William Greider
fue el editor de la revista Usamericana Rolling Stone y antes fue redactor jefe adjunto del Washington Post, hasta que aceptó
dirigir en la época Reagan la revista más “seria”,
radical, independiente y “cañera” que ha tenido Usamérica
en el siglo XX.
Publicó un artículo sobre Reagan que se recoge desde entonces en las recopilaciones
de “Lo mejor”, una de las cuales publicó Ediciones B en español. Es toda una
experiencia releer esto casi 20 años después. Lo publicó en Marzo de 1987 y entre
otras cosas cuenta…
Cuando yo era redactor jefe de
información nacional en el Washington
Post y anuncié que me iba a Rolling Stone, algunos colegas creyeron que sufría una crisis nerviosa.
Fuera de la redacción, mucha gente pensó que me habían despedido. ¿Por qué, si
no, va uno a abandonar el cogollito de los grandes medios de comunicación de
Washington para escribir en una revista de rock and roll? Fue un extravagante cambio a mitad de carrera, lo
admito. Podría explicar mi decisión la inmortal frase de Tom
Cruise en Risky Bussiness: «A veces uno tiene que decir: ¡Qué coño! »
El doctor Hunter
S. Thompson reclamaría más tarde la paternidad de la
idea. Dice que una noche estaba orinando en el baño de su casa y pensó en mí. Hunter hizo entonces una de sus llamadas nocturnas a Jann Wenner y explicó su idea: la
era Reagan estaba alboreando y Rolling Stone necesitaría tener a alguien en
Washington para que tomase nota del desastre. Hablando en plata, eso es lo que
he estado haciendo desde entonces.
En RollinStone, como expliqué a mis amigos, iba a
dirigirme a un público nuevo, más amplio y de todo el país: Joven y variado y
en su mayoría ajeno al embrollo de
las noticias gubernamentales y políticas. Me decía para mis adentros que iba a
abandonar la intimidad de la poderosa audiencia washingtomana
a cambio de la libertad de escribir lo que realmente creo que es verdad, sin
los usuales malabarismos y evasivas de la información convencional.
Paradójicamente, también tuve que escuchar a las elites de
Washington -senadores, funcionarios de la Casa Blanca, periodistas importantes
porque a menudo sus hijos adolescentes se les enfrentaban en la mesa del
comedor a raíz de algo provocativo que yo había escrito en Rolling Stone. De vez en cuando he tenido la perversa satisfacción de tirar de
la cadena sobre personajes poderosos no desde las augustas columnas de un
importante periódico sino mediante sus propios hijos subversivos.
A los jóvenes partidarios de Reagan no les gustaban mis opiniones disidentes, por usar
términos suaves, y me denunciaban en los términos más coloridos.
Con el tiempo aprendí que muchos lectores
veían a Reagan en un contexto muy diferente al mío. Desde mi
puesto de vigía, era un ilusionista talentudo y cínico que utilizaba sus dotes
audiovisuales para embaucar al país con fantasías destructivas que desviaban su
atención de los problemas sociales y económicos. Para muchos lectores jóvenes,
él era la primera cosa buena que habían visto en la política: un líder
idealista que exudaba valores patrióticos y una gran seguridad en el destino de
la nación.
Cuando Reagan
se vio atrapado en el escándalo Irán-Contra, en 1986, sus engañosos e ilegales
manejos quedaron totalmente al descubierto incluso para aquellos que habían
creído en él, y su sensación de haber sido traicionados se reflejó también en
mi correspondencia. Las cartas expresaban verdadero dolor y pesadumbre. Por
mucho que yo detestase el engañoso liderazgo de Reagan,
en aquel momento reconocí que a la gente joven le había estado proporcionando
algo valioso: una sensación de optimismo e inmaculado idealismo con respecto a
la nación. Entonces también su imagen quedó expuesta como una ilusión y yo me
uní a las lamentaciones.
«El idealismo americano es,
probablemente, nuestro mejor activo, una fuerza gravemente erosionada por los
lamentables escándalos de la Casa Blanca», escribí por entonces. «Si los
americanos nos volvemos tan cínicos como los europeos sobre la supremacía de la
ley, perderemos algo vital. Nuestra inocencia nacional nos proporciona una especie
de energía. Permite que la gente sueñe, invente y cambie las cosas
pacíficamente, incluso en lo personal. No queremos perder nunca nuestro
optimismo juvenil. El resto es cómo convertirse en la nación más juiciosa del
mundo sin caer en el cinismo, cómo juzgarnos con más honestidad sin perder
nuestra fe en el futuro. »
El secreto de Reagan,
si es que se le podía llamar secreto, dada la cantidad de analistas de
Washington que lo sabían. Ronald Reagan,
decían, no ejercía como presidente de Estados Unidos, a pesar de que detentaba
el cargo y actuaba en televisión con el membrete oficial. El presidente de
verdad era James A. Baker, jefe de Estado Mayor de Reagan, que presidía el pendenciero equipo de la Casa
Blanca y decidía lo que había que decirle al presidente sobre su propia
Administración. Cuando Baker cesó, en 1985, para
convertirse en secretario del Tesoro, el nuevo presidente de facto fue su sucesor, Ronald Regan.
Quizá fuese una exageración, pero algo de
eso había. Durante los últimos seis años, en las casas de Baker
y Regan se notaba el estrés producido por la
sobrecarga de responsabilidades del Despacho Oval. Cambiaron dramáticamente,
envejecieron y encanecieron a ojos vistas, como los presidentes anteriores,
porque eran ellos quienes dirigían el país. Ronald Reagan, mientras tanto, seguía eternamente joven.
Confundido y aburrido por las tareas de
gobierno el presidente permanecía abúlico. . . hasta tal punto que algunos de
los defensores de su papel en el asunto Irán-Contra pretenden ahora que no sabía
lo que su propio equipo de seguridad nacional estaba haciendo en el vestíbulo y
en el sótano. También se ha sugerido que a Reagan le
contaron el lío de armas y dinero entre Irán y Centroamérica, pero
sencillamente lo olvidó. Esto parece aún más plausible.
El escándalo subsiguiente ha obligado a
la nación a afrontar la verdad sobre Ronald Reagan. Es un hombre que proyecta una imagen de fuerza e
idealismo, un líder osado y optimista que se atiene a sus principios y se
enfrenta al mundo. Pero sentado tras su escritorio de la Casa Blanca, no cuenta
para nada. Es un hombre pasivo que flota en su propio mundo, engatusado y
manipulado por unos colaboradores que de vez en cuando lo engañan y lo
intimidan para que haga lo que consideren necesario. Como todo buen actor,
escucha al director y no pierde de vista a la script.
Ya han pasado años sin que se haya
contado la verdadera historia. Algunos culpan de esto a la prensa. Los medios
de información no cubrieron la crisis de liderazgo que estaba teniendo lugar en
la Casa Blanca, a pesar de que muchos reporteros la conocían. La prensa de
Washington parecía haber decidido, poco antes de las elecciones de 1980, que el
público no deseaba leer nada desagradable sobre Ronald
Reagan, así que dejaron de informar sobre los hechos.
En 1984, la propia prensa había sido seducida por la intocable imagen del
presidente.
Aun así, la historia se filtró. . . con
la mayor candidez, en las memorias de antiguos ayudantes de Reagan.
En Caveat: Realism, Reagan and Foreign Policy, publicado en
1984, el ex secretario de Estado Alexander Haig deja
bastante claro qué poco entendía el presidente de política exterior y cómo sus
colaboradores le manipulaban a su antojo. Y en The Triumph of Politics, publicado la pasada primavera, el ex director
del Presupuesto David Stockman ofrece un devastador
relato de primera mano sobre la incompetencia presidencial. Reagan,
según escribió Stockman, jamás entendió las líneas
fundamentales de su propio programa económico. No tenía ni idea de que bajo su
mandato la deuda federal se estaba duplicando y nunca se creyó del todo que eso
estaba ocurriendo. Cuando se enfrentaba a una decisión política difícil, Reagan solía irse por las ramas con alguna vieja anécdota
sacada de su archivo de historias divertidas.
El aparente papel de Reagan
como hombre de paja en el escándalo Irán-Contra me recuerda un pasaje del libro
de Stockman. El director de Presupuestos y Caspar Weinberger, secretario de
Defensa, habían estado discutiendo ferózmente sobre
una propuesta de recorte de treinta mil millones de dólares en el presupuesto
del Pentágono. Incapaz de llegar a un acuerdo, Jim Baker -sabiendo que Reagan no
soportaba tales desavenencias- decidió enviar a los dos hombres a ver al
Presidente. Cuando los ministros entraron en el Despacho Oval, el presidente
estaba leyendo lisonjeras cartas de ciudadanos admiradores. Stockman
y Weinberger cruzaron furiosos argumentos sobre la
cuestión de los treinta mil millones; ninguno de los dos cedía. El presidente
pareció afligido y confundido por la pelea y les suplicó que llegasen a un
acuerdo. Pero se negó a tomar su propia decisión sobre el tema. Al salir, Stockman volvió la vista atrás y vio cómo el presidente,
con una sonrisa en la cara, volvía a la correspondencia de sus fans.
Si la incapacidad de Reagan
para mandar no era un secreto, entonces la culpa de que nunca tuviese una
oposición seria no puede ser sólo de la prensa. Ciertamente, no podía ser que a
los votantes les gustase aquella forma de gobernar: el mérito de Reagan, tanto en el país como en el extranjero, es haber
encadenado errores y contradicciones que a cualquier otro presidente lo habrían
hundido, y seguir a flote. Sabemos por incontables sondeos de opinión que el
público nunca ha estado de acuerdo con el programa derechista de Reagan, desde la guerra en Nicaragua hasta el escamoteo de
la ayuda alimenticia a los pobres. Y a pesar de eso, su popularidad no ha
dejado de crecer durante los últimos seis años.
Bombeó cientos de miles de millones de
dólares a los presupuestos de defensa, como si Estados Unidos pudiera recuperar
con dinero su antigua hegemonía en el mundo. Norteamérica sólo volvería a ser
respetada como nación si adquiría más tanques, aviones de caza, misiles
nucleares y portaaviones. Cuando se vio que esto no funcionaba Reagan propuso algo aún más simple: la Guerra de las
Galaxias, una solución milagrosa, aunque terriblemente cara, a los problemas
reales de la seguridad nacional.
El mundo real, ¡ay!, no iba a cooperar en
este disparate, ni en Moscú ni en las capitales de Europa occidental, ni en
Oriente Medio ni en Centroamérica. Todos estos sitios siguieron con sus
desagradables exigencias y contradicciones. . . y haciendo más profunda la
frustración de los norteamericanos. ¿Por qué no quieren cooperar nuestros
aliados? ¿Por qué no se comportan los países del Tercer Mundo? ¿Por qué el
mundo no es como Ronald Reagan
dice que es, como era antes? El lamento es como el gimoteo de un niño que se
niega a crecer.
Una nación que vive del pasado está
pisando en falso. Lo más dañino de la visión nostálgica de Reagan
es que nos ciega ante lo presente. Se podría hacer una lista impresionante de
los problemas graves que la Administración Reagan se
ha negado a afrontar. La crisis de la deuda externa, que amenaza con hundir las
economías latinoamericanas y nuestro propio sistema bancario. La floreciente
carrera armamentista, que invita a pequeñas naciones a adquirir su propio
arsenal nuclear. La contienda económica, que conduce a la exportación de
productos y empleos norteamericanos a los países europeos y asiáticos (mientras
Norteamérica paga la factura de la defensa nacional de esos países). Reagan se enfrentó a estos problemas y a muchos otros con
la pretensión de que no existen. . . y el país le ha seguido el juego.
Pero cada vez es más difícil ignorar la
realidad. En las calles de nuestras ciudades se alinean los vagabundos. La
propiedad inmobiliaria ha decaído entre las familias norteamericanas en los
años ochenta, por primera vez desde la Gran Depresión. Los resultados globales
de la economía son más pobres en la década de 1980 que en la de 1970. La
deflación se ha cebado en amplios sectores del país: el cinturón agrícola, los
estados petroleros, las ciudades industriales. La respuesta de Reagan -contar una anécdota divertida y cambiar de tema-
parece estar perdiendo la gracia. Si los demócratas reconquistaron el Senado el
año pasado, no fue por la brillantez de sus soluciones; fue porque cada vez más
norteamericanos se dan cuenta de que algo funciona horriblemente mal en la
revolución Reagan y que el presidente no quiere ni
puede hacer nada para resolverlo.
En lugar de desarrollar estrategias
serias para enfrentarse a problemas reales, los hombres de Reagan
representan pequeños melodramas de éxito seguro: liberar Granada, bombardear a Gadafi, intentar que los sandinistas
«se rindan», como dijo el presidente. El resultado final de este derroche de
fuerza es, paradójicamente, la debilidad.
En Oriente Medio, por ejemplo, Reagan ha bombardeado a civiles y soldados de tres países
árabes: Líbano, Siria y Libia. Es el primer presidente en cuarenta años que no
ha hecho absolutamente ningún progreso hacia una paz auténtica en la región.
Negociar en Oriente Medio es horriblemente difícil y frustrante, una tarea
políticamente improductiva. Bombardear es rápido y fácil y proporciona una
gratificación instantánea.
En Latinoamérica, Reagan
ha reducido complejidades económicas y políticas endiabladas a un único
objetivo satisfactorio: derrotar a los comunistas en Nicaragua. Y esa obsesión
no ha creado sino más pobreza e inestabilidad en la región y ha alejado aún más
las posibilidades de una paz futura.
Entusiasmado por la imagen presidencial
de inocencia y fuerza, el público le ha acompañado en su visión simplista del
mundo y ha hecho subir su popularidad a los más altos niveles. Pero el
escándalo Irán-Contra ha cambiado todo esto. Hemos visto al auténtico Ronald Reagan. Él se presentaba
como duro e idealista, pero de repente aparece tan débil y tan cínico como el
más falaz de los políticos. Prometió al pueblo que no se inclinaría ante los
malvados del mundo. Ahora resulta que mentía y manipulaba a la opinión pública
al mismo tiempo que se lo montaba con el ayatolá. El santuario del presidente
es la ignorancia -«¡Por Dios, yo no lo sabía!»-, que
no es lo mismo que la inocencia. Lo peor de todo es que al presidente le
tomaron el pelo en el trato, como a un palurdo que
intenta hacer negocios con un estafador.
El público está desconcertado con
respecto al anciano actor. El personaje ha perdido toda credibilidad y la gente
le está retirando su suspensión de incredulidad. Sospecho que el público
también está enfadado consigo mismo. Al fin y al cabo, el pueblo ha tenido
parte de culpa en la historia.
Mientras se investiga a fondo el
Irán-Contra y posiblemente se castiga a los culpables, vale la pena que
recordemos lo popular que fue la fantasía de Reagan.
Varios individuos, quizás incluido el presidente, son culpables de infringir la
ley y se les deben exigir responsabilidades, pero este escándalo contiene un
mensaje más amplio que no podemos ignorar. Estos sucesos no sólo son
consecuencia de la incompetencia de Ronald Reagan o sus ayudantes, del mismo modo que el escándalo Watergate no era imputable
tan sólo al carácter retorcido de Nixon.
En ambos casos, un entramado político más
amplio incentivó el comportamiento ilegal en la Casa Blanca y convenció a
hombres arrogantes de que había que hacer esas cosas y de que podían hacerlo
impunemente. Nuestra tolerancia hacia las actividades inmorales o ilegales de
nuestro Gobierno tiene sus raíces en la Guerra Fría, en la obsesión
norteamericana por el conflicto ideológico mundial. A la Agencia Central de
Inteligencia (CIA) se le permite librar guerras secretas por todo el planeta
sin que el Congreso y el pueblo lo sepan o lo aprueben. A pesar de ocasionales
escrúpulos parlamentarios, la CIA está autorizada a violar leyes en nombre de
la seguridad nacional y lo hace con regularidad. Como los hombres del
presidente violan rutinariamente las leyes internacionales -minando
secretamente los puertos de un país extranjero, sobornando o introduciendo la
subversión en naciones soberanas- para ellos incumplir también las leyes
nacionales no es más que dar un paso adelante.
El público norteamericano también está
implicado. Al responder fielmente a
la retórica de la Guerra Fría y tolerar los métodos corruptos hemos permitido
que nuestra inocencia se convierta en desencanto. Nuestro idealismo nacional
parte de una visión simplista del mundo no sólo estúpida sino también
peligrosa. Ronald Reagan ha
sabido manejar de modo magistral esta debilidad. Nos dijo que los complejos
problemas de este mundo -y de nuestro propio futuro- se podían reducir a una
simple batalla moral entre la buena América, de un lado, y el imperio del mal,
del otro.
La mayoría de los norteamericanos saben
que eso es una simpleza, pero también es un argumento sumamente atractivo, muy
sencillo y fácil de disfrutar comparado con las complejidades del mundo. Los
buenos y los malos. Rambo en acción. No hacen falta
compromisos chapuceros, no es necesario comprender las ambigüedades de la vida
real. Así es, claro, como ve las cosas Ronald Reagan. No existe una deuda externa que amenaza a
Latinoamérica y al sistema financiero mundial. Sólo existe esa guerra que hay
que ganar contra los títeres soviéticos de Nicaragua. No tenemos que
preocuparnos por los problemas del
comercio internacional ni por el desastre de la agricultura y la industria.
Habrá expansión para todos sólo con que Norteamérica se arremangue. Yo creo que
el país ha salido por fin de ese trance, despertando al menos al hecho de que
la magia de Reagan es irreal.
El idealismo americano es, probablemente,
nuestro activo más importante como nación, una fuerza gravemente erosionada por
los lamentables escándalos de la Casa Blanca. Si los americanos nos volvemos
tan cínicos como los europeos sobre la supremacía de la ley, perderemos algo
vital. Nuestra inocencia nacional nos proporciona una especie de energía.
Permite que la gente sueñe, invente y cambie las cosas pacíficamente, incluso
en lo personal. No queremos perder nunca nuestro optimismo juvenil.
Pero los norteamericanos necesitamos
crecer, un poco, encararnos al mundo y a nuestro papel en él con un poco más de
inteligencia. El público tiene que empezar a resistirse al desatino simplista
en que parece consistir la política exterior de Estados Unidos. Los votantes no
han de dejarse engañar por eslóganes que reducen una realidad complicada a
simplonas historias de vaqueros. Seguro que los norteamericanos no son tan
tontos. El reto es cómo convertirse en una nación más sabia respecto al resto
del mundo sin caer en el cinismo, cómo juzgarnos con más honestidad sin perder
nuestra fe en el futuro. Esto es algo que a Ronald Reagan le resulta imposible.