Cine en serie: "Baron noir", la estrategia y amoralidad de la política
Querido Teo:
No nos equivocaremos mucho si decimos que "Baron noir" ha sido una de las series más beneficiadas por el confinamiento junto a "Succession" y "This is us". Y es que ha sido cuando se ha tenido tiempo para descubrirlas y saborearlas como merecen. La serie francesa de Canal+, que en España está disponible HBO, encontró un inusitado arrebato de popularidad cuando en las redes sociales el vicepresidente del gobierno Pablo Iglesias tuvo a bien recomendarla incluso al propio presidente de Pedro Sánchez. El arma para la viralidad ya estaba servida. ¿Qué provocaba esa atracción? Había surgido una nueva serie política preferida después de que "Borgen" fuera hace algunos años la serie de referencia desde el punto de vista del pluralismo e idealismo político. Con unas elecciones autonómicas en Madrid tan recientes y mediáticas se vuelve a demostrar como una serie como "Baron noir" ha sabido adentrarse como pocas, de manera tan verosímil como descarnada, en el espectro de la política contemporánea.
Si la serie danesa era la que todos querían imitar, no sólo por la llegada de una mujer al gobierno sino también por una envidiable voluntad de acuerdo y de pactos en un entorno tan ególatra y partidista como el de la política, lo que sí que logra “Baron noir” es reflejar los vaivenes de la política europea a través de los idearios de partido, las luchas de poder, la corrupción y las figuras que, sin tener un cargo oficial, son en verdad las que mueven los hilos y manejan los tiempos de la política y su exposición social.
Es por ello por lo que, a pesar de sus giros, se antoja tan real y auténtica reflejando además muy bien el amplio y complejo abanico político de un país del que España cada vez se asemeja más debido a que el bipartidismo entre PSOE y PP a lo largo de tres décadas ha ido derivando en una mayor representatividad para otros partidos y voces que, en vez de fomentar el consenso, lo que han hecho es asentar más los bloques de izquierda y derecha a pesar de la entrada de nuevas voces y siglas.
“Baron noir” estrenó este 2020 su tercera y, en principio, última temporada siendo una de las pocas series francesas que se ha exportado a todo el mundo, algo muy diferente a lo que ocurre con su cine que sí que nos llega con gran asiduidad. Estrenada en 2016, con temporadas de ocho capítulos cada uno, se ha centrado en la figura de Philip Rickwaert (Kad Merad), en el rol de ese “barón negro” del título, que se mueve entre las sombras y que, en realidad, es un hacedor de reyes en las filas del partido socialista desde su juventud representando a esa Francia comprometida y obrera pero no ajena a la erótica del poder y a las moquetas del Elíseo.
Eso lleva a Rickwaert a presentarse en la cámara de la Asamblea Nacional de Francia con un mono azul y una corbata roja para sus reivindicaciones defendiendo a sus conciudadanos de Dunkerque, la localidad costera de la que lleva siendo alcalde muchos años.
Además de ello ha posibilitado que su camarada de muchos años, Francis Laugier (Niels Arestrup), se convierte en el presidente de la República pero cuando un escándalo, relacionado con el suicidio de un joven obrero y unos documentos sensibles amenazan a Rickwaert y a sus cuestionables artes, Laugier no dudará en dejar caer a su hombre de confianza como “mal menor”.
Todo ello generará en Rickwaert un deseo de venganza que provocará un cisma en el propio partido con la ascensión de Amélie Dorendeu (Anna Mouglalis), una burócrata de Bruselas que se encarga de asesorar a Laugier y que, vencida su timidez inicial para hablar en público, se convierte en un monstruo político que se hace fuerte desde una posición de centro y, finalmente, es incapaz de ser controlada por su propio maestro y creador, el siempre inquieto Philip Rickwaert que, ante un escándalo de financiación irregular, se queda sin poder de acción.
Y es que donde brilla Rickwaert es entre las sombras y combinando chanchullos tanto con los bajos fondos como con las figuras claves de la esfera política, socialista de corazón y de carnet, pero que no duda en establecer las alianzas necesarias para conseguir los objetivos que se ha propuesto.
Acostumbrado gracias a su verbo, carisma y empuje a que todos le bailen el agua tiene como fieles colaboradores a Cyril Balsan (Hugo Bécker) y a Véronique Bosso (Astrid Whettnall) con los que también jugará aprovechándose de que éstos se sienten atraídos por su luz y su mentoría pero teniendo en cuenta que, en verdad, el tablero puede ponerse en su contra en cualquier momento ya que, sin duda, lo que peor lleva un personaje como Rickwaert es la falta de lealtad.
“Baron noir” muestra la degradación y la traición que se genera en la política en pro de una hoja de ruta que no entiende de humanismo y que se escuda en lo que uno cree que es lo mejor para la mayoría siempre que eso coincida con sus propios intereses.
Aun así, la serie se adentra en el importante papel del Primer Ministro, nombrado por presidencia, como eslabón con el equipo de gobierno, las protestas sindicales de lugares abandonados a su suerte como Dunkerque, zona industrial entre dunas y una situación laboral precaria, y que dependen mucho de la industria, o siempre las complejas leyes de educación cuando, además, se introduce el componente de la diversidad en pro de una sociedad que aboga por la tolerancia pero también estigmatizada haciendo difícil la convivencia, no sólo entre partidos e ideologías sino también entre distintas clases sociales e intereses.
Todo en un momento en el que los políticos tienen que escorar sus programas hacia uno u otro lado pero con la presión que siempre supone cumplir los mandatos del partido y el hecho de que cualquier movimiento en falso pueda hacer no sólo que otros más poderosos te puedan hacer caer sino que uno sea visto frente a la ciudadanía, la opinión pública y su masa electoral como alguien que defiende las posturas contrarias de su partido.
Hecho que te lleva a la perdición en una sociedad que no favorece el pensamiento crítico, objetivo y la posibilidad de cambiar de opinión y en la que uno parece que tiene que morir por sus ideales aunque a veces sienta que está equivocado, encasillado dentro de una determinada ideología. En el universo en el que se mueven los personaje de “Baron noir” saben que, a la hora de la verdad, uno puede elegir a sus enemigos pero no a sus aliados.
Además del tema social, desencadenante en parte de lo que fue llamado en Francia la revuelta de “los chalecos amarillos”, “Baron noir” introduce temas interesantes en su segunda temporada. Uno es cómo es visto por la sociedad tener a una líder mujer y cómo ésta, se quiera o no, no es tratada igual que a un hombre adentrándose más en su vida personal y en el hecho de si esa sensibilidad y sentido de prudencia que se achaca al género femenino le hará capaz de ocupar un cargo históricamente ocupado por tipos habitualmente mayores de 50.
Una tensión que irá más ante la presión del cargo, las distintas opiniones de los asesores que le piden con cierta condescendencia ser más conciliadora, el examen a diario en la prensa y el hecho de circunstancias que exigen una rápida capacidad de decisión y manejo político cuando, por ejemplo, los servicios de inteligencia alertan de una inminente amenaza a cargo del terrorismo islamista favoreciendo el debate de hasta qué punto una acción preventiva está legitimada por el Estado de Derecho.
Si el descontento de la clase media es el que lleva a un cambio en la presidencia de la República de la primera a la segunda temporada, el caldo de cultivo va a más en una tercera temporada que para el gusto del que escribe es la que permite que “Baron noir” sea considerada una de las mejores series de nuestro tiempo. Frente a lo alambicado de las dos primeras temporadas, la tercera temporada es didáctica, intensa y apasionante adentrándose directamente en el sistema de partidos en la lucha de Philip por decididamente ir a por lo que más ha ansiado, la silla del Elíseo como presidente de la V República.
Todo ello llevará a una batalla que empieza a ser de egos pero que termina derivando en la lucha de las ideas sobre los límites de un Estado que, sea de la forma que sea, tiene que favorecer la democracia, la protección de los suyos y la unión frente a la confrontación en una sociedad como la francesa tan étnica, multicultural y con diferentes pensamientos sobre la religión. Y es que, al menos, lo que muestra la serie es que, sobre todo, hay un sentimiento de responsabilidad compartida que nubla cualquier divergencia, emergiendo cuando lo que es más prioritario es no tocar poder uno u otro sino unirse y a hacer un frente común para salvar al país de peligros mayores y difícilmente reversibles.
La tercera temporada llega a mostrar el cómo las ansias de unos megalómanos que piensan que pueden manejar a la ciudadanía y a las corrientes de opinión a su antojo amenazan con hacer descarrilar el sistema democrático ante la aparición de un movimiento ciudadano representado por un fanático bloguero y profesor universitario que desde sus redes sociales y transmitiendo desde casa adopta una postura populista y antisistema.
Un tipo llamado Christophe Mercier (Frédéric Saurel) que, en un primer momento, intenta ser aprovechado por los partidos tradicionales para captar flujo de votantes de cara a las elecciones pero que, al final, termina siendo una fuerza difícil de controlar tanto por los partidos de izquierdas como los de derechas generando un ente propio decidido a dinamitar al sistema desde dentro en las siguientes elecciones presidenciales.
Philip Rickwaert, tras sus problemas con la justicia y arrinconado por su propio partido, un Partido Socialista con poder y predicamento pero con la estructura de una antigualla, decide aliarse con Michel Vidal (François Morel), un ilustrado verborreico y personalista que ha fundado su propio partido para alejarse del oficialismo de la izquierda socialista de la que formó parte dentro del “stablishment”, ahora con un movimiento que se nutre de la indignación de la gente y del hastío del marco de los partidos, en clara referencia al político francés Jean-Luc Mélenchon representante del partido “Francia insumisa” que fundó en 2016.
Al igual que en la serie con las iniciativas de Vidal la plataforma de Mélenchon tenía como objetivo, en particular, convocar, después de las elecciones, una asamblea constituyente encargada de redactar la constitución de una Sexta República para Francia. Los paralelismos con la realidad no acaban ahí contando con un Laugier que renuncia a presentarse a un segundo mandato (como François Hollande) o una Dorendeu que surge como una nueva esperanza (como Emmanuel Macron en su momento).
Una vía con la que Rickwaert cree que tiene más fácil desbancar al líder y poder llegar a ser candidato a la presidencia ante un Partido Socialista anclado en el socialiberalismo más sistémico y aborregado que representan la figura del secretario general Daniel Kalhenberg (Philippe Résimont) y que en la realidad (tras la presidencia de François Hollande) se hundió en las elecciones de 2017 posibilitando la entrada de Emmanuel Macron. Como refleja la serie el movimiento de izquierda siempre ha encontrado dificultades a la hora de definir su identidad fruto de un difícil equilibrio para las facciones que han tocado poder y que no es otro que el pragmatismo frente al idealismo.
Es verdad que hay cosas que se nos escapan en la realidad española, como el concepto de segunda vuelta presentado casi como un reality televisivo, las continuas escisiones y creaciones de nuevos partidos o la importancia de la cultura de la oratoria ante la herencia cultural de los clásicos, pero “Baron noir” entronca mucho más con el sistema político actual que otras series más épicas y moralmente ensalzadoras. “Baron noir” es más una combinación entre la mafia de “Los Soprano”, la ambigüedad moral de “Mad Men” o el maquiavelismo extremo de “House of cards” que las más edificantes “El ala oeste de la Casa Blanca”, “The thick of it” y “Borgen”.
“Baron noir” muestra a una izquierda fragmentada (la insumisa de Vidal, la obrera de Rickwaert y la oficialista del Partido Socialista que sigue siendo la matriz y referencia anticuada para los nuevos movimientos) sobre cuyas fisuras crecerá esa sensación de hastío que ha generado los movimientos populistas y de extrema derecha en Europa.
Un movimiento, formado por antiguos compañeros, que tendrán que decidir si anteponer sus egos personales o su sentimiento de estado ya que la serie muestra bien esa fontanería política entre llamadas, mensajes de texto, mítines improvisados y acuerdos “in extremis” que llevan a inclinar la balanza de uno u otro lado, a través de dos vueltas electorales que favorecen esa posibilidad constituyente que lleva a que una figura ajena al tradicionalismo pueda montar su nueva República a su imagen y semejanza, demostrando la fragilidad de una democracia más asentada en el personalismo que en el parlamentarismo.
En esta tercera temporada nos encontramos momentos impagables como todas las interacciones entre Philip y Michel, incluso reuniéndose en Barcelona con los políticos de Podemos, las diferentes alianzas y tradiciones entre ambos, incluso con un mitin con las bases para asentar quien debe ser el líder del partido, o el hecho de que Philip no dude incluso en casarse para fomentar en el banquete la unión de la izquierda de cara al exterior.
Todo en un escenario político en el que la izquierda tiene que armarse frente a la amenaza populista de Mercier, la ultraderecha en auge de Lionel Chalon (Patrick Mille), el partido de los verdes como una bisagra, y el frente conservador, todavía relevante pero cada vez más arcaico y devaluado representado por los partidarios nostálgicos de De Gaulle encabezados por François Boudard (Alain Bouzigues). Todo mientras se huele el café y se respira el sudor, los nervios y los cálculos en cada distrito de asesores, voluntarios y políticos entre mítines, pegadas de carteles, recuentos electorales y mucha necesidad de tolerancia a la frustración.
Los guiones de “Baron noir” dejan diálogos y réplicas que piden estar con la libreta al lado para poder apuntar, que suenan tan elaborados como auténticos y coherentes en un entorno como el que se mueve la serie, ya que es precisamente la arquitectura de la política lo que da combustible a la mente, ingenio y rapidez de ideas de unas personas que viven por y para la misma y que, les guste o no, tienen que dejar cualquier distracción fruto de la vida personal al ser un trabajo que exige una dedicación de tiempo completo al no saber en qué momento va a saltar la libre o puedes perder tu posición en el tablero.
Se agradece la ausencia de maniqueísmos a pesar de mostrar una falta de escrúpulos en unos personajes que adoptan esa piel en un terreno en el que la inocencia está castigada. Es lo que se ve no sólo en la infatigable rapidez mental de Rickwaert, siempre luchando sin descanso y manipulando con convicción y verbo, moviendo los hilos con maestría erigiéndose como un superviviente nato que interpreta el terreno en el que se mueve como nadie, sino en la soledad de una Amélie Dorendeu que ve como la narrativa de una mala decisión puede generar un odio que lastre todo el esfuerzo y dedicación a la hora de llevar las riendas del país. Un panorama desolador que lleva a poder no tener nada una vez que has renunciado a todo lo que había al margen de la política.
“La pedagogía es el arte de la repetición”, “Los socialistas siempre piensan que todo es radical”, “No somos suficientes para dividir el partido”, “Es la era del populismo. Nos ahogamos en ella. Es tiempo de los charlatanes, de los apaleados, de los maltrechos y de los valientes”, "La política es como el jazz, si cometes un error en una nota, insiste, sigue tocando esa nota y se convertirá en una improvisación de culto y todo el mundo tratará de imitarla", son sólo algunas de las frases que piden mármol y que demuestran un gran conocimiento por parte del equipo de guionistas de los entresijos de la política de los que los ciudadanos sólo ven una pequeña parte construida también por los medios de comunicación. Y es que Eric Benzekri, uno de los guionistas de la serie, pasó años en el mundo del socialismo francés junto al asesor en la sombra de François Hollande, el francoargelino Julien Dray.
Si hay que alabar el guión no lo es menos una dirección siempre firme y con pulso que marca con nervio las dudas, ejercicios de persuasión y conversaciones afiladas que mantienen los personajes y que les lleva, en el fondo, a ser un mar de dudas en el campo de minas que es la política. Siempre se ha dicho que la información es poder pero en el caso de “Baron noir”, hasta el más poderoso, nunca sabe si se mueve en terreno seguro ante la complejidad de intereses, personas y falsas lealtades que aparecen en el camino y que van desde una filtración en la prensa o hasta el hecho de que la posición de Francia dentro del organigrama europeo se vea resentida tanto a nivel de sanciones como de desprestigio, incluso sobrevolando un caso de #MeToo que afecta al gobierno alemán y que acaba salpicando a la presidenta.
La tercera temporada de “Baron noir” no sólo es la más lograda desde el punto de vista político sino también desde el punto de vista emocional al ver el viaje al que es llevado cada uno de los personajes. Y es que da la impresión de que el sistema siempre gana y al final son las personas los que sufren las consecuencias, en ocasiones de manera demoledora. La última escena, dentro de ese fondo negro propio de la oscuridad moral y política en la que se ha movido el protagonista, muestra no sólo a lo que ha llevado la deshonra pública sino también el precio tan alto que se ha tenido que pagar para poder cumplir el propósito individual convertido en preservación de todo un sistema democrático.
Una serie vibrante, inteligente y exquisita para aprender, mirarse al espejo y para que el humanismo alejado de la política al menos sea tenido en cuenta en las urnas de cara a los ciudadanos. Un recorrido en el que hay traición, venganza y poder pero también las duras consecuencias de la erosión que provoca la lucha de gladiadores que supone la arena política.
Nacho Gonzalo