CAPÍTULO TRES
En mis juegos infantiles
siempre era
el príncipe o el escudero,
no
la dama:
inquiridor, cruzado,
ganador o perdedor, no
la mujer deseada.
—Denise Levertov
Me gusta haber nacido en el día más corto del año, en el solsticio de
invierno. Me hace sentirme conectada por una energía primordial con Stonehenge y Machu Picchu, donde los celtas y los incas celebraban y
reverenciaban los solsticios. También me gusta volver la vista atrás a lo largo
de los años que he vivido y llegar a una época anterior al plástico, la
contaminación, el desarrollismo urbano y los restaurantes de comida rápida.
¡Incluso antes de la televisión! Me gusta ser capaz de revivir un mundo poblado
por muchas menos personas que hoy —cuatro mil millones menos, para ser
precisos—. Cuatro mil millones menos se nota. Sé lo que me digo. La vida era
muy distinta en aquel entonces, precisamente
porque había cuatro mil millones menos. En la zona urbana de Los Ángeles había
siete millones menos cuando yo nací. Había una sensación de espacio, de más
espacio entre las personas, entre las casas, entre las idiosincrasias, entre
los coches. Había más campos y prados donde una niña podía explorar la
naturaleza y oír cantar a los pájaros. Había más pájaros.
En 1938, el año después de nacer yo, la gente había empezado
a levantar cabeza y a recuperarse de la crisis económica. El New Deal había puesto en marcha
la seguridad social, los subsidios agrícolas, los salarios mínimos, la vivienda
subvencionada; es decir, un intento de equilibrar la situación social, de
proteger a los ciudadanos a quienes Roosevelt
denominó «realistas económicos» en su discurso de investidura. Pese al auge del
fascismo en otras partes del mundo, en Estados Unidos había una sensación de
esperanza en el ambiente.
La esperanza también debía reinar en el matrimonio de mis
padres cuando yo nací. Al acercarse la fecha del parto, mi madre tomó el tren a
Nueva York e ingresó en el elegante Hospital Doctors,
donde los miembros de la clase alta tenían sus hijos y se recuperaban de sus
dolencias en un ambiente casi aristocrático.
En aquella época mi padre estaba haciendo Jezabel con Bette
Davis y su contrato establecía que si su mujer se
ponía de parto durante el rodaje, tenía derecho a volar a Nueva York para poder
estar con ella. Al llegar el momento, Bette Davis tuvo que rodar algunas de las escenas de amor con el script. Andando
el tiempo, ella bromeaba con el tema, fingiendo estar enfadada conmigo: «¡Por
tu culpa me quedé sin mi galán, puñetera!», exclamaba con su voz entrecortada y
altisonante.
A mí me bautizaron como Lady Jayne Seymour Fonda. ¡«Lady»! ¡Así era como todos me llamaban!
Después, cuando empecé a ir al colegio, en las cintas de tela que me cosieron
en la ropa para identificarla ponía LADY FONDA. Habían decidido que yo
descendía de Lady Jane Seymour, la tercera mujer de
Enrique VIII, por parte de mi madre. (Pero, ¿a quién le importa la sangre azul?
La pobre mujer murió apenas tuvo al esperado hijo del rey.) Por no hablar de
que yo no quería ser nada parecido a una lady,
ni quería destacar en nada. Para colmo de males, me metieron una y en mitad del nombre. (Eso venía por el
lado Fonda. El segundo nombre de mi padre era Jaynes.)
Parece ser que a mi padre le emocionó mucho mi nacimiento. En
su biografía se cuenta que dijo: «¡Fue un gran día! Hice docenas de fotos con
mi Leica. Las enfermeras de guardia me echaban todas
las noches de la habitación.» Me gustó leerlo. He guardado esas fotos. Salgo
sola en la cuna o en brazos de una enfermera que lleva la cara cubierta con una
mascarilla. En ninguna de ellas salgo con mi madre.
Mi madre también estaba contenta de haberme tenido, pero,
según la abuela Seymour, ella quería tener un niño.
En aquellos tiempos, se consideraba peligroso que a una mujer le hicieran más
de dos cesáreas y mi madre ya había tenido a mi hermanastra Pan, así que debió
pensar que aquel era su último parto y más valía que el retoño tuviera pene.
Ay, qué maravillosamente simple sería achacar a eso mi eterna sensación de no ser lo suficientemente
perfecta.
Dos años después, pese a las advertencias de su médico, Madre
hizo un último intento de tener un niño. La abuela Seymour
me contó que, en caso de que su tercer hijo fuera otra niña, tenía organizado
adoptar un niño. Hasta ese punto le importaba. Cuando llegó el momento, Madre
cogió un avión a Nueva York para ingresar en el mismo hospital donde me había
tenido a mí, pero cuando nació Peter, en vez de
volver a casa feliz de haber tenido un niño, se instaló en el Hotel Pierre,
donde pasó siete semanas. ¿A qué
cuento venía eso?
Para descubrirlo, pregunté a la eminente doctora Susan Blumenthal, que ha sido
Subsecretaria de Sanidad y la Subsecretaria
adjunta de Sanidad Femenina del país. Como autoridad nacional y experta
en el tema del suicidio y la depresión femenina, la doctora Blumenthal
también es profesora de Psiquiatría en la Universidad de Georgetown y en la
facultad de Medicina de la Universidad de Tufts. En
su opinión, la conducta de Madre pudo deberse a una depresión posparto, un
trastorno psicológico temporal que puede afectar gravemente a la salud de la
madre y el hijo. Incluso hoy en día es frecuente que una depresión posparto
pase inadvertida y es probable que en aquel entonces los médicos de Madre no
supieran que se trataba de un problema que requería una solución urgente.
Además, la doctora Blumenthal me dijo que es
frecuente que una mujer desarrolle una personalidad bipolar (maniaco-depresiva)
tras tener un hijo. Tras años de sufrimiento, a Madre le diagnosticaron una
bipolaridad al final de su vida.
La doctora Blumenthal también me
comentó que los trastornos de personalidad (incluyendo el carácter
maniaco-depresivo) a menudo son cosa de familia. Los resultados de una serie de
investigaciones sugieren que en ciertas familias hay una tendencia al
alcoholismo masculino y a la depresión femenina. La doctora Blumenthal
me explicó que el alcoholismo puede coexistir con la bipolaridad y la depresión
clínica. Además, hay una mayor incidencia del alcoholismo en las personas con
un carácter bipolar que en el resto de la población. Por lo tanto, los posibles
trastornos de personalidad y el alcoholismo de mi abuelo pueden haber
potenciado la predisposición de Madre hacia la bipolaridad. Parece ser que
puede haber un nexo entre la personalidad inestable y el alcoholismo de un
padre y la depresión de su hija, tanto biológica como psicológicamente.
En resumen, cuando Peter y yo
vinimos al mundo, todas las personas que nos rodeaban parecían ocultarse tras
algún parapeto: Madre tras su depresión, Papá tras su máquina de fotos
—captando el momento, pero sin participar jamás— y las enfermeras tras sus
mascarillas.
Cuando nació Peter, Papá había
pasado de su máquina Leica a una cámara de cine
doméstico y en cuanto volvió a California nos enseñó a Pan y a mí la película
que había hecho de Madre justo antes de que se instalara en el Hotel Pierre.
Recuerdo perfectamente en qué parte del salón estaba sentada yo, junto al
zumbido del proyector de 16 milímetros, cuando apareció la imagen de Peter en brazos de Madre. Es el primer recuerdo nítido que
tengo de mi infancia. Fue como si la vida se me desfondara, como si cayera en
un hoyo muy oscuro. En una carta de la abuela Seymour
que he encontrado hace poco, ella escribía: «Nunca olvidaré tu reacción cuando viste
a Peter en brazos de tu madre. Las lágrimas te caían
a chorros por las mejillas, pero no hacías ruido al llorar.» Creo que fue en
ese momento cuando guardé la parte blanda de mí misma en una caja fuerte oculta
en mi interior. La combinación para abrirla la descubriría unos sesenta años
después, al comienzo de mi tercer acto.
Recuerdo el día, casi dos meses después de nacer Peter, cuando por fin volvió Madre a nuestra casa de
California. Me parece estar viéndola en la puerta de nuestro cuarto con Peter en brazos. Llevaba una falda azul marino y un suéter
azul marino de manga corta con dos banderas náuticas bordadas. Nunca me ha
gustado el azul marino.
Mi abuela recordaba que cuando Madre volvió del hospital con Peter yo pasé mucho tiempo sin dejarla tocarme y, si lo
intentaba, me echaba a llorar. «No había manera de que perdonaras a tu madre»,
me escribió la abuela. «Pensabas que te había rechazado por Peter.»
Estoy segura de que el hecho de que estuviera tanto tiempo fuera después de
nacer mi hermano contribuyó a mi sensación de abandono, pero el problema era
más profundo. Los bonitos ojos color aguamarina de mi madre eran como espejos
cubiertos de cinta aislante... Eran incapaces de verme y reflejarme
amorosamente, como se supone que deben hacer unos ojos maternos. En cambio, me
quedaba congelada en su mirada ciega. Ella no me quería. El amor auténtico es
ver a la otra persona como es de verdad, en bloque, no sólo las partes que
coinciden con lo que se quiere ver.
Pero Papá sí me quería. Eso lo notaba, sobre todo en mis
primeros años. Yo fui su primogénita, tenía el sello de los Fonda y era un chicazo. En verano me cogía en brazos, bajaba las escaleras
hacia la piscina y jugaba conmigo en el agua. Yo hundía la cara en su hombro
mientras bajábamos y le olía la piel. Siempre desprendía un maravilloso aroma
de almizcle que me encantaba… Olía a Hombre. Sí, cuando yo era pequeña se
alegraba de haberme tenido y yo intuía que su bando era el ganador. Por eso
estaba dispuesta a todo con tal de formar parte de él.
Mis primeros cuatro años los pasé en California, en una casa bastante
grande encajada entre Beverly Hills
y la ciudad costera de Santa Mónica. Margaret O’Brien vivía en la misma calle, en una casona blanca de
estilo colonial. El productor Dore Schary, cuyas dos
hijas Jody y Jill fueron
compañeras de colegio, vivía en la casa de al lado. Madre había comprado una
casa para la abuela Seymour a poca distancia.
Hoy, la casa en la que vivíamos pertenece al actor/director Rob Reiner y a su mujer, Michelle. En la década de 1990, fui
con Ted Turner, mi tercer
marido, a una de sus fiestas para ver la entrega de los premios Óscar en una
nueva zona de la casa que era la sala de proyección. Durante una pausa en la
ceremonia, Rob Reiner me
dio permiso para pasear por la casa y ver de cuánto me acordaba. Entré en el
dormitorio principal del primer piso. Sabía exactamente dónde estaba, porque
los mejores recuerdos que tengo son de estar ahí con mi madre a los cuatro
años. Por la mañana ella a veces
me dejaba meterme en su cama y me leía los cuentos de
los hermanos Grimm y las historias del Mago de Oz.
Incluso en aquel entonces, Madre pasaba mucho tiempo metida
en la cama y tenía una de esas mesas de hospital con ruedas que se podía
inclinar para colocar libros y revistas, o dejar horizontal para poner una
bandeja de desayuno. Siempre tuvo unas mañanitas y unos peignoirs de encaje muy bonitos,
y sábanas sedosas y suaves. Su cama era un lugar agradable donde pasar el
tiempo y para entonces supongo que la había perdonado por preferir a mi
hermano. Los cuentos y poemas para niños que leía tenían ilustraciones de Maxfield Parrish: láminas
coloreadas de princesas, magos, hadas y caballeros con armadura y espada para
matar al dragón que suelta fuego por la boca. Las imágenes eran fantasmagóricas,
de ensueño, tan románticas como inquietantes. Aunque las ilustraciones
aparecían sólo una vez en cada capítulo, eran tan sugerentes que me atraían
hacia su mundo oscuro y lánguido. La voz de mi madre desaparecía y yo me
convertía en el cuento, como una película proyectada dentro de mi cabeza.
¿Por qué estas tristes historias en torno a la pérdida y el
peligro habrán durado tantos y tantos años? ¿Por qué los escritores tratan
temas que pueden dar miedo a un niño? Al regresar a aquella época y volver a meterme en mi mente infantil de cuatro años de edad, creo
que yo, como todos los niños, ya tenía una intuición existencial de la vida
como algo peligroso y triste. Por eso, en lugar de mentirnos sobre estas
realidades, los cuentos y las ilustraciones infantiles las expresan para que
podamos verlas y asimilarlas sin que nos maten del disgusto.
A partir de los últimos años de la década de 1930, justo al final de
nuestra manzana vivía la familia Hayward. Lo
verdaderamente curioso de este hecho era que la señora Hayward
era precisamente Margaret Sullavan,
la primera esposa de mi padre, la mujer que le había roto el corazón. El señor Hayward era Leland, el agente de
mi padre. Los Hayward tenían tres hijos: Brooke, Bridget y Bill. Para entonces, Sullavan ya
era una gran estrella del escenario y la pantalla, pero eligió el papel único
de madre de sus tres hijos. En la lista de clientes de Leland
estaban no sólo mi padre, sino todas las grandes estrellas de Hollywood: Greta Garbo, Jimmy Stewart, Cary Grant, Judy
Garland, Fred Astaire, Ginger Rogers y un largo etcétera. Inevitablemente, los niños de
los Hayward estaban metidos en nuestra casa o
nosotros en la suya. Pero en tantos años, a mis padres les invitaron a cenar a
casa de los Hayward una sola vez, invitación que mi
madre no devolvió jamás. Yo intuía que a Papá se le activaba algún mecanismo
cuando Sullavan estaba en las inmediaciones y si yo
lo notaba, Madre no iba a ser menos.
Conservo una imagen muy clara de Margaret
Sullavan, desde su aspecto hasta su voz ronca y
profunda. Pero lo que más me impresionaba de ella era lo ágil y chicazo que siempre fue. Mientras fueron novios, Papá le
enseñó a andar con las manos y de repente se ponía boca abajo y se alejaba
andando. En casa de los Hayward siempre estaban
jugando a algo y riéndose. En aquellos tiempos Madre también se reía y tenía
muchos amigos, pero se cansaba fácilmente y no era nada ágil. A mí me ponía
blusas con volantes y pichis, que odiaba, pero la señora Hayward
dejaba a sus hijos llevar ropa cómoda y ella casi siempre iba con pantalones
viejos y sandalias.
Otro factor importante que hubo en mi vida después de nacer Peter fue la inminente guerra. Recuerdo que por las noches
Madre y Padre salían de casa y miraban el cielo en busca de aviones bombarderos.
Los ciudadanos patriotas se ofrecían a hacerlo voluntariamente para «tener
controlado el cielo». La institutriz me preparaba para dormirme y me dejaba
bajar en pijama a decirles adiós cuando salían por la puerta. Yo me quedaba
muerta de miedo. ¿Y si les soltaban una bomba y no volvían? No me consolaba el
hecho de que los «mayores» me explicaran que aún no había estallado la guerra y
que nadie nos estaba atacando. Si no había bombas, entonces ¿para qué salían a
mirar el cielo? Tenía igual de poco sentido que eso de «No te dejes comida en
el plato. Piensa en los niños que se mueren de hambre en China». Si se mueren
de hambre, ¿por qué no les mandamos la comida a ellos? ¿Alguien le ve la lógica
al asunto? ¡A los mayores no hay quién les entienda!