La influencia de Sherlock Holmes en Mr. Pinkerton
¡Hola muchacho!
¿Cómo has pasado estas fiestas navideñas?. Me comentaron que se lo hiciste pasar muy mal al pobre hombre que os hizo una visita disfrazado de Papá Noel. El hombre no podía saber que regalarte un DVD con tres películas de Tom Cruise era lo peor que podía haber hecho aquel día. Yo he pasado la Navidad esperando ansioso el estreno en enero de la nueva película de Sherlock Holmes. Ya sabes que es mi personaje detectivesco preferido. Fue la lectura de sus libros lo que me hizo a los diez años llegar a la conclusión de que mi futuro estaba ligado a las intrigas y a los casos a solucionar.
Nunca te conté que con esa edad fundé mi primera agencia de detectives. A los diez años te puedes imaginar que aquello no era más que un juego, pero yo me lo tomé muy en serio. Estuve días maquinando cómo me iba a llamar, dónde iba a montar mi despacho y, por supuesto, quién iba a ser mi particular y elemental querido Watson. Cogí por banda a Dieguito, un chico que odiaba los deportes y que pasaba las horas del recreo leyendo comics de Mortadelo y Filemon. Le convencí de que él era mi perfecto ayudante, y que podría seguir leyendo comics los días que no hubiese casos que resolver. Como sueldo me pidió un paquete de pipas al día. Yo le propuse uno cada tres días. Aceptó.
Muchacho, la ilusión de un niño por adentrase en un mundo nuevo es algo digno de valorar en la época adulta. Siguiendo los usos y costumbres de mis detectives preferidos, inicié el proceso de adquisición de objetos necesarios: una lupa, que le expropié a mi abuelo; un periódico, al cual le hice un boquete para poder espiar a los sospechosos; un sombrero ingles, el cual nunca hallé y tuve que conformarme con una boina; y un silbato, ya que a falta de una licencia para usar porra, al menos podía hacerlo pitar para asustar a los malos.
El despacho lo monté en uno de los bancos del colegio. Dieguito y yo nos sentábamos allí durante el recreo y empezábamos a buscar posibles hechos que investigar. Durante un mes nadie se acercó para encargarnos un caso, entonces Dieguito me dio la idea de poner un cartel que pusiera: “Agencia de Detectives Dieguito y Pinkertito”. Me pareció bien la idea, aunque con matices; así que con cartulina y rotuladores hicimos el cartel de la “Agencia de Detectives Pinkertito Holmes y su ayudante Dieguito Watson”.
Durante el mes siguiente todos los niños formaban un círculo alrededor de nuestro banco-despacho y se reían de nosotros. Aquello era demoledor, muchacho, no entendía qué fallaba. Yo me imaginaba a mí mismo como a Robert Stephens en "La vida privada de Sherlock Holmes", pero en cambio parecíamos un par de Rompetechos. Cuando ya estaba tomada la decisión de cerrar la agencia, de repente llegó un niño de seis años y me dio un papelito doblado. “Toma Pinkertito Holmes, me lo ha dado un niño mayor”. Mis ojos brillaron de ilusión, aquello parecía ser mi primer caso. El papelito tenía escrito el siguiente mensaje: “Se me cayó una moneda de dos pesetas el lunes en el baño del primer piso, y alguien lo cogió. Averigua quién lo hizo y te lo pagaré dándote mi bocadillo de membrillo durante una semana”.
El caso me maravilló, muchacho. El mensaje no daba muchas pistas, pero me había visto tantas pelis y había leído tantas novelas de detectives que tenía muy claro cómo actuar. Tomaría la seriedad de Bogart en “El halcón maltés”, la mirada sarcástica de Jack Nicholson en “Chinatown” y la elegancia de Peter Ustinov en “Muerte bajo el sol”. Lo primero que hice fue mandar a Dieguito a que vigilara el baño del primer piso durante el recreo, y que apuntara en un papel los nombres de los niños que entraban. De esta forma, desechábamos a todos aquellos que usaban el baño del piso de abajo. La lista de sospechosos se redujo a la mitad. Por mi parte, me fui con mi boina a la cantina y le hice varias preguntas a la señora encargada. “Perdone, señorita, ¿recuerda que algún niño le pagara el lunes con una moneda de dos pesetas?”. La señorita debía de tener muy buena memoria, ya que me dio cuatro nombres y una descripción de un quinto: “uno así muy delgado y con pecas”.
Mi investigación iba sobre ruedas, muchacho. De esos cuatro nombres, dos usaban el baño de arriba, y uno de los dos delgados y con pecas del colegio también. Ya tenía a mis tres sospechosos: Tomás, de nueve años; Matías, de ocho; y el flaco pecoso que respondía al mote de “Canijo” o bien “Sopa de lentejas”. Hasta ahora todo iba perfecto, pero ahora llegaba el momento culmen, el más complicado: la obtención de la prueba delatadora. Cogí tres monedas de dos pesetas del monedero de mi madre, y cada vez que uno de los sospechosos entraba en el baño, depositaba una de las monedas en el suelo. Al verla, Tomás gritó: “¡Qué bien, una moneda!”; Matías gritó igualmente: “¡Qué bien, una moneda!”; y “Canijo-Sopa de lentejas” gritó: “¡Qué bien, OTRA moneda!”.
Haciendo uso de mi instinto detectivesco, hallé al culpable, soplé con fuerza el silbato y éste no tuvo más remedio que confesar su fechoría. Le devolvió la moneda a mi cliente y yo me llevé un sopapo de mi madre por coger seis pesetas de su monedero sin su permiso. Muchacho, hay veces que la ilusión bien vale un sacrificio como ese. Te haré llegar la estupenda “El secreto de la pirámide” para que estés entretenido este fin de semana.