“The nest”, un ejercicio de estilo sobre una ambición que erosiona

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Querido Teo:

Tras conseguir buenas críticas allá por dónde ha ido (se estrenó en el Festival de Sundance 2020) ha llegado por fin (al menos en plataformas) la cinta "The nest", lo nuevo del realizador Sean Durkin, una década después de su exitosa ópera prima “Martha Marcy May Marlene” (2011). Una cinta protagonizada por Jude Law y Carrie Coon por la que consiguieron sendas nominaciones en los premios Gotham 2020 y en los premios BIFA 2021 y que ya se puede ver en Amazon Prime.

Desde un primer momento hay una sensación de atmósfera malsana que rodea la película sabiendo que esa sensación de felicidad aparente se terminará rompiendo. Un matrimonio con dos hijos que vive cómodamente en su rutina diaria en Estados Unidos y que, debido a la insatisfacción laboral de él y la llegada de una nueva oportunidad que le llevará de vuelta a su Londres de procedencia, se trasladan todos hacia allí. La cuarta mudanza en una década que acarrea una inestabilidad propia de un tipo, Rory O’Hara, que arrastra a su familia detrás de él pensando siempre más en su satisfacción personal que en la de los demás que, fascinados por su seguridad y carisma, le siguen a donde sea (hasta ahora) sin rechistar.

“The nest” es un thriller psicológico que, en parte, nos lleva a la “Rebeca” (1940) de Alfred Hitchcock o al “Eyes Wide Shut” (1999) de Stanley Kubrick cuando toda la familia tiene que vivir en un caserón apartado del centro de la ciudad mientras gruñe la madera seca y todos acaban supeditados a un nuevo entorno marcado por el estatus que Rory intenta reflejar a ojos de los demás para así poder entrar en las mejores fiestas y establecer los mejores contactos aunque ello implique vivir por encima de sus posibilidades llevando a cabo inversiones innecesarias o el regalarle a su mujer un caballo con el fin de que no añore su vida anterior cuidando animales. Todo ello aunque implique, en cambio, no pagar los gastos básicos o prometa que va a recibir un ingreso importante que nunca llega.

Es toda esta sensación lo que provoca que su mujer, Allison, diga basta y se rebele frente a un marido que le ha tenido como “mujer florero” tanto en cenas de empresa como dejándola al margen de sus verdaderas intenciones siendo un tipo que primero antepone su felicidad y su imagen a todo lo relacionado con los demás, incluso respecto a una madre que (en una reveladora escena) deja constancia que no sabe nada de su hijo ni de su vida en la última década ante este continuo vaivén que le ha hecho querer abrazar el sueño americano, casarse y formar una familia, y luego volver a Londres con el fin de encontrar la gloria que considera que merece aunque intente demostrarlo con ideas empresariales sin mucho fundamento y con bravuconadas sobre sus posesiones, los mejores lugares de vacaciones o su experiencia cuando asiste al teatro dándoselas de emprendedor, rico y culto.

Es por ello que lo más interesante de la película es el viaje de la mujer, el cual no deja de ser demasiado brusco ya que sin matices (y simbolizando en la querencia de ella por su caballo Richmond) pasa de besar por donde pisa su marido a sentirse agotada por él y no dudar en ridiculizarle en una cena de negocios o mostrar su desdén hacia la vida a la que les ha empujado ya que, si bien él ha conseguido lo que quería, tanto ella como sus hijos han tenido que cambiar de entorno por obligación y sin ser preguntados. Un detonante que lleva a un desquicie en la mente de todos ellos que provocará la fricción del presunto férreo núcleo familiar con un padre cada vez más ansioso por sus delirios de grandeza, una madre que ya no reconoce a los suyos y que se rebela y unos hijos desconcertados que ven acrecentados tanto sus temores como el hecho de sentirse más descuidados por parte de sus padres.

Una cinta elegante sobre una relación tóxica y sobre cómo el individualismo agrieta una vida en común y sobre cómo se puede mostrar lo mejor y lo peor de la condición humana sin ser una mala persona. Cómo ser un marido y padre devoto pero también un ser egoísta incapaz de amar a los demás más allá de su propio interés. Quizá el guión se queda corto en el desarrollo de sus personajes, confiando demasiado en esa elegancia formal y la atmósfera que se crea en ese castillo del siglo XV que se antoja como una cárcel que amenaza con devorar a sus habitantes, pero son Jude Law y, sobre todo, Carrie Coon los que mantienen el interés de la cinta aunque en ocasiones tengan un punto sobreactuado como ocurre en los arrebatos de él (con algunos tics que ya hemos visto otras veces en el actor) o cuando ella saca su faceta más cercana a la locura, destacando más con lo que expresa en el rostro que lo que dice con sus palabras.

Una cinta de terror sin serlo pero sí un drama familiar que, sin tampoco pretenderlo, desmonta ese ente de personas conviviendo entre sí e indaga sobre las inseguridades y los traumas de uno cuando pretende ir en búsqueda de la vida perfecta y se tiene el listón de la felicidad demasiado alto centrándose demasiado en el materialismo y en lo que los demás piensen de uno. Una propuesta sugerente e irregular, clásica en forma pero moderna a la hora de mostrar una insatisfacción contemporánea que suena auténtica a pesar de desarrollarse la cinta en la década de los 80.

Es verdad que la cinta peca de pretenciosa, y demasiado ensimismada, pero no se puede negar el universo que sabe crear un director que en cada decisión muestra la personalidad y abismo que se va abriendo entre los personajes. Desde la presentación de los mismos, en una conversación telefónica en la que una carcajada es pura fachada, o ella adormecida en el despertar de cada mañana en la que su vida, desde el inicio, parece marcada por un marido que le trae el desayuno y que, como le aconseja su madre, tiene que dejar que recaigan en él las preocupaciones y ella esté más atenta en no tener arrugas. O tambi´én llegada a la mansión en la que desde el coche se ve al padre de familia orgulloso al frente de su castillo así como la desesperación de ella cuando quita de encima la tierra mojada de su preciado caballo o como casi en una ensoñación difuminada no reconoce a sus hijos desde debajo de la escalera.

“The nest” pervierte una relación de pareja en el que la amenaza no es un elemento paranormal o monstruoso sino año algo tan dañino en modo extremo como la ambición y el egoísmo, elementos tendentes a arrasar con todo entre operaciones bursátiles, colegios de pago y caprichos vacíos. Algo definido en los reproches de un buen amigo o una conversación en un taxi, auténticos golpetazos de realidad, y en una escena final tan desoladora como reveladora por el hecho de que no hay marcha atrás y que todos son víctimas tanto de la sociedad que alienta esos comportamientos como de ellos mismos, siempre huyendo hacia adelante en busca de algo mejor pero sin caer en la cuenta de que cada vez están más rotos por dentro.

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Nacho Gonzalo

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