A finales de
los años ochenta, con el declive de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, el fútbol Pareció reemplazar a
la política como gran tema de conversación en Italia. Actualmente resulta casi imposible meterse
en un taxi o entrar en una tienda sin escuchar el parloteo de programas
radiofónicos en los que se analizan y
discuten en detalle todos los aspectos del juego.
El Milán ya
era por entonces uno de los pocos equipos de fútbol italianos que gozaba de
un seguimiento a escala nacional, y
éste aumentó exponencialmente a medida que el conjunto ganaba ligas y representaba a Italia en
competiciones internacionales. Las peñas de hinchas del Milán brotaron por toda Italia y pasaron a formar
parte de la presencia capilar de Berlusconi en todo el país. A medida que el equipo ganaba, las encuestas
privadas de Berlusconi empezaron a mostrar enormes beneficios para su propia popularidad.
Cuando el magnate se paseaba por el país, la gente respondía de un modo que jamás se había visto.
«Silvio, eres Dios, eres el Mesías», le dijo un hincha en una ocasión tal como relataba él orgullosamente.
«Los elogios
más bonitos de mi vida los he recibido de hinchas —dijo Berlusconi a un público
de clientes publicitarios en 1989—. En
Como, justo después de ganar el campeonato de 1988, uno vio mi coche, corrió hasta él y gritó:
"¡Silvioooo, Silvioooo, eres todo un pedazo de hombre!". Fue el piropo más bonito de mi vida... Otro, muy
alto y fornido, me dijo: "Silvio, te quiero". Al ver mi expresión de sorpresa, añadió: "¡Te
quiero, pero no soy marica!".» Otro fan que provocó una gran impresión en Berlusconi fue uno que le
gritó: «Silvio, si quieres votamos por cualquier partido que tú nos digas. Le damos ocho millones de votos
al partido que quieras. ¡Aunque dártelos personalmente a ti sería lo mejor!». Berlusconi cuenta que
aquello le impactó tan vivamente que salió del coche y le dijo al hombre: «Amigo, de hecho, estoy
pensando en fundar mí propio partido».
Mussolini fue
el primero en descubrir el potencial político del fútbol e hizo construir cerca
de 3.000 campos en los años veinte.
Prácticamente lo impuso como deporte nacional. Italia ganó dos mundiales y una medalla olímpica en Berlín 1936,
hechos que supuestamente demostraban la superioridad del fascismo al tiempo que avivaban el
sentimiento nacional en la patria. (Además, el Bolonia, el equipo del Duce, ganó cuatro campeonatos nacionales
entre 1936 y 1941.) Seguramente, Berlusconi no se metió en el fútbol pensando
en la política, pero en un determinado
momento se dio cuenta de que por medio del fútbol había conseguido agitar emociones que tenían mucho peso político.
«Cuando fui a Roma, en los ministerios ujieres y porteros se precipitaban a saludarme. Paraban los
ascensores para no tenerme esperando. Los guardias municipales bloqueaban el tráfico... Cuando
acudí al estadio con Craxi y Forlani, la gente sólo quería mi autógrafo. Me rodeaba tratando de
apartarme de los políticos. Yo intentaba permanecer lo más cerca posible de ellos para que no se
sintieran relegados. Y mientras firmaba, les decía sottovoce a los hinchas: "Pedidles autógrafos a
Forlani y a Craxi". Y ellos respondían: "¿A quién coño le
importan Craxi y Forlani?".»
Berlusconi se dio cuenta de que había dado con
una fibra sensible, la fibra de la antipolítica, que se iba dilatando a lo largo de los años ochenta, y
advirtió también que él (símbolo de algo distinto, de una cultura completamente distinta, del mundo de
la televisión, los deportes y el entretenimiento, de la iniciativa y del éxito económicos) se iba
erigiendo en un poderoso pararrayos de dicho sentimiento.
t En cierto
modo, puede parecer extraño que Berlusconi (uno de los principales
beneficiarios del viejo sistema
político italiano) se convirtiera en poderoso símbolo del enojo y la protesta
contra el sistema. Después de todo, se
hallaba en el estadio con Bettino Craxi y Analdo Forlani, dos políticos a los
que debía buena parte de su buena
fortuna.
Pero en la
mente de Berlusconi, el mero hecho de necesitar la protección de tales
políticos, hombres que, a su parecer,
jamás habrían sido capaces de dirigir un canal de televisión o un equipo de
fútbol, era en sí mismo una injusticia
mortificante.