Mientras Sinatra sufría en Estados Unidos, Ava, en España, seguía otra filosofía de vida más placentera: si no le veo, no pienso en él. Después de las largas horas bajo el deslumbrante sol de España y de que Al Lewin examinara a través de la cámara cada poro de su piel, al anochecer, Ava tenía ganas de divertirse. En Tossa y los pueblos de los alrededores no había demasiada vida nocturna, aunque la que había podía ser muy intensa: tabernas donde los gitanos tocaban y cantaban hasta el amanecer, mientras el vino y el coñac circulaban como la fresca primavera por el cercano macizo de Cadiretes. «Había fiestas, y las fiestas españolas, por supuesto, duraban toda la noche —recordó Sheila Sim—. Solíamos presentarnos a la hora que nos había dicho, las diez, pero, evidentemente, no nos habían aclarado que no empezaría, ni por asomo, antes de la medianoche. Ava se quedaba toda la noche y nosotras estábamos furiosas, porque cuando llegaba al rodaje para maquillarse estaba bellísima. Resultaba muy irritante para todas, porque para aparecer razonablemente guapas delante de la cámara teníamos que ponernos mucho maquillaje. Ella, en cambio, no necesitaba nada.» Jack Cardiff, que posiblemente contemplaba a la estrella más atentamente que los demás, recordaba que en algunas ocasiones, por la mañana, debía tener mucho cuidado con las luces cuando en los ojos de Ava se veía que no había dormido en toda la noche.

            «Y, por supuesto, Ava, en aquellos tiempos, era joven e indisciplinada —dijo Sheila Sim—. Y un espíritu salvaje, muy salvaje.»

            «Era una criatura extraordinaria —dijo John Hawkesworth, el joven inglés encargado del vestuario en el rodaje en exteriores—. Una chica maravillosa. Me encantaba, era más fuerte que cualquiera de nosotros. Una mujer fascinante. Algunas noches se reunía con nosotros para cenar en el café, y era capaz de comer el doble que cualquiera y de beber el triple de lo que bebíamos nosotros. Salía con su hermana, una mujer mucho mayor que ella, bastante patética, con pinta de alcohólica y más bien gruesa. Se iban de copas, su hermana se retiraba y Ava seguía sola durante toda la noche.»

            «Ava… ¿Cómo lo diría? —comentó Jeanie Sims—. Era muy romántica. Le gustaban los hombres y creo que también algunas mujeres, aunque lo que más le gustaba eran los hombres. Le encantaba enamorarse y que la gente se enamorara de ella. James Mason no estaba disponible, porque había venido con su esposa, y creo que Pamela se encargaba de que James estuviera a su lado y no se les veía mucho. Por eso supongo que era algo inevitable que Ava se interesara por Mario… el torero. Y él, evidentemente, también se interesó por ella.»

            «Se enamoró del torero, sí —dijo Angela Allen—. A ella le parecía muy atractivo y tuvieron una aventura. Creo que esa es la palabra para definirlo. En cuanto a él, fue todo un triunfo salir con una estrella de Hollywood; era un torero de segunda fila.»

            Para el papel de Juan Montalvo, el torero asesino, Lewin tuvo el acierto de elegir a un torero de verdad que además tenía experiencia en el cine, Mario Cabré, un actor apuesto y un carismático torero[1], aunque no estaba considerado una estrella del ruedo. Cabré le permitó a Lewin rodar las secuencias de toreo con más libertad al no tener que cortar o recurrir a un doble. Cabré era guapo y encantador, aunque a veces objeto de burla: reclamaba mucha atención, era poeta aficionado, incapaz de contenerse y repentinamente inspirado por una nueva musa de ojos verde esmeralda. «Mario era guapo y viril como sólo saber serlo un latino —dijo Ava—, aunque también era descarado, vanidoso, escandaloso y estaba totalmente convencido de que era el único hombre del mundo para mí.»

            Al principio, a Ava le pareció divertido —aunque poco más— el encaprichamiento de Mario hasta que todos fueron a verle a la plaza de toros. «Ella se quedó fascinada en aquella primera corrida de toros —recordó John Hawkesworth—. Creo que se le metió en las venas: la emoción, el color, el dramatismo del espectáculo. Sencillamente le encantó.»

            «Si ha asistido alguna vez a una corrida de toros —comentó Jeanie Sims—, sabrá que el ambiente es más bien dramático, con toda la pompa y el sonido de las trompetas. Y, en fin, vio a Mario vestido con su “traje de luces” y moviendo el capote y la espada, y creo que se quedó muy impresionada. Y cuando le vio enfrentándose a ese enorme toro… bueno, creo que eso le dio una imagen nueva de él.»

            Ese día, en la plaza de toros, Cabré le lanzó la montera a Ava y, como es costumbre, le dedicó el toro. Y Ava, agarrando con las manos la montera del matador, contempló, angustiada y emocionada, el drama de la estocada[2], mientras experimentaba un gran alivio emocional (algunos dijeron que erótico) en los últimos y trágicos momentos, cuando la embestida mortal de la espada de Cabré hizo que el enorme animal se desplomara a sus pies.

            Lo siguiente, y que nadie supo, es que Ava y Mario se convirtieron en lo que los columnistas llamarían “una pareja romántica”: cenaban juntos, se les veía cogidos de la mano caminando por las viejas calles de la zona fortificada y por la playa, bajo la luna del Mediterráneo. «Después de una de esas noches románticas españolas, llenas de estrellas, baile y alcohol —escribió Ava— me desperté y descubrí que estaba en la cama con Mario Cabré.» La versión de Cabré sobre esos acontecimientos, más cargada de metáforas, se expresó en el número uno[3] de sus “Poemas a Ava”:

 

La noche tenía un solo color.

Sin embargo, cuando apareció ella, el cielo mostró el arco iris.

Porque Ava era el amanecer.

 

Ella lo recordaría como «un error» de una sola noche, aunque otros recordaban una relación más prolongada. Al principio, según comentó Jeanie Sims, se comunicaban a través del lenguaje de signos, porque Cabré no hablaba inglés (decían que, para la película, memorizó sus frases como un loro). «Mario hablaba con ella en castellano, y Ava sólo hablaba inglés. Ava me dijo: “Me divierto con Mario, pero ninguno de los dos entiende lo que dice el otro”. Y yo le pregunté: “¿Acaso importa eso?” Y ella dijo: “Sí que importa. Me gustaría llegar a conocerle mejor y saber lo que me dice.” Y entonces es cuando me vi convertida en intérprete, porque Mario hablaba francés y yo también; un mal francés, aunque comprensible. De modo que me vi forzada a estar con ellos: Mario se dirigía a mí en francés mientras la miraba a ella, y entonces yo le traducía a Ava lo que me había dicho; luego, ella me hablaba en inglés y yo le traducía al francés a Mario lo que ella me decía. Afortunadamente, yo no me encontraba muy bien y durante un par de semanas tuve que quedarme en la cama con ictericia, de modo que no tuve que seguir haciendo de intérprete. Luego, cuando ya pude levantarme (el médico español me recetó una botella de vino al día), habían pasado tanto tiempo juntos que ya eran capaces de entenderse sin mi ayuda.»

«Era un hombre encantador—dijo Jack Cardiff—.  No sabía más de tres palabras en inglés, pero creo que estaba sinceramente enamorado de ella. Tenía ganas de alardear de ello y ofreció una corrida de toros para Ava a la que yo asistí. Fue justo antes de que anocheciera. Él se enfrentó a ese toro y ahí estaba Ava, contemplándole, mientras hacía la mariposa[4], en la que sostenía el capote detrás de él y se movía hacia delante, que es el movimiento más peligroso, casi suicida. Estaba tratando de hacer una exhibición. Ava estaba realmente aterrada ante la posibilidad de que el toro le matara, y aun después seguía estando preocupada. Pero él lo hizo muy bien, era muy valiente. Aunque, la verdad, no creo que él se diera cuenta de dónde se estaba metiendo con Ava y de que ella le sobrepasaba. Mario escribió poemas en castellano sobre Ava y los leyó; ella era muy atrevida, porque le decía cosas en inglés que él no entendía, y con algunas lo que hacía era burlarse de él.»

Los “Poemas a Ava”, que Cabré recitaba en voz alta a todo aquel que quisiera escucharlos, eran apasionados, íntimos y, en algunos momentos, un poco[5] subidos de tono. «Cuán tórrida era tu sangre mientras me acariciabas —empezaba diciendo una de las estrofas—. Y clavabas tus uñas en mi piel. (…)»

Cabré estaba ansioso por compartir lo que sentía por la guapa norteamericana con cualquier representante de la prensa que estuviera a su alcance. «Después de trabajar durante dos semanas con Ava, sé que es la mujer que amo con toda mi alma y mi corazón —manifestó a un grupo de periodistas—. He recibido muchas cornadas, pero Ava me ha golpeado más fuerte que el asta de un toro. ¡Aquí… en el corazón! Oh, Ava mía, de tus dedos brotan caricias.. (…) Tus labios me dejan extasiado.»

Gracias a la relación de Mario con los periodistas españoles que visitaban Tossa de Mar, la noticia sobre el romance se difundió por toda la península ibérica y pronto cruzó el Atlántico para acabar llegando a los Estados Unidos. Las fotos de Ava y Mario juntos se publicaron una semana después de que fueran tomadas. «Esto no es una película, sino un auténtico romance». Y citaban a Ava: «Mi tercer amor será eterno», y se daba por supuesto que el número tres[6] se refería a Mario Cabré.

 

 

 

El 11 de mayo, Frank Sinatra aterrizó en Barcelona. Habían hablado de la posibilidad de que él, en algún momento, viajara por unos días. De repente, Sinatra decidió que había llegado la hora de hacerlo.

            Una multitud de representantes de la prensa le esperaba en el aeropuerto del Prat de Llobregat. Escribieron que tenía un aspecto «cansado y desolado» y que estaba de «mal humor». ¿Había venido para ver a Ava Gardner?, le preguntó un periodista.

            —Sí.

            —¿Es su novia[7]? —le preguntó otro—. ¿Su amor?

            —Sin comentarios.

            Los periodistas, solícitos, le pusieron al corriente de los últimos detalles de la amistad de Ava con el matador de toros, y Sinatra les escuchó abatido; dijo que había oído el nombre de Cabré, aunque no sabía nada acerca de él. El cantante sostenía un paquete envuelto en un papel de colores, y alguien le preguntó si se trataba de un regalo para Ava.

            —¿Usted qué cree, amigo?

            —Creo que es una joya para la señorita Gardner.

            Sinatra le había traído dos regalos de Estados Unidos: seis botellas de Coca-Cola —ella se había quejado de que en Tossa no había— y un collar de esmeraldas valorado en diez mil dólares, que sería incautado por las autoridades españolas y sólo le fue devuelto a Ava cuando abandonó el país.

            —Oigan, ¿por qué no me dejan en paz? —dijo Sinatra.

            Los periodistas parecían reticentes a hacerlo. Sinatra dijo que estaba en España para tomarse un descanso porque tenía problemas con su garganta y que los médicos le habían ordenado que hablara lo menos posible. Un periodista le preguntó si tenía algo más que decir.

            —Creo que Bing Crosby es el mejor cantante del mundo —repuso Sinatra.

 

 

 

 

«Sinatra llegó repentina e inesperadamente —recordó Jeanie Sims—. Y no hubo ningún problema. Ava no estaba en el lugar del rodaje, que es donde se suponía que debía estar. Ella y Mario se habían ido por su cuenta a algún sitio; nadie pudo localizarles y alguien vino a verme, creo que fue el publicista, y me dijo: “¿Qué vamos a hacer? No podemos dejar que vaya al rodaje, porque todo el mundo le ha dicho que Ava estaba allí y en realidad no es así.” De modo que me mandaron a interceptarle para que le mantuviera alejado de donde estaban ella y Mario. Y eso fue lo que hice. Me reuní con él y le llevé a visitar varios lugares. Y estoy casi segura de que él sabía exactamente lo que estaba ocurriendo, aunque no lo dio a entender. Fue realmente muy amable conmigo, incluso cuando llegó un momento de desesperación y me lo llevé para presentarle a los técnicos y al equipo español. Fuimos al bar y yo llegué a decirle: “¿Por qué no nos cantas una canción?”, pero él se echó a reír y dijo: “No, estoy de vacaciones”. Los técnicos que estaban allí y no trabajaban se pusieron a jugar al póquer y yo le dije: “¿Por qué no te unes a ellos?” Sinatra me dijo: “De acuerdo”, se sentó y estuvo jugando a las cartas hasta que alguien se las arregló para localizar a Ava y traerla de vuelta sin Mario. Finalmente ella apareció y dijo: “¡Oh, qué sorpresa tan maravillosa, querido! ¡Es estupendo!»

 

 

 

 

Se fueron en el coche que había alquilado Frank. Ava estaba asustada por su lamentable aspecto: habría adelgazado unos diez kilos, una considerable pérdida de peso para un hombre ya de por sí flaco; tenía el rostro demacrado, con signos de preocupación, y mostraba no sólo el cansancio del largo viaje, sino toda la tensión a la que había estado sometido durante los cinco últimos meses.

            «Francis, cariño, tienes un aspecto horrible», le dijo Ava.

            Se adentraron en el campo, mientras trataban de volver a sentirse a gusto juntos. Más tarde fueron a Bier, una pequeña taberna de la playa que a Ava le gustaba mucho y tomaron un fuerte aperitivo casero mientras comían una interminable sucesión de tapas que el dueño iba sacando de la diminuta cocina; bebieron lo bastante como para emborracharse y mirarse el uno al otro con la pasión y la ternura de siempre.

            Pero entonces Sinatra recordó el asunto que lo había llevado a viajar a España de forma tan precipitada.

            —Dime, ¿qué hay entre tú y esa maldita bola de grasa?

            —¿Quién? ¿Te refieres a Mario?

            —¿Así es como le llamas?

            —No hay nada entre nosotros.

            —Lo dicen los periódicos, cielo.

            —Frank, tú sabes mejor que nadie que no hay que creer esas cosas… Estamos rodando una película juntos, eso es todo.

 

 

 

 

El equipo de Pandora y el holandés errante se había encargado concienzudamente de mantener a Mario alejado de la pareja. John Hawkesworth, el responsable de vestuario, compartía la habitación del hotel con Cabré y fue testigo de su reacción ante la llegada de Sinatra. «El torero no tenía sentido del humor, estaba completamente loco por Ava, aunque creo que era algo que sólo sentía él. Estaba furioso por el hecho de que Sinatra hubiera viajado desde Hollywood para verla. Y me dijo (entre nosotros hablábamos en francés): “Cuando le vea… le mataré.” Y parecía decirlo muy en serio. Además, tenía espadas y cuchillos por toda la habitación. Así que fui a hablar con Al y se lo conté: “Será mejor que vayamos con cuidado, Al, porque podríamos tener muchos problemas. Este torero está locamente enamorado de Ava, y habla en serio.” Al me contestó: “Tienes razón, no estaría bien que uno de nuestros actores matara a Frank Sinatra.” Y, sin esperar un minuto, Al me encargó que me llevara a Mario de allí, me fuera con él a Gerona para empezar a ensayar las escenas de la corrida de toros y no volviéramos hasta que Sinatra se hubiera ido.»

 

 

 

 

Se buscó una casa para Sinatra para guardar las apariencias. El segundo día se presentó en el rodaje y estuvo observando inquieto a Ava mientras ella rodaba algunos insertos. Luego, se fue a casa y permaneció allí durante todo el día; por la noche, Ava y él se reunieron para cenar.

            Los alojamientos estaban demasiado cerca para evitar del todo que los periodistas merodearan por el pueblo, y les pareció mejor contarles algunas medias verdades que dejarles la posibilidad de que inventaran las suyas. «Ava es una mujer maravillosa —dijo Frank, mientras sorbía una copa de champán frío en el hotel que servía como cuartel general de la producción y en un fonógrafo sonaban algunos de sus discos para que se sintiera como en casa—. Sabía que ella sentiría añoranza en un país extranjero, y sé cómo me sentiría yo si estuviera solo. Por supuesto, sabía lo que diría la gente por el hecho de viajar hasta aquí. Pero ya no soy un jovencito, y esperaba esta curiosidad.»

            Poco después, esa misma semana, empezó a llover en toda Cataluña y hubo que parar el rodaje. Eso permitió a Frank y Ava estar más tiempo juntos y ponerse más nerviosos. Los celos flotaban sobre su reencuentro: Frank estaba obsesionado con ese rival que habían escondido hasta que él se marchara. Las horas de romance y diversión —comieron, tomaron copas, hicieron el amor, salieron a la mar en la barca de uno de los pescadores del pueblo— eran regularmente interrumpidas por las discusiones y los gritos. Se reconciliaban, se peleaban, volvían a reconciliarse y nuevamente a pelearse. Al final, cuando Ava tuvo que volver al rodaje, Sinatra dio por terminada su visita, le dio un beso de despedida y, muy triste, se metió en el coche y regresó a Barcelona.

            Mientras tanto, Mario Cabré había vuelto a hablar con la prensa. «¿Quién es Sinatra? Cuando se haya ido, no volverá al lado de la divina Ava. (…) Nuestro amor sobrevivirá, porque ella es la clase de mujer con la que todos soñamos, aunque, en su caso, cuando despiertas, ¡el sueño continúa!»

 

 

 

 

Frank apareció en París un par de días después, acompañado de su compositor/piloto/compañero de juergas/ Jimmy Van Heusen. Desde un teléfono del Club Lido, en los Campos Elíseos, Sinatra habló con un columnista de Broadway, Earl Wilson. Deseoso de dejar las cosas claras para el público norteamericano, Sinatra le contó a Wilson que la prensa española le había «intimidado y avasallado», tratando de crear un conflicto. «La trampa que me tendieron fue pésima», gritó a través del teléfono. A Wilson le pareció escuchar burbujas de champán de fondo y les contó a sus lectores que en el Lido había coristas que iban con los pechos al aire aunque «el espectáculo es decente y de tipo americano». «Ese torero no significa nada para ella —prosiguió Sinatra—. ¡Nada! ¡NADA! Ella está muy preocupada porque no tiene nada que ver con ese tipo, a quien la prensa española ha tratado de convertir en un héroe. Para ellos sería como colgarse una medalla el hecho de poder afirmar que Ava estaba interesada en él. En realidad (y off the record), ¡estamos más unidos que nunca! Lo hemos llevado lo mejor que hemos podido para que nadie pudiera jugárnosla. Hemos llevado carabina todo el tiempo, con en un baile del instituto. ¡TODO EL TIEMPO!» Earl Wilson sugirió que si Frank seguía gritando, su voz volvería a estropeársele. «Aquí hay algo que puedes publicar —le dijo Sinatra—. Todo el mundo dice que Ava y yo deberíamos casarnos… TODO EL MUNDO… ¡excepto Ava y yo!»

 

 

 

 

El momento de gloria de Mario Cabré, la auténtica corrida de toros que iba a filmarse, estaba a punto de llegar. Todo el equipo fue conducido hasta la vieja y enorme plaza de toros[8] de Gerona. Había dejado de llover; hacía un día espléndido y caluroso. Tratando de ahorrarse el dinero de la figuración (Lewin ya había superado el presupuesto en 25.000 dólares), simplemente habían repartido publicidad de la corrida y dejaron entrar a todos los que quisieron asistir. «Mi jefe, John Bryan, el diseñador de producción, me dio un montón de tareas que hacer en esta película —dijo John Hawkesworth—. Tareas que yo no estaba cualificado para llevar a cabo en absoluto. Una de ellas fue organizar la corrida y comprar los toros que Mario tenía que lidiar. Yo sólo hacía tres o cuatro años que había empezado a trabajar en el cine, en Inglaterra, y no tenía ninguna experiencia en la compra de toros en España, se lo aseguro. Tuve que ir a Barcelona para comprar los animales, que llegaron justo a tiempo para el rodaje. Y resultó que había comprado los toros equivocados, porque tenían unas astas enormes y eran mucho más peligrosos para torear; pero eran los que teníamos, y lo sentí mucho por Mario, porque no le quedaría más remedio que torearlos.»

            Para complicar más las cosas, estaba claro que la censura británica no permitiría ningún plano de la corrida de toros en el que se viera al animal con las heridas de la suerte de banderillas[9], la segunda parte de la tercera[10], cuando esas lanzas cortas o dardos se clavan en el espinazo del toro para minar sus fuerzas. Se sugirió que las banderillas[11] se clavaran en la espalda del toro con ventosas, aunque se rechazó la idea porque también podía ser censurada. Decidieron que lo mejor sería rodar una versión internacional con las banderillas[12] y otra sin ellas. Le preguntaron a Cabré si, pensando en el mercado británico, le importaría enfrentarse al toro con su fuerza intacta, y por lo tanto con más peligro, y el torero accedió, afirmando con valentía que el espectáculo debía continuar. Como siempre, Cabré parecía estar pendiente de Ava. Le dijeron a Mario que se tomara su tiempo con el toro, a fin de asegurarse de que tendrían material suficiente para poder montar la secuencia. Cabré, de pie frente al objeto de su amor, sentado en la primera fila de la plaza, explicó que, normalmente, no podía torearse un toro durante más de veinticinco minutos; pasado ese tiempo, el animal empieza a aburrirse o embiste directamente el capote y carga contra el matador, con el peligro de matarle. Sin embargo, por el bien de la película, Cabré trataría de enfrentarse al toro tanto tiempo como él y el animal pudieran. Se dio la vuelta hacia Ava, suspiró con fatalidad y sonrió; alguien tradujo sus palabras: «Los toros odian los ensayos.» Básicamente, la corrida de toros para la película fue más peligrosa de lo que habría sido una “de verdad”. Cuando se dirigía al ruedo, Cabré le dijo a John Hawkesworth: «Quizás hoy muera por Ava Gardner.»

            «Rodamos la corrida de toros tal y como se desarrolló —recordó Hawkesworth—. No se planificó ni se falseó nada. Él se enfrentó al toro allí mismo, delante del público. Y todo salió bien hasta el final, cuando el toro y el torero se enfrentan cara a cara. El animal se acercó demasiado y le lanzó al suelo,  se dio la vuelta en seguida y cargó contra Mario; fue directamente hacia él con los cuernos apuntando hacia abajo y yo pensé: “¡Oh, no, lo va a matar! ¡El toro va a hacerlo pedazos!” Y me dije: “¡Y yo que le eché la culpa!”»

            Sin embargo, las enormes astas del toro sólo arañaron la piel del torero, y su cuadrilla[13] —su equipo de ayudantes— estuvo encima de la bestia al instante mientras se llevaban al matador a un lugar seguro. «De nada»[14], dijo Cabré. Se le vio más preocupado mientras contemplaba el rodaje de una escena en la que no actuaba pero que mostraba la muerte de su personaje tras una embestida de los cuernos del toro. Este único momento trucado se iba a rodar empleando un muñeco de goma de tamaño natural con los rasgos de Mario. El toro parecía muy contento mientras corneaba el muñeco. Cabré se dio por aludido y comentó: «Eso podría pasarme a mí cualquier día.» Estaban a punto de terminar el rodaje de la escena cuando, de repente, el toro se quedó mirando al equipo, situado en la tribuna de madera, y cargó directamente contra él, destrozando la plataforma y haciéndola tambalearse, y casi estuvo a punto de derribarla. La cámara siguió rodando, y el operador (o alguien) gritó: «¡Vaya plano hemos conseguido!»

 

 

 

 

Finalmente llegó el momento de regresar a Londres. El reparto y el equipo se reunieron para celebrar una última fiesta a orillas del mar; la mayoría estaban ansiosos por volver a casa, pero otros, como Ava, sólo pensaban en un nuevo viaje a España. Mario Cabré había escrito más poemas para recitar, y la mayor parte eran lamentos por la marcha de su amada.

            Volvieron a verse de nuevo, porque Mario viajó a Inglaterra para rodar las secuencias de estudio, aunque tuvo la sensación —correcta— de que las cosas ya no eran iguales lejos de su tierra natal. «Es un ángel, es perfecta —dijo, en un lamento, a todo aquel que quiso oírle—. Estoy desesperadamente enamorado.» Se besaron una vez más antes de que ella fuera conducida hasta el aeropuerto. Mario se despidió a gritos, en inglés, con unas palabras que había aprendido de su amiga americana: «¡Adiós, nena!»

 

 

 

 

Más adelante, Ava declaró al “Daily Mirror”: «Las historias sobre que Mario Cabré, el torero, estaba locamente enamorado de mí sólo son un truco publicitario para promocionar la película. Es una lástima complicar a ese hombre en este tipo de cosas.»

            En Nueva York, Pepita Marco, una bailarina española que actuaba en un club nocturno del Greenwich Village, manifestó a los periodistas que, a causa de las historias sobre su prometido y una actriz de Hollywood, ella había roto su compromiso con Mario Cabré, y, delante de testigos, había hecho pedazos su fotografía. Preguntado sobre la airada bailarina, Cabré dijo: «No es verdad que estuviéramos comprometidos. Una cosa es una mujer para casarse, y otra una mujer para divertirse. ¡Lo que quiere es conseguir publicidad!»

 



[1] En castellano en el original. (N. del T.)

[2] En castellano en el original. (N. del T.)

[3] En castellano en el original. (N. del T.)

[4] En castellano en el original. (N. del T.)

[5] En castellano en el original. (N. del T.)

[6] En castellano en el original. (N. del T.)

[7] En castellano en el original. (N. del T.)

 

[8] En castellano en el original. (N. del T.)

 

[9] En castellano en el original. (N. del T.)

[10] En castellano en el original. (N. del T.)

[11] En castellano en el original. (N. del T.)

[12] En castellano en el original. (N. del T.)

[13] En castellano en el original. (N. del T.)

[14] En castellano en el original. (N. del T.)