundo ayudante de dirección. «Allí
asistí», comentó Chris, «al mayor fracaso en la espléndida carrera de mi padre:
Cleopatra se convirtió en su Waterloo. La única ventaja que sacó de la
experiencia fue que, además de pagarle unos honorarios increíbles, la Fox le
compró una pequeña productora que acababa de fundar por un millón y medio de
dólares, convirtiéndole en el realizador mejor remunerado de su época».
La prensa mundial había dedicado tanto espacio a hablar del
proyecto y de sus problemas a lo largo de los años, que una publicidad
convencional no parecía necesaria. En su lugar, la Fox lanzó una discreta
campaña que simplemente informaba a los fans de que la legendaria épica por fin
había llegado.
Los carteles de Cleopatra no mencionaban a las estrellas, ni
los créditos, ni siquiera el título de la película. Cuando la gente veía la
gigantesca imagen de Liz Taylor con su peinado egipcio y reclinada en su diván,
no necesitaba más explicaciones. El rostro de Richard Burton mirando
lascivamente por encima del voluptuoso hombro de la dama recordaba al mundo el
celebrado romance entre las dos estrellas.
Este anuncio tan sugerente complació a todo el mundo menos a
Rex Harrison, que demandó a la Fox porque su imagen había sido eliminada, a
pesar de que su contrato especificaba que recibiría el mismo crédito que Burton
y Taylor. Finalmente, Harrison ganó el caso y los diseñadores añadieron apresuradamente
su imagen, en traje de batalla, asomándose sobre el otro hombro de la reina.
Para añadir más colorido a la producción, como si ésta no
tuviera ya bastante, la Liga de la Decencia condenó Cleopatra por ser
“seriamente ofensiva para la decencia”. Esta ira censora parecía estar más
inspirada por el sobrecalentado material promocional de la cinta que por alguna
secuencia del propio filme.
La expectación que había envuelto al lento y gravoso proceso
de rodaje crecía por momentos ante la inminencia del estreno. Ninguna película
anterior había levantado en torno suyo tal despliegue publicitario, ni había
sido elaborada tan a la vista del público. Pero tampoco ninguna otra hasta la
fecha había costado una cifra tan elevada: cuarenta millones de dólares.
Amparándose en tan gigantesco espectáculo, los cines de todo
el país encontraron justificación para cobrar el extraordinario precio de 5,50
dólares por entrada, casi el triple de lo que costaba un ticket normal en 1963.
Sin embargo, la curiosidad por Cleopatra había alcanzado tales dimensiones que
se recaudaron quince millones de dólares únicamente en ventas anticipadas,
convirtiéndola en la película más taquillera del año incluso antes de su
estreno.
Para la premiere en Nueva York, celebrada el 12 de junio de
1963 en el Rivoli Theatre, más de diez mil personas se agolparon en las calles
y tuvieron que ser contenidas por un centenar de policías a caballo. Los
asistentes pagaron un mínimo de cien dólares por persona para asistir a esta
gala y compararon la excitación que rodeaba este estreno con el debut de Lo que
el viento se llevó.
Sin embargo, las críticas, negativas en su mayor parte,
sumieron a los ejecutivos de la Fox en estado de pánico. «Esto no es una
película, es un trato comercial, decorado con extensa publicidad, pero lastrado
por una lánguida dirección y montones de chismorreos», se pudo leer un un
influyente diario neoyorquino.
Mientras, multitudes de curiosos seguían llenando los cines,
y, pese a su interminable duración (cuatro horas), que limitaba
considerablemente el número de pases diarios y los consiguientes ingresos de
taquilla, se convirtió en una de las películas más taquilleras de los años
sesenta. Pero ni aún así consiguió la fenomenal recaudación que el estudio
necesitaba para tener siquiera la mínima oportunidad de recuperar su colosal
inversión.
En un intento de salvar la nave, Zanuck ordenó que se
cortasen otros veinte minutos de la película, y la Academia también puso su
granito de arena al conceder a Cleopatra nueve candidaturas al Oscar, entre
ellas una controvertida nominación a la Mejor Película. Ganó cuatro: la
fotografía de Leon Shamroy, la dirección de arte de John DeCuir, el diseño de
vestuario y los lujosos efectos especiales de L. B. Abbott y Emil Kosa Jr. Pero
cualquier ayuda parecía poca. Al final, el filme recaudó 26 millones de
dólares, mientras su coste total había sido de 44 millones. Esta cifra la
convierte en una firme contendiente al título de película menos rentable de
todos los tiempos.
Los únicos que se hicieron ricos con Cleopatra fueron los abogados de Hollywood que se encargaron de las numerosas demandas que surgieron tras la debacle. Walter Wanger demandó a la 20th Century-Fox por haberle echado del proyecto en el último momento; a su vez, Spyros Skouras demandó a Wanger. Elizabeth Taylor hizo lo propio con la Fox, mientras el estudio demandaba a Taylor y a Burton por 50 millones de dólares, acusándoles de haber contribuido a destruir la película con su comportamiento fuera de la pantalla.
Liz y Richard
emergieron del desastre virtualmente ilesos. Burton admitió que su decisión de
hacer Cleopatra se había basado únicamente en «la pereza y la codicia». A pesar
de que la cinta le permitió conocer al amor de su vida, afirmaba que
«definitivamente me desagradó» la experiencia. La actitud de Taylor hacia su
papel más famoso fue, si cabe, aún más desfavorable, incurriendo en las iras
del estudio al repudiar la versión final. Después de ver por primera vez la
película terminada, la calificó de «vulgar». Dijo a la prensa que este
proyecto, por el que había sacrificado tanto tiempo, energía, salud y emoción,
«debe ser la más bizarra obra de entretenimiento que nunca se haya perpetrado».
Recordaba su asistencia a la premiere de Londres como uno de los puntos más bajos
de su carrera. «Cuando acabó, volví corriendo al Dorchester, bajé al lavabo y
vomité.»
Sólo Rex Harrison echó un cable a la Fox: «La gente tiende a
pensar que una película que cuesta un montón de dinero y de la que se hace
tantísima publicidad sólo puede ser una farsa supercolosal. Pero no es así,
Cleopatra es un esfuerzo serio que intenta aportar nueva luz sobre uno de los
grandes episodios de la Historia».
Durante años, la obra de Mankiewicz se vio obligada a
soportar sobre sus hombros la pesada carga de una leyenda inexplicable que
hablaba de la escasa calidad de la película. Una flagrante injusticia que el
efecto reparador del paso del tiempo se ha encargado de subsanar, dando al
César lo que es del César y a Cleopatra lo que es de Cleopatra. A pesar de las
mutilaciones perpetradas en el montaje, estamos hablando de uno de los títulos
más sobresalientes de su director, con lo que queda dicho todo. Una obra
maestra que, como los buenos vinos, ha necesitado envejecer para brillar con
todo su esplendor.
A la vista de los innumerables problemas que rodearon el
rodaje del filme, lo último que cabría esperar es la armonía y serena grandeza
que preside el resultado final. La causa de este milagro tiene un nombre,
Joseph L. Mankiewicz, un estilista de la puesta en escena que impregna con su
poderosa personalidad cada plano de la película. El predominio del plano medio
y las secuencias con pocos personajes, en detrimento de los colosales planos
generales y las escenas de masas, los bellos diálogos y el juego de miradas al
que se someten los protagonistas responden a las lineas maestras de su cine.
La espectacularidad, requisito indispensable de toda
superproducción que se precie, aparece en todo momento supeditada al tono
intimista adoptado por el director. En su obsesión constante por dar el detalle
pequeño, no el grande, escenas como la batalla de Actio quedaron minimizadas,
en una operación estética magistral, a una visión muy lejana, en la que el
espectador sólo puede seguir su desarrollo a través de la maqueta utilizada por
los generales de Cleopatra.
Y como en todas las obras del cineasta norteamericano, un
auténtico maestro en la dirección de actores, la interpretación juega un papel
fundamental. Elizabeth Taylor, más hermosa que nunca, demostró lo buena actriz
que podía llegar a ser cuando estaba bien dirigida tras la cámara, y aportó
talento, notoriedad y escotes a su interpretación de la tigresa egipcia. No
menos apropiado estuvo su partenaire en la pantalla y en la vida real, Richard
Burton, que compuso con sensibilidad un convincente Marco Antonio.
Pero el mejor del reparto fue, sin lugar a dudas, Rex
Harrison, actor fetiche del realizador y un lujo para cualquier película. El
sensacional intérprete británico, definido por David Shipman como «el Rolls
Royce de los actores», demostró en el papel de Julio César su capacidad para
reinar en la pantalla, imponiendo su majestad en todo momento y apropiándose de
cada plano de la película que compartía con los demás actores. A su proverbial
refinamiento y a ese sentido del humor netamente británico que, sabiamente
dosificado, le permitía situarse por encima de sus personajes, Harrison añadió
un inteligente derroche de matices que combinado con su excepcional elegancia
le proporcionó una nominación para el Oscar (¡otorgado a Sidney Poitier!) y una
de sus interpretaciones más memorables.
Y para terminar de redondear el espectáculo, Alex North
compuso una espléndida partitura que subraya con precisión los momentos épicos
y románticos de la acción, destacando con luz propia los dos temas de amor que
acompañan las relaciones de Cleopatra con César y Marco Antonio. El Oscar
honorífico concedido ese año al compositor remedió, sólo en parte, la ceguera
de la Academia, capaz de nominar quince veces a uno de los músicos más geniales
de la historia del cine y no premiarle en ninguna de ellas.
Cleopatra es una obra fascinante, contradictoria y,
generalmente, malinterpretada, una apasionada y lírica historia de amor narrada
con inteligencia, elegancia y melancolía por uno de los cineastas que más hizo
por convertir el cine en un arte. Lástima que las críticas negativas de la
época, privadas de la contemplación de la copia íntegra del filme, convirtieran
este soberbio espectáculo en la víctima de un género que agonizaba, el peplum.
Fue, no obstante, un espléndido broche de oro a una época gloriosa.