El departamento jurídico de la Fox empieza a enviar cartas
certificadas a Marilyn. Se incluye la palabra «despido». Si se lleva a cabo la
amenaza, las consecuencias serán terribles, pues, ante la incapacidad de
Marilyn, las compañías de seguros se negarán a cubrir las películas en las que
ella aparezca. Por tanto, ni los bancos ni los estudios financiarán nada.
Marilyn ya no podrá rodar.
Ya no será nadie…
… salvo si fuera primera dama.
Como de costumbre, Marilyn deja estar las cosas. Sólo le
preocupa una cosa: estar presente en la gala en honor de JFK en Nueva York por
su 45 cumpleaños. Marilyn ha encargado un vestido y ¡qué vestido! Diseñado y
cortado por Jean-Louis, el mago francés que inventó la extraordinaria silueta
de Rita Hayworth en Gilda. Marilyn sólo le ha dado una consigna:
—Hágame un vestido que sólo se atrevería a llevar Marilyn.
El creador ha diseñado un sueño: un vestido de un tejido tan
ligero que parece transparente, una nube de seda. El tejido ha sido
especialmente diseñado para la ocasión y, al colocarlo sobre Marilyn,
Jean-Louis pregunta:
—¿Irá desnuda, me imagino, miss Monroe?
—¡Totalmente!
Hubo que superponer veinte capas de sedas sobre los senos y
la entrepierna para evitar transparencias y se cosieron seis mil piedras del
Rin, que centellean por todo el vestido. Dieciocho modistas trabajaron siete
días seguidos. Es un vestido imposible de poner, hay que coserlo sobre el
cuerpo de la estrella. Es decir: totalmente a la medida de Marilyn.
—Hará que se despierten, ¿no? —dice gorjeando.
Jean-Louis sonríe para sus adentros.
El vestido costó 12.000 dólares, es decir, ocho veces más en
dólares del siglo XXI. En 1999, subastado en Christie’s, alcanzará la cota de
un millón de dólares.
Hace unos días que Marilyn sabe que cantará en el cumpleaños
del presidente. Entrará en escena al finalizar un show extraordinario. Es
consciente de lo que está en juego. Es el regalo de JFK. El extremo opuesto de
Jackie. Por tanto, hará todo lo necesario para ser lo que la primera dama no
es: provocadora, sexy, divertida. Richard Adler, organizador de la velada, ha
pedido a Marilyn que ensaye una cancioncita, un Happy Birthday divertido. Ha
empezado a trabajar con Hank Jones, un famoso pianista, que le pide a Adler que
venga. Cuando escuchan la versión de Cumpleaños feliz de Marilyn, los dos
hombres se hunden. Es pura y simplemente una canción de strip, una incitación
al vicio, una melodía lasciva para el Crazy Horse Saloon.
Adler, que ignora la relación entre el presidente y la
estrella, llama a JFK directamente:
—Nos encaminamos hacia la catástrofe, señor presidente.
—No se preocupe.
Adler ya ha previsto una sustituta, Shirley McLaine está
dispuesta, aunque no muy convencida:
—Dejad que lo haga Marilyn, todo irá bien.
El presidente piensa lo mismo. Además, es que quiere a
Marilyn. Está decidido.
Regalo de cumpleaños
«¡Qué culo! ¡Qué culo!», exclama el presidente. La espera ha
sido larga, pero valía la pena. El Madison Square Garden, lleno hasta la
bandera de demócratas enfebrecidos, resuena con una ovación extraordinaria.
Hace dos horas que el maestro de ceremonias, Peter Lawford, trata de presentar
a Marilyn, pero cada vez entra una persona distinta en escena: Maria Callas,
Ella Fitzgerald, Peggy Lee, Bobby Darin, Harry Belafonte, Jack Benny… Llegan,
hacen su número, cantan sus canciones, representan sus monólogos, felicitan al
presidente entre globos rojos, blancos o azules. Parece una verbena parroquial.
Las estrellas de la política y del espectáculo, codo con codo, braman lanzando
serpentinas y agitando matasuegras.
Ahora todo el mundo los ha olvidado. En la mitología de la
década de 1960 sólo ha quedado una imagen: la de una rubia rubísima, con un
vestido fabricado con milímetros de espuma, fantasma gredoso que titubea
delante del estrado. Canta Happy birthday con una voz gangosa, una voz de sexo,
promete amor, piel y placer infinito. Se acaricia los senos, se pasa la lengua
por los labios, se toca el vientre. Marilyn levita.
Ha inventado el erotismo. Es la condena de todos los
hombres.
Cuando llegó al Madison Square Garden, la víspera, Marilyn
se unió a los ensayos con los otros artistas. Mientras ella acompasa su voz a
la tonalidad de la orquesta o Maria Callas estudia la partitura de Casta diva,
Marilyn se contenta con memorizar la distribución de los proyectores, la
disposición de la sala, la situación del palco presidencial. Luego se niega a
ensayar como los demás, da media vuelta y se larga. Es diferente, eso es todo.
Al día siguiente Marilyn llega con mucho tiempo y se
encierra en el camerino. Inmediatamente, su nuevo peluquero, Mickey Song, y sus
modistas se ponen a trabajar. Mientras uno da un movimiento inédito al cabello
de su clienta, las demás preparan el vestido, el famoso vestido. Luego, de pie
sobre un taburete, Marilyn deja que las sastras la envuelvan en gasa. Robert
Kennedy se pasea impaciente ante la puerta del camerino. Al final se decide a
entrar. Pide al peluquero y a las modistas que salgan. Un cuarto de hora
después, Marilyn, despeinada, dice simplemente a Mickey Song:
—Ayúdame a poner un poco de orden.
Llevada en brazos, incapaz de caminar con su vestido tan
ceñido, Marilyn es depositada entre bambalinas como si fuera un paquete frágil.
Peter Lawford, exasperado, repite por vigésima vez:
—Y ahora, señor presidente, señoras y señores… ¡Marilyn!
Y no pasa nada.
Porque tras los bastidores el vestido ha explotado. «Todo el
mundo se dio cuenta de que no llevaba nada debajo», recuerda uno de los actores
presentes con un toque desdeñoso. Vuelta al camerino. Reparaciones. Champán.
Pastillas. Impaciencia. Peter Lawford:
—Y ahora…
Nada. El espectáculo continúa, las falsas apariciones de
Marilyn forman parte de él.
Para el gran final Lawford lanza:
—Señor presidente, en la historia del show business ninguna
mujer ha tenido tanta importancia… Señor presidente, aunque se haya hecho esperar,
¡Marilyn Monroe!
Un solo foco sigue a Marilyn como un pincel. La sala
explota. Con pasitos, como una geisha sonriente, en estado de trance, la
estrella avanza. Cuando llega ante el micrófono, se libra de su estola de
armiño y sola se lanza a la versión inmortal de Happy birthday en un silencio
religioso. Los quince mil demócratas se han quedado atónitos. Dorothy Kilgallen
explicará en su crónica: «Es como si estuviera haciendo el amor con el
presidente delante de cuarenta millones de telespectadores».
No sabe qué razón tiene, pues mientras que Marilyn susurra
«Happy birthday mister president…», atrapada por el pincel luminoso de un
proyector, los attrezzistas y los artistas entre bastidores ven… cómo vuelve a
reventar el vestido. La costura, rápidamente remendada, no ha aguantado.
Aparece una raja que se va ensanchando, hasta que aparecen las nalgas de
Marilyn. Mike Nichols, que todavía no es el director de El graduado, sino un
cómico de renombre, lo recuerda: «Todos estábamos petrificados. No llevaba nada
debajo…». Cuando se apaga el proyector, Marilyn se eclipsa en la oscuridad.
Con los pies en la barandilla y un puro entre los dedos JFK
aplaude a rabiar. La solemnidad de sus funciones, la mirada de los
espectadores, la opinión del universo han dejado de existir. Sólo queda esta
expresión de pura admiración, de deseo de alto voltaje: «¡Qué culo! ¡Qué
culo!».
Estos siete minutos entran instantáneamente en la historia
pop del siglo XX.
Se organiza una recepción para cerrar la velada. Tiene lugar
en casa de Arthur Krim, tesorero del Partido Demócrata, y también productor de
El mensajero del miedo, curiosa película en la que Sinatra adivina una
tentativa de asesinato contra el presidente de Estados Unidos urdida por…
Mother. Marilyn ha llegado con un acompañante inesperado: Isadore Miller, el
padre de Arthur. El anciano está encantado. Marilyn, resplandeciente, atrae
todas las miradas. Adlai Stevenson, el ex candidato a la presidencia, está
subyugado. Trata de bailar con ella, pero Robert Kennedy monta guardia, «como
una mariposa alrededor de una llama». Ethel Kennedy, desatendida, aprieta los
labios. Lyndon Johnson, el vicepresidente, borracho, se aburre: nadie se ha
percatado de su presencia. Se contenta con atraer a Susan, la hija de Lee
Strasberg, que está haciendo sus primeros pinitos como actriz, murmurándole:
—Ven a sentarte en mis rodillas, little girl.