La espía chinesca: Cine fantástico (II)
Querido Teo:
Allá por el final de la década de los años 20 me fui hasta la mansión de los vizcondes de Noailles en Hyéres, donde se daba un microcosmos de lo que fue esa edad dorada en Francia. Estos vizcondes eran de los más acaudalados y excéntricos. Gastaban su dinero en fiestas y orgías; yo llegué a participar en alguna de sus fiestas de disfraces. Por aquél entonces también les gustaba comportarse como verdaderos mecenas de las artes. Encantados por las salidas de tono, no podían por menos que sentir una gran reverencia por aquel movimiento que había nacido en París, que indagaba en el mundo del inconsciente y cuyos miembros a veces se comportaban como unos locos devotos, tal y como querían ser los propios vizcondes de Noailles. Ese movimiento era el surrealismo, y los vizcondes de Noailles, seducidos por una de sus más provocadoras expresiones, la película “Un perro andaluz”, tomaron la determinación de traerse a su mansión a su director, Luis Buñuel, para que escribiese, con total libertad creativa, otro de esos exabruptos.
Acabada la película, los vizcondes de Noailles invitaron a familia y amigos de la aristocracia para un pase privado. Al terminar, los vizcondes habían perdido el cariño y el respeto de sus seres queridos para siempre. Buñuel, que allí estaba, escribió: "Los invitados se marchaban deprisa, muy serios, sin decir una palabra. Al día siguiente, Charles de Noailles fue expulsado del club de jockey. Su madre llegó a viajar a Roma para intentar parlamentar con el Papa, ya que incluso se hablaba de excomunión".
Debió de ser la comparación entre el Marqués de Sade en una de sus bacanales y el mismo Jesucristo lo que hizo que la Edad de Oro se tomase como un insulto. La batalla entre la moral burguesa y la moral surrealista que Buñuel quería imponer estaba declarada. El 3 de Diciembre de 1930 yo estaba en uno de los pocos cines que se atrevieron a exhibir la película. Los enviados de la Liga Patriota y de la Liga Antijudía irrumpieron durante la proyección arrojando bombas de humo al grito de: "¡Muerte a los judíos, veremos si todavía quedan cretinos en Francia!". Entre el ajetreo logré escabullirme. Al día siguiente una comisión de censura abrió actas contra el director de la sala.
Y es que lo último que quería hacer Buñuel era agradar. De hecho, su película, aunque financiada con dinero de unos nobles, atentaba contra los cimientos de la aristocracia. Buñuel estaba convencido en aquella época de que con el arte se podía transformar la realidad, que una película podía ser una bomba que se detonase en los mismos cimientos en los que se asentaba toda la tradición cultural europea de conciencia católica. El amor también es amor carnal, se insinúa que lo verdaderamente santo es la unidad de carne y espíritu, la película defiende esta moral del amor total, de vida, atentando al mismo tiempo contra la moral católica de la muerte, de ahí esa contraposición entre la música de “Tristán e Isolda” en las escenas de amor de la pareja, del amor como sublimación, contra la entonación del Dies Irae de los obispos sobre acantilado, el canto de las celebraciones fúnebres.
Por eso el surrealismo era una revolución, porque al imitar el mundo de los sueños, en los que se dan asociaciones libres de todo tipo, abría la posibilidad de ver más allá del mundo lúcido, intrascendente, desvelaba la esencia absurda de todo lo establecido.
Los surrealistas tomaron sus ideas de los psiquiatras vieneses, que empezaban a hablar de una parte de la mente desconocida hasta entonces, y a la que llamaban “el ello”. Todo lo que el ser humano tiene de oscuro, de perverso, de bestia primitiva, se hallaba escondido en “el ello”. La cultura está consagrada a evitar que “el ello” salga a la luz. Sólo en los sueños es posible llegar a vislumbrar algo del mundo del “ello”. Y Buñuel, como si hubiese sido capaz de vislumbrar “el ello” de la sociedad burguesa, moldeó un sueño con todo ese material de obsesiones y flujos inconscientes. Si en los sueños todo es involuntario, el montaje serían asociaciones automáticas.
De unos obispos que se descomponen en esqueletos, se pasa al funeral, interrumpido por los gritos de amor de una pareja en el barro. Los mallorquinos los separan y ponen una losa sobre este acto indecoroso. Se pasa a una elipsis. Sobre la prohibición de la unión genital se institucionaliza El Vaticano. Por la calle un constructo de la mujer sobre la cabeza de un viandante. La mujer moderna es ahora una obsesión sexual continuamente irrealizable para el hombre, pero los mismos mallorquinos bienpensantes que celebran el funeral por los arzobispos muertos, impiden que la pareja haga el amor. Pero el deseo reprimido permanece más fuerte. El dedo de Lys está vendado por, se insinúa, una excesiva masturbación. El cencerro de la vaca no para de oírse, cada vez más fuerte. El hombre es llevado detenido sin razón alguna, como un angustiado Josef K., que "fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo". Una ráfaga de viento surge de un espejo y las ropas de Lys se agitan. El espejo refleja un cielo con nubes y unas ramas que se mecen al viento. Lys se acerca al espejo y deja que este viento agite sus cabellos. Es el único momento de la película en el que se posee la vida. El padre de Lys organiza una fiesta e invita a la aristocracia, tiene moscas en la cara. Esta es la Edad de Oro para Buñuel; bajo la superficie de la sociedad de los felices años 20, se esconde un mundo putrefacto de pulsiones de supervivencia y muerte que, a veces, toman el control y desembocan en asesinatos, locura, fetichismo y violación.
El cine fantástico como género compartirá la esencia del surrealismo, porque siempre recurrirá al mundo del “ello”, a la parte inconsciente y reprimida del imaginario colectivo para crear las imágenes más monstruosas y temibles.
En mi carta sobre la Nouvelle Vague mencioné al director danés Carl Theodor Dreyer como uno de los cineastas más queridos de los críticos de la Cahiers du Cinéma. Dreyer, allá por 1932, se hallaba en Alemania, donde conoció en una fiesta a un aristócrata adinerado, el barón holandés Nicolás de Gunzburg, amante del cine y, por lo tanto, dispuesto a financiar una película, la que fuese, a condición de actuar él como protagonista. Dreyer aceptaría este mecenazgo que le permitiría total libertad creativa y rodaría "La bruja vampiro", el primer film de terror que juega con el fuera de campo, con lo que no se ve, 36 años antes de la película de Polanski, como recurso expresivo que deja en la imaginación del espectador aquello que la cámara no se atreve a mostrar, sólo que aquí el fuera de campo es un mundo de sombras fantasmagóricas atrapadas en un tiempo pasado, a modo de psicoimágenes.
El barón llega una tarde al albergue de Courtempierre. En el puerto, un ser de espaldas con una guadaña espera a un barquero. Por la noche no puede dormir, y ve esto. Un viejo entra en su habitación e implora su ayuda. En una vieja posada, las estancias parecen haber guardado su pasado, que se solapa con el presente en forma de sombras fantasmales; el presente y el pasado vividos en los lugares, se entremezclan, la línea entre lo real y lo sobrenatural se difumina. El barón encuentra el castillo del viejo que le visitó; contempla su asesinato. Su hija es mordida por una vampira. Se sospecha de una bruja enterrada en tierra maldita, que ha vuelto a la vida para hacer el mal, ayudada por el médico del pueblo y su siervo, un veterano de las guerras napoleónicas. Dreyer desfigura no sólo la idea de la convención narrativa, al desdoblar la realidad, sino que también falsea la concepción del punto de vista. En una secuencia, el barón, que se ha sacrificado, es metido en un ataúd. Y Dreyer se atreve a situar la cámara desde lo que vería el cadáver o lo que, en tal caso, se vería desde esa perspectiva de la mirada del cadáver.
En Europa, gracias al mecenazgo, el cine fantástico que se hacía era un cine artístico y personal. Pero al otro lado del Atlántico, judíos emigrados, que habían conocido la dureza de la guerra en Europa primero y de la xenofobia de los distribuidores de películas en Nueva York después, se fueron al Oeste de los Estados Unidos, donde nadie les pudiese molestar, a un humilde territorio de bosques de abedules y playas, en la costa de Los Ángeles. Su fin era hacer dinero, no arte, y su olfato para elegir a los directores y a los guionistas y a los actores y los escenarios y las temáticas... creó la industria más importante del cine. Curados de espanto por su pasado de pobreza y trabajo duro, como peones agrícolas, peleteros o tenderos, pusieron todo su empeño en vender su mercancía y crearon un imperio sustentado en Drácula, en Frankenstein, en el Hombre Lobo, en el Fantasma de la Ópera. Ese territorio era Hollywood, en donde los mecenas se convertirían en productores.
Desde mi refugio en las alcantarillas de O'Connell Street en Dublín.
La espía chinesca