Giuseppe Tomasi Di Lampedusa
El Gatopardo
La traducción es de Fernando Gutiérrez para Ediciones Cátedra.
Capítulo Primero
Mayo 1860 Nunc et in hora mortis nostrae. Amen.
Había terminado ya el rezo cotidiano del rosario. Durante media hora la voz sosegada del príncipe había recordado los misterios gloriosos y dolorosos, durante media hora otras voces, entremezcladas, habían tejido un rumor ondulante en el cual se habían destacado las flores de oro de palabras no habituales: amor, virginidad, muerte, y durante este rumor el salón rococó parecía haber cambiado de aspecto. Hasta los papagayos que desplegaban las irisadas alas sobre la seda de las tapicerías habían parecido intimidados, incluso la Magdalena, entre las dos ventanas, había parecido una penitente y no una bella y opulenta rubiaza perdida en quién sabe qué sueños, como se la veía siempre. Ahora, acallada la voz, todo volvía al orden, al desorden, acostumbrado. Por la puerta, cruzada la cual habían salido los criados, el alano "Bendicó", entristecido por la exclusión que se había hecho de él, entró y movió el rabo. Las mujeres se levantaban lentamente, y el oscilante retroceder de sus enaguas dejaba poco a poco descubiertas las desnudeces mitológicas que se dibujaban en el fondo lechoso de las baldosas. Quedó cubierta solamente una Andrómeda a quien el hábito del padre Pirrone, rezagado en sus oraciones suplementarias, impidió durante un buen rato que volviera a ver al plateado Perseo que sobrevolando las olas se apresuraba al socorro y al beso. En los frescos del techo se despertaron las divinidades. Las filas de tritones y dríadas, que desde los montes y los mares, entre nubes frambuesa y ciclamino, se precipitaban hacia una transfigurada Conca d'Oro para exaltar la gloria de la Casa de los Salina, aparecieron de pronto tan colmadas de entusiasmo como para descuidar las más simples reglas de la perspectiva; y los dioses mayores, los príncipes entre los dioses, Júpiter fulgurante, Marte ceñudo, Venus lánguida, que habían precedido las turbas de los menores, embrazaban gustosamente el escudo azul con el Gatopardo. Sabían que ahora, por veintitrés horas y media, recobrarían el señorío de la villa. En las paredes los monos empezaron de nuevo a hacer muecas a las cacatúas. Bajo aquel Olimpo palermitano también los mortales de la Casa de los Salina descendían apresuradamente de las místicas esferas. Las muchachas ordenaban los pliegues de sus vestidos, cambiaban azuladas miradas y palabras en la jerga del pensionado. Hacía más de un mes, desde el día de los "motines" del Cuatro de Abril que por prudencia las habían hecho volver del convento y echaban de menos los lechos de baldaquino y la intimidad colectiva del Salvatore. Los muchachos se peleaban por la posesión de una estampa de San Francisco de Paula; el primogénito, el heredero, el duque Paolo, tenía ya ganas de fumar y, temeroso de hacerlo en presencia de sus padres, palpaba a través del bolsillo la paja trenzada de la pitillera. A su rostro palidísimo asomaba una melancolía metafísica: la jornada no había sido buena: "Guiscardo", el alazán irlandés, le había parecido en baja forma, y Fanny no había encontrado la manera (¿o el deseo?) de hacerle llegar el acostumbrado billetito de color violeta. ¿Por qué, entonces, se había encarnado el Redentor? La ansiosa arrogancia de la princesa hizo caer secamente el rosario en la bolsa bordada de jais, mientras sus ojos bellos y maniacos miraban de soslayo a los hijos siervos y al marido tirano hacia quien el minúsculo cuerpo tendía en un vano afán de dominio amoroso. Mientras tanto, él, el príncipe, se levantaba: el impacto de su peso de gigante hacía temblar el pavimento, y en sus ojos clarísimos se reflejó, por un instante, el orgullo de esta efímera confirmación de su señorío sobre hombres y edificios. Ahora dejaba el desmesurado misal rojo sobre la silla que habían colocado delante de él durante el rezo del rosario, recogía el pañuelo sobre el cual había apoyado la rodilla, y un poco de mal humor enturbió su mirada cuando vio de nuevo la manchita de café que desde por la mañana se había atrevido a interrumpir la vasta blancura de su imponente chaleco. No es que fuera gordo: era inmenso y fortísimo; su cabeza rozaba -en las casas habitadas por los comunes mortales- el colgante inferior de las arañas; sus dedos sabían enroscar como si fueran papel de seda las monedas de un ducado; y entre Villa Salina y la tienda de un platero había un frecuente ir y venir para reparación de tenedores y cucharas que, en la mesa, su contenida ira convertía en círculos. Por otra parte, aquellos dedos también sabían ser delicadísimos en las caricias y en el manoseo, y esto, para su mal, lo recordaba Maria Stella, su mujer; y los tornillos, tuercas, botones, cristales esmerilados de los telescopios, catalejos y "buscadores de cometas", que arriba, en lo alto de la villa, amontonábanse en su observatorio privado, manteníanse intactos bajo el leve roce. Los rayos del sol poniente, pero todavía alto, de aquella tarde de mayo encendían el color rosado del príncipe y su pelambre de color de miel lo que denunciaba el origen alemán de su madre, de aquella princesa Carolina cuya altivez había congelado, treinta años antes, la desaliñada corte de las Dos Sicilias. Pero en la sangre de aquel aristócrata siciliano, en el año 1860, fermentaban otras esencias germánicas mucho más incómodas para él que todo lo atractivas que pudieran ser la piel blanquísima y los cabellos rubios en un ambiente de caras oliváceas y pelos de color ala de cuervo: un temperamento autoritario, cierta rigidez moral, una propensión a las ideas abstractas que en el habitat moral y muelle de la sociedad palermitana se habían convertido respectivamente en una prepotencia caprichosa, perpetuos escrúpulos morales y desprecio para con sus parientes y amigos, que le parecía anduvieran a la deriva por los meandros del lento río pragmático siciliano. Primero (y último) de una estirpe que durante siglos no había sabido hacer ni siquiera la suma de sus propios gastos ni la resta de sus propias deudas, poseía una marcada y real inclinación por las matemáticas. Había aplicado éstas a la astronomía y con ello había logrado abundantes galardones públicos y sabrosas alegrías privadas. Baste decir que en él el orgullo y el análisis matemático habíanse asociado hasta el punto de proporcionarle la ilusión de que los astros obedecían a sus cálculos -como, en efecto, parecían obedecer- y que los dos planetas que había descubierto -Salina y Svelto los había llamado, como su feudo y su inolvidable perdiguero- propagaban la fama de su Casa en las estériles regiones entre Marte y Júpiter, y que, por lo tanto, los frescos de la villa habían sido más una profecía que una adulación. Solicitado de una parte por el orgullo y el intelectualismo materno y de otra por la sensualidad y facilonería de su padre, el pobre príncipe Fabricio vivía en perpetuo descontento aun bajo el ceño jupiterino, y se quedaba contemplando la ruina de su propio linaje y patrimonio sin desplegar actividad alguna e incluso sin el menor deseo de poner remedio a estas cosas. Aquella media hora entre el rosario y la cena era uno de los momentos menos irritantes de la jornada, y horas antes saboreaba ya la, no obstante, dudosa calma. Precedido por un "Bendicó" excitadísimo descendió la breve escalinata que conducía al jardín. Cerrado como estaba por tres tapias y un lado de la villa, la reclusión le confería un aspecto de cementerio, acentuado por montículos paralelos que delimitaban los canalillos de irrigación y que parecían túmulos de esmirriados gigantes. Sobre la roja arcilla crecían las plantas en apretado desorden: las flores surgían donde Dios quería y los setos de arrayanes más parecían haber sido puestos allí para impedir el paso que para dirigirlo. Al fondo una Flora manchada de líquenes negro-amarillos exhibía resignada sus gracias más que seculares; a los lados dos bancos sostenían unos cojines acolchados, en desorden, también de mármol gris. Y en un ángulo el oro de una mimosa entremetía su intempestiva alegría. Cada terrón trascendía un deseo de belleza agotado pronto por la pereza. Pero el jardín, oprimido y macerado por aquellas barreras, exhalaba aromas untuosos, carnales y ligeramente pútridos, como las aromáticas esencias destiladas de las reliquias de ciertas santas; los claveles imponían su olor picante al protocolario de las rosas y al oleoso de las magnolias que se hacían grávidas en los ángulos, y como a escondidas advertíase también el perfume de la menta mezclado con el aroma infantil de la mimosa y el de confitería de los arrayanes. Y desde el otro lado del muro los naranjos y limoneros desbordaban el olor a alcoba de los primeros azahares. Era un jardín para ciegos: la vista era ofendida constantemente; pero el olfato podía extraer de todo él un placer fuerte, aunque no delicado. Las rosas “Paul Neyron”, cuyos planteles él mismo había adquirido en París, habían degenerado. Excitadas primero y extenuadas luego por los jugos vigorosos e indolentes de la tierra siciliana, quemadas por los julios apocalípticos, se habían convertido en una especie de coles de color carne, obscenas, pero que destilaban un aroma denso casi soez, que ningún cultivador francés se hubiese atrevido a esperar. El príncipe se llevó una a la nariz y le pareció oler el muslo de una bailarina de Ópera... "Bendicó", a quien también le fue ofrecida, se encogió asqueado y se apresuró a buscar sensaciones más salubres entre el estiércol y las lagartijas muertas. Para el príncipe el jardín perfumado fue causa de sombrías asociaciones de ideas. "Ahora huele bien aquí, pero hace un mes..." Recordaba la repulsión que unas dulzonas vaharadas habían difundido por toda la villa antes de que se hubiese apartado su causa: el cadáver de un joven soldado del Quinto Batallón de Cazadores que, herido en la asonada de San Lorenzo luchando contra las escuadras de los rebeldes, había ido a morir solo, allí, bajo un limonero. Lo habían encontrado de bruces sobre el espeso trébol, con la cara hundida en un charco de sangre y vómito, las uñas clavadas en tierra y cubierto de hormigas. Debajo de la bandolera los intestinos violáceos habían formado una charca. Había sido Russo, el capataz, quien había encontrado aquella cosa hecha trozos, le había dado la vuelta y había cubierto su rostro con pañolón rojo, había recogido las vísceras con una ramita y las había metido dentro del desgarrado vientre, cuya herida había cubierto luego con los faldones azules del capote, escupiendo continuamente a causa del asco, si no precisamente encima, muy cerca del cadáver. Y todo ello con preocupante pericia. --El hedor de estas carroñas no cesa ni cuando están muertas -decía. Y esto había sido todo lo que había conmemorado aquella muerte solitaria. Cuando los aturdidos compañeros se lo hubieron llevado -y sí, lo habían arrastrado por los hombros hasta la carreta de modo que la estopa del muñeco había salido de nuevo todo afuera- se añadió el rosario de la tarde un “De profundis” por el alma del desconocido. Y considerándose satisfecha la conciencia de las mujeres de la casa, no se volvió a hablar más de ello. El príncipe se fue a raspar un poco de liquen de los pies de Flora y comenzó a pasear de un lado a otro. El sol bajo proyectaba su inmensa sombra sobre los parterres funerarios. Efectivamente, no se había hablado más del muerto y a fin de cuentas, los soldados son soldados precisamente para morir en defensa del rey. La imagen de aquel cuerpo destripado surgía, sin embargo, con frecuencia en sus recuerdos, como para pedir que se le diera paz de la única manera posible para el príncipe: superando y justificando su extremo sufrimiento en una necesidad general. Y había en torno suyo otros espectros todavía menos atractivos que esto. Porque morir por alguien o por algo, está bien, entra en el orden de las cosas; pero conviene saber, o por lo menos estar seguros de que alguien sabe por quién o por qué se muere. Esto era lo que pedía aquella cara desfigurada. Y precisamente aquí comenzaba la niebla. --Está claro que ha muerto por el rey, querido Fabrizio -le habría respondido Málvica, su cuñado, si el príncipe le hubiese interrogado, ese Málvica elegido siempre como portavoz de la muchedumbre de los amigos-. Por el rey, que representa el orden, la continuidad, la decencia, el derecho y el honor; por el rey que es el único que defiende a la Iglesia, que impide que se venga abajo la propiedad, que persigue la "secta". Bellísimas palabras éstas, que indicaban todo cuanto era amado por el príncipe hasta las raíces del corazón. Pero había algo que, sin embargo, desentonaba. El rey, muy bien. Conocía bien al rey, al menos al que había muerto hacía poco; el actual no era más que un seminarista vestido de general. Y la verdad es que no valía mucho. --Pero esto no es razonar, Fabrizio -replicaba Málvica-, no todos los soberanos pueden estar a la altura, pero la idea monárquica continúa siendo la misma. También esto era verdad. --Pero los reyes que encarnan una idea no deben, no pueden descender, por generaciones, por debajo de cierto nivel; si no, mi querido cuñado, también la idea se menoscaba. Sentado en un banco permanecía inerte contemplando la devastación que "Bendicó" estaba llevando a cabo en los viales; de vez en cuando el perro volvía a él los ojos inocentes como si le solicitara una alabanza por la tarea llevada a cabo; catorce claveles destrozados, medio seto pelado, un canalillo obstruido. Parecía realmente un cristiano. --Quieto, "Bendicó", ven acá. Y el animal acudía, le ponía el morro terroso en la mano deseoso de mostrarle que le perdonaba la estúpida interrupción del buen trabajo llevado a cabo. Las audiencias, las muchas audiencias que el rey Fernando le había concedido en Caserta, en Capodimonte, en Portici, en Nápoles, donde Cristo dio las tres voces. Al lado del chambelán de servicio, que lo guiaba hablando por los codos, con el bicornio bajo el brazo y las más frescas vulgaridades napolitanas en los labios, recorría interminables salas de magnífica arquitectura y mobiliario repugnante -precisamente como la monarquía borbónica- a lo largo de pasillos sucios y escaleras descuidadas y desembocaba en una antecámara donde esperaba mucha gente: rostros herméticos de corchetes; caras ávidas de pretendientes recomendados. El chambelán se excusaba, hacía superar el obstáculo de la multitud y lo conducía hacia otra antecámara, la reservada a la gente de la Corte: una salita azul y plata de los tiempos de Carlos III, y luego una breve espera, un criado llamaba a la puerta y uno era admitido entonces ante la Augusta Presencia. El despacho particular era pequeño y artificiosamente sencillo: en las blancas paredes encaladas un retrato del rey Francisco I y uno de la actual reina, con su aspecto agrio y colérico; sobre la repisa de la chimenea una Madonna de Andrea del Sarto parecía sorprendida de encontrarse rodeada de litografías de colores representando santos de tercer orden y santuarios napolitanos; sobre una ménsula un Niño Jesús de cera, una lamparilla encendida delante, y sobre el modesto escritorio, papeles blancos, amarillos, azules: toda la administración del reino reunida en su fase final, la de la firma de Su Majestad (a quien Dios guarde). Tras este montón de papelotes, estaba el rey.