Roma me ha hablado mucho de
milagros y situaciones imposibles, forman parte de la ciudad. Sólo
recientemente se ha podido valorar que, en muchas ocasiones, los milagros y
apariciones de todo tipo estaban relacionados directamente con el consumo de
alucinógenos de lo más variado. Piero Camporesi, uno de los estudiosos más
reputados de Italia sobre mitos populares, se ha servido de todo tipo de
documentos y testimonios para su obra “Il pane selvaggio”, donde reconstruye
los hábitos alimenticios de la Edad Media. Sus conclusiones son que era
habitual consumir alimentos que podían provocar alucinaciones. Desde extractos
y fragmentos de momias, hiervas que provocaban euforia, pasteles alucinógenos,
raíces excitantes, afrodisíacos, extractos de hongos mezclados con panes, o
empleados en sopas o ungüentos y perfumes. Algunos individuos y colectivos
alcanzaban un estado casi permanente de sensibilidad visionaria donde eran
habituales las alteraciones en objetos, tamaños y cantidades. Ni mucho menos
deduzco que todo el mundo viviera “colgado”, pero aclara el contexto de muchos
hechos extraordnarios sin recurrir a mentiras interesadas.
30 años de “enganche” a roma, dan para acumular una
bibliografía muy extensa y variada, pero he renunciado a convertir un paseo
cultural en otra cosa, respaldando cada dato y opinión con notas y referencias
bibliográficas. Tampoco detallo por tanto la bibliografía, en su mayoría obras
muy conocidas aunque tal vez hoy poco leídas, o material muy especializado. En
todo caso el lector que la desee para ampliar algún aspecto concreto me
encontrará en la red sin mucha dificultad. Prometo atenderle dando por sentado
que el éxito que pueda tener un libro como este no significará la formación de
grandes colas en la bandeja de entrada de mi correo electrónico.
Aún así creo que puede resultar interesante para los
menos conocedores algún comentario sobre el asunto de las fuentes de la memoria
de mi Roma. Aviso, eso sí, de que esta es una afición adictiva y, como reflejó
Alberti, “…. si entras en Roma no saldrás de Roma”.
Las llamadas fuentes primarias o clásicos apenas
existen en sus textos originales y eso hace posible que desde los historiadores
más respetados hasta los novelistas históricos más rigurosos puedan permitirse
un “relleno capilar” muy abundante.
La desaparición de material donde
escribir se sintió en toda Europa cuando Egipto, la fábrica del papiro, cayó en
poder de los árabes. Se empezaron a utilizar otros materiales, al verse como
imposible retroceder a la cera sobre tablilla. Se recurrió al algodón,
demasiado frágil, y en algunos casos incluso a la piel, demasiado caro.
Tras el altar mayor de la catedral
de Siena, se enseña un libro de música medieval de gran tamaño. En pocos
minutos se “canta” todo el libro, cuyas hojas se encargaron de proveer un buen
montón de ovejas con su pellejo. Tener que llevar un libro a triscar al monte,
guardarlo en el redil cada noche, y protegerlo de ladrones y fieras durante
meses, obligaba a meditar mucho sobre lo que merecía ser escrito en sus
páginas. La carencia de papel forzó a los monjes, dedicados a su faena de
copistas, a borrar la escritura en los viejos pergaminos para volver a
utilizarlos, y a estos palimpsestos se debe tanto la pérdida como el
descubrimiento —con más frecuencia la primera que el segundo— de muchos autores
de la antigüedad.
No tenemos noticia de que en Roma
existiesen bibliotecas ni copistas en la época en que los monjes de Germania y
de Francia reunían libros y más libros con indecible paciencia. Y al cometer
los obispos franceses o alemanes el error de reprochar a sus colegas romanos lo
que estaban haciendo al raspar toda aquella cultura, la reacción a la defensiva
remató los pocos textos originales que pudieran quedar, cuando la jerarquía
romana recordó que el propio Jesús no había dado las llaves de su reino al
inteligente Pablo, sino al pescador, al inculto pero humano Pedro. Con ese
modelo “filosófico” se entiende que del siglo X en adelante lo que se puede
llamar historia, en sentido moderno, no abunda.
Hasta que Theodor
Mommsen y B. G. Niebhur, herederos de la tradición
historiográfica de Leopold von Ranke, rechazaron
tanto la filosofía de la historia de Hegel como la admiración acrítica por la Antigüedad de la Ilustración, no se
distinguía mucho entre leyendas, tradiciones de origen poético y hechos. El
cambio comenzó a principios del siglo XIX, cuando los jerarcas de las iglesias
cristianas fueron perdiendo el poder del nihil
obstat que impedía las publicaciones científicas o que respondía a ellas
con fuego y cárcel. Desde entonces ha ido creciendo la tendencia a considerar a
los clásicos como lo que eran, hombres con debilidades y sobre todo con el
interés primordial, dadas las circunstancias en las que escribieron, de
conservar la vida, o mejorarla. No he tomado nunca sus historias como si tuviera en las
manos textos sagrados por mucha etiqueta de clásicos que posean. Aprendí del
periodista italiano Indro Montanelli, que puso de los nervios a muchos cuando
comenzó el éxito de su serie de libros desmitificadores en los años 60 sobre la
historia de Italia, a tratar a los clásicos con familiaridad.
Montanelli y sus colaboradores no se preocuparon
tanto de las citas de las fuentes como de contar las cosas de una manera
accesible, pero tengo la impresión de que al margen de su machismo estridente y
su ironía cínica, difundió la actitud de buscar personas dentro de las
estatuas, igual que Miguel Ángel buscaba estatuas dentro de los bloques de
mármol.