Norma Jean nunca vio sonreír a su madre. De hecho, apenas si la conoció. Tampoco a su padre. Él, desaparecido. Ella, encerrada en un hospital psiquiátrico, tras dos intentos de suicidio. El mismo hospital en el que también murió su abuela, atada a una camisa de fuerza. De raza le viene al galgo.
Vive en un desierto afectivo, paisaje que le acompañará toda su vida. Su familia adoptiva le es indiferente y ni sabe que tiene hermanos. Es tímida, tartamuda, se siente… diferente. Y lo será.
Pronto Norma Jean descubre su arma principal: la sensualidad. Ve cómo enciende el deseo en la mirada de los hombres y juega con él. Casada desde los 16 años con un vecino para evitar que fuera al orfanato, cuando su marido se alista en la marina mercante empieza a trabajar en una fábrica aeronáutica donde barniza fuselajes. Obligada a llevar mono de trabajo, lo aprovecha todo lo que puede. “Una mujer con mono delante de un grupo de hombres es como una capa roja delante del toro”, dice. Falta poco para que se convierta en Marilyn. Pero antes será party girl, chica para todo en partidas de póquer, pin up en revistas militares, chica de calendario, ¿prostituta? Sí, prostituta. “Esta muchacha hace unas mamadas maravillosas”, decía de ella Ben Lyon, el director de casting que la descubrió.
A principios de 1954 Marilyn es ya toda una estrella y la flamante esposa del ídolo del béisbol, Joe Dimaggio. Atrás quedó su primer marido y su inocencia. Ha descubierto el don de la duplicidad. Después de regresar de Japón, donde ha ido para cantar y calentar a las tropas americanas desplazadas en Corea, asiste a una fiesta organizada por Charlie Feldman, el empresario más célebre de Hollywood y con quien está a punto de firmar un contrato, apalabrado antes en la cama. Esa noche conocerá al senador John F. Kennedy y a su encantadora esposa Jackie. Y JFK conocerá a la Marilyn más deslumbrante y sexy, la misma que en unos días empezará a rodar la película que la convertirá en la estrella más brillante de Hollywood, La tentación vive arriba. El senador aún no sabe que el resto del tiempo es Norma Jean, una chica que se desprecia, aterrorizada, sucia, atiborrada de productos químicos, sola. Será el principio de una larga “amistad”.
Dimaggio es un cornudo y eso lo está volviendo loco. Celoso compulsivo, tiene motivos para enloquecer. Tantos amantes, tantos hombres deseando a su mujer. Todos los hombres. Está rabioso. Mientras, Marilyn protagoniza la escena que ha quedado grabada en mármol, la que permanecerá para siempre en las memorias, aquella en la que, con falda plisada, está de pie sobre una rejilla del metro. Unos días más tarde de ese rodaje, que colapsó la ciudad de Nueva York, Marilyn anuncia su divorcio. Su matrimonio ha durado 286 días. Al salir del tribunal alguien le entrega un sobre. En una nota puede leer “puta”, escrito en letras de mierda.
La Fox, los periodistas, los amigos, buscan a Marilyn. Ella ha cambiado de aspecto: peluca negra. Ha cambiado de actitud: ya no llama la atención. Ha cambiado también de nombre: ahora se llama Zelda Zonk. Su tratamiento psicoanalítico la ha lanzado a un abismo de reflexión. Ella sólo quiere huir.
Zelda Zonk asiste a una fiesta organizada por Frank Sinatra. También está JFK. Visto y no visto. A él le gusta así. Entre ellos todavía no hay una relación. Marilyn sólo es un trofeo más del senador Kennedy. La actriz está en su fase secreta. Mientras espera para volver al mundo, Zeklda Zonk se practica su decimotercer aborto. Tiene 29 años. Nunca se sabrá la identidad del padre.
Poco después conoce al hombre de su vida. Esta vez es él, está segura. Es Arthur Miller. Un intelectual de izquierdas que frecuenta a amigos comunistas. El FBI lo vigila. La CIA lo tiene fichado. Mal asunto. Es posible que Marilyn forme parte del “entramado rojo”, por lo que JFK podría algún día ser objeto de chantaje. Eso es, al menos, lo que piensa el fundador del Departamento de Contraespionaje en la CIA, James J. Angleton. Y no es el único que se ha dado cuenta de la relación entre ambos. La KGB también.
John Kennedy y Marilyn Monroe no se esconden. Pasean como dos enamorados por la playa de Santa Mónica. Ahí, entre gaviotas y la carretera de San Francisco la historia se convierte en algo más que un ligue. Ella ha llegado a la cima y ahora camina rumbo a la autodestrucción. Los juegos de poder que mantiene con todos, incluido su nuevo marido Arthur Miller, van mermando sus fuerzas. Está a punto de rodar su obra maestra, Con faldas y a lo loco, y después nunca volverá a ser lo que era. Vuelve Norma Jean. Sobredosis de medicamentos, una vez más.
“Voy a ser candidato a la presidencia. No me puedo divorciar”, dice JFK mientras, con su mano en el muslo de Marilyn, advierte que no lleva bragas. Ella baja los ojos. No está acostumbrada a que le digan que no. Estamos en 1960 y Marilyn toma Demerol, pentotal, fenobarbital, Amytal y sabe dios qué más cosas. Pero sigue siendo irresistible. JFK escribe en una nota “Estoy dentro de la rubia”, y vuelve a escapar furtivamente con ella. En noviembre de ese año finaliza el rodaje de Vidas rebeldes, la última película de Marilyn, con guión de Arthur Miller. Un fracaso.
Marilyn canta en la gala de honor, organizada con motivo del 45 cumpleaños de The Prez, como ella le llama cariñosamente. Esa noche hará todo lo posible por ser lo que la primera dama no es: provocadora, sexy, divertida. Su melodía es lasciva, una incitación al vicio, una canción de strip. Su actuación dura siete minutos y entra instantáneamente en la historia pop del siglo XX. Jackie, humillada ante millones de personas, da un ultimátum a su marido: se acabó la Monroe. Nunca más volverá se volverán a ver.
Tiene36 años y, la mujer más deseada del mundo, se siente fea, rechazada y sucia. Marilyn, sobre una cama rosa, habla por teléfono, bebe Dom Perignon y cierra los ojos poco a poco con el teléfono descolgado. Su vida huye, algo se ha roto. El 4 de agosto de 1962, atiborrada de barbitúricos, con sobredosis de medicamentos por enésima vez, se duerme. Para siempre.