Escalofríos de cine: “Nosferatu”, o ¿manicura?... me da cita para el viernes…
Querido Teo:
Empezaré por reconocer que las pelis mudas ya me producen cierto escalofrío, vaya usted a saber porqué, por lo que si a este hecho añadimos que quien aparece en la misma es el imponente Nosferatu, pues… Aun así, lo admito, siempre sentí idolatría, rozando casi el paroxismo, por un personaje tan poco atractivo visualmente como cautivador e hipnótico para todos los sentidos. Y es que todos coinciden en el contraste que se produce entre el espeluznante aspecto físico del venido de Transilvania, con el magnetismo y seducción que rezuma el vampiro por los cuatro costados, hecho que queda patente en esta y en cuantas adaptaciones posteriores de la obra de Drácula se han hecho.
Friedrich Wilhelm Murnau dirigió este clásico mudo allá por 1922, convirtiéndolo en uno de los máximos exponentes del llamado expresionismo alemán. “Nosferatu, una sinfonía del horror”, fue la primera adaptación cinematográfica de la obra de Bram Stoker, “Drácula”, desde que a los hermanos Lumière se les ocurriera aquella genial idea de inventar el cinematógrafo. Después vendrían tantas otras que nos pudieran hacer caer en el error de olvidar, que esta fue la primera y para un servidor, además de la más impactante, junto con el “Drácula” de Browning, o más bien de Bela Lugosi, la más imprescindible de recordar. Todas y cada una bebieron flagrantemente de aquella, incluida la de la Universal de 1931 ya mencionada, llegando al extremo de adoptar para la causa como dogma de fe detalles inventados por Murnau y que no aparecían en la obra original de Stoker, para el que el vampiro caminaba libremente bajo la luz del sol y no temía ni a cruces ni a ajos.
A Murnau se le metió entre ceja y ceja rodar la peli sí o sí, para lo que previamente necesitaba hacerse con los derechos de la historia. Ante la negativa de la viuda de Stoker a cederlos, decidió filmar su propia versión, dando por hecho que cambiando algún nombre por allí y algún escenario por allá, sería bastante para burlar el empecinamiento de la enlutada. Craso error, pues el resultado fue tan incontestable en cuanto al parecido con el libro original, que un juez ordenó que se destruyeran todas las copias de la cinta ya rodada, por violación de derechos de autor, ¡toma ya!. Al parecer llamar conde Orlok a Drácula, dar otro nombre a los protagonistas y trasladar la acción de Londres a Wisborg no había sido suficiente para regatear a la ley. ¡Qué ingenuo Friedrich!.
Sea como fuere, y afortunadamente para todos nosotros, unas pocas copias de la película ya habían sido distribuidas por todo el mundo, permaneciendo escondidas durante años. El paso del tiempo las sacó a la luz, eso sí, con diferentes montajes; así en cada país se exhibió una versión distinta de la misma peli. En los últimos tiempos se ha recuperado gran parte del metraje de la obra original, publicándose ediciones restauradas con casi todo su contenido. La edición más fiel se presentó en el Festival de Berlín de 1984… y todo por no comprar unos derechos de autor… ¡a qué me suena todo esto!.
A diferencia de casi todos los Drácula posteriores, que destacaron por su porte, señorío y elegancia, nuestro conde Orlok se presentó mucho más cercano a la descripción de la novela de 1897. Desgarbada y enclenque figura, de rostro más parecido al de una rata, manos con huesudos e interminables dedos de uñas retorcidas… ¡vamos!, igualito que nuestro querido Bela… Aquí radica uno de los grandes éxitos de Murnau, sobre todo para el que tenga la colosal fortuna de contemplar esta maravillosa película por primera vez. Pues ya con el estereotipo del Drácula clásico en su cabeza de tantas y tantas adaptaciones, le será mucho más fácil, y sobre todo plausible, asociar al personaje y su singular performance con lo que aquel conllevaba, es decir, miseria, muerte y destrucción a su paso, en forma de epidemia de peste, para los moradores de aquella ciudad, Wisborg o Londres, en la que había decidido comprarse una villa, como retiro espiritual.
Ciento setenta y siete veces después, más o menos, de disfrutar de “Nosferatu”, todavía queda uno patidifuso al contemplar sus portentosas escenas… aquel carruaje que transportaba a la velocidad de la luz al desdichado Hutter (agente inmobiliario que viajaba hasta Transilvania para venderle una casa al vampiro), hacia el castillo; aquella otra en la que el conde carga los ataúdes en una carreta, contenedores de la tierra maldita en la que fue, en su día, enterrado, y en la que debe descansar durante el día para mantener su fuerza, para dirigirse al puerto que le lleve a Wisborg; o las que describen la llegada del ya fantasmal barco (Orlok se había encargado de “reclamar” los billetes a sus tripulantes) a puerto, cerrado a cal y canto para que no pudiera atracar ningún navío portador de la peste y de cuya bodega rezuman cientos de ratas portadoras de la epidemia, como metáfora de lo que el nuevo vecino portaba consigo y que desembocan en ese Nosferatu descargando su propio ataúd para dirigirse a la abadía que compró, justo enfrente de la casa de Hutter y Ellen (novia del vendedor de fincas). ¡Prodigioso!. Entiéndase como anécdota que esta última escena, en la que el chupasangre se pasea por Wisborg, ataúd en ristre, cual bolso de mano, hasta llegar a su morada, se filmó a plena luz del día, (las sombras de su figura le delatan), en un ¿error? de concepto de Murnau, pues, como ya se ha dicho, había decidido que la luz solar, sería la única forma de acabar con el chiquitín.
Las sombras… y aquí brota uno de los elementos más mágicos de toda la cinta, la maestría con la que el director filmó aquellos inolvidables planos, apoyado en una sombra, la del vampiro… simplemente apoteósico… Aquella siniestra silueta subiendo por las escaleras que conducían a la habitación de Ellen, y sobre todo esa mano de dedos interminables que asían con violencia el corazón, y el alma, de la joven con el objeto de hacerla suya. Un resultado tan espectacular, escenas rebosantes de inquietud y sugerencia a partes iguales, a partir de una concepción tan simplista, como lo fue rodar una sombra, sólo puede estar al alcance de un genio… y Murnau, sin duda, lo fue.
Sólo películas imprescindibles, como nuestro “Nosferatu”, pueden dar tanto de sí como para calar en el subconsciente creativo de los autores futuros. Bien como base y sustento de todos los Drácula que a partir de él se hicieron, o bien para dar lugar a pelis estrechamente ligadas a aquel. Así, en 1979, Werner Herzog filmó, bajo el título de “Nosferatu, el vampiro”, y con Klaus Kinski como Orlok, un estupendo remake-homenaje de aquel. Pero sobre todo hay que destacar “La sombra del vampiro” de E. Elias Merhige de 2000. Durante años se alimentó la leyenda, al más propio estilo hollywoodiense, de que Max Schreck, quien tan imperialmente diera vida a Nosferatu, y amparándose en la traducción de su apellido que podría ser la de “temor, pavor o miedo”, era realmente un vampiro que Murnau encontró para darle mayor verosimilitud a su historia… “La sombra del vampiro”, cuya trama cuenta el rodaje de nuestro clásico de 1922, dejó pocas dudas al respecto, pues en todo momento se trata al actor como un auténtico no muerto. Inmemorial es la escena en la que en pleno descanso entre toma y toma, nuestro amigo Max, caracterizado en Orlok, se zampa un murciélago, que por allí revoloteaba, ante la mirada atónita de sus compañeros de reparto. ¡Genial!. Maravillosamente interpretado por Willem Dafoe, que le valdría una nominación a los Oscar como actor de reparto, uno puede llegar a dudar si en realidad Friedrich Gustav Max Schreck dormía en un ataúd o no… hasta que se echa mano de la Wikipedia claro.
“…No existe salvación posible a no ser que una mujer libre de pecado haga olvidar al vampiro el primer canto del gallo…” y es que la pobre Ellen no podía soportar por más tiempo aquella maldición que el conde trajo consigo desde la lejana Transilvania, aquel halo de catástrofe y desgracia que le acompañaba y que asoló la ciudad dejándola casi desierta, por lo que decidió poner su cuello al servicio de la comunidad a modo de “gancho” en el que el conde pudiera alcanzar tal extenuación succionadora que le hiciese olvidar al plumífero tenor. Dicho y hecho, el gallo cantó y el primer sol cegador de la mañana le pilló en plena faena… por lo que cual amante sorprendido por el marido de aquella, acabó reducido, en esta ocasión… a cenizas.
Y es que esta sinfonía del horror, clásico de los clásicos del cine de terror, consiguió, a través de ese cine mudo que tanta zozobra me sigue provocando, encandilarnos para siempre empleando tantos juegos malabares como, por aquellos entonces, se podía tener a mano y que consistían en provocar en el espectador esa amalgama de sensaciones tan seductoras como extrañas, ese miedo a aquella música que sustituía a las palabras, ese desasosiego ante aquellos histriónicos rostros desdibujados ante toneladas de maquillaje, y, por supuesto, esta inquietud ante aquel mundo de sombras… las de las manos de nuestro querido Max, of course.
César Bela
Sinceramente es un artículo extraordinario, te invita a leerlo una y otra vez... para poder empaparte de todos los conocimientos que César Bela tiene de la figura de Nosferatu. No es un personaje muy conocido, por lo menos no lo era para mí... algo que por supuesto dejará de serlo a partir de ahora. Gracias nuevamente por regalarnos tantos y tantos momentos maravillosos y todos tus conocimientos sobre el cine de terror.... desde sus inicios hasta nuestros días.
Jajaj, vampiro o no, Max Schreck y su caracterización te hacían revolverte en la silla.
gracias señor bela, magnífico como siempre