Capítulo
I - GRITOS Y SUSURROS
Capítulo
II - RADIO DAYS
Capítulo
III - ALL THAT JAZZ
Capítulo
IV - LA ROCA
Capítulo
V - BAGDAD CAFÉ
Capítulo VI - FRENCH
CAN-CAN
Capítulo VII -
RISE AND FALL OF LEGS DIAMOND/ LA
LEY DEL HAMPA
Capítulo
VIII -
DOS CABALGAN JUNTOS
Capítulo
IX - EL TERCER HOMBRE
Capítulo
X - REGRESO AL FUTURO
«El día en que nací yo, mi
madre no estaba en casa. Así que bajé y le dije a la portera: señora Patro, he
nacido; soy niño.»
Miguel Gila
comenzaba con esta frase uno de sus monólogos mas surrealistas e improbables, pero,
en mi caso, bastante cierto. Por supuesto, mi madre sí estaba en casa. Aquella
cubana pequeña, gordita y encantadora, siempre estaba en casa. Con los doce
hijos que le hizo mi padre, se pasó la vida pariendo, amamantando y acunando.
Las malas lenguas, mis tías cubanas, sobre todo, decían que ese permanente
estado de gravidez de la pobre Lola
Manera le venía muy bien a mi padre
para campar por sus respetos e incluso para tener alguna aventurilla; yo nunca
me creí semejante rumor, dado que el hombre trabajaba como una bestia para
alimentar a tanto energúmeno. Mi padre era médico militar, radiólogo, para más
detalles y bastante bueno, según dicen. Por las mañanas, se vestía de uniforme
y se iba al hospital. Por la tarde, se vestía de paisano y trabajaba en su
consulta privada. Era un franquista convencido y tan estúpidamente honesto que
ni siquiera en los tiempos de mayor penuria –al principio de los años cuarenta– utilizó la cartilla del
economato militar. Sólo traía a casa el chusco diario de pan, como cualquier
soldado. Por cierto, este chusco, al principio casi negro y repugnante, se fue
haciendo con el paso del tiempo, más blanco y apetitoso, como un incipiente y
tímido símbolo de que España «iba bien» o, mejor aun, de que «en España
empezaba a amanecer». A amanecer por cojones. Con medio país encarcelado o
escondido, con unas leyes crueles, arbitrarias y bananeras, o simplemente
inexistentes. Primaban la delación y el enchufe. Aquélla te llevaba a la
mazmorra fría por un quítame allí esas pajas, como en el caso, que conozco
bien, de Julián Marías, terrible bolchevique revolucionario, como todos sus
lectores saben, a quien mandaron a la trena algunos compañeros de la
Universidad por los artículos que había escrito ¡¡en ABC!! Al pobre hombre lo metieron en una prisión improvisada en la
calle Florida, en pleno centro de Madrid. Mi hermana mayor, Lola, que era ya su novia, se pasaba las
noches llorando.
Un día, por no
se sabe qué coño de fiesta del «glorioso alzamiento», permitieron que los niños
visitaran a sus parientes reclusos, y allí llegué yo, completamente acojonado,
con un chusco y una carta. A pesar de que yo era un enano escuálido y
«mequetréfico», fui meticulosamente cacheado antes de entrar en un sótano
enrejado donde se hacinaba, como en el metro a hora punta, casi un centenar de
hombres, tan acojonados como yo. Y allí estaba Julián, flaco, sucio, pero lleno
de esa su dignidad de castellano viejo.
Yo le di el pan y la carta y le dije que Lola estaba bien y le mandaba
besos y él me pidió que le dijera a ella más o menos lo mismo. Los afortunados
visitantes no llegábamos a la docena, y los hombres que estaban a nuestro
alrededor, sentados en el puto suelo o de pie, agarrados a la verja, me miraban
con envidia, por visitar al novio de una hermana, al que yo no conocía, casi.
Aquella visita y las dos o tres que la siguieron, sobriamente patéticas, me
sirvieron para dejar de odiar, o al menos para odiar menos, a aquel novio pijo
y pedante de Lolita, que no quería que yo leyera los tebeos de El Hombre
Enmascarado, Roberto Alcázar o Tarzán, sino Taras
Bulba, Tartarín de Tarascón, Platero y yo, u otras mariconadas por el
estilo. Él no tenia autoridad para
prohibirme nada, pero le comía el coco a mi hermana que, simplemente, me los
quitaba.
Primeros estragos de la
censura: Julián Marías me complica la vida
Creo que ésta fue la primera
censura que sufrí en mi existencia, al menos directamente. Yo era demasiado
crío para entender que todo estaba manipulado, censurado, en aquel mundo
cerrado que me rodeaba, y que la puñetera censura estético-educativa que yo
sufría era, al menos, bienintencionada, aunque no por eso menos obtusa e
ineficaz. Aprendí a fingir, a mentir. Escondía mis tebeos cuando oía a mi
hermana o a Julián venir hacia mi cuarto.
Yo tenía siempre al alcance de la mano El cuento de Navidad de Dickens y cuando mi puerta se abría,
aparecía enfrascado en su lectura. A la tercera vez, mi hermana me preguntó
escamada:
–¿Estás leyendo
otra vez El cuento de Navidad?
Con una sonrisa
beatífica, ensayada ante el espejo, respondí:
–Me
encanta. Es precioso.
Y añadí, para
disipar cualquier duda:
–Todo Dickens
me encanta.
Mi hermana
añadió algo que, todavía hoy, no he alcanzado a comprender:
–Pero, cuidado,
Dickens también tiene libros que no son aptos para menores.
Este apto o no
apto para menores fue durante mucho tiempo una de las pesadillas de mi
juventud. El cine, y todos los demás espectáculos, sufrían una censura doble y
hasta triple. Estaba, primero, la junta de censura, que era politico-moral y
que, por las buenas, prohibía de un plumazo una película cuando la consideraba
antifascista, antimilitar, anticlerical; un militar no podía ser traidor, o
prevaricador, cornudo, o simplemente «chorizo», a no ser que fuera vituperado
por todos y, al final, severamente castigado.
Una esposa debía ser honesta, fiel y discreta, y su marido un dechado de
virtudes. No podía haber curas
renegados, apóstatas. El deseo, en
general, debía ser puro como una patena, impoluto. Políticamente, no podía
verse o decirse nada que pudiera considerarse subversivo: los fascistas eran
los buenos y los rojos, los malos. Rojos –esto era sencillo– eran todos los
izquierdistas, comunistas, anarquistas, separatistas, republicanos, ateos,
masones, protestantes. Lo único bueno eran el MOVIMIENTO NACIONAL y LA RELIGIÓN
CATÓLICA. Un anabaptista o un demócrata eran sospechosos, por definición. ¿Y
qué decir de la forma? Ni besos en la
boca, ni muslos, ni estatuillas de Buda. Ni números de revista, ni las
desvergonzadas «Girls» de Samuel
Goldwyn o Busby Berkeley. Los films pasaban de merecer sólo el tajo a ganarse
la prohibición por simple acumulación de
escenas sicalípticas.
Se cortaba a
destajo. Los muy pérfidos rechazaban la película y mandaban a su propietario un
lacónico oficio, comunicándole su prohibición. El hombre, desesperado, pedía
una revisión. Amigablemente, el censor, sugería de palabra el alcance del
problema y sus posibles soluciones, todo, por supuesto, «para ayudarte».
–¿Por qué no
aligeras las exhibiciones de la chica de la
manicura, en la peluquería? ¿O el beso lascivo de los protagonistas?
Entonces se le
encargaba a un pobre montador que perpetrase la ejecución. Cortaba, por
ejemplo, diez fotogramas de una jovencísima Sofia Loren a la que se le veían
fugazmente los muslos al cruzar las piernas, completamente vestida, en una
peluquería. O el beso entre los célebres «pornógrafos» Cary Grant y Joan
Fontaine en Sospecha, de Hitchcock,
casto si los hay, y romántico y hermoso. Muchas veces había que volver a doblar
y hacer nuevas mezclas de sonido. Si, a su juicio te quedabas corto, te
devolvían otra vez la película y ¡vuelta a empezar! ¿Qué podía hacer la
escuálida industria ante semejantes golpes bajos? ¿Qué temas tratar? Algún
iluso intentó hacer films sobre las guerras coloniales. Pobre incauto. Se podía
ver, eso sí, al glorioso Ejército español triunfante, pero no al enemigo. En el
film Alhucemas, uno de los más
surrealistas de la historia del cine, se veía todo el tiempo el lado español,
pero no el enemigo. Los cañones, los fusiles, disparaban contra la nada. Las
tropas avanzaban o atacaban a nadie,
a bayoneta calada. Ni siquiera se estaba permitido mencionar quiénes eran los otros, y es que
nuestra santa censura, asesorada por el mando militar –creo que por Franco
directamente–, decidió que era nocivo mostrar a nuestros hermanos los moros
despanzurrados por una bayoneta hispana, o saltando por los aires por una
granada fratricida. Entonces empezó el auge de otros géneros que hundirían
nuestro cine en el pozo de la estupidez más profunda: la comedia, el folclore y
el cine histórico. La comedia, siempre hostigada por cortes y cambios, creó sus
primeros engendros, como La tonta del
bote, Deliciosamente tontos, El difunto
es un vivo, o Feliz al fracasar. Obras
todas de una estupidez que viene avalada por el simple enunciado de sus
títulos. El cine folclórico insistió en sus tópicos: La niña
de la venta, Morena Clara, Patio
Andaluz, que, al menos, daban dinero en Andalucía, y del que surgieron
tonadilleras y galanes señoritos, además de algún cómico local, en general
bastante zafio. Y por fin surgió el genero que encandilaría a autoridades,
productores y hasta al público: el cine de levitas y miriñaques, volutas de
escayola y pacotillas pseudo históricas.
Pero ese cine,
que malformó y desinformó a los españoles, merece un capítulo aparte. Volvamos
al gozoso momento en que Lola y Julián descubrieron que su cruzada en pro de la
buena literatura no estaba completamente perdida. Me gustaba Dickens, aunque no me consideraran
preparado para ciertos libros suyos. ¿Cuáles, santo cielo? Julián entonces,
lanzó un globo sonda:
–La verdad es
que Dickens pierde mucho traducido. Deberías aprender inglés.
La oculta amenaza que encerraban esas palabras
me hizo cambiar de libro «oficial», y durante los meses siguientes fue Las inquietudes de Shanti Andía, de
Baroja. Y eso, por puta casualidad, me hizo descubrir la literatura. Una tarde, ellos entraron en mi cuarto y yo
tuve el tiempo justo de abrir el Shanti
Andía por la primera página. Se quedaron allí un buen rato, discutiendo
sobre el estilo de Baroja, y yo, aburrido, empecé a leer, para hacer tiempo
hasta que se decidieran a marcharse. Antes de salir, Lola me dijo, encantada:
–¿Te gusta?
Yo
dije que sí. Ella añadió:
–Léete el otro
de la lista. Te gustará también.
La lista la habían elaborado entre Lola y
Julián un día que me habían pillado in fraganti, enfrascado en la lectura de Los cazadores de cabezas del Amazonas,
una novelita de un autor italiano, Marotta, que tenía además unas ilustraciones
tan espeluznantes como cochambrosas. Mi hermana, que era más constructiva que
su futuro marido, empezó su lista con El
último mohicano, siguió con Marc Twain, Stevenson, Bécquer y Baroja. Yo había tirado la lista por ahí, sin hacerle
el menor caso. No podía olvidar que ella
me había enseñado a leer con Platero y yo,
que desde el primer verso me pareció una mariconada. (Por cierto, que lo releí
mucho tiempo después y me sigue pareciendo
la súper mariconada.) Pero el hecho es que yo seguí leyendo y leyendo Shanti Andía hasta que lo terminé, y me gustó
tanto que me puse a buscar como un loco la puñetera lista. Y cuando al fin la
encontré, mi hermano más pequeño, Javier, la había convertido en un avioncito
de papel. Me pasé un buen rato desplegándolo, pero mereció la pena. Los libros
de aquella lista me hicieron gozar como un enano, estaban llenos de aventuras,
de acción e intriga, pero también de
sentimientos nada gazmoños o cursis. Lola fue la segunda mujer de mi infancia,
pero tan importante en mi corazón y mis entrañas como mi pobre madre, siempre
atosigada y corriendo por los pasillos como una esclava de mi padre, con un
mocoso en brazos. En ese ir y venir no le quedó mucho tiempo para mí.
La
niñez en tiempos de La escopeta nacional
En los años cuarenta ya
éramos solamente seis hermanos y dos hermanas. Dos habían muerto de muy niños.
A Emilio le dieron «el paseo» al principio de la guerra porque el muy
gilipollas se apuntó al SEU para ligar en los bailes que daban los sábados en
la Universitaria, sin saber que era un sindicato fascista. Por esa ignorancia,
tampoco se preocupó de romper su ficha. Le trincaron los de la cheka de
Fomento, y a los dos días estaba en la zanja. Y pocos meses después del final
de la guerra, mi hermano Carlos también murió, tísico. Él, que era el
abastecedor de la familia, que se mercó una bici de cuarta mano y con la
que se iba por los pueblos de los
alrededores, donde mi padre tenia algunos pacientes que le querían, y volvía
siempre con algo sólido, aunque no fuera el ideal del gourmet: unas lentejas
llenas de bichos, unos cardos o una misteriosa verdura que crecía en las
cunetas, llamada verdolaga, que Dios confunda.
Mi madre cocía
con amor aquellas mierdas, con un poco de sal, y si Carlos había sido
afortunado en su gira, podía añadirse al festín, algún cacho de tocino. Carlos
hacía estas excursiones desde un año antes de terminar la guerra, por zonas
peligrosas casi siempre y luego siguió hasta que murió en un suspiro, sobre
todo por la falta de medicamentos. Su muerte hizo más frágil aun a mi «mamasita linda» y a mi padre le quitó el
sueño durante años. Se despertaba durante la noche, gritando y diciendo
incongruencias. Al principio, mi madre se llevaba unos sustos de espanto,
cuando el hombre se incorporaba en
la cama, diciendo: «¡Ay, que me muero! ¡Haz algo, Lola!, ¿no ves que me estoy
muriendo?». Esto ocurría casi todas las noches y, al cabo de algún tiempo, mi
madre se acostumbró al número y con pachorra caribeña le ponía un vaso con agua
y unas gotas de digitalina, que él mismo se había recetado, y al cabo de un rato
él se dormía como un tronco. Mi
padre estaba seguro de que sufría un
mal incurable de corazón y sin embargo murió de cáncer, ya muy viejo. Él, que fumaba poquísimo y sin tragarse el
humo, que llevó una vida regular y ordenada. Duró más de lo previsto porque
tenía un corazón de piedra berroqueña. Fue médico porque se lo impuso la
tradición familiar, pero la medicina le repateaba las tripas. Sólo le interesó
de verdad su profesión cuando se hizo radiólogo y le vio al asunto el «lado artístico»: era un fotógrafo de
páncreas y píloros, de pulmones y yeyunos, y enseñaba sus radiografías a los
amigos y colegas:
–¡Mira la gama
de grises de este duodeno!
La
verdad es que debía ser un buen fotógrafo de vísceras. El propio doctor Negrín publicó «fotos» suyas
y, a pesar del abismo ideológico que los separaba, se lo quiso llevar con él a
Barcelona, sin éxito, por supuesto. Este sentido artístico, completamente
intuitivo, salvó a mi padre más de una vez, en aquellos tiempos. Al principio
de la guerra, sobre todo, cuando fue detenido como comandante médico que era
del Ejército «faccioso». Sus propios enfermeros fueron en masa a liberarle,
porque era un tío muy majo y tocaba muy bien el piano y cantaba con ellos
romanzas de zarzuelas. Mi padre tocaba bastante mal y de oído. Pero en aquel
tiempo, un jefe del Ejército faccioso que se sentaba al piano con un enfermero
de la FAI para cantar La del manojo de
rosas del rojo Sorozábal era un tío majo al que había que dejar en paz.
Nunca lo volvieron a molestar. De todos modos, se refugió en la embajada de
Cuba, a instancias de mis tías cubanas, que tenían mano allí. Y salió cuando
Sanidad le autorizo de nuevo el ejercicio de su profesión. No lo tuvo fácil, el hombre.
Unos meses
antes, mientras uno de mis hermanos y yo estábamos asomados al mirador para ver
pasar los aviones que sobrevolaban Madrid, uno de estos aviones tiró una bomba.
Mi hermano la vio venir y tiró de mí hacia dentro. La bomba se llevó, enterito,
el mirador y convirtió el gabinete de rayos X en un amasijo de hierros
retorcidos y chisporroteantes, aunque nosotros salimos milagrosamente
incólumes. Sinceramente, yo no me acuerdo de nada de esto, pero lo oí contar
tantas veces, que a veces he tenido la impresión de estarlo viviendo. Siendo
objetivo –y yo procuro serlo siempre, con desigual acierto– creo que mi
propensión al cine de terror debió nacer en aquella singular velada. Nosotros
vivíamos en un piso enorme junto a la Puerta del Sol donde mi padre había
instalado su gabinete radiológico, empeñándose hasta las cejas. Y de golpe, por
obra y gracia de un piloto de la LUFTWAFFE, toda una familia numerosa, si las
hay, se encontraba en la puta calle. No sé quién tomó la decisión, pero la
familia tuvo que dividirse y nos convertimos en «refugiados». A mi hermana Gloria
y a mí nos tocó irnos a casa de una de mis tías cubanas, la tía María, en quien
mi sobrino Ricardo se basó para su primer largometraje Los crímenes de la tía María.
Ella vivía con
su paciente y estoico marido, un abogado donostiarra, aristocrático y muy british, trasplantado a Madrid por
imposición de la tía María. Tenían un piso grande, cerca de la Audiencia y los
juzgados. A mi hermana y a mí –ella es la anterior a mí, cronológicamente– nos
adjudicaron un cuartito mínimo y sin ventilación, como «sala de juegos». Mi tía nos pidió que no nos
prodigáramos por el resto de la casa, para dejar trabajar al tío Alfonso,
Alfonso Barroeta Fernández de Liencres, marqués de Donadío. Yo me sé la
retahíla porque mi tía solía repetirla a la menor oportunidad, aunque a él no
se la oímos jamás. Si ella la largaba delante de él, solía esbozar una sonrisa
de disculpa. En los salones, que olían a almoneda, se guardaban celosamente,
porcelanas y figuritas, cornucopias y damascos, y hasta alfombras persas, a las
que se habían incorporado más recientemente algunos cuadritos muy oscuros, con
marcos enormes, más negros aun, y hasta un estúpido pato de porcelana. Mi
hermana Gloria –a quien llamábamos Tina, porque así la bautizó mi hermano Pepe,
el anterior de la saga, en una involuntaria abreviatura de «chiquitina»– y yo
creíamos que todos aquellos «tesoros» habían sido adquiridos pacientemente por
mi tía. Años después, en mis primeros viajes a Guipúzcoa, descubrí que todo
venía de allí, incluido el pato de porcelana, y que debían ser parte de la
herencia de la familia Barroeta. Tina y yo solíamos darnos una vuelta por la
«zona noble» cuando mi tía salía, o sea de Pascuas a Ramos. Mi hermana me abrió los ojos al erotismo, en una
de esas veces que estábamos solos.
–¿Te has fijado
en aquel cuadro?– me dijo.
Era un óleo
ennegrecido, como los demás, en el que apenas si podía distinguirse a una pareja desnuda, besándose. Era
algo así como una copia de un óleo de un primo tonto de Tiziano. Yo me fijé lo
que pude, sin encontrar nada de particular.
–¿Qué le pasa
al cuadro?
–Cuando yo lo
miro, me dan ganas de hacer pis.
A mí debió
divertirme tal posibilidad, porque respondí:
–¡Es verdad!
Y nos fuimos
corriendo al cuarto de baño, con una inocencia rayana en la estupidez. A partir
de aquel día, siempre que podíamos, íbamos a ver el cuadro y a hacer pis.
Pero casi
siempre estábamos encerrados en aquel cuartito, donde nos aburríamos como
ostras. Un día, descubrimos que podíamos hacer muñecos con papel de periódicos
viejos, rellenando algún pijama. Con un rollo de cuerda que encontramos en la
desierta despensa, logramos dar forma a algunas cabezas y atarlas a los
cuerpos, que colgábamos de la pared. Por suerte, mi tía guardaba todos los
periódicos, así que no nos faltaba la materia prima. Les fuimos poniendo
nombres. Aquel flacucho era el tío Alfonso, y el de al lado, más pequeño, era
Julián, y el gordo, el tío Emilio. Un
día, mi tía María entró de repente y se llevó un susto de espanto al toparse
con todos aquellos «cadáveres». Tina y yo tuvimos diversión para una semana,
aunque hay que reconocer que debía producir escalofríos la visión de aquellos
monstruos colgados en aquel cuartito tan oscuro y sin más iluminación que una tulipa
cenital. Vivíamos y dormíamos allí. Comíamos en el comedor, solos, aquellas
porquerías que mi tía, eso sí, nos servía en porcelanas ricas, con todo el
ceremonial. No veíamos a nadie más de la
familia, ni nos dijeron que nuestros hermanos habían muerto. Una vez, mi madre nos visitó, y yo le
pregunté por ellos y por mi padre y ella se echó a llorar. De vez en cuando nos
bombardeaban. Sonaban las sirenas, y el ruido de los aviones y algunos silbidos
siniestros, y las explosiones. Alguien,
entonces, solía cogernos de la mano y bajarnos al «refugio» o sea, al sótano, en
el que habían puesto unos sacos
terreros y algunos camastros. A veces se iba la luz, y nos quedábamos en la
sombra, callados, acojonados, hasta que la sirena sonaba de nuevo y podíamos
volver al cuarto de arriba. No teníamos
ni dinero, ni ropa decente. Pero lo peor era el martilleo continuo y sádico de
los obuses sobre Madrid. Día y noche. Algunos caían más lejos, pero a veces
explotaban como si fueran a arrancarnos la cabeza. En aquella prisión «en
régimen abierto» aprendí a sobrellevar con naturalidad aquel desastre
generalizado; de ahí nació mi odio a la guerra y a la injusticia, y la ternura
por la tercera mujer de mi infancia, Gloria, «Tina», que ocupó todos los
lugares de mi vida durante mucho tiempo.
Un día, mi tía
María y su marido se despidieron de nosotros mostrándose más efusivos de lo
habitual, y desaparecieron de
nuestras vidas por un tiempo. Sin contarnos gran cosa, hicieron nuestros
bártulos, nos deshicieron todos los muñecos y nos llevaron a otro barrio, cerca
de la plaza de toros, a otro piso enorme –hay que ver, los pisos tan grandes
que había en Madrid por aquel entonces–. Habíamos sido acogidos por mi tío el
catalán –primo hermano de mi padre–, un tipo grandote, simpático y campechano,
que se llamaba Emilio Martí Majó, aunque enseguida paso a llamarse Emilio
Martín Mayor, cosa que yo no comprendí y nadie me explicó. Él iba y venía a Barcelona y le dejó a mi
padre su piso de Madrid. Era una casa luminosa y alegre, mal amueblada, creo,
pero donde podíamos movernos sin angustia. Allí pudimos, además, estar todos
juntos de nuevo y empezamos a comer algo mejor, porque mi tío el catalán nos
traía o nos mandaba –con uno de sus hermanos, que era taxista, al que yo vi muy
pocas veces– suculentos saquitos con habas, monchetas, lentejas normales, ¡y patatas!
Yo no comprendía por qué mi padre apenas se hablaba con el tío Pau (Pablo hasta
la muerte de Franco), aunque luego supe que los parientes de aquella rama
estaban mal vistos porque eran
rojos. Sólo se salvaba Emilio porque, a pesar de ser rojo también, quería mucho
a mi padre –y mi padre a él–, y contemporizaba o eludía las discusiones de
política. Ellos eran hijos de mi abuelo materno, turolense creo, recriado en Lleida. Mi tío Emilio se tomaba a cachondeo a mi
padre y le decía: «No me jodas, coronel». Eso enfadaba más al doctor Franco,
que nos tenía prohibidas las palabras groseras. Durante bastante tiempo
frecuentó nuestra casa. Era un ejemplar estupendo de hombre emprendedor. «Diseñó»
la lámpara «petrólica», un quinqué baratísimo que se vendía con mecha y
deposito de petróleo incorporado, muy bien presentado, con una foto del quinqué
en la caja; también inventó el
bocadito Royan, turrón rodeado de barquillo y envuelto en papel de plata, y
unas cuantas cosas más. Mi padre le repudió al descubrir que mi tío vivía una
doble vida: tenía esposa legal en Madrid y una amante en Barcelona. Yo tuve el privilegio de conocer a las dos
–nunca presentó a la «otra» a nadie más que a mí– y confieso que la esposa me
pareció una pija, y «la otra» tan simpática y campechana como el tío Emilio.
Viviendo en su casa, tomé contacto con la música.
El sonido de la música o Un Ave María
a cambio de mirar dos tetas
Mi hermano Enrique, bastante
mayor que yo, era un buen pianista y estudiaba en el Conservatorio. Apenas
volvimos a estar juntos, yo me topé con un piano en la casa que resultó ser de
mi hermano Enrique. Se pasaba las horas estudiando y repasando el mismo pasaje
de Mendelssohn. Yo había aprendido a escuchar música desde que nací y, de vez
en cuando, oía la mísera radio de galena.
La música me gustó desde siempre y a veces me quedaba un rato junto al
piano, escuchando, aunque repitiera cien veces el arpegio que no le salía muy
limpio. Cuando había una visita en casa, sobre todo mi tía María, que era una
sabelotodo y que le aconsejaba sobre cómo debía acentuar una frase musical,
Enrique se ponía como loco y procuraba escurrir el bulto. Mi tía explicaba
siempre que Enrique, a los seis añitos era un niño prodigio que había tocado
para el rey en el Palacio Real. A mí eso me daba igual: el rey era sólo una
palabra sin otro contenido que el meramente figurativo: un señor de barba con
una corona y que mandaba mucho. «¿Cómo el caudillo?», preguntaba yo.
–No, menos– me
decía mi tía.
Y yo me
imaginaba a una especie de rey de copas, según la iconografía de don Heraclio
Fournier, o al rey Gaspar con su camello, haciendo el fantasma, pero mandando
poco, a pesar de tanto armiño y tanta corona. Mandando menos que nuestro
caudillo bajito pero con mala leche, a quien yo soportaba por cojones en
aquellos rollos semianalfabetos que soltaba por la radio, mezclando a
comunistas, judíos, masones y anarquistas en la misma bolsa, así que saco bola
y al que le toque, que se joda. Al lado
de aquel soniquete monótono y adormecedor, los discursos de Fidel me suenan a
guarachas o a merecumbé. Muchos años más tarde sostuve la teoría de que
aquellos coñazos tenían como objetivo dormir al personal y que cuando ya estaba
seguro de que España entera estaba roncando él anunciaba, de pasada, la derogación
de cinco artículos del Código Penal, que dejaban a todos los españoles en
pelotas y a su merced.
Apenas
había contestatarios y oficialmente, ninguna oposición. Los críos de entonces
íbamos a la escuela, oíamos misa a diario y cantábamos el Cara al sol con el brazo levantado. Dábamos clase de religión y de formación
del espíritu nacional y apenas nos
quedaba tiempo para aprender otras cosas. Nuestra generación fue sistemáticamente castrada por unos «profes» de
camisa azul o sotana, que nos aplicaban las doctrinas jesuíticas y fascistas,
intentando anular cualquier esbozo de protesta o de simple desacuerdo. Todos
éramos germanófilos por decreto. El
primer cine que yo vi fue alemán pero no el de Fritz Lang o Lubitsch, sino los
bodrios propagandísticos de Veit
Harlan o Gustav Ucicky, dañinos, porque en general tenían una excelente
factura técnica. Ese cine, con raras excepciones, no gustaba a los españoles,
como tampoco gustaban las estúpidas comedias de Theo Lingen, Hans Moser y compañía. Casi no había
cine americano y la censura se encargaba de cortar y cambiar lo que consideraba
peligroso moral o políticamente. El doblaje se hizo obligatorio, así los
actores decían lo que los censores querían. Los alemanes eran siempre
ensalzados así como algunos
italianos, si eran fascistas. Y ¿qué decir del cine español? Frente de Madrid, Por qué
te vi llorar o Raza, cuyo guión
estaba basado en un argumento escrito por
el propio general Franco. Un cine hecho por imbéciles y para imbéciles, para
todos nosotros, pobres españoles machacados y sojuzgados.
«Cada
mañana», solía decir yo, «nos tiran una gota helada sobre la cabeza».
Cuando
consiguen ablandarte el cráneo, ya estás ganado para la causa.
–Señor
profesor...– preguntó un día un compañero de clase al profesor de política
–Odiamos a Inglaterra. ¿Pero por qué?
Además
de las clases de religión un par de
veces al año hacíamos ejercicios espirituales, que no eran obligatorios, pero
¡ay de ti, si no los hacías! Y así te creaban unos malsanos sentimientos de
culpabilidad: el Señor muriendo en la cruz para salvarme, y yo mirándole las
piernas a la prima María Luisa. Y es que yo se las miraba, porque las tenía
preciosas, y fingía jugar con Javier, mi hermano menor, para ponerme bajo la
mesa y contemplar a gusto sus piernas. Yo estaba convencido de que ardería en
el infierno, pero le miraba las piernas. A ella, y a la chacha, y a toda tía
que me diera la oportunidad. Y ocurrió, para mas inri, que no sé por qué razón,
me pusieron a dormir en el cuarto de Lola, la hermana mayor, la novia de Julián
Marías.
Alguna vez, al
principio, ella se desnudó delante de mí. Era la primera vez que yo veía unas
tetas y un culo. Ella debió notarme tan turbado que dejó de hacerlo mientras yo
estuviera despierto. Se quedaba a estudiar o a llorar (dependía de si Julián
estaba en chirona o no) y yo me hacía el dormido para verle las tetas. Eran
apenas unos instantes, pero valía la pena. Y no veía ningún mal en ello. Hasta
que un día, el padre José María –ahora creo que era una maricona–, durante una
de sus pláticas «tostoníferas», nos amenazó con que iríamos al infierno si
mirábamos a una mujer desnuda. Los siguientes días mantuve una feroz lucha
interior entre la teta y la salvación. Y el primer sábado me preparé para tener
el valor suficiente de decirle al cura: «Padre, me confieso de mirarle las
tetas a mi hermana mayor». ¡Qué lucha, qué sofoco! Apenas si pude decir, entre
balbuceos: «Padre, a mí me gusta ver mujeres desnudas». Así, sin precisar más.
Él me hizo una pregunta sorprendente:
–Y en esos casos,
¿qué haces?
–¿Qué voy a
hacer? No hago nada.
Él
no sabía cómo ahondar en el tema:
–¿No te
acaricias, no te tocas la cosita?
Mi extrañeza
iba en aumento:
–¿Tocarme yo?
¿Para qué?
Él
me miró defraudado:
–Hijo, si no te
tocas ni haces cosas peores... no es un pecado mortal.
Sólo venial.
Dos credos y un Ave María.
Esa noche
descansé como un rey. Había aprendido algo muy importante: por dos credos y un Ave María podía mirarle las tetas a mi
hermana sin limitación de tiempo: pero al mismo tiempo intuí que, en una
situación así, se podían hacer otras cosas además de mirar. Pocos años después,
durante las vacaciones, volvíamos un grupo de chicos del río y, al pasar por
una era, uno propuso: «¿Queréis que hagamos un concurso de pajas? Al primero
que se corra le daremos dos reales cada uno». Me negué y tuve que pegarme con
un par de ellos, que me llamaban maricón. Luego empezaron a masturbarse encima
de la paja recién cortada. Yo me fui
asqueado. No me interesaba nada verlos
como locos, meneándosela. Me daban asco
aquellos penes enrojecidos, aquellos jadeos y aquel esperma, que brotaba por
doquier. ¡Qué diferencia con los cuerpos suaves y tiernos de las mujeres! Aquel
atardecer fui consciente de dos cosas: que yo nunca seria maricón, y que nunca
volvería a comer pan en aquel pueblo. Y además me fui de allí, con los dos
reales en el bolsillo.
Algún tiempo
antes de aquella renuncia mía, extrañamente clara en mi cabeza –a la
masturbación colectiva–, me inicié en los placeres de la música. Mientras
Lolita estudiaba y lloraba, Ricardo (el mayor de mis hermanos) estudiaba
medicina todo el puto día, encerrado en su cuarto y sólo hacía esporádicas
salidas iracundas para hacernos callar a los niños; sólo Enrique parecía feliz,
repitiendo miles de veces la endemoniada cadencia del Liebestraum. Aquello no parecía además, molestar a nadie, así que
aproveché la primera ocasión en que vi a Enrique marcharse, para trepar al
piano, y me puse a aporrearlo un rato, sin ton ni son, hasta que Ricardo salió
de su cuarto, dispuesto a estrangularme. Repetí esta operación cuantas veces
pude, procurando hacer menos ruido. Sólo Javier, el más pequeño, pareció interesarse por mi actividad
y quiso colaborar con entusiasmo, golpeando el teclado con sus puñitos
cerrados, pero se llevó un guantazo mío y renuncio a Liszt por el momento,
volviendo a su estatus de espectador. Fue mi primer fan. Mi madre pasaba de
aquí para allá, sin enterarse de nada, como siempre. Sólo una vez ralentizó su
pasada para decirme, con aquel acento cubano que no perdió jamás:
–¡Niño, que mal
tocas el piano!
Por fin, un
día, Enrique me pilló in fraganti aporreando su querido Rönish y me cogió del
cuello:
–No vuelvas a
poner las manos en el piano o te romperé un hueso.
Yo
no esperaba una reacción tan violenta por parte de Enrique. Si hubiera sido
Ricardo, me habría parecido hasta normal.
–¿Por qué? Tú bien que le pegas.
Su furia
evolucionó hacia la charla didáctica.
–Los pianos se
estropean, se desafinan, si pones mal los dedos y los aporreas.
–Es que a mí me
gusta.
–Pues si te
gusta, aprende.
Yo acababa de
ganar un maestro y él a su primer discípulo.
Durante algunos
meses, tuvo la santa paciencia –y el tiempo– para enseñarme solfeo e iniciarme
en el piano. Yo puse mis cinco sentidos en aquello, a pesar de que aprender a
pasar los dedos, hacer escalas o arpegios era un verdadero coñazo. Tenía mucha
facilidad para la música, y pronto pude pasar al Czerni, que era un librazo gordo lleno de ejercicios de piano, que
me dejaron aterrado. Mi hermano tenía un posible trabajo y le pasó «los
trastos» a un viejecito encantador que había sido profesor suyo, años atrás. Lo
malo es que había que pagarle. Pensé
inmediatamente que mis clases de pianista habían tocado a su fin, pero, ¡oh
sorpresa!, mi padre llegó a un acuerdo con él, a pesar de que estaba en la
ruina. Nunca pareció interesarse por mis posibilidades. Supongo que Enrique
debió exagerar sobre mis aptitudes para la solfa. Sólo tuvo una frase de
aliento, un día, que yo me escurrí, corriendo por allí con Javier, y me di un
porrazo contra un pico del piano que me produjo una brecha en la frente, de la
que aún hoy conservo la señal.
–Parece que la
música te va entrando– dijo el coronel, divertido.
A partir de
ahí, creo que trabajé duro, y demasiado deprisa. Me examiné, por libre, en el
Conservatorio, de solfeo y de dos años de piano y saqué sobresaliente en casi
todo. Pero yo quería tocar, no hacer ejercicios
y otras bobadas, tocar a Chopin, a Beethoven. Y me lancé con Para Elisa y unos valses de Chopin,
cuando debería haber esperado.
A todo esto, mi
educación y mi cultura generales, proporcionadas por mi hermana Lola, ayudada
–ella pensaba que supervisada– por mi tía María dejaban mucho que desear. Yo sabía bastante de literatura, de lengua,
hasta de latín, pero las ciencias se me daban fatal. Ya habían quedado atrás
los tiempos de los exámenes heroicos de los primeros días de la posguerra, como
los de Enrique, que hizo un tardío examen de reválida con unos programas llenos
de chuletas hechas a mano que ni él mismo entendía. El profesor preguntaba y él
buscaba en el programa, antes de responder
–¿Qué está usted mirando?
Con una sangre
fría admirable, mi hermano aclaró:
–Estoy
consultando algunas notas que he hecho.
La pregunta era de matemáticas, materia en la que Enrique estaba
aun más pez que yo. Y el profesor, medio cabreado:
–¿Cree usted
que puedo aprobarle?
Enrique, sereno
y sincero:
–Creo que no.
Esa sinceridad
desarmó al examinador.
–¿Usted a qué
piensa dedicarse, hijo?
–Yo soy músico,
pianista.
–La verdad es
que el álgebra no va a servirle de mucho.
Y le aprobó.
Dudo mucho, pensándolo, que aquel happy
end se hubiese producido si mi padre hubiera sido un coronel del Ejército
rojo, pero en aquel tiempo me pareció una maravilla y atribuí el éxito a la
sangre fría de Enrique.
Yo tampoco quería ser un científico, o un
médico, a pesar de que mi padre intentó, sin mucho empuje, interesarme por la
medicina y, sobre todo, por la radiología. Pero yo estaba ya liado con la
música y además mi verdadera vocación iba asomando lentamente dentro del alma.
Yo sería director de cine, es decir, un hombre con bombachos que, subido en una
enorme grúa, altavoz en mano, daría órdenes a un equipo enorme de técnicos y
actores. Debo reconocer aquí, modestamente,
que casi nunca he llevado bombachos, no me he subido casi nunca a una grúa
enorme, no me he servido de un altavoz –y menos de uno de aquellos que yo
imaginaba–, y no he tenido un equipo enorme salvo en contadas ocasiones. He
procurado, y sigo en ello, ser honrado y sincero y poner en cada film toda mi
energía, todo mi corazón, sin vanidades ridículas ni mayores pretensiones que
ofrecer al espectador un rato de felicidad. Porque lo otro, lo de las alfombras
rojas y las voces de: «The winner is...»,
forma parte de otro espectáculo, tan circense como llegar a recoger la
estatuilla dando un triple salto mortal. El gran John Ford dijo, al final de
sus días, que «una obra maestra es el resultado de un trabajo colectivo, no un
proyecto o una intención».
Bendito sea.