"El misterio de la bala perdida"

"El misterio de la bala perdida"

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Richard Osman, el presentador británico de televisión que batió récords en su debut literario, "El club del crimen de los jueves", da vueltas a una nueva serie policial, al estilo de "El código Da Vinci", que ha despertado de inmediato el apetito de Hollywood, considerando además que Steven Spielberg ya es dueño de los derechos del famoso club de jubilados investigadores. "El código Da Vinci" vendió 84 millones de copias cuando se publicó en 2003 y la película recaudó 760 millones de dólares en taquilla cuando se estrenó en 2006. Osman le ha dicho a la BBC que le encantaría escribir... "Uno de esos libros que es un juego alrededor del mundo, con algo de verdad y también que te haga reír y también algo de la estética de Thursday Murder Club, pero siendo el código Da Vinci". Por el momento ya se puede disfrutar en español de la tercera de las cuatro entregas que tendrá la saga del club.

Título: "El misterio de la bala perdida"

Autor: Richard Osman

Editorial: Espasa

El batido de crimen y humor protagonizado por los cuatro ancianos de "El club del crimen de los jueves" alcanza su tercera y penúltima aventura. Tres de ellos son amenazados de muerte, mientras investigan la desaparición y posible asesinato de una periodista y presentadora de noticias cuyo cuerpo nunca llegó a aparecer. La enfermera, la espía, el sindicalista y el psiquiatra, todos debidamente jubilados pero muy capaces todavía, se enfrentan al caso más complejo de los que han investigado.

Richard Osman se hizo muy popular en Inglaterra como presentador de un concurso de televisión del tipo "Saber y ganar", además de hacer humor y ser productor de otros espacios televisivos. Conoció una residencia de ancianos con recursos y se le ocurrió acudir a una antigua tradición británica: maduros, y sobre todo maduras, metidas a detectives aficionadas. Por ese motivo en las historias de "El club del crimen de los jueves" pesan más las dos "chicas", una enfermera y una espía, que sus compañeros, un psiquiatra de éxito y un campeón del sindicalismo antithacheriano.

Esta es su tercera entrega y ha ido plantando elementos desde la primera y la segunda que, aquí, se acumulan en el caso más complicado de todos, el misterio alrededor de una bala perdida. Un "vikingo" amenaza con matar a Joyce si Elizabeth no mata a un ruso; al tiempo que una convicta promete matar al sindicalista y alguien ha debido matar a una presentadora de televisión por meter las narices en donde no debía. La habilidad de Osman consiste en manejar todos los hilos sin enredarse y al final haber tejido una historia divertida y con suspense, algo que nos gusta a los fans, por ejemplo, de "Con faldas y a lo loco", crimen y humor bien trenzado.

Osman ha empleado en esta ocasión su experiencia televisiva, con la que empieza este tercer caso. Un presentador de noticias guapo y popular, una maquilladora y "los chicos" del club que van apareciendo en la sala donde se reúnen cada jueves para analizar casos sin resolver por la policía.... Transformada en un set para una entrevista.

"— No necesito maquillaje —dice Ron. Ha elegido una silla de respaldo recto porque Ibrahim le ha dicho que en la tele no puedes salir repantigado.

— ¿Ah, ¿no? —responde la maquilladora, Pauline Jenkins, sacando varios pinceles y paletas de su bolsa. Ha instalado un espejo en una mesa de la sala de los puzzles. Tiene bombillas en el marco y la luz se refleja en sus pendientes de color cereza, que oscilan a un lado y a otro.

Ron nota que le sube ligeramente la adrenalina. De eso va la cosa. Un poco de tele. Pero, ¿dónde se han metido los demás? Les dijo que podían pasarse si les apetecía, que tampoco era para tanto, aunque le sabrá fatal si al final no aparecen.

— Tendrán que aceptarme como soy —dice Ron—. Me he ganado a pulso este careto. Cuenta una historia.

— Una historia de terror, si no te importa que te lo diga —contesta Pauline, echando un vistazo a la paleta de colores antes de volver a concentrarse en el rostro de Ron. Le lanza un beso.

— No todo el mundo puede ser guapo —repone Ron. Sus amigos saben que la entrevista es a las cuatro. No pueden tardar en llegar, ¿no?

— En eso estamos de acuerdo, querido —conviene Pauline—. Yo no obro milagros. Aunque me acuerdo de cómo eras en los buenos tiempos. Un cabrón bien guapo, si te va ese rollo...

Ron suelta un bufido por toda respuesta.

— Y a mí sí que me va ese rollo, si te digo la verdad —continúa Pauline—. No hay cosa que me guste más. Siempre luchando por los trabajadores, ¿no? Poniendo el cuerpo cuando hacía falta. —Pauline abre una polvera—. Todavía crees en toda esa historia, ¿verdad? Arriba la clase obrera...

Ron echa atrás los hombros solo un poco, como un toro a punto de embestir.

— ¿Si todavía creo en eso? ¿En la igualdad? ¿Si todavía creo en el poder de la clase obrera? ¿Cómo te llamas?

— Pauline —responde ella.

— ¿Si todavía creo en la dignidad de un trabajo justo por un sueldo justo? Más que nunca.

Pauline asiente.

— No sabes cuánto me alegro. Ahora, cierra el pico durante cinco minutos y deja que haga el trabajo por el que me pagan, que es recordarles a los espectadores de Diario de noche del sureste que eres un guaperas.

Ron abre la boca, aunque, raro en él, no articula palabra. Sin más preámbulo, Pauline se pone a trabajar en la base.

— Pero qué dignidad ni qué niño muerto. ¿Has visto qué ojazos tienes? Como el Che Guevara si fuera estibador.

Ron ve en el espejo que la puerta de la sala de los puzzles se abre. Joyce entra. Sabía que ella no lo dejaría en la estacada, entre otras razones porque ella sabe que Mike Waghorn también estará allí. Todo esto ha sido idea de Joyce, a decir verdad. Ella eligió el caso.

Ron se fija en que lleva una rebeca nueva. Esta mujer no tiene remedio.

— Nos dijiste que no ibas a dejarte maquillar, Ron —señala Joyce.

— Me han obligado —replica él—. Te presento a Pauline.

— Hola, Pauline —saluda Joyce—. No te lo han puesto nada fácil hoy.

— Me he visto en situaciones peores —contesta Pauline—. Trabajé un tiempo en una serie de médicos.

La puerta vuelve a abrirse. Entra un operador de cámara, luego un técnico de sonido y, por último, una mata de pelo blanco, el frufrú de un traje caro y el perfume perfecto, masculino y sin embargo sutil de Mike Waghorn. Ron ve que a Joyce se le suben los colores. Pondría una mueca de fastidio si no fuera porque Pauline le está aplicando un corrector de ojeras.

— Bien, ya estamos todos —exclama Mike con una sonrisa tan blanca como su pelo—. Me llamo Mike Waghorn. El único, el inimitable, no acepten sucedáneos.

— Ron Ritchie —dice Ron.

—E l mismo, el mismísimo —responde Mike estrechándole la mano—. No ha cambiado ni un pelo, ¿eh? Esto es como ir de safari y ver a un león de cerca. Este hombre es un león, ¿no crees, Pauline?

— Pues no sé, pero un animal sí que es —concede Pauline, empolvándole las mejillas a Ron.

Ron ve que Mike vuelve la cabeza lentamente hacia Joyce y le arranca la rebeca nueva con la mirada.

— ¿Y quién es usted, con el debido respeto?

— Soy Joyce Meadowcroft —contesta ella, y poco le falta para hacerle una reverencia.

— Estupendo —dice Mike—. ¿Así que usted y el maravilloso señor Ritchie son pareja, Joyce?

— No, qué va. Por el amor de Dios, solo de pensarlo... Madre mía, no —repone ella—. Somos amigos. No te lo tomes a mal, Ron.

— Muy buenos amigos —dice Mike—. Qué suerte la tuya, Ron.

— Para de ligar, Mike —le advierte Pauline—. Nadie tiene interés.

— Bueno, Joyce sí lo tiene —dice Ron.

— Lo tengo —asiente ella para sus adentros, pero lo bastante alto para que se oiga el comentario.

La puerta vuelve a abrirse e Ibrahim asoma la cabeza. ¡Buen chico! Ahora solo falta Elizabeth.

— ¿Llego tarde? —pregunta Ibrahim.

— Llegas justo a tiempo —dice Joyce.

El técnico de sonido se ha acercado a Ron y le está colocando un micro en la solapa. Ron lleva una americana encima de su camiseta del West Ham porque así se lo ha rogado Joyce. Un gesto innecesario, según él. Un sacrilegio, a decir verdad. Ibrahim toma asiento al lado de Joyce y se queda mirando a Mike Waghorn.

— Es usted muy apuesto, señor Waghorn. Tiene una belleza muy clásica.

— Gracias —responde el interpelado asintiendo en gesto de conformidad—. Me gusta jugar al squash, me pongo crema hidratante y la naturaleza se ocupa del resto.

— Y mil libras a la semana en maquillaje —añade Pauline mientras da los últimos toques a Ron.

— Yo también soy guapo, o eso es lo que suelen decirme —comenta Ibrahim—. Creo que, a lo mejor, si mi vida hubiera ido por otros derroteros, también podría haber sido presentador de telediarios.

— Yo no soy presentador de telediarios —replica Mike—. Soy un periodista al que le ha tocado presentar las noticias.

Ibrahim asiente.

— Con una mente aguda. Y muy buen olfato para una exclusiva.

— Bueno, por eso estoy aquí —dice Mike—. En cuanto leí el correo electrónico, me olí que aquí había una noticia potente. Una nueva forma de vida, comunidades de jubilados, y el famoso rostro de Ron Ritchie en el mismo centro de todo este tinglado. Pensé: «Sí, a mis espectadores les encantará que le dedique unos minutillos».

Lo que nuestro "guapo presentador" no sabe es que, en realidad, el correo electrónico que lo ha traído hasta la residencia de Kent, tiene la intención de ocultar con el reportaje propuesto a la tele, atraerle para investigar el nuevo crimen elegido por el club y en el que el propio periodista fue parte del asunto.

Biblioteca sonora con la colaboración de Gloria Núñez, Beatriz Rodríguez y Macu de la Cruz

Carlos López-Tapia

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