"Cox o el paso del tiempo"
El cine popular se rinde a menudo ante la China más cerrada, más distante de la revolución científica que ha marcado los últimos tres siglos, cambiando el sentido de nuestro tiempo. Teniendo en cuenta las técnicas de medición del tiempo existentes en el siglo XI, cualquiera hubiera apostado a que los chinos construirían un reloj mecánico mucho antes que los europeos. Sus relojes de fuego, de incienso, los hidráulicos, superaban cualquier medida del tiempo medieval europea. Llevaban mucha ventaja. Pues bien, el reloj no llegó. Los técnicos relojeros chinos se quedaron estancados e incluso retrocedieron.
Título: "Cox o el paso del tiempo"
Autor: Christoph Ransmayr
Editorial: Anagrama
Cuando la Iglesia Católica fue abriendo paso a la cultura occidental no tuvo éxito en China. El propio San Francisco Javier no consiguió nada, y su desengaño fue seguido de misiones fracasadas de los jesuitas, los dominicos, los agustinos y los franciscanos. La vieja estrategia de ganarse el favor de los soberanos paganos había fracasado, los misioneros eran incapaces de penetrar en el imperio. ¿Cómo podían convertir al emperador, o al menos ganarse sus favores, si no podían siquiera cruzar la frontera?
La solución fue encontrar algo que el emperador creyera necesitar y utilizarlo como cebo.
El jesuita portugués Ricci impresionó y cautivó a las autoridades con sus "campanillas que sonaban solas": sus relojes de sonería «como jamás se habían visto antes en China». «Esos globos, relojes, esferas, astrolabios y otras cosas que he construido, y cuyo uso les enseño, me han hecho ganar la reputación de ser el más grande matemático del mundo. No poseo ni un solo libro de astrología, pero con la única ayuda de algunas efemérides y almanaques portugueses predigo a veces los eclipses con más exactitud que ellos». Sonar la hora, tocar melodías, hacer desfilar pequeños autómatas... los chinos los «adoraban», y poseerlos se convirtió rápidamente no sólo en un signo de prestigio social, sino también en una fuente de placer.
Las órdenes religiosas destinaron entonces a China a clérigos que hubieran aprendido y practicado la relojería y la mecánica pero, aun así, la fábrica imperial no alcanzó el nivel de la relojería occidental. Cuando la corte china deseaba mecanismos precisos o complejos se dirigía a Europa, y lo mismo hacían los súbditos del emperador que tenían medios. Durante los dos siglos y medio de dominación manchú, Pekín compró o aceptó como regalo una enorme cantidad de relojes de toda clase. "De hecho, todo el palacio está lleno de relojes de Europa —escribía el religioso Valentin Chalier —. Relojes de pared, carillones, de repetición, órganos, esferas, móviles de todos los sistemas; hay más de 4.000 clases diferentes, grandes y pequeños, fabricados por los mejores maestros de París y de Londres".
Este momento de la Historia le ha parecido el adecuado al escritor austriaco Christoph Ransmayr para que en "Cox o el paso del tiempo" nos subamos a un barco en Inglaterra, con destino a China, y donde viaja un maestro relojero con sus ayudantes. "En realidad todo ocurre a partir de la llegada. Cox llegó a tierra firme china con las velas caídas la mañana de aquel día de Octubre en que Qiánlóng, el hombre más poderoso del mundo y emperador de la China, mandó cortar la nariz a veintisiete funcionarios del fisco y corredores de bolsa".
El relojero y constructor de autómatas, histórico, cuyas magníficas obras pueden verse tanto en los museos de palacios europeos, como en los pabellones de la Ciudad Prohibida de Béijing, se llamaba James Cox, y el protagonista toma su apellido como homenaje. James Cox nunca estuvo en China, no construyó ningún reloj por encargo de un emperador chino. Aunque si trabajó en un reloj descrito en la novela, el reloj atmosférico Perpetual Motion, construido según principios barométricos, un reloj que se aproximó más que ningún otro al sueño del movimiento perpetuo. El emperador chino Qiánlóng, nacido en 1711 y fallecido en 1799, tenía 41 esposas y más de 3.000 concubinas; coleccionaba obras de arte y relojes, en cantidades exageradas, pero nunca habló con un relojero inglés.
Christoph Ransmayr pone a uno frente al otro. Rodeados de los extremos de crueldad y sensibilidad que se intercalan en la ciudad prohibida, el emperador busca relojes capaces de medir la sensación del paso del tiempo más que su matemática convencional; ¿Puede hacerse un reloj que mida el tiempo como lo siente un condenado a muerte.... un niño o una recién casada? El relojero busca algo incluso más ambicioso. La lectura queda envuelta en ese aroma exótico, ordenado, opriménte, que se respira en la Ciudad Prohibida. Pero también en una prosa cercana en ocasiones a la "Seda" de Alessandro Baricco, sensual, suave como el deslizamiento de las naves que conducen a nuestros protagonistas desde la costa a la capital del mundo oriental. Comprenderán que van a pasar mucho tiempo en un mundo donde pueden conseguir con facilidad joyas o metales preciosos para el reloj más poderoso que nadie haya imaginado, pero donde su habilidad y experiencia no sirven para comprender buena parte de lo que les rodea.
Es muy apreciable el esfuerzo del autor por mostrar en su forma la precisión de una miniatura, acorde con la que exige la mecánica relojera, o el protocolo imperial chino. Necesité poco tiempo para leer "Cox o el paso del tiempo", el tiempo pasó volando, un ritmo metafórico que solo podría marcar un reloj que no existe.
Carlos López-Tapia