Cannes 2022: Baz Luhrmann da lo que se espera con "Elvis", una familia que se desmorona en Irán y Claire Denis en un país en revolución
Querido Teo:
Casi una década después Baz Luhrmann ha regresado a Cannes y lo ha hecho como él sabe hacer con brillo, lentejuelas, barroquismo, exceso y música. Algo que encaja perfectamente en la personalidad y mitificada figura de Elvis Presley cuyo espíritu sin duda ha estado en la Croisette de la mano de su reencarnación en pantalla, un Austin Butler que se lleva todos los elogios de la película y que da el puñetazo en la mesa como lo hicieron Rami Malek en “Bohemian Rhapsody” (2018) y Taron Egerton en “Rocketman” (2019), cintas que desataron de nuevo el fervor por los biopics musicales y, sobre todo, por sus efectivas playlist, fórmula que sigue punto por punto esta cinta pero a muchas más revoluciones y con el sello inconfundible del director australiano.
“Elvis” parece ser todo lo que se espera de una película de Baz Luhrmann, el cual no ha tenido ningún reparo en revertir todos los códigos puristas de una obra de Shakespeare en “Romeo + Julieta” (1996), llenar de colorido iconográfico “Moulin Rouge!” (2001), evocar el cine clásico en su concepto de epopeya mientras se explaya en el cuerpo de sus protagonistas en “Australia” (2008) o introducirse en un mundo de fastos y apariencias con el exceso de “El gran Gatsby” (2013).
Es por ello que el hecho de que “Elvis” sea una película sobrecargada, capaz de lo más brillante y lo más ridículo, fomentando el exceso, regodeándose en las caderas rítmicas del protagonista, y alternando temas del rey del rock fusionándolos con Backstreet Boys, Britney Spears o Måneskin sin ningún complejo, sólo parece al alcance de alguien como él. En definitiva, un hortera consciente y orgulloso de serlo.
Una cinta que nace con división de opiniones, como toda la obra del director, pero que la deja como toda una experiencia para ver en pantalla cuando se estrene ya que, en este aspecto, Luhrmann nunca decepciona fomentando el concepto de espectáculo a gran escala. Un proyecto, avalado por la familia de Elvis, con tonos kitsch, artificiosos y excesivos. Una historia que va de los orígenes del artista a su consagración en sus espectáculos y el cine, convertido en icono y con el tiempo también en imagen decadente. Todo con un montaje frenético y que voltea durante toda una cinta que pretende ser una de las sensaciones de la cartelera veraniega.
Un Elvis Presley que se erige como víctima de un sistema que no le deja desarrollarse y que le explota como un producto de marketing, un rebelde de boquilla pero la representación del buen americano, el cual es transformado por un Coronel Parker que quiere sacar partido del filón y que, debido al canon en el que su propio país le encuadra, ello le impide a Elvis tener su voz propia a la hora de encarar su carrera y sus inquietudes, más pegadas a la riqueza de la cultura musical afroamericana, de la cual se apropia la industria para después obviarla, o a la defensa de los derechos civiles.
Austin Butler brilla y está mejor de lo esperado a base de carisma a tenor de todas las opiniones, mientras que el Coronel Parker al que encarna Tom Hanks (que se erige como villano y narrador) está destinado a la controversia más allá de una caracterización que ya era objeto de burla desde su avance. En todo caso este culto al “brilli brilli” impostando y estético deja en su interior el retrato de un alma insegura, la cual atesora un tipo que quiere ser valorado por lo que es y por su arte, no por sus movimientos pélvicos, acumular gritos de quinceañeras o vender millones de discos.
El tipo que quería ser James Dean pero que entró en la espiral de altibajos de la que el destino no priva para uno de esas figuras que nacen para trascender a la cultura popular pero también para llevar la penitencia del sufrimiento durante un camino, que en deleite musical y desenfreno visual, lleva al rockero, a la estrella del cine y al rey de Las Vegas por sus luces y sombra como reflejo de un Estados Unidos en transición, que busca su sitio y que enarbola la bandera del sueño americano potenciando su aura de triunfo pero sin poder ocultar sus miserias.
Todo con una grandilocuencia digna de una ópera pop, la efervescencia y espíritu juguetón y libre del que está detrás de la cámara y todo el legado de alguien que todavía resplandece varias décadas después de su muerte, algo sólo al alcance de nombres únicos y aupados a la mitología como un Elvis que sólo necesitaba esta película, y su viaje de goce espiritual y estético durante 159 minutos, para acrecentar todavía más su interés en él. A pesar de todo el ruido, desdén y división 12 minutos de ovación en su premiere lo cual no hace más que demostrar que, por mucho mirar por encima del hombro, esta es en realidad la droga de un certamen como Cannes.
“Leila’s brothers” supone la primera incursión en la sección oficial de Saeed Roustaee en una propuesta iraní de 165 minutos que, desde luego, en la recta final de un certamen como Cannes va dirigido sólo para valientes entrando dentro de las pautas del cliché festivalero. Aun así no hay que escatimar las opciones de una película de una cinematografía que suele funcionar bien en estos circuitos ante su capacidad de denuncia y autoría. En este caso se adentra en una familia verborreica y algo grotesca que entra en colapso al estar hundida por las deudas, situación que intentará paliar Leila, la cual ha dedicado su vida a cuidar tanto a sus padres como a sus cuatro hermanos. Todos deciden emprender un negocio familiar invirtiendo todos los ahorros, aunque el padre se sale de la ecuación al prometer una importante suma de dinero a su comunidad para convertirse en su nuevo padrino, la mayor distinción de la tradición persa. Los diferentes intereses y reacciones de cada uno de los miembros de la familia pondrán en cuestión el futuro de todos ellos en una lucha entre la tradición y el corazón.
Un Teherán herido por la crisis económica y un entorno asfixiante provocado por ello a lo que se suma el peso de la tradición patriarcal y el fanatismo religioso. Una familia que se descompone al igual que un país roto es la metáfora sobre la que pivota una cinta sustentada en el empeño de su protagonista. A pesar de las buenas intenciones la película parece haberse quedado corta en resultados lastrada por su duración y por el hecho, en el fondo, de querer adoptar una corriente de cine iraní exportable que, entre otros, tiene a Asghar Farhadi como máximo exponente después de que el cine filosófico de Abbas Kiarostami haya pasado de moda en ese sentido. Teniéndole en el Jurado, y siendo siempre preferible el original, salvo un guiño a esta cinematografía no parece que vaya a ser una de las películas que marcan el futuro de esta edición a pesar de que pocos hayan sacado algo consistente en contra. Sólo la falta de originalidad, la duración y la sensación de ser un drama ya visto le resta puntos.
“Las estrellas al mediodía” es sólo la segunda película por la que una consagrada de la cinematografía francesa, aunque también orientada a un segmento concreto de la misma, compite en Cannes. Todo en un año prolífico ya que Claire Denis viene de ganar el premio a la mejor dirección en el Festival de Berlín 2022 con “Fuego”. En esta ocasión nos lleva al año 1984 donde se centra en el romance entre un misterioso empresario inglés y una periodista norteamericana que intenta escapar de Nicaragua durante la Revolución Sandinista.
Una alianza que se introducirá en terrenos sórdidos convirtiendo la experiencia y la huida en una pesadilla. Una de esas cintas que se adentra en terrenos exóticos y peligrosos en los que se concentra el compromiso y denuncia de lo que pasa en el lugar con poner una vida en riesgo, conectando con “El año que vivimos peligrosamente” (1982), “Missing (Desaparecido)” (1982) o “Los gritos del silencio” (1984) pero también con la escena de baile de "35 tragos de ron" (2008) e incluso con alguna pincelada de "Atrapado en el tiempo" (1993). Una cinta basada en la novela de Denis Johnson en la que también hay mucho de Graham Greene y Hunter S. Thompson.
Margaret Qualley y Joe Alwyn son el recurso de la directora contando con una pareja atractiva pero carente de química protagonizando una cinta que, por sus primeras opiniones, parece antojarse como opción de relleno en la competición de este año siendo una historia plana y aburrida a pesar de tratar sobre fugitivos con diálogos risibles y sólo avivada por alguna escena de sexo, y esa escena de baile triste y desoladora, que no han impedido que el cansancio acumulado por la prensa haya caído con crueldad sobre ella ante sus pobres mimbres y un desarrollo narrativo risible que ha provocado la comparación con "Diré tu nombre" (2016) de Sean Penn, uno de los abucheos que todavía se recuerdan.
Lo más valorado la banda sonora de Tindersticks para una cinta que para muchos es, sin discusión, lo peor de esta edición por su falta de suspense, contexto político o volteo dramático, casi una burbuja impostada y atemporal con carácter retro que con el que la directora pincha pero que, al menos, sigue demostrando la capacidad de Denis para centrarse en la erótica de los cuerpos y el talento de Margaret Qualley en una interpretación entregada e intensa como una periodista que, con su pasaporte retenido por el gobierno de Nicaragua, intenta salir adelante a través de la prostitución hasta que conoce al enigmático inglés.
En Quincena de Realizadores se ha visto "Funny pages" de Owen Kline. Una cinta de 86 minutos que es el viaje a la madurez de un dibujante adolescente que rechaza las comodidades de su vida suburbana en una errada búsqueda de su alma. Un tono oscuro, perverso y realista para el paso de la inocencia juvenil a las cortapisas de la madurez que respira tono de novela gráfica a la hora de centrarse en un inadaptado que intenta encontrar su sitio en el mundo dando importancia a su vena friki pero también a sus ganas de descubrir aspectos como el amor y el sexo. No se han hecho esperar las comparaciones con "Clerks" (1994) o "American Splendor" (2003) que respira al Festival de Sundance de los años 90.
"Godland" de Hlynur Pálmason desde Una cierta mira apunta a ser una de las revelaciones ocultas de esta edición. A finales del siglo XIX, un joven sacerdote danés llega a Islandia con la misión de construir una iglesia y fotografiar a sus habitantes. Pero, cuanto más se interna en aquel implacable paisaje, más se sume en las ansias de la tentación y el pecado. Un western desarrollado en Islandia con ecos a ruralidad, comunidad y fe a través de la percepción de la mirada de los que observan al que llega. Atmósfera, opresión y estilismo sobre un hombre fascinado primero y erosionado después por su entorno en una apuesta refinada, imaginativa y con una puesta en escena exquisita.
En Quincena de Realizadores "Fuego fatuo" de João Pedro Rodrigues, un título singular en una experiencia inmersiva de lo que supone adentrarse en la búsqueda de la identidad personal en un mundo que no alienta a ello por estar a la deriva. Kitsch, futurista e inclasificable despertando tanto estupor como risas en un musical atípico que incluso se permite hablar del eterno debate entre Monarquía y República
Nacho Gonzalo