San Sebastián 2023: Sororidad clandestina en la frontera entre Galicia y Portugal, revoltijo colonial y un cuento de verano de vida, arte y miedo al amor

San Sebastián 2023: Sororidad clandestina en la frontera entre Galicia y Portugal, revoltijo colonial y un cuento de verano de vida, arte y miedo al amor

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Querido Teo:

El cine español hace tiempo que mira a otros escenarios además de reivindicar la mirada femenina detrás de las cámaras. No es casualidad que sea la primera vez que todas las películas españolas que compiten a concurso están dirigidas por mujeres. Jaione Camborda se sube con todo merecimiento a esa nueva corriente en una jornada reforzada por un Robin Campillo que se pierde en un drama colonial en el que el que mucho abarca poco aprieta mientras que Christian Petzold confirma que es uno de los directores más interesantes del panorama actual.

“O corno” (Jaione Camborda) // Sección Oficial

Jaione Camborda ha presentado una de esas películas que reivindica la tierra y ese cine periférico cada vez más en boga en el cine español. Una directora donostiarra que ha dirigido una película en gallego situada en la frontera entre Galicia y Portugal y desarrollada en 1971, año en el que todavía colea el Franquismo y en el que la sociedad, subrayado además por el peso de los ancestros y lo inhóspito de los paisajes, vive reprimida y con miedo, especialmente desde una perspectiva femenina que sufre en carnes propias el peso del patriarcado. Un estilo de vida en el que el concebir a alguien supone traer al mundo mano de obra para cultivar la tierra y poder seguir ganándose el pan sin dar pie a que se pueda tener futuro fuera de allí.

Unos años que, aun así, reciben a nuevas generaciones que palpan tímidamente tiempos de cambio y que no se resignan a seguir el camino que parece preestablecido. Una película que se sustenta en la atmósfera y en un aire lúgubre y opresivo que se toma su tiempo y sabe captar los detalles. Desde un grito de dolor, el sonido del viento, las gotas de la lluvia, un gemido de éxtasis o los acordes festivos de una verbena. Una película que ya es una declaración de intenciones desde el primer momento asistiendo a un parto de manera explícita conectándolo con la animalidad que representamos entre contracciones, llantos y fisicidad.

Una fábula que se sustenta en los personajes femeninos en un retrato de colectividad y sororidad que supone ante todo una lucha por la supervivencia cruzando las vías de la clandestinidad frente al prejuicio, el reproche y la condena social y penal aportando calor y protección. La cinta se centra en una marisquera que ejerce de matrona en momentos puntuales y que recibe la petición de una adolescente para que le sea realizado un aborto con el fin de no truncar su futuro como atleta en Vigo. Es ahí cuando la mirada de la mujer que hay detrás de la cámara se envalentona para mostrar la huida y persecución que sufre la protagonista en un lugar en el que el peso del régimen que gobierna todavía es mayor ante lo cerrado de esas comunidades pequeñas que no tardan en poner el dedo acusador si se va en contra de la moral sintiéndose que así uno saca la cabeza frente a una miseria desgraciada compartida.

Todo ello aparece representado en la figura de María, la cual no sólo práctica un aborto a una joven sino que también sufre un embarazo no deseado. Una mujer libre pero también condenada por ello al menor traspiés y que encontrará pocos apoyos al caer sobre ella la losa de lo reprobable en una cinta que si bien se desarrolla en el pasado (concretamente el tardofranquismo en un entorno rural) no está muy alejado de los tiempos que corren en el que algunas libertades están en peligro. Es por ello que no es casualidad esa mirada íntima y generosa a la hora de mostrar como unas mujeres se ayudan entre sí y deciden sobre su propio cuerpo manteniendo su fe, su convicción y su integridad.

Una cinta que abraza la poesía a través del costumbrismo y de la empatía a pesar de que se narre la caída de una mujer ya de por sí herida, vista como un bicho raro por no seguir los cánones, y que ante un determinado hecho es expulsada de ese paraíso terrenal en el que, si actúas diferente a lo establecido, al menos tiene que ser sin molestar mucho. Un viaje emocional en forma de "road movie" para una película sencilla en apariencia pero perfectamente calculada y cíclica partiendo de un parto para desembocar en otro mientras asistimos al viaje tenebroso de una mujer que cae en desgracia por el mero hecho de serlo y de tomar las riendas de su cuerpo y del de aquellos que le piden ayuda ante el convencimiento de que es el ayudar y no cuestionar lo que da fuerza y ánimo frente al rechazo y la soledad ante al que se cae abocado.

La lluvia, el agua, la tierra, los cuerpos desnudos, el río fronterizo, los murmullos de taberna o las rutas de contrabando nos conectan con la tierra en un ciclo de vida y muerte, un viaje de inconsciencia y desolación. Las imágenes marcan el tempo y dan fuerza a una historia que basa su fuerza en todo lo que es capaz de transmitir, de manera clara y meridiana, a pesar de su parsimonia emanando el valor de lo físico y el misterio de los silencios. Todo representado en un personaje al que pone cuerpo y alma, así como fuerza y vulnerabilidad, la bailarina Janet Novás en una conmovedora y efectiva historia que resuena temáticamente en el presente y que pone en el mapa, con su segundo largometraje, a una directora que despierta mucho interés para ser seguida en el futuro.

“La isla roja” (Robin Campillo) // Sección Oficial

El celebrado montador de Laurent Cantet se rebeló como director en “120 pulsaciones por minuto” (2017), una de esas cintas que se convierten en referencia constante sobre un tema en concreto (en este caso en una alabada combinación de emoción, denuncia y poesía) y que alumbraba un nombre a tener muy en cuenta. Una pena que el resto de su carrera detrás de las cámaras no haya estado a la altura pinchando en hueso con “La isla roja”, un fresco familiar desarrollado a comienzos de la década de los 70 y que tiene su principal problema en que no sabe muy bien lo que quiere contar.

¿Estamos ante el despertar a la vida del hijo de una de las familias? ¿El drama de unos padres que en su aparente felicidad ve su relación desmoronarse víctima de la rutina y los celos? ¿El romance idealizado pero imposible de un militar con una joven nativa? ¿La intriga de más de un secreto que se mantiene oculto? ¿El retrato de los desmanes culturales en pro del colonialismo llevado a cabo por las grandes potencias? Una cinta que cuando se aproxima a contar algo interesante termina encallando y es un esbozo de muchas cosas pero sin llegar a definirse en ninguna más allá del hilo conductor familiar del pequeño Thomas aunque vire hacia un final que bien parece sacado de otro film.

Un niño de 10 años fascinado por los relatos de la heroína Fantômette, pasión que comparte con otra niña, y la vida con sus hermanos y unos padres encarnados por Quim Gutiérrez y Nadia Tereszkiewicz que sufren el haber supeditado su vida a los caprichos de la carrera militar de él, militar del ejército francés que entre patrioterismos, bravuconerías y charlas de camaradería con los compañeros es testigo del fin del colonialismo en un Madagascar que empieza a acariciar un nuevo tiempo desligándose del yugo francés. Todo ello en un escenario de juegos de niños con cajas y antifaces, bosques de bambú furtivos y pequeños caimanes imprevisibles. 

Robin Campillo lleva a cabo una terapia personal a partir de sus recuerdos desde la perspectiva de ese niño, fruto del desarraigo y de no entender muchas cosas como hijo de un militar del Ejército del Aire francés destinado primero en Argelia y después en Madagascar que, con el fin de dar un buen futuro a los suyos, también encontraba una manera, con la excusa de su trabajo, a pasar mucho tiempo fuera de casa ajeno a las responsabilidades y cuidados que corrían a cargo de las mujeres que eran de esa generación que, sin dedicarse más que a la casa, seguían a sus maridos primero con abnegación pero después con desdén y reproche reprimido.

Unos hombres que si bien tienen una misión son meros peones de las estrategias militares de los que mandan teniendo como válvula de escape a sus los suyos, la posibilidad de jugosos ascensos o muchos momentos de esparcimiento con las otras familias en cenas tumultuosas, conversaciones regadas por el alcohol o jornadas en la playa. Un lugar tan idílico como ficticio en el que hay mucho de superficialidad pero también se respira ese aire de fin de ciclo que hará que muchos pierdan estatus y tengan que prepararse a una nueva vida lejos de un país en el que han vivido grandes momentos y que, a pesar de que sintieron suyo, no les pertenece y sobre el que tampoco les corresponde negar a sus lugareños el futuro que merecen.

Una cinta que alterna melancolía y dolor y que sufre no estar bien rematada ante una brusquedad que lleva de pasar a ese entorno familiar a poner el foco en los oprimidos, víctimas de la violencia y en la que los malgaches toman la palabra en un desfile de libertad y reivindicación patria que les hace sentirse dueños de su destino. Hay muchas películas en una, y ninguna especialmente lograda, en una cinta que plantea mucho pero que se queda en una difusa panorámica sobre la vida en esa base militar sobre cuyas rendijas poco a poco entran los vientos de libertad de un pueblo. Una pena su desarrollo torpe y falto de interés en el que quizá lo más obvio y efectivo hubiera sido adoptar la mirada infantil, perspectiva que pronto se desestima para quedar en tierra de nadie.

“El cielo rojo” (Christian Petzold) // Perlas

Christian Petzold ha construido una carrera paralela al eco de las grandes citas conquistando el corazón de muchos cinéfilos. Primero con Nina Hoss (“Bárbara”, “Phoenix”) y después con Paula Beer (“En tránsito”, “Ondina. Un amor para siempre”) pero siempre con una sutileza y elegancia a la hora de hablar del amor en tiempos de fugacidad y vaivenes contemporáneos. Con el Gran Premio del Jurado del Festival de Berlín 2023 debajo del brazo ha llegado a San Sebastián una de esas cintas que habla de lo complejo que es expresar sentimientos y el miedo paralizante a la hora de afrontarlos.

Cuatro jóvenes acaban coincidiendo en una casa de vacaciones que se antojaba como un lugar para encontrar la inspiración o evadirse en un verano caluroso pero que acaba siendo una burbuja reparadora y descorazonadora en la que, pese al cerco del fuego que va avanzando por unos bosques cada vez más secos, asistimos a los debates sobre el amor, la vida, el arte y las relaciones de hoy en día entre copas de vino y despreocupación general.

Todo apoyado en diálogos inteligentes y con un punto de cinismo en el que el sentimiento hedonista contrasta con un atribulado escritor, Leon (estupendo Thomas Schubert), que ha llegado allí en busca de inspiración para terminar su segundo manuscrito, con el fin de pasar unos días de tranquilidad en la casa de verano de su amigo fotógrafo, Félix, pero que se encuentra con mosquitos, goteras, coches estropeados, chácharas, gemidos orgiásticos y, sobre todo, la aparición de un sentimiento que no es capaz de controlar, al que pone rostro una sensual y carismática Nadja (no podía ser otra que la etérea Paula Beer), y sobre el que antepone una fachada de protección frente a su egocentrismo e inseguridad en forma de hastío y resquemor.

Una cinta sencilla, directa y profunda que no recae en obviedades partiendo de un halo de intelectualidad y de reparo en un escenario tan idílico como cada vez más asediado. Un devenir emocional matizado y sentido que evoca al cine de Éric Rohmer sobre todo cuando estos personajes disfrutan de su entorno a pesar de un malhumorado Leon que no duda en mostrar su enfado por el tiempo que está perdiendo. Los amores incipientes, el magnetismo de Nadja y la aparición cultureta de un editor acaban llevando a la historia por terrenos de auténtica fantasía antes de que el destino llame a la puerta y la realidad reconfigure el papel de cada uno ante una existencia tan amarga como enriquecedora en el que la ficción y la realidad, la vida y el arte, no pueden evitar ir de la mano al igual que una playa en la que la arena y la ceniza se fusionan.

Cotidianos contratiempos desarrollados en un guión afinado y lúcido que sabe crear un caldo de cultivo empático para después voltearnos emocionalmente por la ternura y vulnerabilidad de unos personajes que, a pesar de que la antipatía autoimpuesta por el protagonista no hace más que evocar compasión, respiran autenticidad y conmueven por ser un mar de dudas mientras la vida se ve azotada por la tragedia en forma de triste destino o enfermedad.

Es por ello que, frente al freno inicial del protagonista, lo que la película nos enseña es la conveniencia de no olvidarnos de ni vivir ni de sentir en un singular, fascinante e hipnótico cuento de verano en el que el abrazo de los amantes de Pompeya cobra un simbólico significado a la hora de evidenciar que, frente a una fachada de egoísmo y preocupaciones banales, hay que aprender a valorar el gran regalo que es la vida levantando la cabeza para admirarla y disfrutarla en todo su esplendor.

Nacho Gonzalo

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