"En llamas: Cómo la cocina nos hizo humanos"
Rocky Balboa, interpretado por Sylvester Stallone, engullía huevos crudos como parte de su régimen de entrenamiento en el primer Rocky. Treinta años más tarde, en la sexta entrega, seguía comiendo huevos crudos. El consumo de huevos crudos como dieta saludable ha sido inoculado en la cultura popular a través del cine. Steve Reeves, el Hércules de la película de Hollywood de la década de 1950, se hizo célebre por desayunar a diario huevos crudos. Herederos de esta práctica como Arnold Schwarzenegger también pregonaban sus virtudes. Siendo Míster Universo, Schwarzenegger se tragaba los huevos mezclados con crema espesa. La cantidad ingerida por estas figuras legendarias es abrumadora: "El Gurú de Hierro", Vince Gironda, un popular maestro de culturistas, recomendaba hasta treinta y seis huevos crudos al día.
Título: "En llamas. Cómo la cocina nos hizo humanos"
Autor: Richard Wrangham
Editorial: Capitán Swing
Los huevos crudos parecerían ofrecer un suministro alimenticio excelente, no sólo porque sus proteínas no precisan masticación, sino también porque su composición química es ideal. Los aminoácidos de los huevos de gallina forman parte de unas cuarenta proteínas, casi exactamente en las proporciones requeridas por los humanos, superando a cualquier otro alimento conocido, incluidas la leche, la carne y la soja.
Richard Wrangham es profesor de Antropología Biológica en la Universidad de Harvard desde 1989 y entre otras cosas conocido por su trabajo sobre el papel de la cocina en la evolución humana. En Marzo de 2008 fue nombrado maestro de la Currier House en Harvard College y es uno de los investigadores más importantes del mundo en primates, incluyéndonos a nosotros.
Las proteínas han sido casi tan importantes como el almidón en las dietas a lo largo de nuestra evolución, son el alimento claramente preferido en la actualidad, y un tema de debate. Hasta fechas recientes, algunos científicos, como David Jenkins, consideraban que la cocina reduce la digestibilidad de las proteínas. Otros afirman que cocinar las proteínas resulta beneficioso o no tiene ningún efecto.
Aunque hay nutricionistas que sostienen que la cocina no produce efecto alguno en el contenido calórico de la comida, otros que afirman que lo incrementa, y otros que lo disminuye, podemos aclarar esta confusión. Como indican las evidencias de los crudívoros, y de los inmediatos beneficios experimentados por muchos animales que comen alimentos cocinados, Wrangham sostiene que los efectos de la cocina sobre el aumento de energía son sistemáticamente positivos. Los mecanismos que incrementan la ganancia de energía en los alimentos cocinados comparados con los alimentos crudos se comprenden razonablemente bien. Los más importantes de ellos son que la cocina gelatiniza el almidón, desnaturaliza las proteínas y lo ablanda todo. Como resultado de estos y otros procesos, la cocina aumenta sustancialmente la cantidad de energía que obtenemos de nuestros alimentos.
Los efectos de la cocina se detectan al comparar el índice glucémico de los alimentos cocinados y crudos. El índice glucémico (IG) es una medida nutricional ampliamente utilizada de los efectos de un alimento en los niveles de azúcar en sangre. Los alimentos con un alto IG, como el azúcar puro, el pan blanco y las patatas, son buenas fuentes de energía después del ejercicio, pero para la mayoría de las personas son malos alimentos porque producen fácilmente un aumento excesivo de peso. Además, las calorías que ofrecen tienden a ser «vacías», esto es, bajas en proteínas, ácidos grasos esenciales, vitaminas y minerales. Los alimentos con un bajo IG, como el pan integral, los cereales ricos en fibra y las verduras, reducen el aumento de peso, mejoran el control de la diabetes y bajan el colesterol. La cocina mejora sistemáticamente el índice glucémico de los alimentos almidonados.
Los estudios recientes de la digestión de los huevos están empezando a resolver la discusión, al demostrar por vez primera que las proteínas cocinadas se digieren mucho más completamente que las proteínas crudas.
En contraste con ese nuevo hallazgo, en el pasado se ha sostenido con frecuencia que los huevos crudos eran una fuente ideal de calorías, por razones que sonaban muy lógicas. «Jamás debería cocerse un huevo —escribían los pioneros crudívoros Molly y Eugene Christian en 1904—. En su estado natural, se disuelve fácilmente y es absorbido rápidamente por todos los órganos de la digestión, mientras que el huevo cocido ha de recuperar su forma líquida para poder ser digerido, lo cual incrementa innecesariamente el exceso de trabajo de esos órganos». Esta clase de argumento fue lo que convenció a generaciones de culturistas y sus seguidores, confirmados por nutricionistas y publicaciones especializadas.
A finales de la década de 1990, un equipo belga de gastroenterólogos estudió por primera vez los efectos de la cocción, empleando una nueva herramienta que permitía a los investigadores seguir el destino de las proteínas del huevo tras ser ingeridas. Adoptaron el mismo método que había sido empleado para estudiar la digestibilidad del almidón: recogían los restos de alimentos del extremo del intestino delgado de los individuos, el íleon. Toda proteína no digerida en el momento de llegar al íleon es inútil.
Cada uno de los voluntarios se comía unos cuatro huevos crudos o cocidos, que contenían un total de 25 gramos de proteínas. Los resultados demostraron que entre el 35% y el 49% de las proteínas ingeridas salían del intestino delgado sin digerir. Pero la cocción incrementaba el valor proteico de los huevos en torno a un 40%.
Los científicos belgas investigaron la razón de este efecto espectacular sobre el valor nutricional y concluyeron que el factor principal era la desnaturalización de las proteínas de los alimentos inducida por el calor. La desnaturalización se produce cuando los enlaces internos de una proteína se debilitan, haciendo que la molécula se abra. Como resultado, la molécula de la proteína pierde su función biológica natural. Los gastroenterólogos advirtieron que las proteínas desnaturalizadas son más digeribles, ya que su estructura abierta las expone a la acción de los enzimas digestivos. ¿Y qué decir de la patata? Los huevos con patatas son un plato esencial de la dieta española. No en vano el país tiene tantos habitantes como gallinas, más de cuarenta millones.
Las investigaciones comenzaron con un accidente muy citado, que también recoge Wrangham en este ensayo. Hace ahora doscientos años. El 6 de junio de 1822, un hombre de veintiocho años, Alexis St. Martin, recibió un disparo accidental desde una distancia aproximada de un metro. William Beaumont, un cirujano curtido en la guerra, estaba cerca y llegó a los veinticinco minutos, para encontrarse con una escena sangrienta que describiría así: «Le habían volado buena parte del costado, tenía las costillas fracturadas y orificios en las cavidades del pecho y el abdomen, a través de los cuales asomaban partes del pulmón y del estómago, muy laceradas y quemadas, exhibiendo en conjunto un caso espantoso y desesperado. El diafragma estaba desgarrado y la perforación llegaba directamente hasta el estómago, a través de la cual escapaba la comida».
Beaumont se llevó a St. Martin a su casa y, para su propia sorpresa, sobrevivió. Beaumont continuó alojándolo y cuidándolo hasta que se estabilizó. A los pocos meses, el paciente reanudó una vida "normal" y llegó a ser tan fuerte que incluso llevó a su familia remando en una canoa desde Mississippi hasta Montreal. Aunque la herida, del tamaño de un puño, se rellenó en buena parte, jamás se cerró por completo. Durante el resto de su vida, el funcionamiento interno del estómago de St. Martin resultó visible desde fuera.
Beaumont se percató de que tenía una extraordinaria oportunidad para investigar. «A las doce del mediodía, introduje en el estómago, a través de la perforación, y suspendidos de un hilo de seda y atados a la distancia adecuada para penetrar sin dolor, los siguientes alimentos: un trozo de ternera à la mode muy condimentada; un trozo de grasa de cerdo salada y cruda; un trozo de ternera magra salada y cruda; un trozo de ternera salada cocida; un trozo de pan rancio; y unas hojas de col cruda».
Beaumont observó con detalle el estómago. Advertía lo tranquilo que estaba cuando no tenía comida; los pliegues musculares (rugae) se apoyaban unos encima de otros. Al tragar la sopa, en un principio el estómago tardaba en responder. «Las rugae la cubrían con suavidad y la esparcían gradualmente por la cavidad gástrica».
Cuando Beaumont colocaba directamente la comida en la pared estomacal, el estómago se estimulaba y su color se tornaba más brillante. Se producía la «aparición progresiva de innumerables motas claras y muy finas, que ascendían por la túnica mucosa transparente y parecían estallar, supurando en las puntas mismas de las papilas y esparciendo un fluido límpido y diluido sobre toda la superficie gástrica interior».
Por primera vez era posible observar la digestión en acción, y Beaumont prosiguió sus experimentos durante ocho años. Registró con detalle cuánto tiempo tardaban los alimentos en ser digeridos por el estómago y vaciados en el duodeno. A partir de esas observaciones, sacó dos conclusiones relevantes para los efectos de la cocina.
Cuanto más tierna era la comida, más rápida y completa era su digestión. Observó el mismo efecto en los alimentos finamente divididos. «Los vegetales, como las sustancias animales, son más susceptibles de digestión en proporción a la pequeñez de su división […] siempre que se trate de sólidos blandos». Las patatas cocidas y reducidas a un polvo seco sabían mal, pero eran más fáciles de digerir. Si no estaban en polvo, los trozos enteros permanecían largo tiempo sin disolver en el estómago y cedían lentamente a la acción del jugo gástrico. «La diferencia se hace bastante evidente al someter lotes de estos vegetales, en diferentes estados de preparación, a la operación del jugo gástrico, ya sea en el estómago o fuera de él. La ternura de la fibra son los dos elementos fundamentales para una digestión fácil y veloz».
Además de «la pequeñez de la división y la ternura», también contribuía la cocina. Beaumont era explícito en el caso de las patatas. «Los trozos de patata cruda, cuando se someten a la operación de este fluido, resisten casi enteramente su acción. Transcurren muchas horas hasta que resulta observable la más leve aparición de la digestión, y esto únicamente en la superficie, donde las láminas externas se ablandan un poco y devienen un tanto mucilaginosas y ligeramente farináceas. Todo médico que haya tenido mucha práctica con las enfermedades infantiles sabrá que las patatas parcialmente cocidas, cuando no se mastican lo suficiente (lo cual es muy habitual en los niños), son con frecuencia una fuente de cólicos y dolencias intestinales, y que los trozos grandes de este vegetal atraviesan los intestinos inalterados por la digestión». Todavía se sostiene la creencia de que el estómago es el órgano donde se produce la parte más relevante de la digestión, aunque sabemos desde hace tiempo que lo es el intestino delgado.
A St. Martin llegó a incomodarle el hecho de ser un foco de interés científico. En el momento de su muerte, en 1880, a la avanzada edad de 85 años, se sentía completamente maltratado. Hacía mucho tiempo que se había negado a tener contacto alguno con Beaumont, y su familia compartía su sensación de abuso. El doctor William Osler, a menudo calificado como el padre de la medicina moderna, confiaba en estudiar el cuerpo de St. Martin e incluso en comprar su estómago, pero la familia se negó. Conservaron su cuerpo en privado durante cuatro días para asegurarse de que se pudriese, y luego lo enterraron en una sepultura inusualmente profunda, a dos metros y medio, con el fin de frustrar cualquier interés médico en sus órganos.
Todo el ensayo es tan apasionante como el detalle sobre huevos y patatas. Puede incluso cambiar vuestra consideración sobre los alimentos y la manera de cocinarlos. Si eres un fan de lo crudo puede ayudarte a pasar de la creencia a la información, aunque todos sabemos que la fuerza de la creencia puede superar cualquier dato.
Carlos López-Tapia