Querido Sam: Lo primero es lo primero: Creo que la patada en el culo que me diste en tu carta del 18 de junio estaba más bien justificada. Es una pena que no te dieras más prisa. Yo mismo había llegado al punto de patearme mi propio culo unas semanas antes... En cuanto a tu sugerencia de que cuente con un colaborador, ¡¡¡Y UNA MIERDA!!! Empecé con esto yo sólo [y] lo acabaré yo sólo. Dile al señor Murray que puede escribir su propio libro con mi bendición y con la tuya también, si es lo que quieres. He dedicado demasiado tiempo, sudor, sangre y alcohol escribiendo sobre tu maldita vida como para permitir que otra persona se ponga a tocarme los cojones ahora. Aprecio tus intenciones, pero no, gracias...

No eres un héroe... Eres un antihéroe, un borracho a tiempo parcial que trabaja a jornada completa, y a veces un capullo.

Ya tengo tu vida cogida por el esfínter con un par de pinzas candentes desde que volví a Chicago, y ahora mismo estoy en proceso de cargarme lo que he escrito desde el lóbulo frontal hasta el escroto. Tengo la intención de dejarte tan desnudo como me sea posible. Sólo te prometo una cosa: no te haré parecer nada que no crea honestamente que seas. Esto no va a ser necesariamente un libro para niños... Por otra parte, si finalmente [tú y yo] no logramos ponernos de acuerdo en ver la diferencia entre una meada y un gargajo en un día ventoso, entonces puedes ir preparándote para un libro sobre la vida de Sam Peckinpah tal como yo la veo... Con mis mayores respetos, Gar Simmons

 El 1 de julio me llegó el siguiente telegrama por la Western Union:

 ACABO DE RECIBIR TU CARTA TE SUGIERO QUE TE PONGAS EN CONTACTO CON MAX EVANS LO ANTES POSIBLE

 PD: ME ENCANTÓ LA CARTA TE SUGIERO QUE ESCRIBAS EL LIBRO IGUAL CON CARIÑO SP

 

 Para Peckinpah, era un cariño duro. Pero funcionó. Agitado por la furia que él desataba, intenté encontrar al auténtico Sam Peckinpah detrás de las máscaras. Separar el calor y la luz del fuego. Lo cierto es que el libro acabó siendo mejor porque Sam no quiso que no fuera honesto. De todo lo que vi y sobre lo que escribí, no me dejé nada, excepto una cosa: la adicción de Sam a la cocaína.

Que yo supiera, antes del rodaje de Los aristócratas del crimen, Sam Peckinpah sólo era adicto a una sustancia: el alcohol. Eso no quiere decir que no tuviera toda clase de vicios. Era un hipocondríaco practicante, y su armario de medicamentos parecía sacado de una botica medieval. Sin embargo, aparte de la bebida y los cigarrillos, su principal adicción antes de Los aristócratas del crimen era. una inyección diaria de vitamina B12. Todas las mañanas tenía que bajarse los pantalones para que se la pusieran, independientemente de quién estuviese en la habitación.

 Pero a partir de aquella película se dejó seducir por la mitología popular de aquella época según la cuál se calificaba una droga como «segura». La droga «de moda» de los setenta. Si alguien te ofrecía una raya de cocaína, la idea generalizada era que debías darte el capricho igual que si se tratase de una copa del mejor champán. Sam, que no era de los que dejaban pasar una experiencia, se dio el capricho y se enganchó.

 Teniendo en cuenta lo que yo me había propuesto hacer, intenté enfrentarme a la relación de Sam con la cocaína de la manera más honesta posible. Pero como estaba escribiendo la biografía de un hombre cuya obra respetaba y admiraba, y quería continuar, me parecía imposible destapar su relación con la cocaína sin destruir su carrera. En medio de todo aquello, se presentó una oportunidad que parecía ser la solución perfecta.

 Durante el rodaje de Los aristócratas del crimen, el protagonista de la película, James Caan, accedió a conceder una entrevista en la que me dijo: «... ¿Que qué me parece Sam Peckinpah? Si consigo dos firmas más, haré que lo encierren... Está completamente trastornado. Quiero decir que lo está de una manera maravillosa, ya me entiendes. Pero lo van a encerrar. Lo primero que harán será poner su hígado en el Centro Médico de la Universidad de California. No se pudrirá nunca... Será como un fósil de ésos. Dentro de mil años, todavía dirán: “Mira, ahí está todavía el hígado de Sam Peckinpah, dando botes, tomando coca y llevando gafas oscuras”».

«Tomando coca». Lo que Caan había querido decir no podía haber quedado más claro. Cuando transcribí la entrevista, escribí la palabra intencionadamente con una «c» minúscula, para que nadie se confundiera con el refresco. Para los que se fijaran bien, decía lo que tenía que decir sin hacer más daño a su carrera del que Peckinpah se estaba haciendo a sí mismo. Satisfecho con la solución, envié el manuscrito a mi editor de aquel entonces. Pero en algún momento del proceso, en la fase de imprenta, algún alma bienintencionada decidió corregir el descuido y ponerlo con mayúscula, «Coca» (un fallo corregido en esta nueva edición). Mi sutileza se fue al garete.

 Ahora, evidentemente, Peckinpah ha muerto, y muchos han sido los que se han encargado de dar cuenta, en ocasiones con gran detalle, de sus transgresiones con las drogas y especialmente con la cocaína. En realidad, su adicción a la sustancia fue lo que acabó con él. A pesar de algunos momentos geniales en sus películas a partir de Los aristócratas del crimen, nunca volvió a hacer gala de la grandeza que había mostrado

anteriormente.