"El sol del futuro"
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El argumento: Giovanni, un conocido cineasta italiano, se prepara para rodar su nueva película. Pero entre su pareja en crisis, su productor francés al borde de la quiebra y su hija que no le hace caso, ¡todo se ha puesto en su contra! Siempre en el límite, Giovanni va a tener que replantearse su manera de hacer las cosas, si quiere conducir a todo su pequeño mundo hacia un futuro brillante.
Conviene ver: “El sol del futuro” sabe en parte a película testamentaria en la que Nanni Moretti vuelve al universo de “Querido diario” (1993) o “Abril” (1998) conectándolo con el mundo de hoy. Han pasado 30 años pero las filias y fobias de Moretti siguen intactas, sintiéndose caduco en un mundo que no entiende (tendente al postureo y al consumo rápido) pero con él y su “troupe” enarbolando espíritu combativo y nostálgico alzando la bandera de los ideales en una marcha colectiva y danzando al ritmo de Franco Battiato.
El signo de los tiempos se evidencia por el hecho de que Moretti sustituye la clásica vespa por un patinete eléctrico dando vida a un director de cine hipocondriaco y bastante pesado que encara un rodaje sobre el Partido Comunista de Italia en un ejercicio de metaficción que conecta al mundo del circo y del cine con una pareja que se rompe ante la rutina del paso del tiempo. Una cinta llena de ironía pero en la que también hay mucho de ego autocomplaciente ya que Moretti se homenajea a sí mismo y no deja respirar a una película de la que es permanente protagonista con reflexiones entre bufonescas, misántropas y melancólica a raíz de una autoterapia cinematográfica en la que evoca el poder de los ideales y de la solidaridad sin perder la esperanza por un mundo mejor.
“El sol del futuro” no esconde pretender ser un “grandes éxitos” del director haciendo retrospectiva de su carrera y contando con algunos de sus actores fetiche como Margherita Buy o Silvio Orlando en un canto de honestidad y resistencia para tiempos revueltos tanto de avances fanáticos en la política como de postureos banales en una sociedad que tiene que pensar más en el otro que lo que lo hace.
Una cinta que desprende energía y vitalidad ante la ilusión que le imprime un Moretti tan lúcido como repetitivo que entre canciones italianas (como ese director que en “April” rodaba un musical sobre la Italia de los 50 mientras Berlusconi era favorito en las elecciones) tiene dos escenas antológicas como aquella en la que interrumpe un rodaje para hablar sobre el uso de la violencia y la forma de reflejarla en el cine (para desesperación de todos los presentes como su propia mujer como productora y un director petulante que tira de ese recurso de manera gratuita) recordando a esa ruptura de la cuarta pared en la cola del cine del Woody Allen de “Annie Hall” (1977), así como aquella en la que se reúne para su proyecto con unos ejecutivos de Netflix víctimas del algoritmo y de que la plataforma pueda verse en 190 países.
Un director que en la ficción rueda una película cada cinco años y que ahora parte de un circo húngaro que llega en 1956 a un suburbio de Roma en pleno levantamiento social de la Primavera de Praga contra el estalinismo en un país con el que se solidariza el Partido Comunista de Italia en esos años, representado en el secretario del partido Palmiro Togliatti, un suceso que es un vestigio del pasado para algunos miembros del rodaje que piensan que lo de ser comunista (si no eres ruso) no es más que una definición de boquilla a pesar de que en otro tiempo el Partido Comunista Italiano no sólo tuvo mucha influencia sino que estuvo a punto de alcanzar el poder.
Y mientras suenan Franco Battiato, Luigi Tenco y Fabrizio de André o el estupendo Sono solo parole de Noemi lo que intenta Moretti es no perder a su esposa (una productora abrumada por su marido en plena terapia y que ha decidido decir basta), asumir la relación de su única hija con un hombre mucho más mayor que ella y ver como su película se va al traste cuando, entre otras cosas, el productor francés (Mathieu Amalric) sea detenido por fraude teniendo que tocar la puerta de Netflix para que acuda al rescate.
Todo mientras cuestiona en eternas parrafadas la forma de trabajar de John Cassavetes pero abraza a Jacques Demy, los hermanos Taviani o un Fellini al que homenajea claramente en su particular “8 y ½” en el que también hay referencias a las pantuflas de Anthony Hopkins en “El padre” como ejemplo de concesión cinematográfica, mover la cabeza al ritmo de Aretha Franklin en “The Blues Brothers”, pelotear con un balón o dar instrucciones para su película mientras bracea en la piscina.
Una crítica que son segmentos más que una cohesión narrativa, jugando con la confusión de lo que es la película y lo que es la película que se rueda en la misma, pero siendo capaz de transmitir emociones desde el esbozo de una sonrisa hasta esa emoción de ver a su “troupe” en una marcha comunista al final de la película en los alrededores del Foro Imperial de Roma al ritmo de la canción Fischia il vento con la que Moretti, en parte, cierra el círculo de una filmografía (contando con los actores de sus películas anteriores) con exceso de condescendencia y ego pero en la que, a su manera, lanza un “what the fuck!” al mundo que cada vez le es más ajeno pero que no se resiste a intentar mejorar a base de cariño y lucidez.
Un Moretti maduro y utópico que conecta con el de sus inicios no para decir en todo momento que el pasado siempre fue mejor, ya que su posición es más el cuestionar que adoptar una mirada pesimista, pero sí, sin prejuicios y sin miedo al ridículo, reflexionar y tener en cuenta que la vida es un continuo aprendizaje y que por ello es mejor afrontarlo con una mente abierta. Un nombre al que se echará de menos cuando deje de hacer películas a pesar de su tono cargante, lastimero y repetitivo pero que afronta la vida y el arte con honestidad, sin complejos y con el optimismo necesario para creer todavía en un mundo mejor.
Conviene saber: A competición en el Festival de Cannes 2023.
La crítica le da un SIETE