Plano medio frontal.

 

 Ante ella, sobre una bandeja, una copa de martini se yergue prominente. Las oscuras pieles salpicadas de blanco rodean su rostro. Tiene una expresión virtuosa, peligrosa, divina. Parece concentrada en la carta plana y blanca, pero es evidente que sólo finje leerla.

 Tanto Bette Davis como su personaje, la igualmente obstinada Judith Traherne, están redactando mentalmente, una y otra vez, el enunciado de una de las mejores frases de su historia común. Cuando alzan la mirada a la vez, en superposición perfecta, disparan con precisión exacta y oportunidad impecable: «¡Creo que voy a pedir una ración grande de pronóstico negativo!».

 Los enormes ojos de Bette se hacen un poco más grandes al llegar al final de la frase. Mira a la derecha e inspira profundamente, como un signo de puntuación emocional. La película es Amarga victoria (Dark Victory) y el año, 1939. El director es Edmund Goulding, y los otros dos actores, George Brent y Geraldine Fitzgerald.

 Pero la escena y la película pertenecen a Bette Davis, tan cierta e irremisiblemente como el Vaticano y todas sus pinturas y esculturas y manuscritos y capillas y plazas pertenecen por entero a la Iglesia. La titularidad artística de Bette Davis sobre todas sus películas es igualmente irrevocable (la analogía sólo fracasa en el aspecto económico). Goulding hizo algunas películas decentes, Fitzgerald era una actriz encomiable, Brent siguió trabajando... pero Bette Davis fue, y sigue siendo, una de las figuras más singulares y dominantes que ha producido la historia del cine.

Tenía formación académica, pero creó su propio estilo. Y su estilo -el equivalente cinematográfico del sabor a turba de un buen whisky escocés, o dos o tres, de las volutas de millares de cigarrillos, de la naturalidad con que un gigantesco abrigo de visón de corte recto cae sobre sus hombros menudos, de esa forma tan peculiar de manejar la respiración y la acentuación de las vocales-: ése estilo fue lo que hizo a Bette Davis.

 Era magnífica y exasperante, luminosa y belicosa a partes iguales. El hombre que fue su jefe durante tantos años, Jack Warner, dijo que era «una tía explosiva con una izquierda potente»1.. Humphrey Bogart observó una vez: «Podría derribar a cualquiera, a menos que sea uno muy grande»2.. Era una fuerza de la naturaleza, un talento explosivo.

 Definió y preservó el significado de la palabra estrella durante más de medio siglo. Trabajó como una burra. A los veinte años era lo bastante atractiva para recibir el correspondiente baño de glamour, pero en la madurez adquirió una apariencia huesuda, curtida, de rasgos duros, adornados por una mancha de carmín rojo. Más tarde, cuando se convirtió en una anciana disminuida por una apoplejía y un cáncer de mama, siguió obligando al mundo a observarla, como se obligaba a sí misma a seguir actuando. Algunos miraron, otros rieron, otros se encogieron de hombros, pero Bette Davis se mantuvo orgullosamente activa hasta el día de su muerte. Su arte era lo único que importaba realmente al final, mucho más que la familia, los amigos, las aficiones o, Dios nos libre, la inactividad (como hubiera dicho ella, «¡Dios Santo!»).

 Su amiga Ellen Hanley dijo simplemente: «Bette Davis fue uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX». Imitar su forma de hablar, sus gestos más ampulosos, es bastante fácil, cuando el objetivo es conseguir que tu público reconozca al imitado. Se hacen restallar las palabras entre los dientes y se escupen con rapidez, mientras se sujeta un cigarrillo imaginario entre los dedos índice y corazón y se rota la mano a la altura de la cintura, en un gesto circular inexplicable, como si hiciera girar una rueda pequeña o el disco de un teléfono hecho de aire.

Para las entradas de diálogo más largas se enfatizan palabras a lo largo de las frases y se inhala el humo en los momentos más insospechados, sin dejar de marear el cigarrillo. Lo que más hilaridad produce es detenerse en mitad de la última sílaba de una frase cualquiera, callar un momento y rematarla con un agudísimo trallazo final. Con un mínimo esfuerzo práctico y cierta inclinación por el camp es posible hacer reír con las historias que se cuentan en este libro. Pero imitar a Bette Davis sin reverencia es (para reeditar la metáfora) como mirar la Capilla Sixtina sin veneración.

 El Hollywood de los años treinta es inconcebible sin Mildred Rogers, la bruja desatada que encarnó Davis en Cautivo del deseo (Of Human Bondage); sin Julie Mardsen, la arpía sureña de Jezabel (Jezebel), sin Judith Traherne, la mujer lúcida y segura de Amarga victoria. La década de los cuarenta es inimaginable sin La carta, en la que Davis fue una asesina sin remordimientos, sin La extraña pasajera (Now, Voyager), donde fue una superviviente emergente y sanadora. La Margo Channing de Eva al desnudo (All About Eve) puso el listón tan alto en 1950 que el resto de la década decepcionó sin remedio, para Davis cuando menos.

 En 1962, Bette, actriz profesional desde hacía treinta y cuatro años, aceptó de buena gana convertirse en la gárgola desequilibrada a quien llamaban Baby Jane Hudson, en la espeluznante obra maestra ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?). Con Baby Jane, el filo de la navaja que separa la tragedia del ridículo era lo bastante afilado para convertir en picadillo sanguinolento a cualquier actriz de menos mérito. Y todo ello -todo ello-fue una batalla.

 Amarga victoria es la historia de la vida de Bette Davis pasada por el filtro de su arte. Hablo más de sus películas que de sus matrimonios, por ejemplo, porque aquéllas me interesan mucho más y porque explican su legado como no pueden hacerlo una serie de ex maridos. Tuvo cuatro de ellos, y todos la consideraron problemática, cascarrabias, agresiva y maleducada. Siempre presta a discutir. Amiga de la botella. Como tantos de sus directores y compañeros, guionistas y productores. Y tantos de sus amigos.

En Amarga victoria, Davis no es una heroína admirable y modélica, salvo en términos de talento abrasador, que es lo que cuenta, creo. Por eso fue amarga su victoria; con una dosis incuantificable de conocimiento de sí misma, sacrificó su vida personal por el bien de su arte, y pagó las consecuencias.

 Libró sus batallas contra las personas. Llevaba la beligerancia en las venas. Presentarla como una mujer refrescantemente independiente que se enfrentó a los hombres de Hollywood en nombre del Cine sólo sería exacto en el sentido de que ella se enfrentó a todo aquello que encontró en su camino, desde los productores de Hollywood hasta los pomos pulidos de las puertas de las muchas casas que tuvo. Sólo algunas batallas merecieron la pena, un hecho que ni siquiera a ella se le escapó en algunos momentos. Davis era una mujer airada por razones que nadie que la conoció me supo explicar con acierto, por razones que todavía hoy no he logrado entender del todo. Se puede llegar a odiarla. Yo no lo hice. Porque me encantan sus interpretaciones, o la mayoría.

 Al cabo de tres años de investigar su vida; de ver sus películas; de entrevistar a las personas que la conocieron y trabajaron con ella; de rumiar amargamente; de combatir momentos de abandono de la inspiración, de echarle la culpa a ella, airada, exasperadamente; de caer morbosa, medio conscientemente en algunos de los vicios que cultivó (aunque yo nunca he fumado), sigo cayendo hechizado cada vez que la veo en pantalla.

 Tenía, más que cualquier otro actor de los que he estudiado, una explosiva capacidad para confundirse con los personajes que interpretó, para hacerme creer en esos personajes ficticios, sin permitirme nunca olvidar que era a ella a quien estaba mirando, una actriz calculadora, una estrella intuitiva. Bette Davis obliga al espectador a observar a Bette Davis, incluso en sus momentos de máxima inmersión en el personaje. Es una yanqui y quiere que apreciemos lo mucho que trabaja. No es que carezca de sutileza. Bastaba una inhalación bien medida para cortarnos la respiración. Los imitadores reproducen los aspectos más drásticos en clave bufonesca, pero nadie puede emular su excepcional capacidad de contención: la cara de Bette Davis en reposo es tan dramática como sus gestos más ampulosos. Sus expresiones faciales más discretas se cuentan entre las más entrañables.

Piensen en la expresión lúcida e irónica que se dibuja en el rostro de Margo Channing cuando Eve Harrington se prepara para recoger el premio Sarah Siddons en Eva al desnudo; el temor apocado en los ojos de patito feo de Charlotte Vale, en La extraña pasajera; la posición que adopta la mandíbula de Leslie Crosbie en La carta (The Letter). Davis inmóvil y silenciosa es tan conmovedora como Davis a pleno pulmón, en pleno movimiento. Es un tópico, pero este tópico es no sólo verdadero sino históricamente decisivo: ya no hacen estrellas de cine como Bette.

 Por eso es difícil calibrar la influencia que proyectó sobre posteriores generaciones de actores, aparte de enunciar lo evidente: sin Bette Davis no habría habido Meryl Streep, no habría habido Charles Busch. Son actores exuberantes que, como Davis, exigen ser reconocidos y aplaudidos como tal, que se enfundan personajes y los llevan como los mejores trajes de alta costura, sabiendo el público en todo momento que al final de la función, los vestidos caerán y volverán a sus perchas, mientras los actores se van a casa. El legado que Davis dejó a Streep y a Busch -y a Marlon Brando, si a eso vamos- es éste: no permitas que nadie olvide o niegue que eres tú, el ser humano expresivo del talento colosal, quien está creando ese arte. Que te vean actuar.

 Es un estilo exhibicionista que llevaba un colorario, en el caso de Davis en particular: si el papel requería que el espectador la odiara, ella hacía que la odiara.

 Muchos actores dicen que les gusta hacer de malo y de matón, de arpía y de furcia, pero pocos han igualado la capacidad de Davis para exponerse a convertirse en objeto del desprecio absoluto del espectador, o incluso para alentarlo abiertamente. Con todo su talento, uno tiene la impresión de que Meryl Streep, en el fondo, quiere que queramos un poquito a sus personajes, de que ella misma necesita el afecto de millones de desconocidos. A Bette Davis le importaba un comino. Ella nos desafía a detestarla, y muchas veces lo hacemos. Y por eso la queremos.

 Una palabra de desafiante advertencia a aquéllos que esperan encariñarse con las personas cuyas biografías leen, tan jovialmente como se encariñan de sus amigos: al final de este libro es posible que se sientan decepcionados con Bette Davis y enfadados conmigo. Pero la señorita Davis me enseñó una cosa. Después de tanto alcohol y tanta crispación, de tanta lucha por coronar mi obra, tengo que reconocerlo: a mí también me importa un comino.