Johnny contó a la revista “My Grea-test Sport Thrill”, en su número de enero de 1951, una aventura –supuestamente verí-dica– que protagonizó junto a un tiburón. La película que contó Johnny en ese magazine –quizás increíble y cuya veracidad nunca podremos comprobar– parece una de esas batallitas que uno cuenta en su vejez, fruto de la exageración de un hecho concreto ocurrido durante una larga vida y que incluso el propio protagonista del relato termina creyéndose a pies juntillas. El relato en primera persona queda como sigue:
«El hecho más importante que me ha ocurrido durante mi carrera en la natación se convirtió además en mi mayor decepción. Todo sucedió en menos de media hora, pero en tan corto espacio de tiempo estuve tan cerca de la muerte como nadie puede estarlo.
Sucedió en Méjico, no mucho después de las Olimpiadas de 1928, donde me fue muy bien y conseguí un par de medallas.
»Estaba disfrutando de unas vacaciones en un centro turístico costero; me en contraba tomando un baño, no lejos de la orilla, cuando, de repente, una aleta surgió del agua. Miré la aleta fijamente durante un par de segundos, y entonces, antes de que me diera cuenta, vi como un enorme tiburón devorador de hombres me miraba directo a los ojos.
»No se trataba de ninguna película de Tarzán y no era un tiburón de mentira. Todo era real, y no podría decirte lo frío que me quedé, no por el agua helada sino por el pánico. El tiburón iba a jugar conmigo un rato. Comenzó a pasar a mi lado rozándome por la derecha, luego por la izquierda. Tenía miedo de moverme, y pensé si no podría irse a jugar a otra parte.
»El asunto parecía que iba para largo. El tiburón mantenía su mirada puesta en mí, deslizándose a mi alrededor en una especie de círculos, pero sin hacer ningún gesto que pudiera dar a entender que estuviera a punto de liquidarme. De repente, con un gran chapoteo, desapareció bajo el agua y supuse que había decidido dejarme en paz y reanudar su marcha. Pero no hubo suerte. En un instante sentí como el agua se agitaba bruscamente detrás de mí; mi amigo el tiburón había vuelto de nuevo.
»Habían pasado unos veinte minutos. El devorador de hombres decidió jugar otra vez, pero yo no estaba dispuesto a seguirle la corriente. Sentí que algo había cambiado, el tiburón dejó de mostrarse amistoso y comenzó a portarse mal. No parecía que yo fuera a tener ninguna oportunidad. Estábamos dando vueltas uno alrededor del otro, mirándonos fijamente. Entonces se cambiaron las tornas; sumergí mi cabeza bajo el agua y nadé unos cuantos metros bajo la superficie. ¡Qué había hecho! Tan pronto como mi cabeza emergió, el tiburón, enojado, me atacó con una furiosa embestida. Como un relámpago arremetió contra mí fallando por los pelos; entonces supe que no iba a haber ninguna alternativa.
»¿Qué puede hacer un hombre cuando se encuentra al borde de la muerte? Todo lo que yo podía pensar era, “Weissmuller, si has podido conseguir récords de velocidad antes, ¡consigue uno ahora!” Golpeaba el agua como un poseso; mis brazos y mis piernas chocaban contra las olas como si estuvieran impulsados por un motor eléctrico. Mi garganta se llenaba de agua. La tragaba sin pensarlo; mi sentido del gusto estaba tan embotado por el miedo que la sal del agua ni siquiera me molestaba. Sentía como el tiburón me pisaba los talones. ¡Me estaba ganando! Imaginaba como rozaba mi hombro, abría su enorme mandíbula, y entonces hacía trizas mi carne. Quizás el miedo atroz que sentía era lo que me daba una energía extra. Sólo deseaba que una última brazada me catapultara fuera de su alcance y me hiciera llegar hasta la orilla; mis brazos sacudían el agua como los remos de una embarcación de carreras. Cuando logré arrastrarme hasta la playa sentí como si acabara de nadar una milla, en lugar de los escasos cien metros que había recorrido.
»La decepción era la siguiente: nadando para salvar mi vida había conseguido nadar más rápido que ningún otro hombre en esa distancia. Había roto todos los récords mundiales de los cien metros ¡y no había ningún cronómetro oficial en millas a la redonda! Era una marca que nunca estaría en los libros de récords; si al menos mi amigo el tiburón pudiera aprender a hablar y dejar evidencia de mi tiempo...». Algunas otras increíbles anécdotas –aunque menos peligrosas– contó Johnny a lo largo de su vida. Lo que hubiera de cierto o no en todas ellas sólo él podía saberlo.