LOS PEORES AÑOS DE NUESTRA VIDA

 

 

Según cuentan las crónicas (Jaume Figueras en Adivina quién te habla de cine), el término «destape» lo acuñó Ángel Casas, periodista musical que alcanzaría un notable éxito al final de la década de los ochenta con el programa de televisión Un día es un día, en el que se incluía un striptease a modo de cierre. Sea como fuere, la palabra en cuestión se introdujo en el vocabulario cotidiano para describir cualquier atrevimiento erótico, por pequeño que fuese. Y pequeños eran.

Y es que sin duda se trataba más de un asunto de ganas que de otra cosa, ya que la férrea censura, atenazadora de toda manifestación artística, impedía cualquier atisbo de verdadero destape, lo que obligaba a utilizarlo con el más mínimo pretexto. Por ejemplo: Diez Minutos, una revista de prensa del corazón, publicaba con gran aceptación popular una sección («Famosas en la intimidad») en la que actrices y otras famosas aceptaban posar en el dormitorio o en el cuarto de baño, y esos centímetros de piel, esa cacha insinuada sobre la cama de matrimonio o esa pantorrilla emergente de entre la espuma del baño, se consideraban ya destape; al igual que la, por lo general, desconocida joven en bañador que cada día saludaba a los lectores desde la última hoja del diario deportivo As.

En agosto de 1971, la revista Nuevo Fotogramas editó un número especial bajo el título de «Iberia Bikini Show», en el que rutilantes estrellas del cine español enseñaban ombligo, muslo, algo de pechuga y, en algunos casos, inevitables michelines. En el reparto de destapadas figuran desde mitos de la farándula cañí, como Lola Flores, Marujita Díaz o Carmen Sevilla, hasta actrices con pedigrí, como Marisa Paredes y Sara Montiel, pasando, claro está, por futuras reinas del desnudo, como Rosanna Yanni o Verónica Luján. Y eso era todo.

La España real seguía sometida a un duro control político y moral. La película La residencia (1969; Narciso Ibáñez Serrador) las pasó canutas para superar la censura, y, si bien consiguió colar una morbosa escena en la que Cristina Galbó era azotada, la historia del internado de señoritas habría sido muy distinta de no haber visto aligerado su metraje. Viridiana (1961; Luis Buñuel) seguía prohibida, pese a haber sido rodada en España y haber contado con apoyo económico oficial. Además, igual que se cortaban películas, se multaba a editores, se suspendían actuaciones musicales y se clausuraban teatros.

Lo curioso es que, con la misma ligereza con la que Mariano Medina, el popular hombre del tiempo, se refería al anticiclón de las Azores, desde el poder se hablaba de una ola de erotismo que invadía la Península, y en la prensa oficial, exactamente desde el diario El Alcázar, Alfonso Paso, dramaturgo oportunista, zafio y de derechas, por supuesto, se defendía de las acusaciones de autor pornográfico que le lanzaba el crítico José María Caparrós en las páginas de Mundo Internacional, en un artículo titulado «Hacia un cine pornográfico español» y con relación a Ligue story, película de 1972 y de la que Paso era guionista y director.

Con estos antecedentes semánticos, que, por cierto, no eran los únicos, no es de extrañar que la palabra destape calase en la sociedad y se convirtiese en un vocablo de sorprendentes cualidades mediáticas.

Pero, antes de seguir, hablemos un poco de la censura.

 

 

TODA DESNUDEZ SERÁ CASTIGADA

 

Durante estos años de aperturas de ficción y destapes de andar por casa, las revistas, las emisoras, los teatros y los cines tenían que someterse al criterio del censor, no siempre uniforme y frecuentemente chocante; porque la censura, aunque era un ente virtual para la inmensa mayoría de los españoles, estaba compuesta por ciudadanos de verdad, con nombre, apellidos y profesión y que cobraban un sobresueldo por ejercer su vigilante función y eran capaces de cualquier cosa con tal de defender sus sacrosantos principios y los de quienes los habían contratado.

En la extensa nómina de funcionarios del Ministerio figuraba un amplio abanico de profesiones: militares de procedencia diversa (unos de carrera y otros chusqueros), curas de diferente signo (los que reconocían el Concilio Vaticano II y los que no), guardias civiles de diferente graduación, algún que otro enchufado político y, también, mujeres; había mujeres, sí, pero, desde luego, todas eran amas de casa, la única profesión decente aceptable y aceptada para ellas. El credo político de los censores abarcaba asimismo un espectro... amplio: desde la derecha pura y dura, hasta la extrema derecha, pasando por algún falangista recalcitrante, miembros reconocidos del Opus Dei y simples conservadores de toda la vida. El total de tan celosos protectores del bien pensar se dividía en dos grupos: halcones y palomas; es decir, los unos, partidarios de prohibirlo todo, y los otros, adictos al corte y al recorte; de aquéllos y de éstos, en fin, el verbo favorito era suprimir.

Con esta selecta clientela, el obligado trámite de pasar la censura adquiría con frecuencia tintes tragicómicos y obligaba a los profesionales a intentar todo tipo de argucias, trampas y estratagemas para sortear al funcionario de las tijeras y el rotulador. Y, por suerte, se colaban cosas.

A finales de la década de los sesenta sonaba machaconamente en todas las emisoras una canción: Je t´aime... moi non plus, que, interpretada a dúo y en francés por Jane Birkin y Serge Gainsbourg, subió rápidamente en las listas de éxitos musicales. En el disco se reproducían fielmente los suspiros y los gemidos de una pareja haciendo el amor; eso sí, enmarcados en una deliciosa melodía. El censor de turno, que se había limitado a examinar la inofensiva letra de amor y desamor, autorizó su difusión; y esto constituyó una involuntaria indiscreción de efectos imparables, pues, cuando, ante el revuelo social consecuente, se reparó en que los gemidos de la pareja anglo-francesa alcanzaban algo muy parecido al orgasmo y el disco fue retirado de la circulación, era ya demasiado tarde y la canción se había convertido en ese protagonista musical imprescindible en cualquier guateque que se preciase.

Otro caso curioso, reflejo de la penuria erótica que vivía el país y del hambre de erotismo de los españoles, fue lo que la prensa de la época calificó de «fenómeno Helga». En los cines Azul, de Madrid, y Atenas, de Barcelona, se estrenó a finales de 1968 un documental alemán llamado Helga (1967; Erich F. Bender), denominación a la que en España iluminaba el aclaratorio subtítulo de «el milagro de la vida». Aunque se trataba de un documental seudodidáctico, el metraje original fue víctima, cómo no, de algunos cortes censores; aun así, el «recorrido visual del coito al parto», según rezaba la publicidad, barrió en las taquillas y se convirtió en un fenómeno sociológico que alcanzó preocupantes niveles de polémica.

También a finales de esa década, con el Gobierno tecnócrata del Opus Dei en auge y como si formase parte de sus famosos planes de desarrollo, el cine español mostró en pantalla su primera teta desde el final de la Guerra Civil. El honor mamario recayó en Elisa Ramírez, actriz de teatro y televisión, habitual del espacio «Estudio 1» de TVE y, por consiguiente, un rostro muy popular en los hogares españoles. La actriz enseñaba fugazmente un pecho desnudo, aunque tamizado por un velo transparente, en La Celestina (1969; César F. Ardavín), y la película consiguió un extraordinario éxito de taquilla.

Pasaría todo un lustro, aunque todavía en vida de Franco y con la censura en pleno funcionamiento, antes de que Patxi Andión hiciera público su trasero en El libro del buen amor (1974; Tomás Aznar), erigiéndose así en el primer varón español que se atrevía a destapar una de sus “vergüenzas” en la gran pantalla. El actor, un controvertido cantautor de procedencia vasca, tampoco perdió los colores cuando se enfrentó a sus compañeros de profesión en la famosa huelga de actores de febrero de 1975, una huelga de evidente trasfondo político, disfrazado de reivindicación laboral, que llevó a la cárcel a actrices tan populares y tan emblemáticas como Rocío Dúrcal, Tina Sáinz y Enriqueta Carballeira, entre otras y otros.

 

¡QUE VIENEN LAS SUECAS!

Ya al final de aquella década tan prodigiosa, pero, sobre todo, en los primeros años setenta, la masiva llegada de turistas, con sus muy valoradas divisas, propició inevitables cambios sociales. Las calles de las ciudades españolas se llenaron de chicas en minifalda y en las playas era patente el incremento de mujeres en biquini. Las «suecas», como el españolito de la época denominaba a todas las extranjeras jóvenes y minifalderas, trajeron un cierto aire fresco a las monótonas y grises calles del país. La mujer española, sometida a la dura disciplina paterna (no olvidemos que la mayoría de edad femenina se alcanzaba a los 23 años) y a las costumbres impregnadas de puritanismo religioso de la época (debía usar manga larga, llevar medias y cubrirse la cabeza con un pañuelo al entrar en las iglesias), difícilmente podía competir con esas chicas de relajadas costumbres, que bebían, fumaban y enseñaban piernas y ombligo. El fundamentalismo moral imperante era así de estricto. La represión sexual condicionaba el comportamiento de forma tal que obligó a acuñar otro termino, el de «salido», para definir al español que babeaba ante las piernas de las supuestas vikingas, al mismo tiempo que vociferaba todo tipo de improperios y calificativos de los denominados gruesos. Y, pese a quien pese, el cine español y algunas revistas de humor retrataron muy bien a ese ciudadano confuso, torpe, pueblerino y machista que tanto proliferaba a lo largo y ancho del país.

Pero el turismo propició también que el Régimen hiciese la vista gorda y tolerase ciertas zonas de permisividad moral, con tal de no perder la lluvia de divisas que nos llegaba desde el otro lado de los Pirineos. En las zonas costeras se crearon islotes de tolerancia y en algunos casos, como Ibiza y Formentera, auténticos paraísos donde hasta era posible visitar playas nudistas. Aunque la Guardia Civil se curaba en salud, aplicando la ley de vagos y maleantes o poniendo multas ocasionales, por lo general fingía no darse por enterada ante ese fenómeno social que una película española había definido con un título elocuente: El turismo es un gran invento (1968; Pedro Lazaga).

Y probablemente lo fue; como mínimo, ese gran invento contribuyó a sacarnos del aislamiento en el que Franco nos había obligado a vivir; y, si no eliminó nuestro carácter esperpéntico ni nuestra tendencia al exceso, lo que, a lo tonto, a lo tonto, sí nos trajeron las suecas fue una información de primera mano: al otro lado de la frontera existía un mundo libre (y rico) del que no nos dejaban participar. Y algunos españoles, los que podían, decidieron viajar al extranjero.

 

ALGUNOS TRUCOS PARA SORTEAR LA CENSURA

Las difíciles condiciones de trabajo de los profesionales de los distintos medios de comunicación y las evidentes limitaciones impuestas a los creadores y a los artistas obligaban a agudizar el ingenio. He aquí algunos ejemplos prácticos de cómo el personal se buscaba la vida para dar esquinazo a la censura:

1. En televisión

Los responsables del programa Informe semanal han reconocido recientemente que montaban los programas en presencia de un censor. Llegado el momento conflictivo, una secretaria o alguien del equipo le comunicaba que tenía una llamada de teléfono en otro despacho y, aprovechando su ausencia, montadores y redactores procedían a incorporar el fragmento deseado. Si había suerte, el funcionario no solicitaba a su regreso revisar lo anterior.

2. En radio

Las emisoras estaban obligadas a remitir al Ministerio de Información y Turismo la totalidad del contenido de los programas, incluida la música. Para ello, se utilizaban unas hojas impresas, conocidas como «censuras», y por lo general se enviaban con un contenido que nada tenía que ver con el que realmente se iba a emitir. Así, si los “escuchas” no te pillaban, podías meter cuantos gazapos quisieses.

En la programación musical, la situación era similar. Se enviaba una hoja con unas cuantas canciones de las aprobadas para que el Ministerio diese el pertinente consentimiento. Sin embargo, aquí el procedimiento se complicaba algo más; y es que, en la fonoteca de las emisoras, los cortes prohibidos tenían una etiqueta adhesiva pegada sobre los surcos. La solución en estos casos era retirar el disco censurado y sustituirlo por un ejemplar –del propio locutor, de un amigo o de un familiar– que estuviese libre de pegatinas.

3. En revistas

Una de las actividades habituales de maquetistas, diseñadores gráficos e ilustradores era la de tapar con lápiz, bolígrafo o rotulador aquellas partes de la anatomía femenina que en la foto aparecían descubiertas. No se trataba de tetas o culos, no; para que la censura no la aceptase bastaba con que la imagen sugiriese que la modelo no llevaba bañador, sujetador o bragas. También era necesario eliminar cualquier atisbo de vello púbico, por pequeño que fuese. Los técnicos pintaban elásticos, gomas y tirantes a fin de evitar que el funcionario descubriese la apenas insinuada desnudez. Estas pruebas se enviaban a censura y, una vez aprobadas, se sustituían por las verdaderas, que eran las que salían al mercado. Con suerte, la edición pasaba desapercibida. En caso de ser detectada, lo cual ocurría muy a menudo, la publicación era secuestrada irremisiblemente; en cambio, si colaba, la cabecera se aseguraba un aumento de tirada para el número siguiente.

4. En teatro

El día anterior al estreno de una obra se realizaba el llamado ensayo de censura, en el que la compañía mostraba su trabajo a la representación censoria. Con la esperanza de lograr el ansiado sello permisivo, los responsables no dudaban en subir escotes, alargar faldas, suavizar el lenguaje o eliminar tensiones dramáticas, eróticas o políticas. Se trataba, en suma, de que durante la supervisión moralizante no se detectasen los elementos que pudieran ser más conflictivos o de que, al menos, no se reparase en ellos. Solía dar resultado, aunque eso no impedía que, llegado el momento, el ministro de turno o incluso la propia policía suspendiesen la función.

 

LA LIBERTAD EMPIEZA EN LOS PIRINEOS

En la primavera de 1973, un avispado agente de turismo de la provincia de Girona, anunció la organización de un viaje a Perpiñán para asistir a una proyección de El último tango en París, la película de Bernardo Bertolucci que, protagonizada por Marlon Brando y Maria Schneider, tanto había alborotado a los medios oficiales y tantos comentarios suscitaba en una población ignorante de ciertas cualidades de la mantequilla. La oferta turística incluía viaje en autocar, entrada (garantizada) a la proyección e incluso la tramitación de un permiso aduanero, en el supuesto de que el viajero no dispusiese de pasaporte; porque viajar a Francia no era tan fácil como pudiera parecer: cualquier antecedente penal, multa de tráfico, afiliación política más o menos reconocida o una tendencia no homologada eran motivo suficiente para que la autoridad denegase el pasaporte; de hecho, los trámites burocráticos resultaban tan largos y penosos, y las posibilidades económicas eran tan escasas, que casi ningún ciudadano disponía del dichoso documento. Pero, en el sufrido día a día, la libertad se parangonaba con el libertinaje y, así, el autocar del pecado nunca llegó a partir. Probablemente, algún ciudadano de bien denunció a la Guardia Civil el proyectado viaje, y los agentes, celosos de su función, conminaron al avispado agente para que suspendiese el viaje. Como es natural, el operador, consciente de lo que se le podía venir encima, suspendió la visita a la Francia libre, para desencanto de cuantos habían soñado con un fin de semana de película.

A partir de ese momento, los promotores cambiaron de estrategia y evitaron citar explícitamente el título de las películas en sus anuncios. Un reclamo de la época rezaba así: «Amélie Les Bains, pequeña localidad del sur de Francia famosa por sus espectáculos y su buen cine. Próximo ciclo, días 1, 2 y 3 de noviembre, con las últimas películas de Bernardo Bertolucci, Pier Paolo Pasolini, Just Jaeckin...». Y el anuncio se completaba con un teléfono francés de contacto.

Estas arbitrariedades funcionaban como moneda común y no sólo en pequeños núcleos de población, en los que el alcalde, el cura y el sargento de los picoletos eran la ley (humana y divina), sino en todas partes. Bastaba con que un meapilas presentase una denuncia para que se suspendiese un acto público o una manifestación cultural o un acontecimiento artístico. Y, en realidad, los propios medios de comunicación más afines al Régimen alimentaban toda clase de mitos y leyendas eróticos, de suerte que, no contentos con excitar el morbo y la curiosidad de la gente con proclamas sobre las perversiones de los títulos prohibidos, lanzaban soflamas amenazantes contra quienes cruzaban la frontera para disfrutar de unas horas de libertad; en pocas palabras: ni comían ni dejaban comer (pero no, porque ellos sí que comían, en realidad).

De este modo, los célebres viajes a Perpiñán y a Biarritz, que habían nacido como un hecho aislado, protagonizado por intelectuales, militantes políticos, cinéfilos y niños bien, derivaron en masivos y multitudinarios éxodos de fin de semana; unas excursiones que, a pesar de la machacona insistencia oficial, no buscaban exclusivamente sexo, pues la lista de películas y publicaciones prohibidas era tan extensa que costaba trabajo elegir entre un Pasolini o un libro de Ruedo Ibérico (editorial vinculada al exilio de izquierdas) y Emmanuelle o la revista Playboy.

Los viajes a Francia fueron fuente de todo tipo de rumores, chistes, protestas y, hay que decirlo, también de suculentos negocios: muchas salas de exhibición de las localidades fronterizas estaban en manos de empresarios españoles; varias empresas de autocares y diversas agencias de viaje hicieron asimismo su agosto; y los propios agentes de aduanas, muy celosos a la hora de requisar material erótico, contribuyeron poderosamente a la creación de un mercado negro de revistas y libros, revendiendo a vendedores del Rastro madrileño o de los Encantes barceloneses el material confiscado.

El cine español de entonces, dispuesto siempre a explotar las polémicas sociales, reflejó con sarcasmo en Lo verde empieza en los Pirineos (1973; Vicente Escrivá) la odisea de tres españoles en viaje erótico de fin de semana. La película, que, pese a ridiculizar al ciudadano medio de la época, cosechó un sonoro éxito y sirvió para avivar aún más el interés por pasar las fronteras, la protagonizaban José Luis López Vázquez, José Sacristán, Rafael Alonso, Manuel Zarzo y una recién llegada Nadiuska, y satirizaba la actitud paleta y esperpéntica de tres de esos españolitos salidos.