Cannes 2023: Una orgía gastronómica y una reflexión de Nanni Moretti sobre el mundo del que formamos parte

Cannes 2023: Una orgía gastronómica y una reflexión de Nanni Moretti sobre el mundo del que formamos parte

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Querido Teo:

El Festival de Cannes se aproxima a la línea de meta y lo ha hecho con una opípara orgía gastronómica y con el desenfado crítico de Nanni Moretti en una de esas cintas que demuestran porque este certamen nunca dejado de lado a sus consagrados. Valores seguros que emocionan, conmueven y divierten.

“Hopeless" (Kim Chang-hoon) // Una cierta mirada

“Hopeless” es una ópera prima coreana que ha encontrado acomodo en la sección más codiciada de las paralelas de Cannes en una cinta que entronca el drama familiar con el cine de gangsters a raíz de un joven inadaptado que sufre bullying y forma parte de una familia precaria que acaba introducido en el mundo de la mafia.

Una película poco inspirada que se sostiene por su atmósfera pero que termina siendo atropellada y se desarrolla a trompicones ante un montaje cuestionable y una irregularidad palpable. Al menos la cinta sí que cumplirá las expectativas de los muy fans del cine surcoreano que no hacen más que generar talento y nuevos nombres para seguir la llama de su característico cine.

"A fuego lento" (Tran Anh Hùng) // Sección Oficial

Trayectoria más que curiosa la de Tran Anh Hùng, uno de esos directores que parecían destinados a grandes cotas pero que terminaron cayendo en el olvido. Ahora compite por primera vez en Cannes después de que justo hace tres décadas se alzara en el mismo certamen con la Cámara de Oro a la mejor ópera prima con “El olor de la papaya verde”. No se quedaría ahí ya que con “Cyclo” (1995) ganó el León de Oro a la mejor película en el Festival de Venecia.

El director vietnamita ofrece ahora una tierna historia de amor entre dos cocineros, con todo el carisma, encanto y química que pueden destilar Benoît Magimel y Juliette Binoche en una relación de dos décadas en la que de la admiración y la amistad han pasado al amor y a la mejor declaración posible, la de que él se decida por fin a cocinar para ella utilizándolo como sello de su compromiso sin necesidad de ninguna atadura ya que ambos se respetan y se quieren pero agradecen la libertad de su relación y todos los grandes momentos que les el placer de poder elaborar esos platos.

Un deleite de suculentos platos que llegan al placer visual y erótico siendo para ambos personajes el desarrollo de su excitación creadora encontrando el mayor de los gozos en ver comer al otro los platos que le ha preparado. Eso y que una pera hervida tenga una elipsis que derive en el cuerpo de Juliette Binoche en la cama desnuda y recostada de espaldas ha hecho que para muchos haya sido, contra pronóstico, la cinta que más ha necesitado de bromuro para calmar calenturas. 145 minutos de festín culinario que, no obstante, no logra alcanzar la categoría de “crowd pleaser” ni tampoco sorprender en su argumento en una historia ambientada a finales del siglo XIX. Eso sí, hay clasicismo, exquisitez en la puesta en escena y pulso detrás de la cámara siendo capaz de hacer babear al espectador ante el uso de imágenes y sonidos que subrayan la faceta sensorial que puede tener el cine.

Una película que contribuye a que cada detalle se paladee haciendo de la comida un placer regodeándose en preparativos, condimentos y la dedicación que le imprimen unos personajes que se quieren pero que más todavía a esa pasión común que les une y les hace ser mejores tanto como personas como profesionales compartiendo la misma con amigos con los que, después del afanoso trabajo que más que dejarles exhausto les mantiene vivos, disfrutan comiendo y hablando de platos, vinos y las sensaciones que les evocan.

“A fuego lento” no es sorprendente ni rompedora pero logra conmover con sencillez gracias al poderío de unas imágenes que le hacen estar en la zona alta del subgénero culinario del que siempre se mencionan cintas como “El festín de Babette” (1987) y “Ratatouille” (2007) entre pequeñas píldoras de ese tierno y devoto amor en esa casa rural en la que, junto a la ayuda de una asistente, son cómplices y aliados entre fogones. Quizá hayan construido un mundo demasiado pequeño pero es en el que ellos son felices y, entre vahídos preocupantes y jornadas maratonianas en la cocina, Dodin y Eugénie, mantienen una relación en la que no necesitan más que ellos, sus platos y el generar en los demás la capacidad de hacer sentir con el placer del buen comer la sencillez y fascinación gastronómica bañada de belleza, clasicismo y sensualidad.

“El sol del futuro” (Nanni Moretti) // Sección Oficial

Nanni Moretti compite en Cannes por novena vez siendo uno de los directores que atesora la preciada Palma de Oro por la rotunda y dramática “La habitación del hijo” (2001), la cinta que le llevó a la gloria pero que en verdad si bien le daba solidez y rotundidad le alejaba de su estilo como cineasta, siempre tendente a cierta jocosidad, patetismo y ternura. Es por ello que “El sol del futuro” sabe en parte a película testamentaria en la que el director vuelve al universo de “Querido diario” (1993) o “Abril” (1998) conectándolo con el mundo de hoy. Han pasado 30 años pero las filias y fobias de Moretti siguen intactas, sintiéndose caduco en un mundo que no entiende (tendente al postureo y al consumo rápido) pero que él y su “troupe” lo hacen enarbolando espíritu combativo y nostálgico alzando la bandera de los ideales y danzando al ritmo de Franco Battiato.

El signo de los tiempos se evidencia por el hecho de que Moretti sustituye la clásica vespa por un patinete eléctrico dando vida a un director de cine hipocondriaco y bastante pesado que encara un rodaje sobre el Partido Comunista de Italia en un ejercicio de metaficción que conecta al mundo del circo y del cine con una pareja que se rompe ante la rutina del paso del tiempo. Una cinta llena de ironía pero en la que también hay mucho de ego autocomplaciente ya que Moretti se homenajea a sí mismo y no deja respirar a una película de la que es permanente protagonista con reflexiones entre bufonescas, misántropas y melancólica a raíz de una autoterapia cinematográfica en la que evoca el poder de los ideales y de la solidaridad sin perder la esperanza por un mundo mejor.

“El sol del futuro” no esconde pretender ser un “grandes éxitos” del director haciendo retrospectiva de su carrera y contando con algunos de sus actores fetiche como Margherita Buy o Silvio Orlando en un canto de honestidad y resistencia para tiempos revueltos tanto de avances fanáticos en la política como de postureos banales en una sociedad que tiene que pensar más en el otro que lo que lo hace.

Una cinta que desprende energía y vitalidad ante la ilusión que le imprime un Moretti tan lúcido como repetitivo que entre canciones italianas (pretendiendo llevar a cabo su sueño de hacer un musical) tiene dos escenas antológicas como aquella en la que interrumpe un rodaje para hablar sobre el uso de la violencia y la forma de reflejarla en el cine (para desesperación de todos los presentes como su propia mujer como productora y un director petulante) y por momentos recordando a esa ruptura de la cuarta pared en la cola del cine del Woody Allen de “Annie Hall” (1977), así como aquella en la que se reúne para su proyecto con unos ejecutivos de Netflix víctimas del algoritmo y de verse en 190 países.

Un circo húngaro que llega en 1956 a un suburbio de Roma en pleno levantamiento social de la Primavera de Praga contra el estalinismo en un país con el que se solidariza el Partido Comunista de Italia en esos años, un vestigio del pasado para algunos miembros del rodaje que piensan que lo de ser comunista (si no eres ruso) no es más que una definición de boquilla.

Y mientras suenan Franco Battiato, Luigi Tenco y Fabrizio de André o el estupendo Sono solo parole de Noemi lo que intenta Moretti es no perder a su esposa (una productora abrumada por su marido en plena terapia y que ha decidido decir basta), asumir la relación de su única hija con un hombre mucho más mayor que ella y ver como su película se va al traste cuando, entre otras cosas, el productor francés (Mathieu Amalric) sea detenido por fraude.

Todo mientras cuestiona en eternas parrafadas la forma de trabajar de John Cassavetes pero abraza a Jacques Demy, los hermanos Taviani o un Fellini al que homenajea claramente en su particular “8 y ½” en el que también hay referencias a las pantuflas de Anthony Hopkins en “El padre” como ejemplo de concesión cinematográfica, mover la cabeza al ritmo de Aretha Franklin en “The Blues Brothers”, pelotear con un balón o dar instrucciones para su película mientras bracea en la piscina.

Una crítica que son segmentos más que una cohesión narrativa, jugando con la confusión de lo que es la película y lo que es la película que se rueda en la misma, pero siendo capaz de transmitir emociones desde el esbozo de una sonrisa hasta esa emoción de ver a su “troupe” en una marcha comunista al final de la película con la que Moretti, en parte, cierra el círculo de una filmografía con exceso de condescendencia y ego pero en la que, a su manera, lanza un “what the fuck” al mundo que cada vez le es más ajeno pero que no se resiste a intentar mejorar a base de cariño y lucidez.

Un Moretti maduro que conecta con el de sus inicios no para decir en todo momento que el pasado siempre fue mejor pero sí, sin prejuicios y sin miedo al ridículo, reflexionar y tener en cuenta que la vida es un continuo aprendizaje y que por ello es mejor afrontarlo con una mente abierta. Un nombre al que se echará de menos cuando deje de hacer película a pesar de su tono cargante, lastimero y repetitivo pero que afronta con honestidad, sin complejos y dispuesto a creer todavía en un mundo mejor.

Nacho Gonzalo

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