Esa criatura pública es algo que yo inventé. No soy yo. En absoluto.

KATHARINE HEPBURN

 

… Mientras escribo estas palabras en 2006, casi cuatro años después de su muerte, la leyenda de Hepburn permanece en gran medida tal como ella la dejó, tan sacrosanta como la Estatua de la Libertad y quizá igual de perdurable. Parece suficiente simplemente dar un paso atrás y admirarla, y ciertamente hay mucho que admirar en Kathari-ne Hepburn. Fue un ejemplo de logros, un icono cultural americano. Su solo nombre conjura indomabilidad, independencia, sentido común yanqui. De todas las leyendas femeninas de Hollywood, sólo Marilyn Monroe la supera en términos de reconocimiento mundial. Pero el nombre de Monroe invoca a la Víctima: el de Hepburn, por el contrario, es sinónimo de Superviviente. Rebelde. Campeona.

Su muerte el 29 de junio de 2003, a los 96 años, provocó una inesperada sensación mediática. Un año después, la subasta de sus efectos personales en Sotheby’s generó todo un nuevo ciclo de publicidad, con 11.000 de sus fieles pasando por allí en cinco días. Mientras el mito era mercantilizado, sin embargo, la mujer mucho más interesante que había detrás se arriesgaba a perderse para la historia, sin que nos enterásemos de lo que estaba sucediendo. Eso es porque, durante décadas, nos habíamos fiado del mito. La profundidad de nuestra admiración nos había convencido de que conocíamos a la auténtica Kate, que la pública y la privada eran una y la misma.

«Protagonizó siete billones de películas», escribía la crítica Mary McNamara, «ganó todos esos Oscar, pero al final, Katharine Hepburn era amada por sí misma, por ser quien era».

Quien era. El público realmente pensaba que lo sabía. Y ahí radica su secreto.