Alice Rohrwacher, la amarga belleza de la resiliencia de los derrotados

Alice Rohrwacher, la amarga belleza de la resiliencia de los derrotados

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Querido Teo:

Con espíritu de fábula y atmósfera de realismo mágico Alice Rohrwacher es una de las directoras que mejor ha casado el característico neorrealismo italiano que creó escuela en una época con la fascinación por la tierra, la tradición, la música, el baile y el amor. “La quimera” no hace más que asentar un sello propio tan soñador y necesario como inconfundible e imprescindible. A sus 43 años Alice Rohrwacher ofrece una estética definitoria no carente de existencialismo, humanidad y sensibilidad conectando al hombre con la naturaleza así como con el arte como nexo de unión y de razón de ser entre el pasado y el presente, entre la vida y la muerte.

Nacida en la Toscana, de padre alemán apicultor y madre italiana, Alice Rohrwacher es una habitual en el panorama festivalero (especialmente Cannes) convirtiéndose en algo más de una década en uno de los grandes valores del cine europeo, ese que todavía enarbola sin pedanterías el sello de autor y abraza formas distintas de innovar a la hora de contar una historia pero prevaleciendo lo más auténtico e imperecedero.

Alice Rohrwacher, con su cámara naturalista y expresionista, plasma en su cine una vena filosófica que le llevó a estudiar esa carrera en Turín y espolea sin estridencias y saca belleza de la lucha del individuo y del pueblo frente al sistema representado en estamentos como la familia, la religión o el capitalismo. Un sistema que acrecienta desigualdades a través de la precariedad laboral con mano de obra barata que alimenta el engranaje porque no pueden permitirse reconocer su condición o tirando de codicia en pro del poder aunque sea a costa de renunciar a un pasado en forma de legado personal o artístico. Una espiral en la que sólo la dignidad puede hacernos libres.

Alice Rohrwacher apuesta por un cine poético, jugando con una imagen que evoca a otra época, en el que el hombre todavía puede hacer algo frente al materialismo congénito de una sociedad que golpea y exprime haciendo perder que todo pierda valor y se convierta sólo en algo aprovechable o no. No para el alma sino para el bolsillo. Hélène Louvart se ha convertido en la mejor aliada para ello desde la dirección de fotografía colaborando en seis trabajos de la directora que van desde “Corpo celeste” (2011) a “La quimera” (2023).

En el cine de Alice Rohrwacher está la astracanada verbenera de Federico Fellini, el espíritu colectivo y contestatario de los que trabajan defendido por Pier Paolo Pasolini, el misticismo filosófico y existencial de Roberto Rossellini y la posibilidad de ir hacia más allá del cielo mientras vuelan pájaros a ritmo de Franco Battiato.

Alice Rohrwacher ofrece películas que son reflejo de los sinsabores de la vida, de estética tenue en el que la luz nunca se decide a salir por completo entre las amargas brumas de la cotidianidad, tan bellas como desconcertantes, tan sensibles como inescrutables, tan sinceras como dolorosas. Un caos de referencias y sensaciones como una pintura plástica a brochazos de inspiración creativa y genial.

Alice Rohrwacher se mueve en paisajes rurales y pobres y más que nunca en su última película abraza la idea del arte como algo que hay que cuidar, preservar y no robar o ultrajar. Una riqueza que da identidad y valor a un pueblo que, víctima de su entorno y de los codiciosos, ha perdido la capacidad para dejarse emocionar por lo que, si bien a ojos atrofiados y tendenciosos es sólo un objeto material con el que mercadear, en realidad es lo único que nos conecta con lo que fuimos y seremos ya que hay cosas que están por encima de todo porque no están hechas para los ojos de los hombres sino para los ojos de las almas.

Alice Rohrwacher se deja llevar febrilmente y sus propuestas más que calculadas fluyen por la admiración nada disimulada hacia sus maestros pero se desarrollan de manera orgánica cobrando vida propia y dejando que sea cierta magia (espontánea o sobrenatural) la que lleve a puerto un conjunto que es capaz de aunar sencillez pero también un alto componente abstracto en el que la realidad (o no) está llena de significados y sugerencias pero también de entusiastas reivindicaciones en forma de la tradición de los lugareños o firmes denuncias hacia los acostumbrados a manejar a los demás con unos hilos que mueven pero también ahogan.

Cuatro largometrajes, entre trabajos en otros formatos como el cortometraje nominado al Oscar "La pupille" (2022), conforman la atractiva filmografía de Alice Rohrwacher en la que la decadencia se abraza a la nostalgia en un onirismo lleno de capas y simbolismos.

“Corpo celeste” (2011) nos muestra a tres mujeres que, tras una década en Suiza, y sin necesidad de explicar lo que allí pasó, intentan adaptarse a una ciudad del sur de Italia dominada por la mafia en la que la religión actúa tanto como cobijo al inicio como apisonadora moral. Una influencia cada vez más reducida pero todavía sustentada en la necesidad de los más débiles.

“El país de las maravillas” (2014) no deja de ser la película más autobiográfica de la directora, no sólo por ambientarse en una familia de apicultores, sino por mostrar a una joven que (ahogada por el convencionalismo y la rutina) quiere escapar de ese mundo fascinada por la llegada de un joven alemán y por un concurso de televisión cuya popularidad se extiende por la zona. Una vaporosa ilusión sobre un modo de vida que se desmorona pero que se resiste a hincar la rodilla y el intento desesperado de abrazar de manera ilusoria lo que no es más que una ensoñación tan inalcanzable como vacía.

Tras ganar el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes, la directora volvió al mismo cuatro años después con “Lazzaro feliz” (2018) sumando el premio al mejor guión. Una muestra definitoria y magistral de su voz y su forma de hacer cine en la que una pequeña comunidad (La Inviolata) es engañada, quedando al margen del resto del mundo y de los avances sociales, para seguir explotando las tierras de la decadente nobleza que se aprovecha de esa mezcla de inocencia, ignorancia, resignación y desesperanza.

Alice Rohrwacher coloca a sus personajes en escenarios reparadores y tranquilos en los que no hay que confundir la pureza de los mismos con que estos también sean rémoras que impiden avanzar y cobrar una dimensión propia y autónoma más allá de esa zona de confort que si bien puede definirse como rutina edificante también es una cadena alienante que impide poder descubrir y abrazar lo que hay fuera más allá de ese mundo minúsculo en el que los que mandan tienen interés en que la ignorancia haga mella para que el mundo a controlar por ellos sea cada vez más obvio, autómata y minúsculo.

Es por ello que la directora no se deja llevar en su cine por una añoranza confusa sino que, en verdad, nos lleva por ese dolor que encierra el no poder salir de la rueda de una explotación que no por bien armada dentro del ecosistema contemporáneo no deja de ser una perpetuación de una esclavitud que deriva en sometimiento agradecido lo que debería de ser frustración y rabia. Alice Rohrwacher no muestra sólo una pobreza económica en los oprimidos y moral en los villanos sino la miseria de lo que sería un mundo sin arte, sin información y sin conocimiento.

Bien sean Marta en “Corpo celeste”, Gesolmina en “El país de las maravillas”, Lazzaro en “Lazzaro feliz” o Arthur en “La quimera” encontramos personajes que se mueven entre las sombras de la inocencia y lo fantasmagórico. Personajes que desde su inocencia o su desolación, con sus luces y sus sombras, permanecen ajenos al mundo que les rodean, entre la incomprensión, la incomodidad y el rechazo. Espíritus libres condenados a vagar entre las sombras del tiempo sometidos por su origen, entorno y destino del que no pueden escapar quedando sólo la aceptación o la liberación definitiva aunque sea adoptando la forma de lobo cuando se cobra sentido de la realidad o abrazando el recuerdo de una luz difuminada que ya no pertenece a este mundo.

La resiliencia de los derrotados aunque sea enfrentándose siguiendo la máxima de Luchino Visconti de “El gatopardo” de que todo cambie para que todo siga siendo igual. Es por ello que el cine de Alice Rohrwacher es rico en su infinidad de detalles pero nunca convencional o vacío creando una extraña amalgama en el que nunca hay un tono claro porque los blancos y negros no existen en una vida que arrolla y en la que como podemos damos brazadas ante el oleaje formado por las lágrimas de un Lazzaro que lleva a que la inocencia se transforme en impotencia cuando toca despertar y ser consciente de la vaporosidad de la ilusión.

Un cine que refuerza su vertiente filosófica y contemplativa en un camino en el que si bien puede haber esperanza para una condición humana acostumbrada a poner la otra mejilla también puede recaer en sólo una ilusión por el hecho de que es posible que, pensando que dé pasos adelante, aunque sólo sea en forma de huida, en realidad lo que se hace es dar vueltas sobre sí mismo víctima del miedo, el desconocimiento o la falta de horizonte para un camino angosto en el que hay tanta capacidad de renacer como de ser víctima de nosotros mismos y de un guión establecido en el que entre pájaros volando y brisa entre los árboles sólo queda quedar en paz con uno mismo de la mejor manera posible.

Nacho Gonzalo

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