Betty Perske era
el verdadero nombre de la chica , pero había adoptado el apellido materno de
Bacall cuando se puso a trabajar de modelo. Tenía dieciocho años y estaba
dispuesta a conquistar el mundo. Un agente de actores y modelos se la presentó
a Hawks durante una comida y la joven quedó impresionada por aquel «hombre
altísímo de pelo gris cortado a cepillo y espaldas anchas». El agente opinaba que
habría que arreglar la dentadura a la joven; Hawks dijo que no hacía falta. La
probó, quedó bien, pero el director no tenía nada que encargarle. Según recordaría
Bacall, Hawks era una figura que imponía una autorídad intimidante, que hablaba
por todo lo alto de sus propios triunfos y que de vez en cuando la asustaba con
observaciones antisemitas: “¿Se ha dado cuenta del ruido que hay aquí de
pronto? Es porque acaba de llegar Lee Forbstein; los judíos siempre hacen mucho
ruido”, ante las que palidecía pero sobre las que, discretamente, se abstenía
de hacer comentarios. Según los recuerdos de Hawks, por otro lado, la voz de
aquella atractiva joven era tan nefasta, tan aguda y nasal, que deseaba
quitársela de encima. «Le tuve que decir que hacíamos películas sobre chicas
muy refinadas, que las chícas que yo quería en las películas no tenían una
vocecita nasal. Le dije: “Lo más probable es que no sepa usted declamar los
diálogos que escribimos”. Nada molesta, me respondió: “¿Y qué hago para
cambiarme la voz?”.
Hawks le dijo
que fuese adonde quisiera y que practicase un registro vocal bajo y ronco. La
señorita Bacall cogió el coche y condujo por Mullholland Drive el Plymouth de
segunda mano que le había costado 1.900 dólares hasta que encontró un sitio
tranquilo donde poder leer en voz alta, en un registro bajo, un best-seller de
la época, “La túnica sagrada”. «Sí hubiese pasado alguien por allí, se habría
encontrado con un ser maduro para el manicomio», contaría la actriz. ¿Quién
subía en coche a la cima de un monte para leer libros a los cañones, en voz
alta? ¿Quién?, Yo”. Hawks la enseñó algo más: cómo comportarse según él creía que
se comportaban las mujeres «refinadas». Según la opinión de Hawks, no muy
original, las mujeres eran más atractivas cuando eran ellas mismas las que
acosaban, las que tomaban la iniciativa. La chica contaba con
aquellas posibilidades, aunque era joven y nerviosa. En
cierta ocasión, durante una fiesta que se celebraba en su casa, Hawks le
preguntó que por qué nadie la llevaba a casa en coche, y ella respondió: «No se
me da bien con los hombres»; él le sugirió que probase a atacar a uno, ella lo
hizo y fue Clark Gable quien la llevó a casa.
Hawks, a su vez,
estaba impresionado. Veía en ella «una abundante dosis de insolencia. Después
de tenerla ociosa casi un año, decidió convertirla en heroína de su película
hemingwayana. Para ello necesitaba otra prueba que obtuviese el beneplácito de
Jack Warner, así que escribió personalmente un fragmento de diálogo, para su
joven protegida. Las famosas palabras que la joven haría célebres: «Sabes
silbar, ¿verdad, Steve? Tienes que juntar los labios y soplar».
Hawks enseñó la
prueba a Warner, que quedó encantado, y a Bogart, que dijo a la joven: «Lo
vamos a pasar muy bien juntos». Gustó tanto la prueba a todo el mundo que Hawks
quiso meter aquellas palabras entre los restos de la novela de Hemingway, donde
fuese. «Faulkner –guionista colaborador- fue quien encontró un sitio donde
meterlas», contaría Hawks. Dijo: “Si ponemos a los dos en un pasillo de hotel
donde no hay nadie más, me parece que puede funcionar la escena”. Así lo
hicimos. Yo escribí las palabras, pero él escribió lo que desembocaba en ellas.
Lo único que
necesitaba ya Betty Bacall era otro nombre de pila. Hawks quería algo que
sonase. Preguntó a la joven cómo se llamaba su abuela. Sophie, dijo ella. No
era eso exactamente lo que él tenía en la cabeza. La vio al cabo de unos días y
le dijo que se llamaría Lauren, y que si alguien le preguntaba por la
procedencia del nombre, que ella respondiera que era un antiguo nombre
familiar. Así creó Hawks a la joven y descarada Lauren Bacall; pero, antes de
que pudiera saborear los resultados del invento, la muchacha se enamoró de un
Bogart que tenía cuarenta y cinco años, y él de ella. Aunque Hawks se puso algo
celoso al principio y quiso romper el romance sobre la marcha, al final
encontró divertido que Bogart hubiese sido cazado por «el personaje que ella
interpretaba, lo que significaba que iba a tener que interpretarlo durante el
resto de su vida».
Jack Warner, que al principio la había considerado una continuación hawksiana de Casablanca (completada incluso con un Hoagy Carmíchel que sustituía a Dooley Wilson al piano del club nocturno), quiso entonces que se rodase otra película que fuese continuación de aquélla. Nada más volver del preestreno, dijo a Hawks: “Nos interesa hacer otra película con estos dos. ¿Tienes argumento?”. Hawks dijo que sí. Warner le preguntó que de qué iba, y Hawks, que sabía cómo funcionaba la cabeza de Warner, contestó: “Es un poco como El halcón maltés”. Warner dio a Hawks un anticipo de 50.000 dólares para comprar los derechos sobre “El sueño eterno” del escritor Raymond Chandler, y el director cerró la operación por 5.000 y se quedó los 45.000 restantes.