Capítulo VI

Ava y Luis Miguel

 

El guionista y director de cine Joaquín Jordá cuenta:

«La historia de los Dominguín da para varios libros. Tres hermanos, a cual más distinto. Tres críos toledanos que comienzan a torear en la primera posguerra, en los años más duros. Una cuadrilla de niños toreros explotados por su padre, padre y patrón, hasta que se independizan.

»Yo fui amigo íntimo de Domingo, el mayor. Domingo era comunista y Luis Miguel era un asiduo de El Pardo y las cacerías de Franco, pero respaldaba a su hermano en todo, porque estaba fascinado por él. Domingo decía que entró en el PC por las injusticias que había vivido de pequeño y por el recuerdo de la Guerra Civil. Y por excentricidad, y por ganas de llevar la contraria. En una entrevista en Dígame le preguntaron por sus santos de cabecera y dijo: “San Marx, san Lenin y san Stalin”. Luis Miguel tenía audiencia directa con Carrero Blanco, que más de una vez le hizo alguna advertencia sobre Domingo. En una cacería, Franco le preguntó: “Dígame, Dominguín, ¿quién es el comunista de los tres?”. Y Luis Miguel le contesta: “Los tres, mi general, los tres”. Tras su ruptura con el partido, Domingo acabó en Suramérica, pasando armas para la guerrilla venezolana. Hubo una delación y se suicidó, entre otras cosas, para que no le pillaran. En cuanto a Pepe, nunca llegó a ser un mito público, como Luis Miguel, ni un mito secreto, como Domingo. Estaba muy enamorado de su mujer, la actriz María Rosa Salgado, y siempre se mantuvo en un segundo plano, centrado en su vida familiar.

»Como torero, Domingo era castellano en el peor sentido de la palabra: un estoqueador certero y directo, sin vuelos. Pepe era un buen banderillero, y Luis Miguel era un completo, pero al principio tuvo que pechar con la hostilidad de los aficionados, que le acusaban de haber llevado a la muerte a Manolete en aquel famoso mano a mano que acabó con su cogida: el torero joven, descollante, enfrentado al torero mayor, al que le fallan las fuerzas. Otro mito clásico, ¿no? Y también, probablemente, una exageración. Pero desde principios de siglo, los toros en España habían sido un mundo de enfrentamientos acérrimos, de estar con uno o con otro: una cadena que enfrentaba a Joselito con Belmonte, a Manolete con Arruza, a Dominguín con Manolete, y, a finales de los cincuenta, a Ordóñez con Dominguín en aquel “verano peligroso” que relató Hemingway. Historias españolas. Españolísimas».

 

Carlos Abella: «Luis Miguel Dominguín fue un mito indiscutible del toreo y un seductor nato, el hombre con mayor éxito entre las mujeres durante cuatro décadas de vida española. Siempre me decía: “Yo no he salido nunca a conquistar mujeres, Carlos, sino a buscar a la mujer. Y no me habría puesto delante de un toro si la mujer no hubiera estado en los tendidos. Únicamente por una mujer se afronta la muerte. Ni por dinero, aunque algunos crean lo contrario”».

 

Descrito por Hemingway como «una mezcla de don Juan y Hamlet», Luis Miguel Dominguín había tenido dos grandes amores antes de conocer a Ava: Cecilia Albéniz, la nieta del compositor, que murió en un accidente automovilístico en las Navidades de 1949, y Ángela Pérez de Seoane, hija del duque de Pinohermoso. En 1950, tras la muerte de Manolete, Dominguín fue aclamado como nuevo rey de los ruedos, y aquel romance con Angelita Pinohermoso —aristócrata, rejoneadora, bellísima— se convirtió en una leyenda, porque tenía todos los elementos para serlo. Él acababa de cumplir 23 años; ella, 18. En aquella época, una mujer en España no era mayor de edad hasta los 21. Dominguín pidió su mano. El duque se negó: no quería que su hija se casara con un torero. La encerraron, pero Angelita se escapó de su casa, descolgándose con una sábana por la ventana, y corrió al encuentro de su amor, como en las mejores coplas. El duque presentó una denuncia por rapto en la Dirección General de Seguridad. Hubo de retirarla, porque a las pocas horas apareció Angelita, como si nada hubiera pasado.

Carlos Abella: «Y no pasó nada, me contó Luis Miguel, pero la historia del supuesto rapto creció y creció con los años. ¿Qué sucedió luego? La realidad se impuso, como casi siempre. Los duques enviaron a Angelita a un colegio de monjas en Bruselas, donde estuvo tres años. Luis Miguel y Angelita decidieron esperar a que ella tuviera la mayoría de edad. Y cuando llegó el momento, su amor ya se había enfriado. Angelita se casó luego con el financiero Diego Prado y Colón de Carvajal, con el que tuvo seis hijos. Murió en 2003».

 

El siguiente amor de Dominguín fue Annabella Power, la ex esposa de Tyrone Power, un romance que duró apenas un año. Y en el 53, otra gran historia para las crónicas: La China Machado. En enero, Dominguín sufre una seria cornada en Venezuela. Una herida de tres trayectorias en el muslo derecho. En Lima, Dominguín se había enamorado de Noel Machado, La China, una peruana espectacular, hija de un chino y una mulata, con un mechón blanco que atravesaba su cabellera negra.

Carlos Abella: «Me dijo: “Comía yo con Fernando Graña en un restaurante de Lima y la vi, guapísima. Nos miramos y le dije a Graña: vamos al hotel, que esa chica me va a llamar”. Y así fue. Era azafata, y en una escala en Caracas se entera de la cogida y va a visitarle al hospital. La leyenda cuenta que Luis Miguel, harto del hospital, harto de los médicos, harto de la herida que no cicatrizaba, le pidió a La China que le trajera ropas de mujer y, así disfrazado, escaparon juntos.

»No sé si eso es verdad, pero lo cierto es que Luis Miguel y La China se escondieron en un pequeño hotel en La Guaira, y que fue ella quien le cerró la herida, poniéndole sulfatiazol cada ocho horas. Él decía que La China fue un ángel mandado por la Providencia».

 

En agosto del 53, Luis Miguel Dominguín vuelve a España, donde le opera el doctor Manuel Tamames, su médico personal. La China Machado llega a Madrid poco después, para pasar con él una temporada.

Hay dos versiones sobre el encuentro entre Ava y Dominguín.

Según Jane Ellen Wayne, la actriz y el torero se conocieron por aquellos días en una fiesta en la casa de Ricardo y Betty Sicre, que serían los vecinos de Ava en La Moraleja. Y la misma Ava dice en sus memorias que conoció a Dominguín «en una fiesta», sin especificar. En cambio, Antonio Romero, barman de Chicote, le contó a Carlos Abella que el flechazo tuvo lugar en el bar de la Gran Vía.

«Ava —según Antonio Romero— solía aparecer con frecuencia por Chicote. Y casi siempre sola. Era lo que más me llamaba la atención: no era habitual ver sola a una mujer como aquella. Llegaba y pedía un Dry Martini. Me decía que yo los preparaba mejor que el barman del Stork Club de Nueva York. Yo sabía cuando estaba triste, cuando le apetecía hablar y cuando no. Pero aquel verano, Ava vino con Lana Turner. Fue Perico Chicote quien llamó a Dominguín: “Miguel, vente para acá, que tengo a Lana Turner y a Ava Gardner en la misma mesa”. Y al poco llegó Dominguín con una mujer muy exótica, que hablaba muy bien inglés».

 

Carlos Abella: «Lo divertido del asunto es que, sin pretenderlo, La China Machado acabó propiciando el romance entre Ava y Luis Miguel, porque fue la intérprete de las primeras palabras que cruzaron. Más tarde, La China le contó que Ava y Lana comentaron el atractivo del torero en su presencia, y se animaban mutuamente para ver cuál de las dos le conquistaba antes. Luis Miguel se sintió fascinado por Ava. Y viceversa. Fue un flechazo absoluto. Ella lo dice en sus memorias: “Cuando le vi por primera vez supe con absoluta certeza que era para mí”. Aquella tarde no pasó nada más. Ava y Lana se fueron a cenar a Valentín. Y Luis Miguel y La China se fueron de viaje a los pocos días con Juan Antonio Vallejo-Nágera».

 

El productor y cineasta Pere Portabella fue un buen amigo de Luis Miguel y del «clan Dominguín», a los que conoció a comienzos de la década de los sesenta: «Yo entendí muy bien, retroactivamente, que Ava y Luis Miguel se enamorasen, porque eran tal para cual. Después de Sinatra, el gran amor de Ava fue Luis Miguel. Había una sintonía absoluta entre ellos, y probablemente fue su mejor compañero, en el sentido más completo del término. Luis Miguel era un dios, el centro de todos los centros. Tenía una irradiación increíble. Ir con él suponía que se te abrieran todas las puertas. Ava conoció España en toda su gama, todas sus gentes, gracias a él. En una semana podía presentarte a Picasso, a aristócratas, a banderilleros y parias del mundo del toro. Como el Tenorio, subía y bajaba por toda la escala social.

»Había en él algo de burlador, de nihilista absoluto. Yo creo que Ava y él compartían ese desprecio profundo por las convenciones, ese mismo corazón salvaje. Te pondré un ejemplo. A poco de conocerle, Luis Miguel me invitó a comer en Jockey. Nos sentamos y dice: “Voy a echar una meadita”. Pero no se levanta. El lavabo estaba a cuatro pasos, pero él no se movió de la mesa. Se sacó la polla y comenzó a mear bajo el mantel. Yo me quedo de piedra y él me dice: “Tranquilo, no pasa nada. Nunca pasa nada”. Se meó allí mismo, en Jockey, delante de toda aquella gente, aquella clientela de altos funcionarios del régimen y turistas de lujo que casi le habían hecho reverencias al verle entrar. “Nunca pasa nada”. Y no pasó nada. Nadie le dijo absolutamente nada. Podía hacer todo lo que se le antojara. Era el número uno, y lo sabía. Claro que había algo de provocación, de desprecio por toda aquella gente muerta de miedo, pero iba más allá de eso. Era hacer lo que le venía en gana cuando le venía en gana. En eso eran idénticos».

 

A finales de aquel agosto, Ava asiste a una corrida en Madrid, donde torea el diestro mexicano Alfredo Leal, con el que le atribuyen un romance. Y conoce en una tienta al ganadero Perico Gandarias, que se convertiría en otro de sus grandes amigos madrileños.

El 2 de septiembre volvió a Nueva York y se alojó en el Hampshire House. Sinatra, que debutaba aquella noche en el Riviera, se enteró de su llegada por los periódicos. Hubo una nueva reconciliación —según las crónicas, durante una cena en casa de mamá Sinatra— y Ava acudió al segundo pase del espectáculo de Frank. Al día siguiente, Sinatra se instaló en el Hampshire. La bonanza duró apenas un mes. El 2 de octubre acudieron juntos al estreno de Mogambo en el Radio City Music Hall. Fue un éxito instantáneo. Bosley Crowther, el crítico del New York Times, escribió: «La señorita Gardner es la gran vencedora de la película». No fue el único, y la primavera siguiente, Ava fue nominada al oscar a la mejor actriz.

Tras el estreno en Nueva York, Ava y Sinatra volaron a Hollywood.

El cantante tenía que actuar en el Sand’s de Las Vegas y Ava iba a presentar Mogambo en Los Ángeles. Una de aquellas noches sonó el teléfono en la casa de Palm Springs. «Era Frank —cuenta— anunciándome que estaba en la cama con otra mujer. Me dijo que ya que le acusaba constantemente de infidelidad cuando era inocente, había decidido que daba lo mismo ser culpable».

El abogado de Ava, Neil McCarthy, concertó una cita con Sinatra para pedir el divorcio, pero el cantante no acudió. El 29 de octubre, Howard Strickling, jefe de publicidad de la Metro, hizo llegar a la prensa una nota que decía: «Ava Gardner y Frank Sinatra han declarado hoy que después de haber agotado, muy a pesar suyo, todos los esfuerzos por reconciliar sus desacuerdos, no pudieron hallar una base común sobre la cual poder continuar con su matrimonio. Ambos expresaron su profundo pesar y el más grande respeto mutuo. Su separación es definitiva».

Sinatra dijo a Louella Parsons: «Ojalá pudiera quitármela de la sangre».

 

Aquel otoño, Joseph Mankiewicz llamó incontables veces a Nicholas Schenck. Quería que la Metro le cediera a Ava Gardner para su siguiente película. Schenck era el presidente de la cadena Loewe, que distribuía las películas del estudio; es decir, el hombre que manejaba sus finanzas y movía todos los hilos, muy por encima de Dore Schary. Y Mankiewicz era uno de los directores más cotizados de Hollywood, tras los triunfos de Eva al desnudo y Carta a tres esposas, pero se había enfrentado con la Metro por lo que consideraba una inadecuada proyección en los cines de Julio César. Su siguiente película, lejanamente inspirada en la figura de Rita Hayworth, iba a rodarse en España con el título de La condesa descalza («The Barefoot Contessa»). Era una relectura amarga del cuento de la Cenicienta, en la que el príncipe azul resulta ser impotente y acaba asesinándola. En Hollywood se decía que el guión era una bomba, que la película sería la «Eva al desnudo del mundo del cine», y que la historia levantaría ampollas, al estar muchos de sus personajes inequívocamente basados en figuras reales, desde el duque de Windsor, Elsa Maxwell y el rey Faruk, hasta Howard Hughes y su agente de prensa, Johnny Meyer.

Mankiewicz quería dirigirla y producirla para United Artists. Y quería, por encima de todo, que Ava interpretase a María Vargas, la protagonista. Se decía que la propia Rita Hayworth había presentado su candidatura, y que Jennifer Jones también estaba loca por hacerla, pero ambas fueron rechazadas por el director.

Sin embargo, la Metro no daba su brazo a torcer. Para ganar tiempo, United Artists decidió jugar la baza de buscar a una actriz desconocida para el papel, y aunque sus oficinas en Londres y Roma se llenaron de fotos, ninguna de las aspirantes convenció a Mankiewicz. En Londres vio a Bella Darvi, entonces protegida de Darryl Zanuck; en Roma le hizo una prueba a Rossana Podestá. Un ejecutivo de UA le pasó el guión a Elizabeth Taylor, que se encontraba en Roma en aquellas fechas, pero ella también estaba bajo contrato en la Metro.

Los meses pasaban, los decorados ya estaban construidos, Humphrey Bogart tenía un pie en el avión, y la Metro seguía sin soltar a Ava. Al fin, en noviembre del 53, el agente Bert Allenberg, que representaba a Mankiewicz y a Ava, llamó para comunicar la buena nueva. Ava parecía encantada: era un papel a su medida, con una enorme carga dramática, y el operador iba a ser Jack Cardiff, que ya la había retratado maravillosamente en Pandora.

«La Metro —escribió Ava— puso todo su empeño en intentar apartarme de la película. Si conseguí el papel fue porque Joe Mankiewicz resultó ser más testarudo que ellos».

El precio fue alto: Schenck exigió 200.000 dólares por la cesión y un 10 por ciento de las recaudaciones a partir del primer millón. Una cantidad desmesurada, teniendo en cuenta que Humphrey Bogart, el coprotagonista, sólo cobró 100.000 por su trabajo. En cuanto a Ava, cobraría 50.000 más gastos, que United Artists cubriría durante seis meses, a razón de 1.000 dólares por semana, trabajase o no.

 

La tarde en que conocí a Enrique Herreros, en el Café Comercial de Madrid, se presentó a la cita con un precioso dibujo de Ava Gardner, que había realizado, al carboncillo, para el lanzamiento en España de La condesa descalza. Muy adecuadamente, el rostro de Ava/María Vargas estaba sin definir, como si sus rasgos flotaran para siempre, inatrapables, en una bruma misteriosa. Si este libro fuera una película, empezaría y acabaría con esa imagen, como la estatua cubierta de El desencanto de Chávarri. El dibujo fue la contraseña del encuentro en el Comercial.

—¿Cómo nos reconoceremos?— le pregunté.

—Soy un hombre mayor —dijo. Voz ronca, a lo Pepe Isbert—. Desconsideradamente mayor. A mí me quedan tres telediarios y una entrega de los oscars. En fin… Busque a un viejo con una gorra de marino, una garrota —hizo una pausa— y un retrato de Ava Gardner.

Rafael Azcona me había dicho: «Lo sabe todo del mundo del espectáculo; puede ponerte en contacto con mucha gente. Él dice que está sordo y que se está quedando ciego. Eso no sé si es verdad. La verdad es que ha visto y oído muchas cosas».

Su padre fue el gran Enrique Herreros, el dibujante de La Codorniz, el hombre que prácticamente inventó la figura del mánager de artistas en España «pero a la americana». Enrique Herreros hijo siguió sus huellas, y fue también periodista de espectáculos, abogado, productor, promotor y miembro de la Academia de Hollywood. En 2000 escribió sus memorias17, a las que me remitió cada vez que no estaba seguro de un dato o una fecha.

—Búscalo allí, allí está todo.

Así lo hice, para complementar su conversación. Pero me contó mucho más de lo que cuentan sus memorias.

 

Enrique Herreros: «Yo trabajaba para United Artists en Madrid. El delegado en España era George H. Ornstein, y mi jefe directo era el temible Juan Pérez García. Me llaman a su despacho y me dicen que vaya al hotel Wellington y me ponga a las órdenes de Joseph Mankiewicz. Había creado Figaro, su propia compañía como independiente, y estaba en Madrid para hacer las primeras localizaciones de La condesa descalza, que United iba a distribuir, aunque Ornstein conocía el guión y temía, como así sucedió, que denegasen la autorización para rodar la película en España. La censura no vio con buenos ojos la historia de La condesa. Eran muy bestias en aquella época. Y muy retorcidos. Cuando se estrenó Mogambo cambiaron el doblaje: para que Grace Kelly no cometiera adulterio, convirtieron a Donald Sinden, que era su marido en la ficción, en su hermano. Con lo cual, claro, se libraron del adulterio pero consiguieron un incesto: para morirse de risa. Tampoco autorizaron, tiempo después, que The Sun Also Rises se rodara en Pamplona, por el apoyo de Hemingway a la República. El caso es que acompañé a Mankiewicz a los tablaos, pero sus localizaciones no sirvieron de nada, como se temía Ornstein. Tuvo que irse por donde había venido, y La condesa se rodó en Italia. Toda la parte de la adolescencia madrileña de María Vargas se reconstruyó en Cinecittà.

»Mankiewicz se fue, pero a los pocos días llegó Ava Gardner. Me dijeron que había pasado unos días en Mallorca, en el hotel Maricel, donde también se alojaba Errol Flynn. Un mediodía la vi con Luis Miguel en la Cervecería Alemana, en la plaza de Santa Ana, que era una de las sedes sociales de los Dominguín. Yo ya había oído voces sobre lo de Ava y Luis Miguel. Era algo perfectamente lógico, porque Luis Miguel era un hombre encantador, ocurrente, atractivísimo para las mujeres. Mi padre le apodaba El Conde de Huevas Frescas. Podía ser al mismo tiempo el duque de Edimburgo y un gañán, y a eso no hay mujer que se resista. El caballero y el golfo en una misma persona es una combinación mortal».

 

A finales de noviembre, Ava llegó a Roma para ponerse a las órdenes de Mankiewicz y realizar las pruebas de vestuario. Allí conoció a David Hanna, su nuevo encargado de prensa, y a Michael Waszynski, su asistente personal. Hanna permaneció seis años a su lado, los dos últimos como secretario personal, al cabo de los cuales escribió un retrato tan afectuoso como crítico, Ava: A Portrait of a Star18. Antes de trabajar para United Artists, Hanna había sido crítico y columnista de Hollywood Reporter y Los Angeles Daily News y había llevado la publicidad de varias películas americanas rodadas más allá de sus fronteras, como Moulin Rouge (1952), de John Huston, o Ulises (1954), de Mario Camerini. En cuanto a Michael Waszynski, Ava volvería a encontrárselo 10 años más tarde como director artístico y vicepresidente del imperio Bronston, para el que protagonizó 55 días en Pekín.

La noche de su llegada a Roma, David Hanna fue a buscarla al Grand Hotel para llevarla a cenar al restaurante Alfredo con Arthur Krim, presidente de United Artists, y Robert Haggiag, jefazo de D.E.A.R. Films, la compañía que representaba a UA en Italia. Durante la cena, Ava estuvo encantadora, desmintiendo su leyenda de actriz y mujer problemática y temperamental. Duró poco aquella alegría. A las tres de la mañana sonó el teléfono en la habitación de Hanna. Era Ava, furiosa, diciendo que no soportaba el hotel, que le habían prometido un apartamento y que lo quería ya. Tímidamente, Hanna intentó hacerle comprender que era un poco difícil alquilar un apartamento en Roma en plena madrugada.

«Muy bien —dijo Ava—, quiero verte en el Grand a las nueve». Y colgó.

A las ocho del día siguiente, Mankiewicz llamó a Hanna desde Londres. Ava le había llamado a las cuatro de la mañana para hacerle llegar su queja «por el trato que le estaban dando». A las diez, cuenta Hanna, ya estaba instalada en un piso «enorme, oscuro y repleto de muebles rococó, en la primera planta de un viejo edificio del Corso d’Italia. El ruido del tráfico y el parloteo de los paseantes invadía el lugar a través de las ventanas abiertas y Ava parecía feliz».

 

Durante el primer mes de su estancia en Roma, Ava conoció a Walter Chiari, uno de los jovenes cómicos más populares de Italia, que en aquellos días estaba prometido con Lucía Bosé. Fue a verle al teatro, donde Chiari presentaba su revista Contracorriente. Al acabar la función le visitó en el camerino y cenaron juntos en un restaurante cerca de la Fontana di Trevi.

Ava hizo instalar un gran espejo en el piso del Corso para ensayar la danza gitana que se convertiría en una de las secuencias más recordadas de la película. Fueron días tranquilos, que repartía entre pruebas de vestuario y sesiones de fotos para la promoción. Demasiado tranquilos. Como rápidamente advirtió Hanna, «el mayor problema de Ava era qué hacer consigo misma durante su tiempo libre». Una mañana pidió permiso a Johnny Johnstone, el responsable de producción, para viajar a Madrid en diciembre, pasar allí las Navidades y celebrar con sus amigos su 30 cumpleaños. El rodaje no comenzaría hasta la primera semana de enero y Johnstone no puso ningún problema. Al día siguiente, Ava llevó a Hanna a su habitación, cerró la puerta y le dijo: «Sinatra me llamó anoche. Está cantando en Londres. Volará a Madrid en Navidad y luego quiere acompañarme a Roma».

 

Carlos Abella: «Aquel invierno, Ava volvió a Madrid para pasar las Navidades con Luis Miguel, y ahí verdaderamente comenzó su historia. Se comentaba que tras La condesa iban a hacer en Roma una película juntos, dirigida por Sáenz de Heredia, pero eso quedó en nada. En aquellos días surgió una frase que luego se hizo popularísima, lo de “voy a contarlo”. La habrás oído mil veces, como todo el mundo. La leyenda dice que Ava y Luis Miguel acaban de acostarse por primera vez. Él se levanta y ella le dice: “¿Adónde vas ahora?”. Y él responde: “¿Cómo que adónde voy? ¡A contarlo!”. Un día me armé de valor y le pregunté a Luis Miguel por esa frase. Se me quedó mirando muy serio y me dijo: “¿Tú crees que yo hice eso?”. La verdad es que no le cuadraba nada, porque no necesitaba pavonearse ante nadie. Me dijo: “No, hombre, no. Yo me quedé en la habitación del hotel con ella, pero luego, cuando estuve con los amigos, me pareció ingenioso contar esa frase”».

 

Pere Portabella: «El mundo de los Dominguín era absolutamente violento. Era un clan, un clan con sentimiento de tribu. Había un vínculo fortísimo entre los tres hermanos: Domingo, Luis Miguel y Pepe. El vínculo de la lucha por la vida, de la supervivencia. Poco a poco fueron contándome cosas de su infancia y adolescencia. Cosas terribles, escalofriantes. Venían de la pobreza más absoluta y fueron explotados por su padre, el viejo Dominguín, que era un torero mediocre y descubrió que en sus hijos tenía un filón. Pero nadie podía faltar a su padre en su presencia. Ni a nadie de la familia. Eran ellos contra el mundo. Parecían italianos de película. Más que eso: personajes de western. Yo me los imaginaba perfectamente entre los pioneros americanos, mitad héroes mitad canallas, capaces de llevarse por delante lo que hiciera falta para defender aquel territorio que les había costado tanto conquistar.

»Un día estaba yo con el trío en la Cervecería Alemana, su sede. La madre, la señora Gracia, un personaje que daría para un libro entero, vivía muy cerca de allí. Estamos sentados en una mesa Domingo, Luis Miguel, Pepe y yo. Hablando y riendo, tomando finos. Entonces veo que Luis Miguel le hace un pequeño gesto con la cabeza a Pepe. Un gesto casi imperceptible. Acaban de entrar en la cervecería los tres Lozano. El clan de los Lozano. Era una familia rival, de toreros y empresarios. Domingo también era empresario y había una lucha muy fuerte por el control de las plazas de toros. Él tenía tres plazas: la de Vistalegre, la de Cuenca y la de Pontevedra.

»Luis Miguel hace ese gesto y Pepe se levanta y va hacia ellos. Pepe era el más fuerte de los tres, una bestia. Fue directo hacia el jefe de los Lozano y sin mediar palabra le soltó un puñetazo que, literalmente, le rompió la cara. Le partió la mandíbula, lo dejó tirado en el suelo. No era un puñetazo de advertencia. Era un puñetazo para poner fin a algo. Un puñetazo definitivo. La gente comenzó a gritar, hubo el consabido alboroto… Los otros dos Lozano recogieron al caído y, sin decir nada, se retiraron. Yo me quedé helado. Le pregunté a Luis Miguel. “Nada, no te preocupes, asuntos nuestros. Cosas del toro”. Volvió Pepe y siguieron hablando y bebiendo como si no hubiera pasado nada. Asunto zanjado, fuera lo que fuera.

»Yo he conocido a muchas personas en mi vida. Unos cuantos valientes y muchísimos cobardes, pero los Dominguín eran de otro palo. Estaban más allá de la valentía. No tenían miedo a nada ni a nadie porque no sabían lo que era el miedo. Desde pequeños habían ido a por todas, y en algún momento debieron decidir, si es que eso se decide, que a ellos no iba a toserles nadie. Se encaraban con quien hiciera falta. Cualquiera hubiera podido pensar que era pura chulería, puro machismo. No. En una pelea se ve inmediatamente quién es el chulo. El chulo es el que se pavonea, el que amenaza, el que habla demasiado. Ellos no hablaban. Entraban por derecho.

»Otra vez estábamos en un bar y alguien empezó a hablar mal de Luis Miguel sin darse cuenta de que Domingo y yo estábamos al lado, en la barra. Domingo fue hacia aquel tipo y le bastó con mirarle. No le amenazó, simplemente se encaró con él. No he vuelto a ver una mirada como aquella en toda mi vida. Y el otro, que era un gigante y podía haberle matado, se deshizo en excusas y arrió velas.

»Había un fatalismo muy español detrás de todo aquello. Domingo se suicidó y no le extrañó a nadie, a nadie que le conociera. Hablaba del suicidio con absoluta tranquilidad. “A partir de cierta edad hay que quitarse de en medio”, decía. Y así lo hizo. Cuando consideró que su vida estaba acabada, que ya no valía la pena vivirla, se pegó un tiro.

»Quizás Luis Miguel podía parecer el más chulo de los tres. Era el más guapo, el más triunfador, el que había llegado más lejos. Pero también iba más allá de la chulería. Cuando decía que era el número uno, cuando lo proclamaba levantando el dedo en las corridas, era un convencimiento absoluto. Era la constatación de un hecho, y punto».

 

Carlos Abella: «Aquellas Navidades, Sinatra llegó a Madrid y no encontró a Ava en el Hilton. Estaba con Luis Miguel en Villa Paz. Era una de sus fincas favoritas, en Sae­lices, en la provincia de Cuenca. Había pertenecido a la infanta Paz, hermana de Alfonso XII. Tenía una pequeña plaza de toros, en la que Ava, de la mano de Dominguín, dio sus primeros capotazos. El fotógrafo Emilio Cuevas, Cuevitas, estaba con ellos cuando les avisaron de que Sinatra había llegado al Hilton de muy mal café. Por lo visto, todos los vuelos de Londres estaban completos, y no le quedó otro remedio que alquilar un avión privado. La broma le había costado 5.000 dólares. Luis Miguel llamó al Hilton y habló con un amigo de toda confianza, que se encargó de despistar a Sinatra, diciéndole que Ava estaba en Toledo, en el tentadero de Perico Gandarias. A todo esto, según Cuevitas, Ava llevaba dos días bebiendo sin parar. Cuevitas y Teodoro, el chófer de Luis Miguel, la metieron en el coche para llevarla al Hilton, pero estaba tan borracha que tuvieron que parar antes en Nervión, 25, la casa de Luis Miguel en Madrid, para que se repusiera. La casa, un pequeño chalé, estaba en la colonia de El Viso, muy cerca de Doctor Arce, donde años más tarde viviría Ava. Cuevitas contaba, maravillado, que Teodoro y él la ayudaron a quitarse la ropa “de campo” y buscaron luego todas las prendas que necesitaba para presentarse en el Hilton. Después la llevaron al hotel, donde se encontró con Sinatra. Y a las pocas horas, Ava logró convencer a Sinatra de que fueran juntos a la casa de Luis Miguel. Ella le dijo, por lo visto, que era el mejor guía posible para la noche de Madrid. ¡Qué aplomo!».

 

De nuevo, la crónica de Sofía Morales en Primer Plano permite reconstruir la ajetreada vida social de Ava y Sinatra durante los días 25 y 26 de diciembre de 1953 con la minuciosidad de un informe de la CIA.

«La noche de Navidad hubo cena en la casa de Frank Ryan19, el multimillonario norteamericano, en La Moraleja. Allí estaban, entre otros, los Sicre, Betty Wallace, Virgilio Teixeira y su esposa, Edgar Neville y Conchita Montes, Luis Miguel y Pepe Dominguín y Luis Ocio. A medianoche llegaron los flamencos: Malena Loreto, El Yoni, los Heredia, Beni de Cádiz y Niño Pérez. Actuaron toda la noche y la fiesta terminó a las once de la mañana. De allí fueron todos a tomar el aperitivo en Chicote y se retiraron a descansar. Al día siguiente hubo cena en Jockey. Después, a Pasapoga, donde tocaba Xavier Cugat.

»Cuando llegaron los Sinatra, les esperaban Luis Miguel, Lola Flores, Cesáreo González, Edgar Neville, Alfonso Sánchez, Miguel Utrillo y Félix Fernández. Bebida: whisky y champán. Frank bailó con Ava. Ava le propuso a Lola Flores un poco de flamenco, y se fueron en expedición a Villa Rosa, donde actuaba Regla Ortega y Juanito, de la familia gitana Terremoto. Se encontraron allí con Fernán Gómez, Paco Rabal y Alfonso Camorra, el propietario de Riscal. A petición de la asistencia, Sinatra se lanzó a cantar Stormy Wea­ther. Lola Flores, que no quiso ser menos, también se puso a cantar y a bailar. Más tarde, Sinatra, cansado, se retiró a descansar».

En su libro Lola Flores, el volcán y la brisa20, Juan Antonio García Garzón recoge, de boca de Lola, el áspero final de esa noche:

«En cuanto se fue Sinatra del Villa Rosa, Ava empezó a despotricar contra él y contra todo, mezclando insultos en inglés y en español. No había forma de hacerla callar, hasta que Luis Miguel se levantó y le arreó un par de bofetadas. Uno de los pendientes de brillantes que llevaba salió despedido y fue imposible encontrarlo. Eran las seis de la mañana. Muchos se fueron, pero Ava quiso seguir la fiesta. Y acabamos en mi casa, en la calle de Povedilla, donde mi tata preparó sopas de ajo para todo el mundo».

 

Sofía Morales contó, a la semana siguiente, que la noche del 26 de diciembre «Ava perdió una pulsera de oro y un anillo de brillantes por valor de medio millón de pesetas», pero no quiso que la noticia se hiciera pública «por temor a que pareciera publicidad».

El lunes 27, descanso general en casa de los Ryan. Así acaba la crónica: «Sinatra paseó por Madrid y compró discos: Sortija de oro, de Antoñita Moreno, y Fandangos, de Antonio Molina. Cenaron en El Puchero (angulas) y el jueves 30 acompañó a Ava a Barajas con destino a Roma, donde el 1 de enero comenzará el rodaje de La condesa descalza».

El 31 de diciembre, Sinatra y Ava llegaron a Roma para toparse, como Hanna se temía, con un ejército de periodistas y fotógrafos. Ava estaba resfriada y llevaba gafas oscuras. Sinatra, con cara de pocos amigos, la tomó por el brazo y se abrió paso a manotazos entre los periodistas. Entraron en el coche que les esperaba y Hanna les condujo al Corso. Aquella noche accedieron a asistir a una fiesta de Año Nuevo organizada por Michael Waszynski, a la que acudió la crème de la crème de la sociedad romana. A los pocos días, Sinatra recibió una llamada de Hollywood y abandonó Roma. Hanna le preguntó a Ava si había habido entre ellos algo parecido a una reconciliación. «No», dijo ella, lacónica. «No ha habido suerte». Se fue Sinatra y llegaron nuevos visitantes al piso del Corso. Desde California voló Bappie, la hermana de Ava. Y desde Madrid, Luis Miguel Dominguín. Una semana después apareció Doreen Grant, la esposa de Frank Grant, para quedarse en Roma durante todo el rodaje.

David Hanna: «Jamás logré comprender cómo Ava y Luis Miguel lograron escapar de los periodistas. Salieron juntos muchas noches, fueron a cenar y bailar, y nunca apareció una sola foto de ellos en los periódicos. Quizás la explicación pueda deberse a algo muy sencillo. Comenzó a correr el rumor, creado por los propios periodistas, de que había un romance entre Ava y Bogart y, simplemente, miraron hacia el lado equivocado. Un romance que nunca existió».

 

Bogart adoptó desde el principio una actitud desdeñosa y sarcástica. Decía que Ava no sabía actuar, que se movía como un autómata. Se quejaba de que era imposible trabajar con ella. «No me da nada», repetía, «tengo que cargar con el peso de cada escena que hacemos juntos». La llamaba «la gitana de Grabtown» y se burlaba de su relación con el torero. «Las mujeres de medio mundo —dijo— se arrojarían a los pies de Frank Sinatra, y resulta que Ava pierde la cabeza por un tipo que usa capa y zapatillas de bailarina».

Tras las secuencias rodadas en Cinecittà, el equipo se desplazó a San Remo y Portofino. Desde allí, Ava y Hanna viajaron a Florencia, donde iban a encontrarse con Bappie y Luis Miguel, que se habían registrado en el hotel Excelsior con nombres falsos para esquivar a los periodistas.

En el coche, Ava le dijo a Hanna: «No, no voy a casarme con Luis Miguel. Es encantador, divertido, y me gusta estar con él, sobre todo porque no me necesita. No busca publicidad, como tantos hombres que me han rondado, porque tiene toda la que quiere».

De vuelta a Roma, cuando quedaban pocos días para acabar la filmación, sus compañeros del piso del Corso empezaron a hacer las maletas. Primero se fue Doreen Grant y luego Luis Miguel. Bappie fue la última.

David Hanna: «Ava detestaba estar sola, y Robert Haggiag vino al rescate, montando continuos partys para ella en su apartamento de Via Parioli. No asistió, sin embargo, al tradicional cóctel de fin de rodaje, y no me extrañó. La distancia entre Bogart y ella no había hecho sino crecer, y tampoco se entendía demasiado bien con Edmond O’Brien ni con Mankiewicz, así que no la echaron de menos. Optó por despedirse de Roma acudiendo a una pequeña fiesta que dieron Haggiag y Rizzoli, a la que asistió acompañada de dos marines americanos —“¿A que son guapos?”, dijo— a los que había conocido en un bar».

 

Sinatra quiso quedarse con la estatua de Ava que se había utilizado en la última secuencia de La condesa descalza, una réplica exacta de su cuerpo y de su cara. Mankiewicz accedió, y Sinatra hizo que instalaran la estatua en el jardín de su casa de Hollywood. Convirtió la casa en una especie de santuario. Había fotos de Ava por todas partes, incluso en los cuartos de baño. Tiempo después, en un acceso de furia, destrozó aquella estatua, como destrozaría el helipuerto que había hecho construir en la creencia de que John Fitzgerald Kennedy iría a visitarle y se hospedaría allí.

La noche del 25 de marzo, Sinatra recibió el oscar al mejor secundario por su trabajo en De aquí a la eternidad, y Ava perdió ante Audrey Hepburn, que se lo llevó por Vacaciones en Roma.

Desde Madrid, Ava le envió a Sinatra un telegrama de felicitación.

 

Teddy Villalba: «Debió ser en marzo del 54 cuando Ava se enamoró de una finca en La Moraleja, La Bruja, y la compró por 66.000 dólares, pero no se instaló allí, creo recordar, hasta el 55. Siguió en el Hilton una buena temporada, aunque frecuentaba mucho el hotel Nacional, que era, digamos, la segunda casa madrileña de Dominguín. La plaza de Santa Ana se convirtió, en aquella época, en uno de sus paisajes habituales. A un lado estaba la Cervecería Alemana, donde iban casi siempre a tomar el aperitivo. Enfrente, Villa Rosa y el Nacional».

Ava escribió en sus memorias: «Animados por la música flamenca, reíamos, bebíamos, salíamos. Yo era su chica y él era mi hombre: así de sencillo. Éramos buenos amigos, además de buenos amantes, y no nos exigíamos demasiado el uno al otro».

Carlos Abella: «Dominguín solía decir: “Si conoces bien Madrid, las noches no se acaban nunca”. Y con Ava lo puso en práctica. Se podría hacer un mapa con los “santos lugares” de Ava y Luis Miguel en Madrid. La Cervecería Alemana y el Nacional serían su centro, pero los radios se extenderían en muchas direcciones. Jockey era uno de los restaurantes favoritos de Ava, pero cuando estaba con Luis Miguel comían en el Breda, en la Castellana; en Valentín, en la plaza del Carmen, o en el Chipén de la calle Peligros. Iban a tomar copas a Chicote, al mediodía o primera hora de la tarde, y al bar del Palace por la noche, o a la taberna Los Gabrieles, que estaba en la calle Echegaray. Y, desde luego, frecuentaban muchísimo los tablaos, con Villa Rosa y El Duende a la cabeza».

 

Enrique Herreros: «Entre mediados de los cincuenta y los primeros sesenta, Madrid se llenó de tablaos flamencos. Había mucho donde escoger: El Corral de la Morería, a dos pasos de la plaza de Oriente, abrió poco después de Villa Rosa, en el 56. Lo llevaban Alfonso Camorra, el dueño de Riscal, y el empresario artístico Manuel del Rey. También estaba Zambra, detrás del Ritz, y el Café de Chinitas, y Los Canasteros, el tablao de Manolo Caracol, y Las Brujas, y La Venta del Gato; años después, en la Gran Vía, a doscientos metros uno del otro, abrieron Las Cuevas de Nerja y Torres Bermejas. Pero el tablao de más postín siempre fue El Duende, un lugar que no tenía nada de lujoso. Estaba en la calle de los Señores de Luzón número 3, que desembocaba en la calle Mayor, muy cerca del ayuntamiento. Los que iban por primera vez pensaban que se habían equivocado de sitio, porque era un sótano largo, estrecho y lleno de humo, que más bien parecía un refugio de la guerra. Las mesas estaban pegadas a la pared, y el pasillo desembocaba en una verja andaluza que se abría al escenario, pequeño y recogido. A partir de medianoche en El Duende no cabía un alma, y era un filón para nosotros, los periodistas, porque por allí desfilaban toreros, millonarios, políticos y casi todo el mundo de la farándula.

»Cualquier noche podías encontrarte al embajador Lodge21, a la condesa Quintanilla, al bailarín Antonio y, desde luego, a Ava y Luis Miguel. Dominguín tenía una relación muy especial con El Duende, porque sus dueños eran Pastora Rojas Monge, en arte Pastora Imperio, y su yerno, Rafael Vega de los Reyes, Gitanillo de Triana, que había toreado con Luis Miguel en la corrida de Linares donde murió Manolete. Luis Miguel y Gitanillo eran como hermanos. El maître de El Duende era Francisco Román, don Paco, a quien Luis Miguel llamaba La Salvadora. Y yo era muy amigo de Curro Vega, el hermano mayor de Rafael. El apogeo de El Duende duró una década. En 1969, Rafael murió en un accidente de coche en Belinchón, Cuenca, con su yerno, el también torero Héctor Álvarez, y el local se convirtió en una boîte, Gitanillos».

 

Jack Cardiff estuvo con Ava y Luis Miguel en Villa Paz y cuenta en sus memorias: «Después de rodar La condesa descalza pasé dos semanas de vacaciones en la hacienda de Luis Miguel Dominguín. Un lugar impresionante: seis mil acres, veinte dormitorios y, en la habitación del matador, la cama más grande que jamás haya visto. Fui allí en compañía de Ava y otros amigos. Ava se movía por la vida a un paso que resultaría agotador para cualquier otra persona. Como era de esperar, le faltó tiempo para lanzarse al ruedo e intentar torear un becerro. Había un letrero a la entrada de la hacienda que decía: “No hagas nada en todo el día y descansa después”. Ava jamás pudo seguir ese consejo».

 

Jaime Arias: «Aquella primavera volví a encontrarme con Ava en el Ritz de Barcelona. Llegó con Luis Miguel Dominguín. Ella acababa de rodar La condesa descalza y recuerdo que no le gustaba nada el eslogan con el que iban a lanzarla, lo de “el animal más bello del mundo”. También estaba Orson Welles en el Ritz; había venido para localizar unas escenas de Mister Arkadin en el puerto. Yo era amigo de Luis Miguel y había conocido a Welles en París, así que fuimos a comer los cuatro: Ava, Luis Miguel, Orson y yo. Durante la comida, Orson comentó que había dudado mucho antes de decidirse a rodar en España, porque había apoyado la causa republicana. Yo dije: “Bueno, Hemingway también, y ya ve usted, ahora está en Madrid y no ha tenido ningún problema”. A Ava y a Luis Miguel se les iluminó la cara al mismo tiempo al saber que Hemingway estaba en Madrid. Adoraban a Hemingway. Y a Orson, por descontado. Orson y Ava se parecían muchísimo. Los dos eran muy temperamentales, los dos bebían muchísimo y los dos cambiaban de humor en cuestión de minutos; podían pasar de la afabilidad absoluta a la furia total. Los dos siempre me dieron un poco de miedo, porque nunca sabías cómo iba a acabar la reunión. Comprendí que Ava había vuelto a España para estar con Luis Miguel. Yo tenía bastante confianza con él para preguntarle, cuando nos quedamos solos, si la cosa iba en serio, si se iba a casar con ella. Me dijo: “Estamos bien como estamos”. Le pregunté si estaba enamorado. Me respondió: “Es una mujer sensacional, pero complicada. Y me parece que está más enamorada que yo”».