“Trece vidas”, una oda a la resistencia y a la solidaridad

“Trece vidas”, una oda a la resistencia y a la solidaridad

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Querido Teo:

Una vez más encontramos en plataformas una de esas películas que, no hace mucho, hubieran sido todo un acontecimiento para el público. "Trece vidas" tiene ese oficio noventero que entendía el cine como una experiencia colectiva para desde la butaca emocionarse, estremecerse y, en cierta manera, hacer fuerza para que el héroe consiguiera el objetivo. Al inicio del verano de 2018 el mundo fijó su mirada en la cueva tailandesa de Tham Luang cuando un grupo de doce niños y el entrenador del equipo de fútbol en el que jugaban quedaron atrapados. Una odisea que tuvo final feliz contando con la épica de las grandes historias, aquellas en las que el hombre demuestra que puede ir más allá de lo posible a través de la colaboración colectiva, la resistencia y la solidaridad y, porqué no también, un destino que dio tregua para poder sacarlos a todos a tiempo y con el riesgo que supuso para la integridad de los mismos agarrándose a una baza que se antojaba quimérica. La película dirigida por Ron Howard ha llegado este fin de semana a Amazon Prime.

Con un ritmo que no decae en sus casi dos horas y media el oficio del director queda más que demostrado a la hora de sumergirnos en un país que se encuentra en pleno verano entre el jolgorio del Mundial de fútbol, el cultivo de la nueva cosecha y la rutina diaria que supone la siempre azarosa empresa de salir adelante. Unos críos pertenecientes a un equipo de fútbol deciden con su entrenador entretenerse antes de celebrar el cumpleaños de uno de ellos jugando en una de las cuevas más reconocibles del país, siendo atrapados por una inundación que les hace quedar a más de siete horas de la superficie. Sin posibilidad de salir y con pocas esperanzas de aguantar mucho tiempo ante la falta de oxígeno, la fuerza del agua y la inanición.

Un gobernador al que se le prorroga el mandato una semana para que cargue con el suceso en caso de que los críos no salgan con vida, la presión de los medios de comunicación, la desesperación de los familiares amparándose a rezos y a la pericia que puedan tener los buzos locales y la desorganización propia de que pasen los días y no se sepa cómo poder acceder a la cueva con garantías. Todo ello si, además, en verdad, todavía queda alguna posibilidad de encontrarlos con vida. La cinta sabe mantener la tensión en todo momento y logra de manera sencilla y accesible transmitir al espectador la claustrofobia de esa cueva y la impotencia ante el conteo de los días que no hacen más que restar las posibilidades de éxito.

“Trece vidas” adopta la perspectiva de los buceadores británicos, expertos en la materia pero voluntarios al fin y al cabo, que emprenden el viaje a Tailandia para poner a disposición del país su entrega y experiencia. Rick Stanton (Viggo Mortensen) y John Volanthen (Colin Farrell) son dos tipos que han antepuesto su vocación por la espeleología a cualquier otro aspecto de su vida lo que les convierte en dos “bichos raros” para los demás, solitarios y ensimismados incluso con sus familiares, pero también en los hombres más adecuados en poner algo de orden frente al caos que se está viviendo en el terreno ante su especialidad en moverse en los espacios cerrados, recónditos y sinuosos de las cuevas.

Tras una primera media hora centrada en las características del monzón y en cómo afecta al resto de lugareños la noticia del suceso en la cueva, es a partir de ahí cuando entran en acción los británicos y se determina en qué terreno quiere moverse la cinta, concretamente en la reconstrucción del proceso de rescate y las alternativas explotadas a pesar de las inclemencias y el escaso apoyo político y logístico y el hecho de que lo que se tenía enfrente era una cueva, presidida en su entrada por la figura de una diosa reverenciada, que no tenía ninguna intención de devolver los cuerpos de los chicos.

“Trece vidas” voltea con sencillez y solidez el corazón del espectador que acaba sumergido en el dispositivo en el que se precisará el refuerzo de un anestesista conocido por los protagonistas, Harry Harris (Joel Edgerton), para encontrar una solución pionera (a la par que peligrosa y desesperada) pero que se presuponía la única factible para lograr que los chicos pudieran salir de la cueva sin fenecer a lo largo de las siete horas de buceo que separaban el lugar en el que habían recalado de manera milagrosa y la salida a la superficie.

Imposible no emocionarse con la lucha de estos hombres, que se movieron por un fin común más allá de cualquier interés político o económico, poniendo la cabeza, el ingenio y hasta la última gota de fuerza física para, una vez que supieron donde estaban, asumir la responsabilidad de que ya se vería como fracaso que sólo uno de ellos muriera. También con ese espíritu de equipo creado entre los chicos que apoyados, respaldados y dirigidos por su entrenador no estaban dispuestos a desfallecer a pesar de cernirse sobre ellos una muerte segura.

Aunque no es una cinta que apueste por forzar el lado sensiblero sí que sabe conmover sin necesidad de subrayados; sólo con la humanidad de esa madre que busca respuestas, ese crío pequeño al que no le encaja la máscara de buceo y que siempre es dejado para el final en el orden de salida, la complejidad con tanto en juego de sacar al primero de los chicos, la camaradería que se establece entre los buceadores autóctonos y extranjeros superando cualquier recelo o prejuicio, el cariño con el que el anestesista trata a los críos intentando distraerlos y dándoles confianza a pesar de que a muchos kilómetros sufra su particular duelo personal, o el entrenador conmovido por el hecho de que los padres de los críos estén agradeciendo en sus cartas el que cuide a sus hijos cuando él pensaba que no harían más que echarle la culpa de haberles permitido introducirse en esa cueva.

“Trece vidas” es toda una experiencia que cinematográficamente va de menos a más, tirando de elipsis y construyendo la carga del relato de manera efectiva y sin adoptar una vertiente farragosa que haga perderse al público, con un acto final centrado en el rescate realmente bien rodado y edificante a la hora de poner en valor a la condición humana cuando se centra en el bien común y en ayudar al que lo necesita como si no hubiera un mañana, de manera metódica, fascinante y arrebatadora logrando que, a pesar de que se sepa como acaba la historia, sea imposible despegarse de la pantalla.

Clásica, conmovedora y con empaque. Hollywood sacando partido a los hechos reales haciéndonos no sólo congraciarnos con el cine como espectáculo y contador de épicas y emociones sino con el ser humano como especie a través de esos héroes anónimos que se merecen el cielo y que, al menos, gracias a películas como están logran que su proeza, una de esas más grandes que la vida y con las que la realidad supera a la ficción, no caiga en el olvido.

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Nacho Gonzalo

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