Cannes 2024: Un disfrute de lucidez y frescura por Sean Baker, la invocación a Marcello Mastroianni y la sirena napolitana de Paolo Sorrentino
Querido Teo:
Sean Baker se ha encaramado a lo más alto de las predicciones por la Palma de Oro por una juguetona y singular comedia romántica que rompe todos los tópicos sin olvidarse de poner el foco en aquellos olvidados que, precisamente por ello, parece que no tienen derecho a vivir, sentir y disfrutar. También la sombra de Marcello Mastroianni en un proyecto concebido como tributo familiar y un Paolo Sorrentino que sigue divagando sobre la belleza en sus adoradas calles de Nápoles.
“Anora” (Sean Baker) // Sección Oficial
Es un Cannes en el que los consagrados parecen tocar a retirada mientras se respira una sensación de relevo y de auge de una serie de voces dispuestas a contar otro tipo de historias. Es el caso de Sean Baker que a lo largo de su todavía corta filmografía se ha especializado en retratar las miserias y resiliencia de la clase obrera usamericana, usualmente llamada “white trash”, y que en su cine es capaz de encontrar voz, respaldo y algo de esperanza.
En su segunda intentona por la Palma de Oro (“The Florida Project” fue una sensación en las secciones paralelas en 2017 y con “Red rocket” se estrenó en la sección oficial en 2021) se centra en Anora, una joven trabajadora sexual en Brooklyn que tiene la oportunidad de vivir una historia digna de Cenicienta cuando conoce e impulsivamente se casa con el hijo de un oligarca ruso al que ha conocido en el lugar en el que trabaja, siendo una especie de oasis para una vida condenada al ostracismo. Una boda que hará que la familia del caprichoso vástago (y sus guardaespaldas), próspera por sus negocios turbios, viaje a Nueva York con el fin de anular el matrimonio.
Sean Baker ya llevaba a cabo su particular homenaje a un Disney tenebroso en “The Florida Project” y esta cinta sigue esa senda en un cuento de hadas entre Nueva York y Las Vegas que se mueve en un ritmo acelerado y que parte de la fábula a un reverso oscuro en un retrato nuevamente audaz de esos “outsiders” guardados bajo la alfombra sobre los que Sean Baker pone el foco transitando hacia un gozoso histerismo de fresca incorrección y lucidez meridiana en un carrusel de géneros en el que lo que se respira es clarividencia y naturalidad como un artista inquieto lejos del aborregamiento y con mucho que decir.
Una comedia romántica audaz, cañera y distinta en la que Mikey Madison (vista en la quinta entrega de “Scream” o en la serie “Better things”) encuentra uno de esos papeles que impulsan una carrera y que demuestra la buena mano del director con sus intérpretes, bien sean profesionales o no. Una “Pretty woman” más terrenal abrazando por momentos a los Coen o a Tarantino, siendo muy mencionada también "Diamantes en bruto", en la que el director abandona los colores, tonos y escenarios habituales de su cine, menos saturado y mucho más sugerente y elegante detrás de la cámara, retratando los cuerpos como esa ilusión amorosa sazonada de rebeldía.
Todo ello sin perder la mirada de clase desde la perspectiva de la joven que nunca se hubiera imaginado estar entre jets, casinos y mansiones pero que en realidad tiene sentimientos mucho más puros que los que piensa una familia política que sólo quiere quitársela de encima porque no es vista más que como una buscona aprovechada. Una locura en clave de farsa trepidante divertida, cautivadora y conmovedora que se erige como una de las sorpresas de esta edición.
“Marcello mio” (Christophe Honoré) // Sección Oficial
El director Christophe Honoré se mueve entre el melodrama impostado y conmovedor y una sensibilidad dramática característica a la hora de hablar de relaciones. Su nuevo trabajo se adentra en el campo del homenaje en una cinta sobre el dolor de la pérdida y una añoranza que convive tanto en la vida como en el arte cuando la sombra de una figura ha sido demasiado grande como para dejarla ir definitivamente.
Es lo que ocurre con Marcello Mastroianni invocado en una cinta en la que su espíritu es devuelto a la vida por su propia hija, Chiara Mastroianni, en un ejercicio juguetón de metaficción que habla sobre los límites de la identidad o el peso de la fama. Un homenaje cinematográfico que, para muchos, no es más que un entretenimiento pasajero para fans del icono italiano y, especialmente, concebido como un tributo familiar al estar también envuelta la propia Catherine Deneuve (pareja de Marcello y madre de Chiara).
Un proyecto evocador pero lastrado por una premisa que no parece dar más de sí que ver a Chiara Mastroianni con el inconfundible look del actor en “Fellini, ocho y medio (8 y ½)” (1963). Una crisis creativa y personal que lleva a la actriz a abrazar a un padre al que redescubre y con el que se funde casi tres décadas después de su muerte hablando con él y queriendo que todos se refieran a ella como Marcello. Acompañada también de la directora Nicole Garcia (interpretándose a sí misma), de Fabrice Luchini como fan incondicional y de las ex parejas de Chiara (Melvil Poupaud y Benjamin Biolay) que se prestan a formar parte de una sesión de espiritismo hecha cine.
Hay pullas personales, critica al amarillismo de los medios y también el papel que juega el cine en nuestras vidas tanto desde un punto de vista aspiracional como a la hora de fundirse con esas imágenes que permanecen con nosotros por siempre y que hacen que la Fontana di Trevi siempre evoque a Anita Eckberg reclamando a su Marcello. Es por ello que la ensoñación adopta un tono cómplice entre números musicales y referencias a algunas de esas películas por las que Marcello quedó siempre inmortalizado.
Un viaje fantasmal en el que hay mucho de reencuentro, admiración y también de heridas que todavía quedan abiertas en una catarsis familiar y artística que no parece ir más allá más allá de la anécdota haciendo sentir al espectador por un momento cerca del artista, desde lo que representa hasta lo que evoca, y sobre todo de la mundanidad que como persona, padre o pareja hay detrás del icono. Un homenaje que se queda corto para Cannes pero que parece quedar como una curiosidad en la que los artífices han pretendido darse un capricho bajo la sombra de una de esas figuras con las que el cine contribuyó a desplegar su magia.
“Parthenope” (Paolo Sorrentino) // Sección Oficial
Nápoles y mujeres. Las dos constantes de la cinematografía de Paolo Sorrentino, además de su recargado simbolismo sobre pasiones tan mundanas como etéreas, se dan cita en el nuevo trabajo del director que llega como uno de los tótems de la cinematografía contemporánea incidiendo cada vez más en la brecha que genera entre fans embelesados y los que consideran que su estilo de cine cada vez es más de pose e incide en el vacío. ¿La mejor película de Sorrentino desde “La gran belleza” o una tediosa repetición de sus lugares comunes? En Cannes desde luego no parecen decidirse.
El largo viaje de la vida de Parthenope, desde su nacimiento en 1950 hasta hoy. Una epopeya femenina, desprovista de heroísmo pero rebosante de una pasión inexorable por la libertad, Nápoles y los rostros del amor, todos esos amores verdaderos, inútiles e indecibles. El perfecto verano de Capri, el desenfado de la juventud. Que acaba en emboscada. Y luego todos los demás: los napolitanos, hombres y mujeres, observados y amados, desilusionados y vitales, sus olas de melancolía, sus ironías trágicas y sus miradas abatidas.
El paso del tiempo en una cinta calificada de enigmática y atractiva en un drama seductor sobre la belleza desde un punto de vista que trasciende cualquier objetividad a través de una sirena tan fascinante como evaporable lo que le da una inconsistencia dramática que hace que la propuesta se quede transitando en todo momento en los terrenos de la evocación a pesar del trabajo de Celeste Dalla Porta que sale como la triunfadora de una cinta en la que destacan también los breves trabajos de Stefania Sandrelli o Gary Oldman.
Una cinta cuidada en la estética que habla también de la belleza como condena y de la frivolidad de la misma pudiendo llevar a la perdición si no es capaz de anclarse en aspectos más trascendentales de una vida que sólo será vivida plenamente también desde un aspecto corpóreo más allá del alma. Sorrentino vuelve a pasear por un pasado al que en parte homenajea y en parte recupera para sanar heridas a partir del mito griego de una sirena que fundó la ciudad de Nápoles y que aquí no puede escapar a su destino, deseada por todos pero sin rumbo en un viaje por distintas relaciones y escenarios sobre el amor, la fe, la cultura y el caprichoso paso del tiempo.
Las calles y escenarios que vuelve a pisar después de “Fue la mano de Dios” (2021) con los sueños fluyendo con la realidad y a través de la presencia de una joven bella que vive en una mansión cerca del mar y que estudia Antropología frente a la admiración que despierta ante todos los que se topan con ella pero en la que queda la duda de si la belleza es algo físico, una cápsula en el tiempo, o se es posible ir más allá para emular algo que conecte más con el alma placentera que con los ojos libidinosos y algo caducos para un Sorrentino que explota el concepto clásico de la feminidad italiana a través de una mujer más deseada que querida y de la que sólo pueden ver más allá un escritor melancólico y alcohólico y un profesor fascinado por su sed de conocimiento.
Un trabajo hermoso en el que Sorrentino ya no tiene nada que demostrar como maestro detrás de las cámaras pero que sufre su ensimismamiento y su escasa capacidad para emocionar en esta ocasión más allá de una profundidad filosófica intermitente y una solemnidad que lastra y puede provocar que muchos acaben desconectados al no ser que sean fieles siervos de la parroquia del heredero de Fellini que, en esta ocasión, no está lo suficientemente atinado en lo que cuenta para que no pase de largo su carácter impostado.
Sorrentino saca virtud de la decadencia y rueda como pocos pero su tratado sobre la belleza queda ahogado por un estilo tan elogiado como reiterativo sobre unas calles en las que poca esperanza queda más allá de las sensaciones que evoca o bien la llegada de un astro del fútbol o los movimientos de una bella mujer, en esta ocasión a lo largo de dos décadas en la que la cámara adora a su mito y cautiva en su puesta en escena a pesar de cierta repetitividad superficial.
Nacho Gonzalo