Cuando los muertos salieron de sus tumbas
Esa mañana, la lluvia azotaba un cementerio situado en una ladera que descendía hasta el populoso   barrio de Verdugo Hills. La tormenta no había parado en días, y el agua se había metido por las   madrigueras de las marmotas inundando la red de túneles horadados por debajo de una fina capa de   mantillo. De pronto, toda la ladera se estremeció con su carga de cadáveres y se produjo un   corrimiento de tierras.
El barro lamió las calles de la ciudad, y más de cien ataúdes putrefactos se deslizaron hasta ellas. En   unos minutos, la zona estaba cubierta de féretros y cadáveres, que se desplomaban por las ventanas   de las casas, se metían en las tiendas y se pegaban a las paredes. Un difunto acabó encasquetado en   la entrada de un supermercado.
Nadie sabía qué hacer. Mientras los habitantes de Verdugo Hills se las veían con más de cien cuerpos   macabros, la burocracia de Los Ángeles debatía sobre qué agencia debía asumir la responsabilidad   de enmendar la situación (naturalmente con su presupuesto).
Oí la noticia del incidente horas después de que ocurriera, y también me sentí perplejo ante el   problema jurisdiccional que planteaba. Con toda certeza, no había ninguna ley que asignara a nuestro   departamento el cuidado de unos cuerpos que llevaban años enterrados. Nuestra misión era descubrir   por qué moría la gente, no por qué los muertos abandonaban sus tumbas. Sin embargo, al cabo de   una hora, cuando oí que los cadáveres seguían repartidos por las calles de Verdugo Hills, decidí actuar primero y preocuparme después por el   reglamento.
Fui con mi equipo hasta Verdugo Hills. Lo que vi allí no se me olvidará en la vida. El barro había   arrastrado los cadáveres y algunos de ellos estaban grotescamente de pie. Mientras, la lluvia seguía   cayendo con fuerza, y el agua que descendía por la colina había formado un río. Aunque me   advirtieron de que podrían producirse nuevos corrimientos en cualquier momento, mi equipo comenzó   a recoger cadáveres pese a los riesgos que ello entrañaba.
Para entonces, otras agencias locales habían llegado a la conclusión de que, si la Oficina Forense   podía actuar sin cobertura legal, ellas podían hacer lo mismo, y pronto se habilitó un edificio para   guardar los cadáveres. Allí procedimos a la identificación. La mayoría de ellos, incluso los que   llevaban décadas sepultados, no eran esqueletos, como la gente podría suponer: la carne había   desaparecido, pero no los músculos ni los tejidos. Y, debido a un proceso llamado formación   adipocira, la grasa se había transformado en una textura jabonosa por el contacto con el sodio y la   humedad del subsuelo, tiñendo los cadáveres con un color entre grisáceo y blancuzco.
Gracias a los registros de defunción y a los marbetes hallados en los restos de los ataúdes, el proceso   de identificación no fue tan arduo como tras un accidente de avión. Primero separamos a los varones   de las mujeres y los cadáveres recientes de los antiguos. Luego comprobamos en los archivos las   alturas y edades de los fallecidos. En ocasiones, los objetos y la ropa ayudaron en el proceso. Antes   de que parara la tormenta habíamos logrado devolver los cuerpos al tanatorio para enterrarlos por   segunda vez.
No sé si los habitantes de Verdugo Hills se han repuesto del susto tras ver su ciudad invadida por   cadáveres. Tampoco estoy seguro, francamente, de si todos los cadáveres fueron correctamente   identificados y vueltos a inhumar con el nombre adecuado, pero hicimos lo que pudimos el día en que  los muertos salieron de sus tumbas.