“Stanley Kubrick es una mierda con talento”. Kirk Douglas
Es pleno verano en América. Dwight Eisenhower, por la gracia de Dios presidente de estos Estados Unidos, acaba de añadir uno más: Alaska se convierte en el número cuarenta y nueve. Fidel Castro se ha hecho con el control de Cuba, el Dalai Lama huye del Tibet. Nikita Kruschev es el Primer Ministro de la Unión Soviética y está a punto de visitar los Estados Unidos, pero no Disneylandia: es demasiado peligroso, decretan sus anfitriones. Una sonda espacial no tripulada, la Luna 2, ha realizado el primer contacto del hombre con la Luna estrellándose en ella. Las principales películas son Ben-Hur de William Wyler, Con la muerte en los talones de Alfred Hitchcock y Con faldas y a lo loco de Billy Wilder. Elvis Presley está en el ejército haciendo su servicio militar en Alemania, así que el disco del año de los adolescentes de todas partes es el dulzón y rítmico «Mac the Knife» basado en la balada de Mackie Messer, de Kurt Weil y Bertolt Brecht.
Es 1959 en el país de Dios; en todas partes excepto en el valle de San Fernando, en el sur de California, justo al lado del Gran Los Ángeles. Allí, a pesar del rugido ocasional de los cohetes de los campos de pruebas de Rocketdyne Corporation y el murmullo del tráfico del Barham Boulevard, es el año 71 a.C. y la gente corriente se está impacientando.
«Si no consigue hacer esta toma pronto –murmura un técnico– vamos a tener una revolución de esclavos aquí mismo.» Trescientos extras vestidos con una tela marrón y áspera se encuentran repartidos por una verde ladera al ardiente sol. Cada uno de ellos sujeta una gran tarjeta con un número en ella. Nadie parece contento. Desde un andamio a doce metros de altura un joven con pantalones de algodón arrugados, camisa blanca de cuello abierto y chancletas, de pelo negro y espesas cejas, con un Camel entre los dedos, mira la escena desde arriba. Con acento monótono del Bronx murmura algo a su ayudante, que agarra un micrófono.
–Número 23, muévase hacia la izquierda –truena su voz–. Número 104, ¡Retuérzase! –La figura no responde.
–George –dice uno–, Stanley quiere que el 104 se retuerza.
El ayudante del director se abre camino entre la multitud y luego vuelve sobre sus pasos.
–Es un muñeco –chilla hacia el andamio. El rostro del director no cambia de expresión. Dice algo inaudible al ayudante.
–Stanley dice que le pongáis unos alambres y que le hagáis retorcerse.
A los treinta y dos años, Stanley Kubrick es la persona más joven que haya dirigido nunca una película épica en Hollywood. Kirk Douglas, estrella de la película y productor ejecutivo, se la adjudicó después de despedir a Anthony Mann, más viejo y menos manejable, al final de la primera semana. En un fin de semana Kubrick, conocido poco más que por una película negra de bajo presupuesto, Atraco perfecto, y un drama sobre la Primera Guerra Mundial, Senderos de gloria, se encontró de pronto a cargo de una empresa de doce millones de dólares con veintisiete toneladas de trajes, túnicas y armaduras de aluminio hechas a medida en Roma, y un reparto no menos imponente…