Un sábado de 1942, mamá y Rosalie me
llevaron a la primera sesión del Capitol a ver una película titulada Casablanca. Nos encantó a las tres y
Rosalie se quedó fascinada con Humphrey Bogart. A mí me pareció que lo hacía
bien, pero de ahí a sentir fascinación había un trecho. A Rosalie le parecía
sexy y a mí, que ella estaba loca. A mamá le gustaba, aunque no tanto como
Chester Morris, a quien sí consideraba muy sexy, o Ricardo Cortez, su otro
actor preferido. Yo no comprendía los gustos de Rosalie. Bogart no se parecía
ni remotamente a Leslie Howard, ni en el blanco de los ojos. Ya se ve qué
juicio tenía yo entonces.
Durante el mes de noviembre de aquel
año conocí a un escritor inglés, Timothy Brooke, muy alto, muy delgado, muy
seductor y muy divertido, y bastante mayor que yo, pero aun así congeniamos. Por
mi parte no existía atracción, sencillamente disfrutaba muc
hísimo de su compañía, no había
conocido jamás a alguien así. Llevaba años viviendo en Estados Unidos y conocía
a gente de lo más variopinta, como Evalyn Walsh McLean (la propietaria del
diamante Hope), Mabel Mercer o Nicolas de Gunzburg (que era uno de los
responsables de moda de la revista Harper’s
Bazaar). Eso y el cariño que iba cogiéndome iniciaron la cadena de
circunstancias que iba a dar un vuelco a mi vida. Timothy no tenía mucho
dinero, pero le bastaba para llevarme a cenar al Tony’s, un pequeño club
situado entre las calles 50 y 60 Este donde cantaba Mabel Mercer. Era un local
muy concurrido y los europeos, los estadounidenses, todo el que conociera
París, todo el que fuera romántico y todos los músicos adoraban a Mabel. Se
sentaba en un taburete de madera con un piano a su espalda y un foco fijado en
ella, rodeada de ramos de flores y mesas. Fue mi primer contacto con la
nostalgia.
Una noche, en el Tony’s, Timothy me
contó que le había hablado de mí a Nicky de Gunzburg, que quizá podría trabajar
de modelo fotográfica. Tim creía que Nicky podría estar por allí aquella noche,
así que me recomendó que me preparase. ¿No sería maravilloso?, pensé. No se
trataría de un trabajo de nueve a cinco, pero ganaría lo suficiente y además
seguiría teniendo libertad para patearme las aceras de Broadway y alrededores. Según
lo prometido, apareció Nicky de Gunzburg, un caballero pulcro, amable y
encantador, ¡un barón! Otra novedad en mi vida.
Se acercó a la mesa y Tim me presentó:
—Ésta es la chica de la que te he
hablado.
Nicky (aunque no llegué a llamarle así
hasta mucho después) contestó:
—Si quiere pasarse por mi oficina
mañana, le organizaré una reunión con una de las responsables de moda para ver
si hay algo para usted.
Le di las gracias efusivamente (lo
hacía todo efusivamente) y le aseguré que le vería al día siguiente.
Llegado el momento me puse tan nerviosa
como si fuera a una prueba para una función. Nicky me dijo que la responsable
de moda se llamaba Diana Vreeland, que ya le había hablado de mí y que me
acompañaría hasta su despacho. Una secretaria nos permitió el paso y nos
encontramos con una mujer de aspecto imponente sentada tras un escritorio
cubierto de papeles, fotografías, cajas con joyas desordenadas y pañuelos. Era
muy flaca y llevaba la melena negra peinada hacia atrás y recogida en un moño
con una red
ecilla negra con una cinta encima. Vestía
falda negra, jersey negro y botines del mismo color. Tenía la tez blanca, los
ojos marrones, la boca roja, la nariz larga, las mejillas rosadas, los dientes
preciosos y las uñas alargadas y pintadas de un carmesí oscuro. Sin lugar a
dudas, un personaje. Tenía una actitud y una forma de hablar muy directas. Se
puso en pie, me estrechó la mano, me miró a la cara, me sujetó la barbilla y la
volvió a derecha e izquierda. Vio que era algo torpe, que iba sin maquillar,
que no era ni mucho menos la modelo perfecta. Me preguntó qué había hecho y se
lo conté; mi experiencia no era gran cosa y tampoco demasiado reciente.
—Me gustaría que la viera Louise Dahl‑Wolfe.
Mañana tenemos sesión, ¿puede pasarse por el estudio? No la entretendremos
mucho.
—Por supuesto que puedo —contesté.
Estaba aterrada. La eficiencia y la
naturalidad de todo el funcionamiento de la revista y en concreto de Diana
Vreeland resultaban amedrentadoras. No había estado jamás en la redacción de
una revista de moda tan magnífica y tan impresionante como el Harper’s Bazaar. No tenía ni idea de
cuál había sido su reacción al verme, de lo único que estaba segura era de que
me sentía torpe y nunca me había considerado una beldad, por lo que en realidad
no me hacía muchas ilusiones, sólo tenía esperanzas.
Al día siguiente me presenté en el
estudio que me indicaron a la hora concertada. Había una especie de camerino
bastante parecido a los del teatro, con luces de maquillaje en torno a los
espejos, sillas de lona, burros cargados de ropa colgada y cajas d
e accesorios, todo lo cual, según
descubrí, era lo habitual en las sesiones de moda. El estudio era una sala de grandes
dimensiones con focos, distintos fondos y Dahl‑Wolfe y sus cámaras. Era
una mujer gruesa y bastante baja con el cabello castaño claro recogido en un
moño o una trenza en lo alto de la cabeza, toda una figura en su profesión y al
mismo tiempo amable y accesible. Diana Vreeland también estaba por allí y me
llevó a conocerla.
—Vamos a hacer unas fotos antes que
nada —propuso Dahl‑Wolfe.
Quería ver qué podía captar la cámara.
No iba maquillada, pero me dijo que no era una sesión en serio, sólo quería material
para ella, sin más. Me pidió que me colocara en mitad del estudio. Estaba hecha
un manojo de nervios. Ella llevaba la cámara Rolleiflex colgada del cuello (era
su preferida) y tenía otra colocada en un trípode. Colocó los focos donde los
quería y, haciendo caso omiso de mis temblores, ordenó:
—Mire a la izquierda... A la
derecha... Vuélvase hacia la derecha y míreme por encima del hombro... Ese
perfil izquierdo.
Me preguntó cosas de mí sin dejar de
sacar una foto tras otra mientras charlábamos. No puede decirse que posara,
sencillamente me fotografió con naturalidad tal como le interesaba. Fue mucho
menos engorroso que las sesiones en las que había hecho de modelo antes. Eso
sí, no dejé de temblar, no había forma de quitarme esa manía. Lo único que me servía
de ayuda era hablar, contar chistes y no quedarme quieta demasiado tiempo. No
me atreví a ir demasiado lejos, ya que estaba en terreno extraño y no tenía
clara su posible reacción, pero llevaba en la sangre las ganas de hacer reír a
la gente, o al menos sonreír, y con eso se me aliviaba el tic de los labios y
me sentía más actriz y menos modelo.
Transcurrida una media hora, la señora
Vreeland me dio las gracias y me pidió que dejara el número de teléfono. ¿Trabajaba
con una agencia? No, ya no.
—La llamaremos en cuanto hayamos
echado un vistazo al material.
Entonces hice algún comentario
fantástico del tipo:
—Espero que la cámara siga funcionando
después de haber estado enfocándome.
Qué bonito, tiraba piedras sobre mi
propio tejado antes de que me criticase otro. No me hacía demasiada gracia
acabar de modelo, aunque me parecía que podría ser entretenido durante un
tiempo, pero aquellas dos mujeres me habían caído muy bien, aunque me daban un
poquito de miedo.
Al cabo de un par de días me llamó
Diana Vreeland y me preguntó si podía posar el martes siguiente. Tenía por
delante todo el fin de semana para descansar y hablar del tema hasta la
saciedad y hartar a todo el mundo. Mi madre siempre decía:
—Lo malo que tienes es que te
obsesionas. Cuando se te mete una cosa entre ceja y ceja, borras todo lo demás.
Llegó el martes y fui a la sesión. Me
encontré con las señoras Wolfe y Vreeland, que me puso un traje chaqueta y me
dijo qué maquillaje quería, aunque insistió en que fuera sutil:
—Betty, no quiero que cambie de
estética.
Ni idea de cuál era mi «estética»,
claro. Cuando estaba todo preparado me puso un pañuelo al cuello (sabía
perfectamente cómo atarlo, un tanto ladeado) y me dejó lista para mi primera
sesión fotográfica para el Harper’s
Bazaar. A partir de aquel día, mi vida adoptaría un nuevo rumbo.
Me lo pasé bien trabajando con aquellas
dos señoras. Diana se quedó durante toda la sesión, vigilando siempre que la
ropa no se arrugara y que el pelo estuviera a su gusto. Louise hacía fotos y
más fotos. Trabajaban muy bien en equipo.
Yo soltaba prácticamente todo lo que
me pasaba por la cabeza, sobre la interpretación, sobre el teatro, sobre el
trabajo de acomodadora. Con muchas cosas se rieron, aunque Dahl‑Wolfe en
ningún momento levantó la vista de la cámara, no llegó nunca a perder la
concentración. Era una profesional de pies a cabeza. Les pregunté en qué número
iban a salir las fotos y me contestaron que probablemente en enero, casi dos
meses después, ya que las revistas trabajan con mucha antelación.
Me aseguraron que las fotos habían
quedado bien, que podían utilizarse. Luego la cosa empezó a cobrar ritmo. Posé
en magníficos pisos (uno de ellos, el de Helena Rubinstein); en una bañera,
ataviada con una prenda interior de punto de una pieza y mirando por encima del
hombro; en un sofá vestida con un mono (¡un mono en 1942!); cosiendo; de pie
junto a una ventana en combinación; probándome sombreros en una tienda de
antigüedades y en una imprenta. Me lo pasaba muy bien con Louise y con Diana,
me sentía cómoda y me pagaban diez dólares la hora.
Una vez me mandaron a ver a George
Hoyningen‑Huené, uno de los grandes fotógrafos de moda de la época. Su
método de trabajo no podía ser más diferente del de Dahl‑Wolfe. Me
pusieron un traje chaqueta entallado y él me colocó como si fuera una estatua.
—Adelante un poco el pie izquierdo,
gire los dedos hacia afuera, los hombros rectos y hacia adelante, la cabeza
baja, un poco ladeada a la derecha. Quédese muy quieta.
Qué agonía, cada parte del cuerpo iba
dirigida hacia un lado. Cada vez que me decía un «quieta» me ponía a temblar. Me
salía fatal y a él no le hacía ninguna gracia la situación. A mí tampoco, la
verdad. O peor: lo pasaba mal y le cogí manía. Cuanto más
tensa me ponía, más forzaba el gesto. «No
volveré a trabajar. No conseguiré ser modelo, al menos de este tipo», pensaba. No
era un maniquí. Por fin se terminó la sesión y me quedé dudando de que Huené
hubiera conseguido una sola foto aprovechable. Desde luego tenía claro que no
volvería a trabajar para él. ¡Y qué horror cuando le fuese con el cuento a
Diana Vreeland! Me habría gustado contárselo yo primero, pero no tenía
suficiente confianza; tendría que esperar a ver qué sucedía. Al cabo de unos
años volví a ver a George Huené en casa de otro George, Cukor, y le recordé
aquel día. Resultó encantador y nos reímos de mis miedos y mi incapacidad para
aguantar el tipo. Por entonces podíamos permitírnoslo, ya que los dos habíamos
pasado página.
Diana me pidió que fuera durante
quince días a Saint Agustine, en Florida, para hacer unas fotos para el número
de mayo, junto con otra chica (Eileen McLory, buena persona y buena modelo a la
que conocía un poco) y Dahl‑Wolfe. ¿Podía preguntárselo a mi madre? Diana
se lo explicaría todo encantada.
Estaba emocionada (no había estado
nunca en Saint Agustine, la ciudad más antigua de Estados Unidos y una de las más
pintorescas). Me fui corriendo a contárselo a mamá, que, por supuesto, se
alegró por mí, pero, también por supuesto, pretendía que la se
ñora Vreeland le garantizara que iban
a cuidarme bien. Estábamos en guerra, Saint Agustine tenía puerto e iba a haber
muchos militares sueltos. Qué anticuada era mi madre, seguía teniéndome entre
algodones a los dieciocho años. Habló con la señora Vreeland y, una vez
disipados sus miedos y sus aprensiones, me dejó ir.
Y así me puse a hacer las maletas para
mi primer viaje de trabajo como modelo, que iba a ser la primera semana de
diciembre, para regresar a Nueva York el veinte o el veintiuno. Nos subimos al
tren Diana Vreeland, Louise Dahl‑Wolfe y su esposo, Mike, Eileen McLory y
yo, junto con cajas de película, reflectores y las cámaras de Louise, todo
colocado en el mínimo de espacio para el viaje. Íbamos a hacer todas las
fotografías en exteriores con luz natural, así que habría que empezar a primera
hora de la mañana.
En Florida el aire era templado y
agradable, con palmeras por todas partes y una sensación tropical muy distinta
a Nueva York. Llegamos al hotel recomendado, que resultó ser el noveno de los
diez mejores de Saint Agustine, ya que todos los demás estaban ocupados por los
militares encargados de la construcción de instalaciones navales. Eileen y yo
compartíamos habitación, Diana ocupaba otra y los Wolfe, la tercera. La ciudad
me pareció preciosa, con coches de caballos conducidos por unos negrazos
enormes y encantadores con chistera. No la había echado a perder lo que
irónicamente se llama progreso: desmantelar todo lo antiguo para hacer sitio a
lo nuevo, lo resplandeciente, lo feo.
Recuerdo que una noche fui a la
habitación de Diana Vreeland y me la encontré sentada en ropa interior (una
prenda de una sola pieza, pero no una faja, sino algo de punto, de algodón o
lana fina), rizándose el pelo con agua de colonia, que según ella se secaba
deprisa e iba muy bien. Hablamos de cómo iba el trabajo y me centré en mis
ambiciones, mis sueños. También hablamos del hotel y de los soldados que
estaban llegando, y me aconsejó que no hiciera caso al joven portero pecoso que
parecía borracho de jerez. Eileen y yo no debíamos salir solas, y menos de
noche.
Terminamos por fin las sesiones y
teníamos previsto volver a Nueva York en el tren nocturno que salía al día
siguiente. Diana me contó que tenía que hacerme pasar por su hija y decir que
estaba embarazada, porque no había habido otra forma de conseguir billetes, ya
que los soldados tenían prioridad. Hasta unos años después no me enteré de que
se había sentado en el bar del hotel cerca del presidente de la compañía de
ferrocarril y había oído su nombre por casualidad, de modo que al día siguiente
había andado cuatro kilómetros bajo la lluvia hasta la estación para contar su
triste historia al encargado: su hija estaba embarazada y el presidente, que
era un buen amigo, le había recomendado que dijera que iba de su parte siempre
que fuera necesario y, claro, ella ya veía que las fuerzas armadas tenían prioridad,
que estábamos en guerra y que éramos cinco, pero aquello era tan importante
para su hijita... ¡Ella sí que sabía actuar, qué mujer! Consiguió los billetes,
por supuesto, aunque debieron de poner
a alguien de patitas en la calle. Lo único que
Diana tenía claro era que le había prometido a mi madre que iba a devolverme
sana y salva, y tenía intención de cumplirlo. Por eso le iba tan bien en la
vida. El talento, un don creativo como el que tenía ella, no es suficiente si
no hay determinación, perseverancia y resolución, que son los que marcan la
diferencia.
La escena resultó desternillante.
Estaba todo atestado de soldados que volvían a casa por Navidad y no se veían
demasiados civiles. Nuestro grupo subió al tren. Yo me apoyaba en Diana para
que me vieran los mozos que llevaban las maletas, los revisores, quien fuera. Interpreté
la escena de la muerte de Margarita
Gautier, tratando de mantenerme entera pero a punto de desvanecerme, no
sé de dónde había sacado esa idea de lo que era un embarazo. Y mientras Diana
me decía:
—Venga, hija, venga. No hagas
esfuerzos, ahora tienes que descansar.
No fue una interpretación de premio,
ya que las dos sobreactuamos bastante. Por fin conseguimos unos asientos (iban
a preparar las literas durante la cena o antes). Como el tren estaba tan lleno,
no nos atrevimos a dejarlos sin vigilancia, así que me senté, en un «delicado»
estado, mientras Diana y Eileen iban a por algo de comer. Un follón. Desde
luego Diana se espabilaba en cualquier situación. Hacía lo que hiciera falta.
No era de extrañar que tuviera tanto peso en el mundo de las revistas de moda. Por
fin regresaron con lo que habían encontrado (que fue suficiente) y con el rumor
de que Martha Raye estaba en el vagón club actuando para los soldados, cosa que
ya había hecho en algún que otro viaje. Me moría de ganas de verla (cualquier
cosa relacionada con el mundo del espectáculo me hacía pegar un brinco) y me
empeñé en ir hasta ese coche. Diana se empeñó en impedírmelo:
—Recuerda que no estás bien de salud,
Betty, tienes que pensar en la criatura.
Si nos descubrían, podían echarnos del
tren en cualquier parada.
—Necesito distraerme un rato, mamá
—insistía yo, hasta que logré llegar al vagón club.
Martha Raye estaba sentada con un
trago en la mano, hablando con todo el mundo, contando chistes y cantando
canciones. Me acurruqué en un rincón y no le quité los ojos de encima hasta
que, por fin, convencida de que no debía seguir tentando a la suerte, accedí a
irme a la litera con Diana. Debían de ser las dos de la mañana cuando me metí
en la cama y mi «madre» me arropó con gran esmero y alboroto para que se
enterasen los mozos.
El número de enero del Harper’s Bazaar llegó a los quioscos
a finales de diciembre y los Weinstein y los Bacall de este mundo compraron
ejemplares en abundancia. Sólo salía una foto mía, pero era la primera que
aparecía en una revista de alcance nacional y eso era lo que contaba. Ya habría
más en el número de febrero. Diana me aseguró que iban a gustarme mucho. Había
posado con unas blusas blancas e iban a salir en una doble página. Las otras
modelos eran Martha Scott, que había disfrutado de gran éxito con Sinfonía de la vida, y Margaret
Hayes, joven y prometedora actriz.
En enero posé con un traje chaqueta
azul y un sombrero que no me tapaba la cara, junto a una puerta que llevaba la
siguiente inscripción en el cristal: servicio de donación de sangre de la cruz
roja estadounidense. La fotografía era en color e iba a publicarse a toda
página.
A mediados de enero Diana me mostró el
número de febrero del Bazaar y
allí, en aquella doble página en que aparecía junto a las dos actrices llevando
diversas blusas, estaba impreso junto a una de mis fotos: «La modelo es la
joven actriz Betty Becall». Se habían equivocado al escribir el apellido, pero
me daba exactamente igual.
Casi me desmayo, qué alegría. Le di un
abrazo a Diana y a todo el que pillé por delante. Cualquiera habría dicho que
había conseguido que apareciera mi nombre en las luces de la marquesina de un
teatro; al menos salía impreso en una revista, aunque mal escrito, y por el
momento me conformaba.
Hacia mediados de febrero, Diana llamó
a mi madre para contarle que tenía encima de la mesa montones de cartas que
preguntaban quién era yo y cómo podían ponerse en contacto conmigo.
—Mire, señora Bacall, en mi opinión
Betty es demasiado joven para tomar estas decisiones, así que se lo envío todo
a usted.
Diana se portó siempre de maravilla
conmigo. Qué lista era y cuántas cosas sabía. Y encima resultó que la
fotografía de la donación de sangre iba a salir en portada en marzo. ¡En
portada! Cuando me enteré no me lo creía, no iba a haber quien me aguantara.
Mamá le enseñó todas las cartas que le
parecieron de importancia al tío Jack, que al fin y al cabo representaba a la
revista Look y de los dos
abogados de la familia era el que tenía más ojo para los negocios y el mundo
del espectáculo. Charlie, en cambio, se había especializado en derecho
municipal.
Había una carta de la oficina de David
O. Selznick. Alguien que trabajaba para él le había dicho que había una chica
que tenía una aire a K. T. Stevens, que era un descubrimiento suyo, y que le
interesaría echarle un vistazo, quizás incluso hacerle una
prueba. Pedían más fotos mías. También
llegó algo de la oficina de Howard Hughes. Jack era de la opinión de que
debíamos ir con pies de plomo, ya que, evidentemente, a raíz de la portada del Bazaar iba a haber más gente
interesada, por lo que era mejor tomárnoslo con calma, esperar un poco. Primero
habló con mamá, antes de que yo me enterase de nada, para explicárselo todo
bien. También era consciente de que yo me pondría tan histérica que quizás
aceptaría la primera oferta que me hicieran sin saber nada de nada del mundo
del cine.
Se concertó una cita con Selznick,
aunque no personalmente con él, ya que estaba en California, sino con su mano
derecha. Fui a su oficina, charlé un rato con él y le conté lo poco que había
que contar de todo lo que no había logrado. La entrevista no se prolongó
demasiado; duró sólo una media hora. Quedó en transmitir aquella información al
señor Selznick y hacerle llegar unas cuantas fotografías, y me dijo que ya me
llamarían.
En Columbia Pictures estaban haciendo
una película con Rita Hayworth de protagonista titulada Las modelos y también se pusieron en contacto conmigo. En la
cinta iban a salir unas ocho o diez modelos de verdad y me preguntaban si
quería representar al Harper’s Bazaar.
El truco era (siempre hay truco, ¿verdad?) que querían que firmara un contrato
de un año con ellos con opción de continuidad, por si decidían que apareciera
en algún otro lado.
Al mismo tiempo llegó otra petición de
información: Howard Hawks se interesaba por mí. Un día me senté con Jack en la
oficina del Look y lo
estudiamos bien. Yo no había oído hablar de Howard Hawks en la vida, pero Jack
sí, y me enumeró su filmografía. Había dirigido excelentes películas como La comedia de la vida, Sólo los ángeles tienen alas, Air Force o La fiera de mi niña. Charles K. Feldman, representante y socio
suyo, me preguntaba si estaba dispuesta a desplazarme a California para rodar
una prueba, lo que significaba pasar entre seis y ocho semanas allí. Si les
gustaba la prueba, Hawks me ofrecería un contrato personal.
Todas esas ofertas procedían de gente
desconocida (es decir, desconocida para mí) que vivía en un lugar desconocido. Fue
el primer ejemplo de un ritmo de ofertas de trabajo que proseguiría durante
toda mi vida: o me llovía todo de vez o no tenía nada, o festín o hambre. Había
que aceptar una y rechazar todas las demás, y yo no tenía forma, igual que Jack
y desde luego que mamá, de saber cómo tomar la decisión adecuada.