Capítulo 1
Un mero tipo de Michigan
Dentro y fuera de Flint
Las autopistas están vacías y desvencijadas.
Por la noche, de sus brazos pavimentados hace cincuenta años parten las salidas
que penetran, como venas azules, en el crepitante tejido del centro de Detroit,
donde el ruido no cede nunca al silencio. Construidas para los trabajadores de
Detroit, que se desplazan en vehículos que ellos mismos fabrican, abrazan el
sur de la ciudad y siguen rectas hacia el norte. Ahora bien, el tramo que va
desde Cadillac Square, donde se erige la sede de General Motors, que ocupa las
oficinas del refulgente y alto edificio conocido como Renaissance Centre, hasta
Flint, las carreteras no están precisamente asfaltadas de oro.
En
enero de 1995, la inauguración del autopista número 10 de Michigan, la Lodge Freeway,
se anunció a bombo y platillo. Ahora, hasta la prensa local admite que “no es
mucho más que rimeros interconectados de acero y hormigón” y que “se está
cayendo a pedazos”. Al día siguiente del gran estreno, en el cruce con la
carretera interestatal número 94, miles de vehículos se recalentaron en el que
fue el primer atasco del autopista, un pequeño ejemplo de la falta de previsión
de la que adoleció la ciudad del motor con relación a sus comunicaciones con
Flint. Hoy la Lodge está cerrada por obras. La ruta más rápida para llegar a
Flint es la interestatal número 75, de construcción más reciente pero llena de
peligrosos baches. Lleva casi directamente hasta esta otra ciudad, situada a
unos 110 kilómetros hacia el norte: cuna de General Motors... y de Michael
Moore.
Varias
construcciones jalonan el paisaje durante el trayecto. Al pasar por Auburn
Hills, uno de los condados más opulentos del país, se vislumbra un inmenso
centro comercial construido en 1998, el Great Lakes Crossing, con un
aparcamiento de 7.000 plazas. De este tramo de la interestatal parten también
tres salidas hacia el Palace, donde más vale exhibir la parafernalia de los
Pistons o irse a casa. Bajo el lechoso cielo de Michigan, no se ve a muchos
famosos recorrer este trayecto precisamente con este fin: ir a Flint, el lugar
en el que nació General Motors. ¿Quién se ha aventurado a tomar esta carretera?
Los portavoces de la General Motors Anita Bryant y Pat Boone ( “Sr. Chevrolet
en persona”, según Michael Moore), pero también los héroes creados por la
propia ciudad, Bob Eubanks, el presentador de la popular serie televisiva The
Newlywed Game (El juego de los recién casados) de la década
de 1980, o la estrella radiofónica de los Top 40, Casey Kasem. Navegando por el
dial, las opciones donde elegir se multiplican: nuevo country, rock clásico,
pop alternativo, la marca de pop preferida por el propio Kasem o la radio
pública. Sin embargo, cuando se llega a Flint, cuesta imaginar que alguien
elija esta ciudad como destino, y mucho menos que lo hicieran los famosos de la
bulliciosa escena de antaño. No le faltan sus hoteles Ramada ni Marriott, con
suite doble a 70 dólares la noche, pero no nos engañemos: con una población de
poco más de 120.000 habitantes, un 35% menos que en 1970, Flint no es hoy más
que una sombra de lo que en su día fue.
Antes
de que los colonos europeos se trasladaran a esta zona, los indios nativos
llamaban al canal fluvial Pawanunling, el río de Flint. En 1819, un
comerciante de pieles de nombre Jacob Smith inmigró desde Detroit y fundó una
factoría en la parte norte. En 1855, el poblado construido a su alrededor se
incorporó a la ciudad de Flint. Al comercio de pieles siguió el de la madera, y
el de la madera trajo consigo la fabricación de carruajes. Convertida en el principal
fabricante de carrozas tiradas a caballo del mundo, Flint empezó a conocerse
como la “Ciudad del Vehículo”, nombre que se le seguía ajustando cuando, en
1908, William C. Durant fundó en ella la General Motors. Durant llevaba varios
años comprando pequeñas empresas en quiebra con el objetivo de monopolizar y
estabilizar la incipiente industria automovilística. Sin embargo, en 1920, el
principal competidor de General Motors, la Ford Motors, seguía controlando más
del 60% del mercado. La situación se invirtió cuando Alfred P. Sloan, el
brillante ingeniero que se había hecho famoso fabricando cojinetes de bolas,
asumió el mando de la General Motors y la impulsó hacia la cima con sus ideas
revolucionarias. Sloan creía que los gustos de los consumidores se podían
ajustar, igual que los cojinetes de bolas, y que “el aspecto de un coche es un
factor muy importante a la hora de vendérselo al cliente, quizás el más
importante, pues sabe que el coche funcionará; de eso no tiene duda”.
Con
marcas personalizadas como Chevrolet, Pontiac, Oldsmobile, Buick y Cadillac, la
General Motors superó a todos sus competidores y se puso al volante de los
locos años veinte. Cuando se produjo el crack del 29, la empresa contaba con
86.000 trabajadores en plantilla y sus acciones en Bolsa habían llegado a valer
45 dólares cada una. El valor de las acciones cayó en picado, a 3,75 dólares.
Miles de trabajadores de Flint se quedaron en la estacada, condenados a aceptar
las pésimas condiciones laborales de la Depresión, y siete años más tarde
fueron esos mismos trabajadores los que convirtieron a la General Motors en la
encarnación de los rabiosos años treinta.
Aunque
los motivos de queja eran muchos y estaban justificados, el 80% de las familias
de Flint dependían de General Motors, y el nombre de la ciudad era en el país
sinónimo de una ciudad de empresa. General Motors creaba y financiaba los
periódicos, las escuelas, las viviendas y la administración. En 1936, el
sindicato United Auto Workers se enfrentaba, por tanto, a una suerte de Día D:
organizar a Flint parecía tan difícil como intentar convertir al Papa.
Pese
a todo, Flint respondió y pasó de ser una ciudad de empresa a ser una ciudad de
sindicato. Cleveland y Toledo enviaron a sus mejores sindicalistas. Los
trabajadores, hartos de sus condiciones laborales, no tuvieron reparo en acudir
a reuniones secretas. Flint había sido testigo de intentonas huelguísticas en
1930 y 1934, e imitar las huelgas de brazos caídos de la White Motors de
Cleveland y de la AutoLite de Toledo cobraba de nuevo sentido. Acampar en el
interior de la fábrica era ilegal, pero muy eficaz, y allanar las instalaciones
de la empresa encrespaba tanto a los directivos como a la población, pues se
veía como una falta de respeto hacia la propiedad privada y el estilo de vida
norteamericano. Desde otras instancias se jugaba fuertemente la baza
“comunista”, pero las acusaciones no detuvieron ni a los desencantados
trabajadores ni a célebres sindicalistas como Bob Travis y los hermanos
Reuther. Adelantándose a la posibilidad de que se produjera una huelga de
brazos caídos, el 29 de diciembre de 1936, dos días antes de la fecha para la
que se había convocado la huelga, la dirección de la empresa empezó a desalojar
la maquinaria de la planta Fisher 2. Sin la maquinaria de producción, los
trabajadores se quedaban sin fuerza alguna para negociar una mejora de sus
condiciones laborales. Su respuesta no se hizo esperar: se organizaron
rápidamente y la huelga se comenzó antes de hora. Una vez se plantaron a pie de
fábrica, las noticias volaron y al día siguiente los trabajadores de la planta
Fisher 1 también se habían declarado en huelga.
Hablando
de la intención de su marido de participar en la huelga, una mujer de Flint
explicaba lo siguiente: “Viene a casa una noche y me dice: no te sorprendas si
no vuelvo a casa. Me dice: es el único modo en que podemos ganar y podría morir
alguien, pero si soy yo uno de los que muere será luchando por... una buena
causa”.
Aquellas
huelgas no eran como las que ahora vemos en Estados Unidos, con sus festivas
consignas; aquellos trabajadores ponían en peligro su integridad física.
Planteaban la huelga como una situación de riesgo y se comportaban como un
auténtico ejército. Formaron rápidamente comités para dar respuesta a todas sus
necesidades, hasta las más básicas, como organizar la limpieza o procurarse
diversión, fuera cantando canciones, tocando la armónica o jugando a las cartas
o a los dados. Crearon también comités para aprovisionarse de alimentos y
organizar la defensa y los piquetes, con la precisión de veteranos de la
Primera Guerra Mundial. Estaban tan organizados que muchos trabajadores
pudieron ausentarse para celebrar la Nochevieja y después reincorporarse a la
huelga. Durante los cuarenta y cuatro días que duraron las movilizaciones, la
General Motors apagó la calefacción y se negó a suministrarles carbón; los
huelguistas se las apañaron quemando rollos de arpillera para calentarse hasta
que la dirección cedió. Durante el encierro, los trabajadores se aseguraron de
que las instalaciones de la empresa no sufrieran ningún daño, pese a que
corrían rumores de que podían desalojarlos “a fuerza de pistola”.
Al
igual que las grandes empresas de hoy, General Motors gozaba de la confianza de
los medios de comunicación y los jueces locales. Pero el 11 de febrero de 1937
se reconoció a los trabajadores de la empresa su derecho a sindicarse sin
riesgo a que se les sancionara ni despidiera.
Flint
entró en la década de los cincuenta siendo un lugar floreciente, bonito y
contradictorio. Los trabajadores habían luchado y conseguido que se reconociera
su derecho a un sueldo digno, a la garantía de que sus familias podrían llevar
lo que conocemos como una vida de clase media. En todas partes, socialistas y
capitalistas bregaban por hacerse con el corazón de Norteamérica, pero en Flint
parecía reinar una extraña paz. Reales o imaginarios, estos años significaron
para muchos una época marcada por la prosperidad de la posguerra y la
responsabilidad empresarial. Hubo un habitante de Flint, nacido durante los
mejores años de este periodo paradisíaco, que nunca se olvidaría de aquellos
años.
Nació
el 23 de abril de 1954, el año en que General Motors fabricó su coche número 50
millones, en el seno de una familia católica norteamericana de ascendencia irlandesa
en las afueras de Davison. Y se llamaba Michael Moore. Una foto de cuando era
niño lo muestra ocultándose de la cámara tras la seguridad de unas faldas. Los
demás familiares vivían cerca, reunidos al abrigo de Flint. Era el único niño
de la familia y hermano mayor de Anne y Verónica (ambas se convertirían en
maestras de escuela, aunque más tarde Anne ejercería como abogada de oficio).
De pequeño tenía el pelo rojo, como su madre Verónica, pero los rasgos de la
cara los había heredado de su padre Frank. Desde los márgenes de Flint, el
mundo parecía el paraíso de los coches: los patios traseros de las casas daban
a la floresta y, en las lejanas urbanizaciones de humildes viviendas
construidas en la posguerra, todos necesitaban un medio de transporte. La
población adulta se movía en masa, saliendo de sus casas a la misma hora cada
mañana y volviendo a la misma hora por la tarde. El padre de Michael hacía el
turno de seis de la mañana a dos de la tarde. Los fines de semana la ciudad
lavaba sus coches, arreglaba sus coches y hablaba con sus coches. Moore, en
cambio, se iba al cine. Veía “probablemente tres o cuatro películas a la
semana, a veces cinco”. Aunque en ocasiones podía parecer tímido, también podía
ser extrovertido y se apuntaba a muchas actividades: a pescar, al club de tiro
de la Asociación Nacional del Rifle y a los Boy Scouts.
En
la escuela “se aburría a muerte”. Su madre Verónica, que obtuvo las mejores
notas de su clase en su año de graduación, ya le había enseñado a leer. En una
escena propia de Matar a un ruiseñor, con Moore en el papel de Scout
Finch, “tenía que sentarse y fingir interés mientras los demás críos, como
robots, recitaban el abecedario”. Las monjas de la escuela elemental de Saint
John’s intentaron pasarlo a segundo curso al cabo del primer mes, pero la madre
de Michael protestó por el cambio –preocupada, irónicamente, porque su hijo se
convirtiera en el más pequeño de la nueva clase–, así que lo devolvieron al
curso inicial. A Moore nunca le gustó la escuela, pero se pasó el tiempo
escribiendo obras de teatro y organizando a sus compañeros en equipos para que
le ayudaran en sus operaciones encubiertas: la creación de periódicos en
cuarto, sexto y octavo curso, que las monjas se apresuraron a disolver. Cuando
se descubrió que la obra que había escrito para sus compañeros de octavo curso
–primero de secundaria–, iba sobre las ratas de la parroquia de Saint John’s,
les prohibieron, a él y a sus amigos, que la representaran. En protesta,
convenció a la mitad de la clase para que se plantara en el escenario sin
cantar las canciones del coro. Niño inteligente y buen católico a pesar de sus
juergas ocasionales, empezó a buscar una salida profesional que le permitiera
escapar al destino de las fábricas. Y lo intentó recurriendo al sistema que
había estado intentando esquivar.
A
los catorce años, Moore se apuntó al seminario. Como cura podría comunicar y
hablar en nombre de la comunidad, cosas que ya había probado. Sin embargo, al
año, se había dado cuenta de que en el seminario se prohibían cosas sin las que
no podía pasar. Puede que suene trivial, pero los Tigres de Detroit acababan de
clasificarse para los mundiales y eso era algo que un aficionado a los deportes
no se podía perder. Luego estaban las chicas. Aunque en el seminario no había
estudiantes del sexo femenino, la orquesta del seminario era mixta. Entre el
béisbol, las sesiones de música fuera del seminario y un desprecio cultivado
durante años hacia la autoridad, algo cambió en él. Tan sólo un año después de
haber entrado en el seminario, lo dejó y se matriculó en el instituto de
Davison en décimo curso.
Para
entonces, el país, y con él Flint, se hallaba sumergido en la lucha interna más
grave que se libraba desde la Guerra Civil. En 1968, el general Westmoreland
había pedido que se enviaran otros 200.000 soldados a Vietnam y los telediarios
habían aireado la historia de la masacre en la aldea de Mai Lai. En las calles,
un nuevo tipo de activista, encarnado en las travesuras de Abbie Hoffman,
creaba un escenario político que combinaba a partes iguales vodevil con
bolchevismo. Estos nuevos activistas querían bajarle los pantalones a la clase
política organizando protestas extremas, como el intento de cientos de hippies
de hacer “levitar” al Pentágono y desterrar a los espíritus malignos que lo
habitaban, o de presentar a un cerdo como candidato a las elecciones
presidenciales. Moore absorbió la cultura que le rodeaba. Como culminación de
su larga trayectoria como Boy Scout, preparó una presentación sobre las
empresas de Flint y su escaso respeto por el medio ambiente. Aquellas
diapositivas le valieron, a los quince años, la insignia de los Eagle Scouts, y
la enemistad de las empresas locales. Este acto, y no otro, marca el principio
de su relación de amor y odio con Flint, además del principio de toda una vida
dedicada a la provocación política.
Moore
se sentía creativa y psicológicamente coartado en la escuela. “En algún momento
de décimo curso me di cuenta de que esta institución no está hecha para que
aprendamos los tres pilares de la enseñanza, escribir, leer y contar, sino para
que aprendamos las tres “C”: coherencia, complacencia y conformidad”, recuerda.
Se dejó crecer el pelo, empezó a aprender a tocar la guitarra y disfrutó del
dulce escapismo de la música rock. “El pelo me llegaba a media espalda”,
mencionó en una entrevista reciente. “Todos mis amigos tomaban drogas. A mí
siempre me dio miedo [probarlas]. A ver si se me entiende: en aquel entonces,
yo ya estaba como una cabra, no necesitaba nada que me lo potenciase”.
A
principios de 1972, el número de efectivos desplegados en Vietnam se había
reducido, pero el reclutamiento aún duraría un año más. “Si tengo edad para
morir, tengo edad para votar”, decía una de las consignas voceadas por los
jóvenes con edad para ser reclutados pero sin derecho a voto. Cuando la edad
para votar pasó de veintiún a dieciocho años, Moore se dio cuenta de que,
además de poner una cruz en la papeleta, podía aparecer en ella. En primavera
de ese mismo año, nada más cumplir la mayoría de edad, se presentó a las
elecciones de la junta del instituto. En aquella época, estaba cursando su
último semestre en Davison. Antes de graduarse, se convirtió en la persona más
joven elegida hasta la fecha para un cargo público en Flint. Tenía un objetivo
prioritario: expulsar al director y a su ayudante del instituto en el que
estudiaba.
No
sólo salió elegido, sino que veló por que las cosas se hicieran bien. Tanto el
director como su ayudante acabaron dejando el instituto Davison. Pero esa no
fue más que una de sus misiones. También luchó por los derechos de los
estudiantes y apoyó el sindicato de profesores. Demandó a la junta del
instituto para que se permitiera grabar en cinta las asambleas. Y, cuando la
junta intentó reunirse a sus espaldas, los denunció al fiscal general de
Michigan, que llevó el asunto a los tribunales.
Al
ver cómo reclutaban a sus amigos para que los mataran en Vietnam, Moore dejó
también de jurar fidelidad a la bandera. Escribió una obra de teatro en la que
humillaba a los directivos de empresas de la zona. Y propuso que la nueva
escuela elemental de un barrio habitado por un 99% de blancos se llamara Martin
Luther King, Jr. Huelga decir que los dirigentes políticos no veían llegar el
momento de librarse de él. Don Hammond, profesor de Davison durante muchos
años, declaró al Detroit Free Press años más tarde: “La palabra que
mejor describe a Michael Moore es vergüenza. Avergüenza a todo el mundo”. Según
Hammond, durante una reunión con el departamento de Educación, Moore se sentó
en la mesa, se quitó los zapatos y los calcetines y empezó a hurgarse los dedos
de los pies. El profesor recuerda otra ocasión en la que Moore abandonó la
junta diciendo: “No quiero sentarme con un hatajo de vagos como vosotros”.
En
diciembre de 1974, sólo dos años después de salir elegido, se formuló al pueblo
una sola pregunta par darle opción a expulsarlo. La consulta se celebró por
demanda popular. Al principio circularon las peticiones, pero no se recogieron
suficientes firmas. El juez amplió el plazo para presentarlas. Se añadieron más
nombres, pero seguía sin haber las necesarias. El juez volvió a ampliar el
plazo. Al final se consiguió invocar la consulta, pese a que muchas de las
firmas eran falsas o pertenecían a personas muertas. El juez dictaminó que era
evidente que la gente quería pronunciarse sobre el destino de Moore en la junta
del instituto y que, por lo tanto, permitiría que se celebrase la consulta. El
interpelado sostiene que se eligió una fecha en mitad de las vacaciones para
que votaran menos de sus seguidores. También según él, “se trató de las
elecciones más concurridas de toda la historia del distrito académico”. Con un
margen de 312 votos, Moore se ganó el derecho a permanecer en la junta.
Sin
embargo, su carrera política no empezó necesariamente el día en que ganó sus
primeras elecciones. Lo que le permitió apuntar alto en política (años antes de
que lo hiciera en televisión) fue su decisión de no entrar en la fábrica.
Toda
la familia Moore vivía atada a la industria automovilística, con padres y
abuelos fichando en la empresa más poderosa de Estados Unidos. Su tío había
participado en la huelga de brazos caídos de 1936-37, mientras que su abuelo
paterno había trabajado en la planta de AC Spark Plug durante treinta y tres
años. Michael catapultó su carrera como documentalista poniendo a la General
Motors en su punto de mira, pero su lucha contra la empresa empezó décadas
antes de que se le ocurriera documentar su falta de ética y de compasión. En
una ciudad industrial, “¿Qué quieres ser cuando seas mayor?” es la pregunta del
millón. Están, evidentemente, las plazas de funcionario, en las que todos los
niños piensan porque se les adiestra para ello: enfermero, doctor, profesor,
bombero, cartero, policía. Si no, siempre queda la opción de seguir los pasos
de los padres.
Ben
Hamper, amigo de Moore y escritor de Flint, recuerda visitar de niño la planta
Fisher 1 donde trabajaba su padre “la noche que tocaba familia”. A diferencia
de Moore, Hamper se crió en una zona bien de Flint. Aspiraba a ser poeta y
evitó la fábrica mientras pudo, pero un día el destino llamó a su puerta. Tras
trabajar diez años para General Motors, sufrió una crisis nerviosa y se encerró
temporalmente en un centro psiquiátrico. Desde que apareció en Roger y yo y
en la portada del primer número de Mother Jones de Moore, se le conoce
como Rivethead, que podría traducirse como Clavo Remachado, sobrenombre con el
que tituló su libro superventas. En el libro, Hamper explica lo decepcionante
que fue descubrir que trabajar en una fábrica de coches no era como montar
coches de maqueta.
Al
igual que Moore, a la tierna edad de siete años, Hamper tomó la determinación
de no seguir los pasos de su padre: “Nos quedábamos allí mirando durante unos
cuarenta minutos, una vida en miniatura, y siempre era lo mismo. Coche,
parabrisas. Coche, parabrisas. Una tarea penosa tras otra. Un cigarrillo tras
otro. Décadas haciendo lo mismo una y otra vez, sin avanzar, huesos
convirtiéndose en polvo... Quería gritarle a mi padre ¡Haz algo distinto!”
Para
Moore, los héroes eran los que “habían escapado de la vida de la fábrica y
habían salido”, gente del mundo del espectáculo, rebeldes e ídolos rockeros,
como “los tíos de la Grand Funk Railroad”. De hecho, Moore sí consiguió un
trabajo en la planta de Buicks de la General Motors nada más acabar el
instituto, pero no duró “ni un día”.
Tal
y como explica hablando de Roger y yo, “Aquella mañana me desperté y,
mientras estaba en la cama, pensé: Tío, no quiero ir a trabajar a esa fábrica”.
Muchos de sus compañeros de instituto franquearon aquellas puertas pensando en
quedarse sólo durante el verano, y no volvieron a cruzarlas hasta treinta años
más tarde. O así habría sido, como en el caso de Hamper, de no haber sido por
lo desmoralizador del trabajo y los cierres de fábricas que seguirían. Hamper
escribe: “Cuando empezó todo, cuando la empresa dijo que necesitaba operarios
para su cadena de montaje, mis antepasados respondieron con una sumisión casi
pavloviana. El árbol genealógico casi se quebró entregando a aquellos hombres y
mujeres entusiastas, deseosos de ver cumplido el gran sueño automovilístico”.
En
1972, con la mirada clavada en el falso techo de su habitación, Moore vio de
pronto el futuro que le esperaba. Levantó el auricular del teléfono, marcó y
dijo que no podía ir. Con dos pequeñas palabras, “no puedo”, puso fin a la
tradición familiar.
Aquello
fue su huelga de brazos caídos particular, una huelga que cambiaría a Flint y
que le cambiaría a él. Sin ese gesto, quizá no habría empezado nunca a relatar la
muerte de Flint, ni en el periódico alternativo que publicó durante los diez
años ni como director de cine y televisión, activista y escritor.