Cannes 2023: Ilusión espacial en el desierto por Wes Anderson y un secuestro religioso por Marco Bellocchio entre el erotismo de Sam Levinson y el testamento de Víctor Erice
Querido Teo:
Ver una película de Víctor Erice en una edición del Festival de Cannes parecía algo imposible pero el regreso del respetado director en "Cerrar los ojos" es, sin duda, uno de los grandes titulares de una edición para el recuerdo. Eso sí, con la amargura de no haberlo tenido compitiendo como sí ha sido en el caso de otros dos ilustres como Wes Anderson y Marco Bellocchio que han vuelto a demostrar un estilo marcado y característico.
“The idol” (Sam Levinson) // Fuera de concurso
Ya es muy complicado encontrar un festival de cine que no deje un espacio aunque sea testimonial al mundo de las series y Cannes no es una excepción. Ha sido el lugar en el que HBO Max (que ya vio como se proyectaban en Cannes “Behind the Candelabra” o “Irma Vep”) ha podido estrenar “The idol”, serie de Sam Levinson en un momento que ha recibido carta blanca como creador e impulsor de “Euphoria”, una de las series recientes que más ha conectado con la desorientación reinante de esa generación que está entre lo “millennial” y lo “Z”. Sólo se pudieron ver dos capítulos de una serie que se estrenará en la plataforma este mes de junio y que deja bien patente su estilo, ambientándose en el mundo de la música, la moda, los influencers y el postureo. Esa banalidad frívola entre sesiones de foto, fiestas hasta altas horas, excesos y cuerpos jóvenes y bonitos que pretenden ser un reclamo y también un modelo a seguir para una sociedad que necesita estímulos en el mundo transmedia.
"The idol" se mueve entre lo erótico, lo provocador y lo “giallo” a partir de una cantante de pop que se encuentra en momento de auge a pesar de que salen a la luz unas polémicas imágenes en la que sale con su cara impregnada de semen. En una noche de fiesta conoce al dueño de un local de Los Angeles del que rápidamente se siente atraída estableciendo una conexión tanto física y musical en la que el que resuelta ser el líder de un culto secreto amenaza con terminar dominándola. Lily-Rose Depp y The Weeknd, uno de los impulsores del proyecto, protagonizan una serie más sórdida, cruda y sexista que transgresora y enérgica uniendo sexo, apariencia, música y halo vampírico.
Un sórdido relato que se adentra en las entretelas de una industria provocadora pero que explota su lado más tenebroso cuando el dueño de una discoteca se aprovecha de una estrella del pop en auge pero con gran dependencia afectiva no siendo vista más que como un objeto para un mundo que mira a sus estrellas desde una perspectiva sexualizada e intimidante por mucho que se introduzcan figuras como los coordinadores de intimidad en los rodajes y en las sesiones de foto o se haga bandera del #MeToo.
Levinson es cómplice de ello y precisamente lo que pretende denunciar con ironía no es tal y termina siendo una visión desoladora de un mundo en el que, frente al lujo y a la fama, hay soledad, frustración y mucho hipócrita que sólo se acerca por interés en un entorno de publicistas, asesores, productores y creativos que intentan definir la mejor estrategia para su artista o producto que no es más que un peón al que utilizar y que, frente a su empoderamiento frente al exterior, no es capaz de tomar sus propias decisiones sobre ese entramado.
“The idol” logra enganchar lo suficiente para seguir viendo por dónde irán los siguientes tres capítulos que la conforman pero, en verdad, esta versión tan calentorra como inquietante deja una visión ilustrativa de un universo en el que sólo se ve la idealizada punta de iceberg que potencian los medios sobre la mugre y amoralidad que se esconde bajo la superficie. Un trabajo con una protagonista que no esconde las referencias a Britney Spears o Madonna o al cine más erótico de los 80 y 90 con películas como “Nueve semanas y media”, “Atracción fatal” o “Instinto básico” algo que entre el puritanismo reinante y la sensibilidad ante cualquier atisbo de toxicidad ya parece propio de una época que se sentía más libre y desprejuiciada que la actual.
“Cerrar los ojos” (Víctor Erice) // Cannes Première
La película de Víctor Erice y nos atrevemos a decir que todo un acontecimiento de autor ara un cine español que ha vuelto a recibir, cuando nadie ya lo esperaba, a uno de esos maestros que precisamente han logrado que gracias al enigma que les rodea, y una carrera tan brillante como exigua, nadie discuta su estatus. Lo que podría haber sido un acontecimiento mayor ha quedado diezmado al no participar en la competición de un Cannes que se ha privado de una de esas cintas que llegan para quedarse y que hablan con aparente sencillez de aspectos de la vida que transcienden cualquier concepto. Un trabajo nostálgico y testamentario sobre la memoria, el paso del tiempo y la capacidad del cine para hacer vivir y recordar.
Es realmente elogiable que un director que llevaba tres décadas retirado, y a punto de cumplir 83 años, haya logrado una película tan lúcida, medida y reparadora a pesar de una indisoluble amargura. Una cinta sobre la amistad en un ejercicio de cine dentro del cine en el que Erice parte del rodaje de una película llamada “La mirada del adiós” que quedó inacabada y que en realidad no esconde las referencias con su proyecto irrealizado de “El embrujo de Shanghai”, la adaptación de la novela de Juan Marsé que no pudo rodar tras cancelarse el proyecto en su momento hasta que años después lo recuperó (fallidamente) Fernando Trueba. Una larga escena marcada por lo literario y lo teatral deriva en el gran misterio de la cinta, la desaparición inexplicable de Julio Arenas, protagonista de la película en esos primeros 90 y amigo personal del director de la cinta, Miguel Garay.
Es precisamente cuando es convocado para un programa “Casos sin resolver”, que intenta adentrarse en lo que rodea a esa desaparición tirando de conjeturas, sensacionalismo y morbo, cuando el director inicia un camino casi arrastrado por el destino desde su retiro (realizando traducciones, guiones y novelas de poca monta desde un pueblo costero de la Alpujarra granadina entre mercadillos e invernaderos) dándose la mano el recuerdo, las bobinas de ese rodaje y las preguntas todavía abiertas. Una película que brilla en su contención, en el uso de la palabra y en todo lo que subyace, elevándose ante los evidentes paralelismos de esta historia con la carrera del propio director, con sabor añejo pero no caduco y haciendo destacar el diálogo y la emoción frente a cualquier tipo de acción sin olvidar cierto tono de crítica social propia de nuestro tiempo como la precariedad laboral, la lucha frente al fascismo o el principio del fin para el reinado del ahora emérito con su “lo siento mucho, no lo volveré a hacer”.
El cine como canal de sentimientos y vía de recuerdos desde esa mirada del adiós, la de la película dentro de la película, en la que Levy (un imperial y teatral José María Pou) pide a Franch (cuyo actor que le da vida después descubriremos que encaró allí su última escena) que viaje hasta Shanghai para traer de vuelta a su hija para que, al menos por última vez, le mire como nunca nadie más lo ha hecho. A partir de ahí, entre tangos y el valor de la memoria, encontramos a ese alter-ego del propio Erice, Miguel Garay, un sobrio y sólido Manolo Solo, que sabe que tiene algo pendiente cuando se decide a completar su proyecto inacabado, el cual no es otro que ir tras las huellas de su amigo desaparecido.
“Cerrar los ojos” se va abocando a ese fundido a negro final sin que antes intente hacer emerger el brillo de la memoria, el de la añoranza, el de los fotogramas conservados y mimados, a través de una serie de imágenes poderosas que cargan la pantalla de simbolismo y de evocación bien sea a ritmo de tango (con las continuas referencias a Carlos Gardel) o con la emocionante interpretación del My rifle, pony, and me de “Río bravo” que vuelve a enarbolar la capacidad del cine para generar una sensación colectiva de cobijo y de transcendencia emocional.
Impagables las conversaciones del protagonista con la mirada perdida de Jose Coronado, la belleza serena de Soledad Villamil, la pasión vocacional por el celuloide de Mario Pardo, la ternura de Petra Martínez y Juan Margallo, la personalidad decidida de María León o el simbolismo de Ana Torrent la cual cierra el círculo con un “Soy Ana, soy Ana” que nos lleva cinco décadas atrás cuando de niña la actriz se convirtió en la mirada del cine español con “El espíritu de la colmena”.
El guion de Michel Gaztambide, la fotografía de Valentín Álvarez o la música de Federico Jusid contribuyen a ese halo de misticismo de reclinatorio, de cine añejo y parsimonioso que se resiste a morir porque todavía tiene capacidad de hacer sentir. Un director que se pone en paz consigo mismo y con su arte volviendo a dignificar el oficio de contar historias en un soplo de autoría, elegancia y exquisitez para una industria como la española tan acostumbrada a tirar a la gente de su pedestal.
Con maestría y sabiduría Víctor Erice no empaña sino que engrandece su leyenda con un cine que emana vida, evocación, recuerdo y revelación. Una estrella fugaz cara de ver pero que ilumina todo el firmamento de lo que entendemos como cine que sí que se equivoca en una cosa, en el hecho de decir que el cine desde Dreyer no hace milagros. Éste es uno de ellos con los sentimientos a flor de piel en ese final que sólo puede producirse entre las sombras, la magia y la fascinación de una sala de cine.
“Asteroid City” (Wes Anderson) // Sección Oficial
Parece que sigue habiendo gente dispuesta a comprarle a Wes Anderson sus pastiches simétricos llenos de impostura y colores pastel. Al menos es un director que es fiel a su estilo para bien o para mal y no está dispuesto a cambiar aunque ello le haga ser cada vez más una caricatura de sí mismo. Vuelve a ocurrir en un teatrillo de esquema narrativo nimio, pantalla cromática para representar en Chinchón ese pueblo apartado, desértico y con aire western en el que se lleva a cabo una convención infantil sobre astronomía y se llevan a cabo ensayos atómicos. Allí viajan una serie de familias aunque lo que, en realidad se nos acaba revelando desde el comienzo, es de que estamos ante una obra de teatro filmada para televisión y dentro de una película en la que actores (reales y de ficción) acometen sus papeles entre ocasionales rupturas de la cuarta pared y salidas entre bastidores hilado por la presentación tan años 40 y 50 del presentador encarnado por Bryan Cranston intentando sacar adelante el texto del dramaturgo al que da vida otro de los fetiches del director, Edward Norton.
“Asteroid City” habla de la búsqueda del arte en un universo del que formamos parte como una exigua molécula sin poder dejar huella. Entre personajes estrambóticos y esperpénticos la cinta es más de lo mismo en un batiburrillo de personajes y un humor sólo dirigido a su corte ya que ni siquiera la cinta es especialmente inspirada en el apartado visual. Da la impresión de que la fórmula está más que agotada desde los tiempos de “El Gran Hotel Budapest” (2014) y Wes Anderson no tiene ninguna intención en enderezar el rumbo en un viraje cromático sin sentido y artificioso no siendo ni ingenioso ni inspirador su confuso y torpe juego de metaficción que sólo encuentra algo de humanidad en la escena que mantienen en las escaleras exteriores de los respectivos teatros los personajes de Jason Schwartzman y Margot Robbie (en su única y carismática intervención en la cinta).
Una cinta ambientada en el desierto en la década de los 50, después de la II Guerra Mundial, en el que confluyen un buen número de personajes (la mayoría meros cameos) teniendo sólo alguna posibilidad de emerger los encarnados por Jason Schwartzman, un padre viudo fotógrafo de guerra que tiene que sacar a flote a su hijo pitagorín y a tres niñas que se creen aliens, Scarlett Johansson, una actriz altiva especializada en mujeres atormentadas, y Tom Hanks, el suegro del personaje de Schwartzman que tendrá que acudir al lugar abandonando su lujosa residencia para hacerse cargo de sus nietas en ese lugar perdido en el que el ejército USA organiza un concurso sobre astronomía al que acuden los clásicos críos inadaptados pero llenos de personalidad del cine de Anderson.
Ovnis y ciencia ficción son la excusa de este sentido de la vida y de cómo afrontar la pérdida con el patetismo habitual de unos personajes arquetípicos que sacan partido, no sin dificultades, a sus rarezas. Repetitiva, surrealista y poco inspirada que si bien parece tener más frescura que su anterior cinta no logra ofrecer nada sugerente más allá de lo que puedan encontrar de provecho una parroquia de fieles que en el caso de Wes Anderson parece cada vez más reducida.
“El rapto” (Marco Bellocchio) // Sección Oficial
La esperada representación italiana se ha abierto con la octava participación en competición de todo un veterano como Marco Bellocchio que vive un momento de lucidez y esplendor en una carrera en la que ya no tiene nada que demostrar a sus 83 años. Tras la celebrada serie “Exterior noche” el director sigue ahondando en su clasicismo historicista en una historia real, la del secuestro y adoctrinamiento por parte de la Iglesia Católica del niño judío Edgardo Mortara, de 7 años, que fue secuestrado de su hogar familiar en la Bolonia de 1858 por los soldados del Papa Pío XI. Una historia que estuvo durante mucho tiempo en la mesa de Steven Spielberg pero que ahora aborda el director con exquisita pulcritud en la que vuelve a mostrar su nervio y su oficio y su capacidad para retratar el fanatismo del poder y la desesperación e impotencia de una familia separada por este hecho en la antesala de una época de revueltas y de rebelión frente a ese catolicismo absolutista que impone su ley sin piedad.
“El rapto” se abre con la llegada de ese grupo de soldados que irrumpe en la casa de los Mortara y que son ejecutores de esos actos en nombre de la fe que no encuentran ninguna justificación ante el hecho de truncar para siempre el destino de un crío inocente separado de su amplia familia, al haber sido bautizado en secreto por su cuidadora cuando éste enfermó siendo un bebé, iniciándose por sus padres una lucha frente al poder por devolverlo a casa sabiendo que todo el tiempo que pase juega en contra ante lo moldeable que es la mente no sólo en esas edades sino cuando algo que trasciende la existencia, como esa fe que defiende la iglesia, pretende erigirse como cobijo de comprensión y respaldo.
“El rapto” es impecable en tensión, emoción y resultado con una lucidez y una recreación histórica elogiable que muestra a un Bellocchio vigoroso y febril que es capaz de ofrecer escenas de gran potencia dramática aunque, en ocasiones, sea víctima de cierto barroquismo abigarrado y de una música estruendosa que, en pro de asentar el lado más tenebroso de la historia, termina sacando de la película al igual que unas enormes cartelas para diferenciar los diferentes años y lugares de la acción y que la llevan a ser más una producción televisiva para la RAI que en una película con hechuras de Palma de Oro teniendo en cuenta que, a pesar del calado de la historia, no estamos ante un estilo de cine muy en boga más allá de aquellos cinéfilos nostálgicos que todavía abrazan, por su eficacia y rortundidad, lo contrario a la transgresión.
Bellocchio sigue firme en su retrato de los desmanes del poder derivando en una pesadilla que mantiene en vilo al espectador ante la desesperación de unos padres que se topan con todas las trabas y oscurantismo que representa el poder de la iglesia y que brilla en lo visual tanto por la recreación como por el impacto de su puesta en escena. Antiguo neorrealista y criado en el catolicismo con esta cinta el realizador lanza un mensaje en el que reivindica el dolor de unos judíos acostumbrados a errar por una Europa en la que siempre eran los apestados buscando los que imponían su ley borrar su identidad. En cambio en este caso sí que encontraron apoyo internacional y factor mediático en un momento en el que los abusos de la iglesia ya no se pretendían dar por asumibles.
“El rapto” encierra un valor pictórico destacado retratando esa convulsa Italia que se rebela contra las élites y el poder del Papa en una época de definición y liberación en ese Risorgimento que toma las calles de Roma y que pone cara a cara a dos hermanos separados en espíritu y mente ante una época de desconcierto y de honda división que no sería más que el pórtico de lo que vendría en décadas posteriores. Un trabajo revisionista, pulcro, rabioso, impactante y bien interpretado y armado cinematográficamente que acongoja y es un aviso para navegantes para un país que, como tantos otros, ha amparado en la religión las mayores atrocidades en pro de un bien mal entendido que ha pretendido incidir en la pompa del rito y en la perpetuación de culto aunque fuera dejando a personas rotas y ya minadas por siempre por unas ideas que les han desprovisto de su identidad y destino.
Otros títulos
* En Una cierta mirada una de las sorpresas de esta edición ha sido “Los colonos” de Felipe Gálvez, la expedición de un capitán inglés en tierras chilenas entre episodios de violencia y tensión.
* En Cannes Première “Kubi” de Takeshi Kitano, una de batallas en el Japón feudal con Hidetoshi Nishijima, Ken Watanabe y el propio Takeshi Kirano.
Nacho Gonzalo