"La isla roja"
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El argumento: Comienzos años 70. El pequeño Thomas vive bajo el colonialismo francés en Madagascar en una de las bases aéreas del ejército francés, donde las familias de los militares viven los últimos coletazos del colonialismo. Es un niño de 10 años que está muy influenciado por la lectura de los relatos de la intrépida heroína Fantômette, y observa con fascinación todo cuanto le rodea mientras el mundo se abre gradualmente a otra realidad.
No conviene ver: El celebrado guionista y montador de Laurent Cantet se rebeló como director en “120 pulsaciones por minuto” (2017), su tercer trabajo detrás de las cámaras, una de esas cintas que se convierten en referencia constante sobre un tema en concreto (en este caso en una alabada combinación de emoción, denuncia y poesía) y que alumbraba un nombre a tener muy en cuenta. Una pena que el resto de su carrera detrás de las cámaras no haya estado a la altura pinchando en hueso con “La isla roja”, un fresco familiar desarrollado a comienzos de la década de los 70 y que tiene su principal problema en que no sabe muy bien lo que quiere contar.
¿Estamos ante el despertar a la vida del hijo de una de las familias? ¿El drama de unos padres que en su aparente felicidad ve su relación desmoronarse víctima de la rutina y los celos? ¿El romance idealizado pero imposible de un militar con una joven nativa que es vista como una prostituta y después de que su anterior pareja no haya podido aguantar seguir allí? ¿La intriga de más de un secreto que se mantiene oculto? ¿El retrato de los desmanes culturales en pro del colonialismo llevado a cabo por las grandes potencias? Una cinta que cuando se aproxima a contar algo interesante termina encallando y es un esbozo de muchas cosas pero sin llegar a definirse en ninguna más allá del hilo conductor familiar del pequeño Thomas aunque vire hacia un final que bien parece sacado de otro film.
Un niño fascinado por los relatos de la heroína Fantômette, pasión que comparte con otra niña, y la vida con sus hermanos y unos padres encarnados por Quim Gutiérrez y Nadia Tereszkiewicz que sufren el haber supeditado su vida a los caprichos de la carrera militar de él, militar del ejército francés que entre patrioterismos, bravuconerías y charlas de camaradería con los compañeros es testigo del fin del colonialismo en un Madagascar que empieza a acariciar un nuevo tiempo desligándose del yugo francés. Todo ello en un escenario de evasiones con cajas y antifaces, bosques de bambú furtivos y pequeños caimanes imprevisibles en el que se perciben muchas cosas aunque sean difíciles de entender desde ese prisma en el que la vida se ve como un continuo juego en el que todos, tanto niños como adultos, son enmascarados de una obra en la que cumplen con su papel mientras esconden sentimientos y prefieren olvidar para poder seguir adelante en ese paraíso difuso y colonia resignada a pesar de que fuera de allí todo esté cambiando.
Robin Campillo lleva a cabo una terapia personal a partir de sus recuerdos desde la perspectiva de ese niño, fruto del desarraigo y de no entender muchas cosas como hijo de un militar del Ejército del Aire francés destinado primero en Argelia y después en Madagascar que, con el fin de dar un buen futuro a los suyos, también encontraba una manera, con la excusa de su trabajo, a pasar mucho tiempo fuera de casa ajeno a las responsabilidades y cuidados que corrían a cargo de las mujeres que eran de esa generación que, sin dedicarse más que a la casa, seguían a sus maridos primero con abnegación pero después con desdén y reproche reprimido en una burbuja de irrealidad en la que la felicidad era más algo aspiracional que práctico en el día a día como se muestra en esa fotografía de despedida que es un punto y a parte hacia el siguiente episodio incierto.
Unos hombres que si bien tienen una misión son meros peones de las estrategias militares de los que mandan teniendo como válvula de escape a sus los suyos, la posibilidad de jugosos ascensos o muchos momentos de esparcimiento con las otras familias en cenas tumultuosas, conversaciones regadas por el alcohol o jornadas en la playa. Un lugar tan idílico como ficticio en el que hay mucho de superficialidad pero también se respira ese aire de fin de ciclo que hará que muchos pierdan estatus y tengan que prepararse a una nueva vida lejos de un país en el que han vivido grandes momentos y que, a pesar de que sintieron suyo, no les pertenece y sobre el que tampoco les corresponde negar a sus lugareños el futuro que merecen.
Una cinta que alterna melancolía y dolor y que sufre no estar bien rematada ante una brusquedad que lleva de pasar a ese entorno familiar a poner el foco en los oprimidos, víctimas de la violencia y en la que los malgaches toman la palabra en un desfile de libertad y reivindicación patria que les hace sentirse dueños de su destino. Hay muchas películas en una, y ninguna especialmente lograda, en una cinta que plantea mucho pero que se queda en una difusa panorámica sobre la vida en esa base militar sobre cuyas rendijas poco a poco entran los vientos de libertad de un pueblo. Una pena su desarrollo torpe y falto de interés en el que quizá lo más obvio y efectivo hubiera sido adoptar la mirada infantil, perspectiva que pronto se desestima para quedar en tierra de nadie.
Conviene saber: A competición en el Festival de San Sebastián 2023.
La crítica le da un CUATRO