PUENTES
Todo es posible sobre
un puente
Ya hemos hablado del tórrido idilio que mantiene el cine con
los trenes. Su denominador común es el movimiento y, como señalábamos en el
capítulo sobre el ferrocarril, un viaje en tren guarda una gran similitud con
el proceso dramático que toda película requiere e, incluso, con su posterior
proyección cinematográfica.
Pero ¿qué pasa con los puentes? Si exceptuamos el
ferrocarril podemos asegurar, sin temor a equivocarnos, que los puentes son las
obras civiles más utilizadas por el cine. ¿De dónde viene esa fascinación? En
su ensayo sobre los puentes en el cine, Chale Nafus intenta responder a la cuestión: “Muy pocas veces el
personaje de una película cruza un puente sólo para llegar al otro lado. El
paso por el puente suele significar algún tipo de cambio- la transición a una
nueva fase vital, la conexión con una persona nueva, o la confrontación con el
peligro e incluso la muerte.”(1)
El señor Nafus ha dado con la
palabra clave: cambio. Un elemento tan importante en la dramatización
cinematográfica como el movimiento antes citado. O parte de él. Una persona
satisfecha no cambia, está parada. Una persona en conflicto sí lo hace, está en
movimiento. Otro axioma de la construcción cinematográfica dice que los protagonistas
de una película no deben ser los mismos al principio que al final de ella.
Tienen que aprender algo en su transcurrir por la pantalla, deben resolver los
conflictos que les dotan de interés. Y los puentes son escenarios privilegiados
para dramatizar esos conflictos y acelerar los cambios.
Levantados sobre la nada, abocados al vacío, son territorio
fantasmagórico, mágico, y al mismo tiempo son construcciones artificiales que
salvan un obstáculo, el más prosaico ejemplo del triunfo del ingenio humano
sobre la naturaleza. Sea por magia o puro ingenio, los puentes se alzan frente
a nosotros para demostrar que cualquier problema, por complicado que parezca,
se puede resolver.
Un puente de ojos
grandes y tristes
Esa sensación de que en los puentes todo es posible les
convierte en escenario idóneo para las historias de amor. Como si conectar dos
orillas aisladas implicara también una comunión de almas. O más aún, como si
pudieran armonizar el empuje del corazón con la lógica de la razón.
Recordemos el caso de ‘Breve Encuentro’, citado en un
capítulo anterior. O el de ‘Los puentes de Madison County’ (Clint Eastwood, 1995, The bridges of Madison
County) que presenta una historia tan similar. El
fotógrafo Robert Kincaid (Clint Eastwood) llega hasta Winterset (Iowa, EE.UU) con el
propósito de fotografiar unos curiosos puentes del siglo XIX para la revista National Geographic. Allí
encuentra a Francesca Johnson (Meryl
Streep), una ama de casa que a pesar de sus reservas
terminará enamorándose de él. Como ocurría en la película de Lean, Francesca y Robert se enamoran casi sin querer y, cuando caen en la
cuenta de lo hondo de sus sentimientos, se enfrentan al descalabro absoluto que
supone en sus vidas.
Los dos puentes que presencian su romance son el Roseman construido en 1883 y el Holliwell,
el más largo de los seis que quedan en pie de los diecinueve iniciales.
Originalmente fueron construidos como sencillos puentes de madera, pero ante el
temor de un rápido deterioro del tablero y del alto precio de reponerlo, se
decidió cubrirlos con madera barata para protegerlos. Por lo tanto, además de
puentes son también túneles. La primera vez que visitan el puente Roseman, Francesca espía a Robert
a través de los travesaños que lo cubren. Se siente atraída pero todavía no
sabe lo que se le viene encima. Dos días después visitan el puente Holliwell, en pleno apogeo de su amor. Francesca lo
atraviesa mientras Robert hace sus preparativos. La
cámara se queda con ella y vemos como el rostro de Meryl
Streep, nunca tan hermoso como en esta película, pasa
de la luz a la sombra y de nuevo a la luz al salir por el otro extremo. Una
imagen que vale más que mil palabras y que representa a la perfección la
peripecia dramática de la película.
El romance dura sólo cuatro días, aquellos en los que la
familia de Francesca está fuera, pero sirve para dotar de sentido toda una
vida. Antes de morir, Robert y Francesca acuerdan que
sus cenizas sean arrojadas desde el Roseman. Sus
herederos cumplen el deseo y las cenizas de los dos amantes se pierden en el
mismo aire sobre el que se levanta el puente.
La historia de amor de ‘Las noches blancas’, novela de Dostoievski que tanto Luchino Visconti como Robert Bresson llevaron al cine (1957, Le notti
bianche y
1971, Quatre nuits d’un reveur), también dura solamente cuatro días (o cuatro
noches). Y aunque el novelista la situó en un muelle junto a uno de los canales
de San Petersburgo, los directores de cine usaron recios puentes para llevarla
a imagen. El protagonista, soñador y solitario, se topa en uno de sus paseos
con una chica que llora sobre un puente. Intenta consolarla, pero ella se
escabulle. Antes acierta a decirle que volverá al mismo lugar al día siguiente
a la misma hora. Allí acude de nuevo el protagonista y traba amistad con la chica.
Se cuentan sus respectivas vidas y ella confiesa que espera en el puente la
llegada de un antiguo amor. Él se ofrece a ayudarla y se compromete a entregar
una carta por ella. A pesar de la carta (que en la versión de Visconti no entrega sino que rompe y arroja al agua), el
prometido de la joven tampoco aparece la tercera cita. El protagonista se ha
enamorado profundamente y, la cuarta noche se declara a la desconsolada chica.
Por un momento parece que su amor es posible, pues ella está resentida por el
plantón y no es ajena a las virtudes del que considera su amigo. Justo entonces
aparece el antiguo amor y la chica corre a reunirse con él. Le besa
calurosamente y luego, sobre el mismo puente, besa también al reciente amigo.
Un beso de bienvenida y otro de despedida. Nuestro protagonista queda sobre el
puente como empezó la película, solo con unos sueños que ahora, por su
proximidad a la realidad, parecen más crueles que nunca.
La novela y las dos películas diseccionan el amor en todas
sus interrogantes: su difícil mezcla de deseo y realidad, pasión y amistad,
egoísmo y generosidad. Cuanto más sólidos sean los puentes que se tiendan entre
tales elementos más duradero será ese omnipresente sentimiento que llamamos
amor. Robert Bresson situó
su adaptación sobre el Pont-Neuf,
el puente más viejo de París. Allí también ocurre la mayor parte de la acción
de una de las películas más controvertidas del cine europeo de los últimos
años. ‘Los amantes del Pont-Neuf’
(Leos Carax, 1991, Les amants du Pont-Neuf) cuenta la historia de amor entre Alex (Denis Lavant), un vagabundo que
ha instalado su residencia en el puente en obras, y Michelle (Juliette Binoche), una chica de
buena familia que se está quedando ciega.
El Pont-Neuf,
cerrado al tráfico parisino por obras de cimentación, se convierte en su
refugio y en el lugar mágico que facilita el acercamiento de dos personalidades
dispares. Alex vive allí en compañía de un viejo alcohólico e incluso apaga las
farolas del puente para dormir como haría con la lámpara de su mesilla de
noche. Cuando Michelle se instala en el puente, primero siente amenazado su
espacio vital pero enseguida se encapricha de ella y le descubre los trucos
para sobrevivir en la calle. Los dos amantes se emborrachan, se pelean y hacen
el amor sobre el puente y sus alrededores. La fiesta nacional del 14 de Julio
sirve de excusa al director para un despliegue de escenas de aliento romántico,
fuegos artificiales y esquí acuático sobre las aguas del Sena incluidos. Vivir
en la calle es duro, sí, pero tener la ciudad a tu disposición también puede
ser sinónimo de libertad y maravilla.
Como señalábamos en el capítulo anterior, las historias de
amor fou suelen otorgar gran protagonismo al agua.
Tras separarse y una vez que Michelle ya ha recuperado la vista, los amantes se
reencuentran de nuevo en el puente, ya remozado y abierto al tráfico. Ella le
comunica su decisión de terminar la relación y entonces Alex la arroja al Sena
y se lanza él detrás. Tras arreglar cuitas bajo el agua, un bateau-mouche les recoge y los dos se encaraman en su proa,
henchidos de amor, años antes de que Leonardo Di Caprio
y Kate Winslet les copiaran
la idea a bordo del Titanic.
Una vez establecido que los puentes son lugar de encuentro
para amantes habría que decir que también atraen a los suicidas. Si a la
posibilidad del amor se une la de la muerte, el drama gana enteros. Oigamos un
diálogo de ‘La chica del puente’ (Patrice Leconte, 1999, La fille sur le
ponte):
“Gabor:
Es su primer intento ¿verdad?
Adele: Sí. No me paso la vida en los puentes...
G: Yo sí.
A: ¿Por qué? ¿Usted
también intenta saltar?
G: No, no. Yo contrato
gente.
A: Contrata... ¿a
quién?
G: A asistentes.
Mujeres que no tienen nada que perder. Así me gano la vida. Suelo encontrarlas
aquí o a veces en los tejados. Pero eso es en primavera, en invierno prefieren
los puentes.”
Gabor (Daniel Auteil)
le explica a Adele (Vanessa
Paradis) que se gana la vida como lanzador de
cuchillos y que recluta a sus dianas entre mujeres desesperadas. La propuesta
de trabajo no consigue disuadir a la chica y, cuando se arroja al Sena, él la
sigue para salvarla. Más tarde, en la sala de recuperación de hipotérmicos del hospital, enfundados en unos curiosos
sacos caloríficos, se encuentran con otro señor en su misma situación. “¿De qué
puente vienen?” les pregunta con toda naturalidad.
Es el principio de la película y del romance entre Gabor y Adele. Unen su destino y
hacen fortuna con el número de los cuchillos. La suerte parece acompañarles
mientras permanecen juntos, pero les abandona por completo cuando disuelven la
sociedad. Adele continúa metiendo la pata con los
hombres y Gabor no acierta con su siguiente diana y
casi la mata. Termina dando tumbos en Estambul, donde vende sus cuchillos para
sobrevivir. De noche, en un refugio para indigentes, su compañero de camastro
lloriquea compungido y Gabor le dedica unas
enigmáticas palabras para consolarlo: “No se deprima, amigo. Sólo tiene que
encontrar una noche en un puente a una chica con ojos grandes y tristes.”
La prueba de que el consejo funciona es la última secuencia
de la película. Transcurre en otro puente, el que une las dos orillas del
Bósforo. Ahora es Gabor el que parece decidido a
saltar y Adele la que acude a su rescate. Ella inicia
el diálogo con las mismas palabras que usó él al principio de la película, en
una estructura clásica de inversión dramática. La igualdad se restituye y ya
pueden proseguir un romance que por eso mismo se antoja más duradero. Otro
idilio a anotar en la cuenta de los puentes.
Decíamos en el capítulo dedicado al ferrocarril que son
infinidad las películas que empiezan y terminan en estaciones. También son
muchas las que empiezan y terminan en puentes. Es lógico que así sea si
atendemos a lo referido antes: los personajes deben sufrir un cambio durante el
metraje, el llamado arco dramático. Emplazarlos en el mismo escenario pero con
distinta actitud es una excelente manera de narrar esa transformación. Otra
película que responde a la perfección a dicha estructura es ‘El puente de Waterloo’ (Waterloo Bridge), en cualquiera de sus dos versiones (James Whale, 1931 o Mervin LeRoy, 1940). Su historia es un hito del melodrama
romántico: el romance entre un oficial inglés y una bailarina en tiempo de
guerra. Las transformaciones que sufren los protagonistas tienen siempre como
testigo privilegiado al puente londinense. Nos podemos sonrojar ahora con su
trama, tan kitsch y desfasada, pero en su día fue un
éxito monumental como lo prueba el hecho de que tuviera dos versiones
prácticamente simultáneas.
Para no terminar con el capítulo amoroso de forma trágica,
fijémonos en otra película, ‘Asesinos natos’ (Oliver Stone,
1994, Natural Born Killers).
Los del título, Woody Harrelson
y Juliette Lewis, se casan
en el puente Taos George sobre el río Grande. Es un
puente tan alto que la sensación de vértigo es comparable al frenesí que
predomina en la vida de los protagonistas. El pañuelo blanco se desprende de la
cabeza de Juliette y cae al vacío en un bonito y
premonitorio plano.
Matarse por un puente
En ‘El bueno, el feo y el malo’ (Sergio Leone, 1966, Il buono, il
brutto, il cattivo), el Bueno (Clint Eastwood) y el Feo (Eli Wallach) se dirigen a rescatar un tesoro cuando encuentran
a nordistas y confederados disputándose un puente. Se pelean sobre él como
cabestros pues los dos bandos quieren tomarlo intacto.
“El Bueno. -Nunca he visto morir tan estúpidamente. ¿Qué
te parece?
El Feo. -Rubio, los
dólares están en la otra orilla del río. (...) Pero mientras estén allí los confederados no hay nada que
hacer...
EB. -¿Y si por
casualidad alguien se atreviera a volar el puente?
EF. -Entonces irían a
matarse a otra parte.”
El comandante de los nordistas les confirma que llevan una
buena temporada cumpliendo la absurda orden sin más resultado que la ritual
matanza. Les confiesa también su secreto deseo de que el puente vuele por los
aires. Cuando el Bueno y el Feo lo hacen estallar, el comandante, herido de
muerte en la última escaramuza, apura feliz su último aliento. A la mañana
siguiente, el Bueno y el Feo descubren que, como suponían, los dos ejércitos
han ido a matarse a otra parte.
En tiempo de guerra los puentes son un preciado botín:
garante de comunicación y paso de los ejércitos, pieza fundamental de la
estrategia. Han protagonizado multitud de películas del género bélico, por lo
general, basadas en sucesos reales. Desde el principio de los tiempos,
infinidad de hombres han muerto y matado a los pies de un puente. Unas
películas han narrado tales hazañas desde el escepticismo, como ‘El bueno, el
feo y el malo’, otras desde la glorificación del heroísmo castrense. Y otras
muchas, quizás las más interesantes, desde un punto intermedio más acorde con
las pulsiones humanas.
“Mayor Kreuger- Vamos. Debemos atacar.
Capitán Schmidt- Es inútil. Estos hombres no van a morir por nada.
Acaba de matar a dos hombres... ¿pretende matarnos a todos?
M.K.- Es nuestro deber.
C.S.- Usted se debe a esta gente.”
El mayor Kreuger (Robert Vaughn) y el capitán Schmidt (Hans Christian
Blech) ejemplifican con este diálogo lo absurdo de
cumplir unas órdenes que suponen pobres moratorias ante un fin próximo, o en el
mejor de los casos, crueles sacrificios por un bien mayor. Todos los oficiales
de ‘El puente de Remagen’ (John
Guillermin, 1969, The bridge at Remagen),
tanto del bando aliado como del nazi, se enfrentan a la misma disyuntiva. El
diálogo mencionado ocurre al final de la película. Hemos presenciado mucha
muerte sobre el puente y los alemanes, con su ejército en franca retirada, se
han llevado la peor parte. Tras su intenso careo con el capitán Schmidt, el mayor Kreuger decide
hacer lo más sensato en tales circunstancias: rendirse al empuje aliado y no
sacrificar más vidas en la defensa de un puente prácticamente perdido.
Sin embargo, la guerra no ha terminado aún y Kreuger sigue sujeto a la cadena de mando. Cuando vuelve a
su cuartel general se enfrenta a las consecuencias de su rendición. Frente al
pelotón de fusilamiento el mayor escucha el ruido de un avión... “Aviación
enemiga, señor” le dice el joven oficial encargado de fusilarle. “Pero ¿quién
es el enemigo?” se pregunta, lacónico, Kreuger. La
gran cuestión de toda guerra, un interrogante que según la circunstancia puede
ser de difusa respuesta, como veíamos en el primer capítulo dedicado a otra
película con protagonismo de la obra civil: ‘El puente sobre el río Kwai’ (David Lean, 1957, The bridge on the
river Kwai).
Quizás la más espeluznante de todas las películas que narran
el sacrificio humano en tiempos de guerra sea ‘El puente’ (Bernhard
Wicki, 1957, Die Brücke). Un grupo de adolescentes alemanes se conjuran para
defender el puente de su pueblo ante el avance aliado. El mismo puente que tan
sólo unos días atrás era el escenario de sus juegos infantiles se convierte en
el lugar de su muerte. Su ingenuo idealismo mezclado con el burdo sentido de la
hombría propia de la edad les lleva a caer como moscas en un enclave, como
descubrimos luego, sin apenas importancia estratégica. Cuando han muerto la
mayoría de ellos, tres soldados alemanes llegan al puente con la idea de volarlo.
Los dos chavales supervivientes no pueden aceptar que el sacrificio de sus
amigos haya sido en vano y terminan disparando a sus propios compatriotas. La
imagen funde a negro y una voz en off extiende la
amargura: “Esto ocurrió el 27 de abril de 1945. Fue tan irrelevante que no
apareció en ningún comunicado de guerra”.
Los hechos reales ocurridos en Europa esos primeros meses de
1945 han sido llevados una y otra vez a la gran pantalla. Como en “
Superproducciones como ‘El día más largo’ (Andrew Marton, Ken Annakin y el propio Bernhard Wicki rodando las
secuencias del bando alemán, 1962, The longest day), ‘¿Arde París?’
(René Clement, 1966, Paris, brule-t-il?) o ‘Un puente lejano’ (Richard Attenborough,
Si el papel de los soldados rasos fue ninguneado, no ocurrió
lo mismo con los puentes. Su importancia estratégica queda reflejada en cada
una de estas películas. En ‘El día más largo’, la primera secuencia de acción
tiene como protagonista un puente sobre el río Horne
que el mayor Howard (Richard Todd)
debe capturar antes de que el enemigo lo destruya. El oficial inglés y sus
paracaidistas lo consiguen tomar y defender hasta que llegan los refuerzos. Es
la primera peripecia de una larga serie que culmina con la batalla de Omaha Beach. Según la tesis que
defiende la película, allí fue donde se decantó la operación. Escuchemos el
diálogo que protagonizan el general de brigada Cota (Robert
Mitchum) y el coronel Thompson
(Eddie Albert), agazapados
frente a las alambradas y parapetos que defienden la playa:
“Cota.-Vamos a subir
ahí arriba. (...) Después hay un barranco.
Thompson.-Y un control de carretera armado hasta los
dientes.
C.-Si cruzamos...
T.-Lo hemos intentado
tres veces... Es imposible.
C.-Tres veces no
basta. Volveremos a intentarlo ¿hay ingenieros?
T-Muchos.
C.-¿Con equipo que
funcione?
T.- (Asiente) Entonces
¿no llamo a los barcos?”
En lugar de llamar a los barcos para organizar la retirada,
el coronel le proporciona a Cota los ingenieros solicitados. Con el sargento Fuller a la cabeza (Jeff Hunter), los ingenieros tienden unos tubos explosivos y
franquean las alambradas. Luego se acercan al parapeto entre el fuego enemigo y
lo vuelan con más cargas explosivas. El pobre Fuller
muere en el intento, pero despeja el camino para la invasión que supuso el fin
de la guerra. Así, con esta primordial intervención de los ingenieros del
ejército, se decide el clímax de una película que pretende ser rigurosa con los
hechos históricos.
Antes del Día D hubo otros intentos por asaltar la fortaleza
en la que los alemanes habían convertido Europa. ‘Un puente lejano’ narra el
fracaso de la operación Market Garden,
ideada por el general británico Montgomery. La
maniobra consistía en lanzar 35.000 paracaidistas detrás de las líneas enemigas
para que tomaran siete puentes sobre el Rhin y los
aseguraran hasta que llegara el grueso de las tropas aliadas. El problema es
que entre el primer puente y el último había un trecho de cien kilómetros mal
comunicado por una carretera de un solo carril.
Los paracaidistas vuelan sobre Holanda en la mayor operación
aerotransportada de la historia y aterrizan junto a los puentes. El primer
contratiempo ocurre cuando los alemanes logran volar uno de los primeros, el de
Sonne, justo antes de que el coronel Stout (Elliott Gould) y sus muchachos se hagan con él. Los aliados
recurren a un puente pret-a-porter de diseño y fabricación inglesa (¡el puente Bailey!), pero entre que llegan las piezas y las montan se
echa el tiempo encima. Además, el avance por la estrecha calzada resulta ser un
caos a pesar de que el oficial al mando (Edward Fox)
se ha propuesto organizar la carretera como si de una línea de ferrocarril se
tratara (“I decided to run the road
like a rail”).
El puente lejano del título resulta ser el de Arnhem, el último de la ristra, donde el teniente coronel Frost (Anthony Hopkins) y sus
comandos ingleses deben resistir 48 horas hasta la llegada de los refuerzos.
Las 48 horas pronto se convierten en 96 y los refuerzos nunca llegan. Frost termina por rendirse a los alemanes, a la división Panzer que le ha hecho la vida imposible. Es el fin de la
operación Market Garden. La
película termina con otro lacónico comentario, en boca del teniente general Browning (Dirk Bogarde), que con su mejor flema inglesa declara: “Oh, siempre pensé que el plan tenía un puente demasiado
lejano”.
Al igual que ocurre con ‘El puente de Remagen’
durante todo el metraje de ‘Un puente lejano’ presenciamos una curiosa
disyuntiva en el bando alemán: volar o no los puentes. Dinamitarlos es la mejor
manera de entorpecer el avance aliado pero también supone clausurar la
posibilidad del contraataque. Los puentes se convierten en el fiel de la
balanza que mide las expectativas de triunfo en la contienda, la botella medio
llena o medio vacía a la que se agarran los oficiales alemanes.
En el extremo más alejado de las primeras películas citadas,
se encuentran otras como ‘Baatan’ (Tay Garnett, 1943) o ‘Los puentes
de Toko-Ri’ (Mark Robson, 1953, The bridges at
Toko-Ri). Las dos pertenecen
al género de “hazañas bélicas” y su acción transcurre alrededor de uno o varios
puentes. Las dos alejadas de toda crítica y con un perfil del protagonista
similar, Robert Taylor en la primera y William Holden en la segunda: el héroe castrense que pierde la vida
por cumplir con la misión que le ha sido encomendada, sin plantearse si la
orden realmente merece la pena ser cumplida o no. Películas que,
independientemente de su mérito artístico, utilizan la ficción como propaganda.
No olvidemos que durante
Una vez terminadas las guerras y reorganizadas las
fronteras, los puentes se convierten a veces en territorio de nadie, en puesto
de control para países vecinos pero enfrentados. Su condición de espacio
artificial les hace lugares neutrales por excelencia, pero el tránsito entre
dos orillas se ve entorpecido entonces por requerimientos humanos de
identificación y pasaporte. Los puentes como lugares pautados, muy lejos de su
primera intención comunicadora. El intercambio de rehenes sobre un puente es una
escena clásica de la ficción bélica o de la posterior Guerra Fría. La hemos
visto en películas como ‘Funeral en Berlín’ (Guy
Hamilton, 1966, Funeral in Berlin) o ‘La vida es un
milagro’ (Emir Kusturica, 2004, Zivot
je cudo).
Esa condición de neutralidad atañe a puentes sólidos. No a
los precarios puentes colgantes que en el cine han protagonizado multitud de
secuencias de acción. Quizás la mejor de todas sea la de ‘Gunga
Din’ (George Stevens, 1939), en la que Cary Grant y Sam Jaffe
intentan cruzar un precario puente mientras un elefante lo agita al otro lado. Steven Spielberg bebió
directamente de esta película (esa secta que ofrece sacrificios a Kali, ese foso con serpientes...) para su saga sobre
Indiana Jones, especialmente para ‘Indiana Jones y el templo maldito’ (Steven
Spielberg, 1984, Indiana Jones
and the temple of doom), otra cinta con puente
colgante.
Pero el más famoso del mundo es el de San Luis Rey. Gracias a Thornton Wilder que narra su desplome y la posterior investigación
sobre un suceso en el que han muerto cinco personas. La novela “El puente de
San Luis Rey” ha dado lugar, hasta la fecha, a tres
versiones cinematográficas con el mismo título: la dirigida por Charles Brabin (1929), la de Rowland V.
Lee (1944) y la de Mary McGuckian
(2004), esta última rodada parcialmente en Málaga.
Otros puentes que reclaman su protagonismo en este libro son
los levadizos. La escena del salto en automóvil es un clásico de acción que
corona muchas persecuciones. Posiblemente los dos saltos más famosos sean el de
Jim Brannigan (John Wayne) en el Tower Bridge de Londres (‘Brannigan’, Douglas Hickox, 1975) y el de los Blues Brothers en el East 95th Street Bridge de Chicago (John Landis, 1980, The Blues brothers).
Por último, hay que mencionar que en ‘La costa de los mosquitos’ (Peter Weir, 1986, The Mosquito coast) aparece el
único puente giratorio manual que queda en América. Fue construido en Liverpool
e instalado y abierto en 1923 en Belice.
Todo mi corazón está
en el puente
En ‘¿Por quién doblan las campanas?’ (Sam
Wood, 1943, From whom the bells
toll?), Gary Cooper interpreta a Robert Jordan, un miliciano estadounidense que apoya a
Decíamos al principio del capítulo que los puentes son
escenarios privilegiados para dramatizar los conflictos de los personajes y
acelerar su resolución. Prueba de ello es que han sido utilizados hasta la
saciedad para lograr el clímax de la acción, ya sea por las posibilidades
físicas que ofrecen o por su fuerte carga simbólica. Los puentes prolongan el
camino. Cuando uno se rompe (o se vuela), el camino se corta y la acción se
detiene. En ‘Misión de audaces’ (John Ford, 1959, The horse soldiers), tras una
temeraria incursión por el territorio sudista en la que han saboteado las
líneas enemigas, el coronel nordista Marlowe (John Wayne) vuela un puente que
asegura la retirada para sus tropas. Lo hace in extremis,
como todo clímax que se precie, herido y acuciado por el enemigo. Y la película
termina ahí. Sin puente no hay persecución posible y la peripecia queda
clausurada en la cabeza del espectador de manera tanto física cómo simbólica.
Muchas películas resuelven su argumento con una secuencia que transcurre
alrededor de un puente. Entonces al corazón de los protagonistas (y al de los
espectadores si los peliculeros han hecho bien su trabajo) le ocurre lo mismo
que al de Ingrid Bergman. Veamos unas pocas.
En ‘Cielo negro’ (Manuel Mur Oti, 1951), tras pasar calamidades y desengaños durante
toda la película, la protagonista decide acabar con su miserable vida tirándose
desde el viaducto que se alza en Madrid sobre la calle Segovia. Emilia (Susana
Canales) se alza sobre el vacío y se dispone a tirarse cuando las campanas de
todas las iglesias adyacentes comienzan a sonar al unísono. Envuelta en
lágrimas, Emilia corre por la calle Bailén hasta entrar en la iglesia de San
Francisco el Grande para reconciliarse con la vida y su divinidad. La cámara en
travelling no se separa ni un momento de ella, en una
de las secuencias más impresionantes que el cine español ha dado nunca.
Catherine (Jeanne Moreau) siempre tenía a Jim
(Oscar Werner), incluso cuando le dejaba por Jules
(Henri Serre) o algún otro. Jules y Jim eran íntimos amigos, discutían sus puntos de vista de
cualquier asunto, les apodaban don Quijote y Sancho Panza, pero no eran iguales
en sus relaciones con las mujeres. Cuando Catherine quiso también a Jules le
tuvo, pero retenerle a su lado, convertirle a su manera de ser resultó más
complicado. Después de una relación con multitud de altibajos y tras darse
cuenta de que Jules nunca sería suyo como ella deseaba, Catherine decidió
terminar con sus vidas en presencia de Jim. Un viejo
puente de piedra de diez ojos al que le faltaban los dos centrales sirvió para
tan triste desenlace. Hablamos de ‘Jules y Jim’ (François Truffaut, 1961, Jules et
Jim) y de lo complicadas que pueden ser las
relaciones amorosas.
La relación entre Gregory Peck y
Sofía Loren en ‘Arabesco’ (Stanley
Donen, 1966, Arabesque) tampoco es sencilla. El
clímax se dirime también en un puente donde nuestros dos protagonistas son
acosados por el helicóptero que conducen los malos. Al final de ‘Breakdown’ (Jonathan Mostow,
1997) Kurt Russell y JT Walsh pelean sobre la cabina de un camión que cuelga de un
puente. Kurt gana y tira a JT al fondo del abismo.
Cuando ve que no se ha muerto, le arroja el camión encima. ¡Qué brutas son
estas pelis americanas de buenos y malos! Aunque no
siempre. Todas las Navidades tenemos oportunidad de comprobarlo cuando reponen
‘¡Qué bello es vivir!’ (Frank Capra,
1946, It’s a wonderful life!). En las secuencias finales de la película, George Bailey (James Stewart) acude a un puente para esparcir a los cuatro
vientos sus ganas de vivir. El mismo donde intentó suicidarse y donde le salvó
su buen corazón; el torpe pero ingenioso ángel sin alas Clarence
(Henry Travers) se arrojó antes al río para provocar
su inmediata ayuda. La nieve vuelve a caer y George,
el hombre más rico de
El clímax más ingenieril de todos
los que hemos visto es el de ‘Hombres de presa’ (Richard Wallace,
1947, Tycoon). John Munroe construye un puente en tiempo récord y cuando está a
punto de terminarlo, una terrible crecida amenaza con derribarlo. En medio del
diluvio y sin ayuda de nadie, Munroe intenta colocar
la última sección que falta en el centro del puente. Ha puesto todo su orgullo
en la obra y que el puente resista supone también la posibilidad de recuperar a
Maura (Laraine Day). Sus
amigos acuden a ayudarlo y finalmente consiguen colocar la sección. Pero dudan
de que aguante la crecida de las aguas. Ni corto ni perezoso Munroe decide colocar el tren que usan para la construcción
de la vía férrea sobre el puente para que su peso afiance los cimientos. Las
aguas llegan y se llevan por delante la sección, el tren y casi al propio
ingeniero. Pero los cimientos aguantan, y Munroe
recupera su orgullo y, lo que es mucho mejor, a su amada Maura.
‘Fiebre del sábado noche’ (John Badham, 1977, Saturday night fever) comienza con un plano del puente de Brooklyn con Manhattan al fondo.
En seguida cambia bruscamente a otro similar pero con el puente de Verrazano-Narrows como
protagonista. Para el que no conozca Nueva York
aclaremos que el primero une Manhattan con Brooklyn y el segundo Brooklyn
con Staten Island. En los
años 70 (y ahora también) en Manhattan vivía la
mayoría de gente con dinero; en Brooklyn bajaba el
caché; y en Staten Island
se concentraban la mayoría de los latinos e inmigrantes de menor poderío
económico. Para los protagonistas de esta película, habitantes de Bay Ridge en Brooklyn, el primer
puente les unía con lo inalcanzable y el segundo con un territorio donde podían
sentirse superiores.
“Justo ahí, al otro lado del río, todo es completamente
diferente. ¡Es precioso! La gente es guapa y las oficinas son maravillosas...”
le cuenta Stephanie (Karen Gorney)
a Tony Manero (John Travolta). Steph se quiere mudar
a Manhattan, en Brooklyn se
siente una princesa entre pordioseros. Tony también
se siente así pero por comparación con sus vecinos de Staten
Island. De hecho, Tony y
sus amigos se corren sus buenas juergas en el puente Verrazano-Narrows. Allí acostumbran a impresionar a las chicas
paseando por las barandillas entre los focos, saltando de una a otra plataforma
y realizando todo tipo de acrobacias temerarias que terminarán desgraciadamente
en el clímax de la película.
Sobre todo el filme gravita la disyuntiva entre ser cabeza
de ratón o cola de león. Pues ocurre a veces que el tamaño de tu mundo y tus
aspiraciones viene determinado por un puente. Cruzarlo puede cambiar tu vida.
Alrededor de una idea similar transcurren otras películas como ‘Malas calles’ (Martin Scorsese, 1973, Mean streets), ‘Mi familia’ (Gregory Nava,
1995, My family) o ‘Copland’ (James Mangold, 1997).
El puente como
localizador y símbolo
Multitud de películas empiezan con el puente de Brooklyn u otro similar. Aunque no lleguen a ser utilizados
como en ‘Fiebre del sábado noche’, sirven para localizar la acción. Una de las
primeras informaciones que debe recibir el espectador cuando se enciende la
pantalla es dónde transcurre la acción. Además en cine, una información se
mantiene constante hasta que no aparezca otra que la contradiga. Las obras de
ingeniería que hacen reconocible el paisaje para el espectador sirven como
localizadores. Si en el primer plano de la película sacamos el puente de Brooklyn, estamos diciendo al espectador que la acción se
va a desarrollar en Nueva York. Aunque luego, como
ocurría en los primeros tiempos del cine, la mayoría de la acción se rodara en
decorados en el interior de los estudios.
Últimamente están muy en boga las películas con mucha acción
que transcurren en varios continentes. Para este tipo de películas de espías o
asesinos a sueldo -las de 007, misiones imposibles, casos Bourne
y demás- los localizadores resultan fundamentales. Un planito del Golden Gate y el espectador sabe
que estamos en San Francisco; otro de
Los ejemplos de este mecanismo son infinitos y no merece la
pena que nos detengamos en ellos. Pero sí la merece que repasemos todos
aquellos puentes que además de servir como localizador se han cargado de otras
connotaciones. ‘Destino Tokyo’ (Delmer
Daves, 1943, Destination Tokyo) empieza con un localizador de libro: el Golden Gate de San Francisco. La
película, un ejercicio de propaganda de los que mencionábamos antes, narra la
misión de un submarino estadounidense que durante
En otra película con submarino, ‘La hora final’ (Stanley Kramer, 1959, On the beach),
el Golden Gate cumple un
papel totalmente distinto. Gregory Peck interpreta al
comandante de un submarino estadounidense que tras una larga misión en el
Pacífico emerge en aguas australianas. Entonces descubre la terrible noticia:
En ‘Érase una vez en América’ (Sergio Leone, 1984, Once upon a time in America), el
puente Williamsburg que une Manhattan
con Brooklyn aparece como telón de fondo en varias
secuencias, siempre antes de que la acción marque el destino de los personajes.
Se convierte en presagio de fatalidad. Es mostrado justo antes de que Noodles conozca a Max y justo
antes de que su secuaz más pequeño sea asesinado por la banda de Bugsy, y Noodles acuchille a un
policía. No es extraño que uno de esos fotogramas con puente fuera elegido para
el cartel de la película.
En otro momento Sergio Leone elige, sorprendentemente, el
puente de Brooklyn y no el de Williamsburg
para localizar al protagonista. Un Noodles entrado en
años que camina nervioso por el barrio en el que nunca tuvo rival. El personaje
interpretado por Robert de Niro
viene de recuperar la maleta de la consigna de la estación y se muestra
incómodo por las calles que gobernaba años atrás. El puente simboliza aquí la
transformación que ha sufrido tanto el barrio como el propio Noodles, un personaje que ha terminado de forma muy
distinta a la que en principio soñó.
Otro puente neoyorquino, el de Brooklyn,
también ilustra el cartel de ‘Manhattan’ (1979), una
de las mejores películas de Woody Allen.
El puente está allí, al fondo de una secuencia que protagonizan Woody Allen y Diane
Keaton sentados en un banco junto al Hudson, como testigo de la especial unión que nace entre
ambos. De nuevo el puente como símbolo de unión entre dos personas, sean o no
amantes. En ‘El príncipe de las mareas’ (Barbra Streisand, 1991, The prince of tides)
esa simbología se hace explícita cuando el off de Nick Nolte cuenta que, cada vez
que cruza el puente que atraviesa las marismas de Charlotte,
una palabra acude a su cabeza: “Lowenstein, Lowenstein, Lowenstein...” Lowenstein es, por supuesto, Barbra
Streisand, eficiente psicoanalista y mujer
inolvidable.
Terminemos el capítulo con una pequeña pero maravillosa
película española. ‘Secretos del corazón’ (Montxo
Armendáriz, 1997) narra el despertar a la adolescencia de Javi,
un niño navarro que descubre poco a poco los terribles secretos que rodean a
sus mayores. Al final de la película persigue a su tía María (Charo López) y por fin se atreve a cruzar las piedras que
jalonan el río a modo de puente. Ese tránsito ejemplifica mejor que ninguno la
noción de cambio que todo puente, por modesto que sea, supone en la vida
dramática de los personajes de una ficción.
(1) “Rarely does a movie character just cross a bridge to get to the
other side. Instead, the passage over a bridge often signifies some kind of
‘change’- a transition into a new phase of life, connection with a new person,
or confrontation with danger or even death”. Chale Nafus. Bridges on Films. Historic Bridge Foundation,