Henri Langlois, fundador y secretario general de la Cinémathèque Française, me presentó a Alfred Hitchcock y a su esposa, Alma Reville, en el hotel Plaza Athénée de París. Algunos años antes, el cese de Langlois del puesto de comisario de la Cinémathèque, inducido por el gobierno francés, había provocado numerosas manifestaciones que escalaron hasta desembocar en los célebres disturbios de 1968, que bloquearon efectivamente la ciudad de París. A lo largo de la cena, Hitchcock y Langlois hablaron de la filmografía de Hitchcock, sobre las películas existentes hasta la fecha, y sobre algunas otras que sólo existían en la mente del cineasta.
«Una vez tuve una idea» , nos comentó Hitchcock, «una idea que me gustaría utilizar para abrir una película. Nos encontramos en el Covent Garden o en La Scala.
Maria Callas está sobre el escenario. Está cantando un aria e inclina su cabeza, suavemente, hacia arriba. En lo alto, en una caja, descubre a un hombre que se aproxima lentamente a otro hombre que está sentado allí. Y le asesta una puñalada. La diva está alcanzando una nota alta; y la nota alta se alarga y deforma hasta convertirse en un grito. Es la nota más aguda que ha cantado en su vida, y el público la premia con una tremenda ovación.»
Hitchcock parecía haber concluido su relato.
-¿Y entonces? ¿Qué ocurre a continuación? –Llegados a este punto, Langlois habría desplazado su cuerpo hasta el borde de su silla de no ser porque, dada su notable circunferencia, desde el principio ya estaba sentado en el borde de la silla-.
Hitchcock se volvió y señaló a su esposa, Alma, que había trabajado con él oficial y extraoficialmente durante más de cincuenta años. Se dirigió a Langlois y le dijo:
-Pregunte a la señora. Ella es la ayudante del realizador.
-Yo estoy retirada -repuso Alma.
-Cuando más cerca estuve de hacer esta viñeta de la ópera -prosiguió Hitchcock-, fue en El hombre que sabía demasiado (The Man Who Knew Too Much).
»Siempre he querido filmar un asesinato entre tulipanes. Cuando vi los inmensos campos de tulipanes que hay en Holanda, en el acto supe que era un escenario que quería utilizar, especialmente para una película en color, con los tulipanes manchados de color rojo sangre.
»Hay otra escena para una historia en la que he estado pensando, que transcurre en la cadena de montaje de una fábrica de automóviles en Detroit. Los coches se mueven, mientras los operarios hablan de sus vidas; comentan una discusión con su mujer, detalles del almuerzo y demás asuntos prosaicos. De pronto, un coche rueda
fuera de la línea de montaje y, cuando la puerta se abre, un cuerpo sin vida sale del habitáculo. Hasta aquí he llegado. No tengo más.
»Hace algunos años, estaba yo en Nueva York rodando La soga (Rope), y el publicista me llevó a ver un partido de béisbol, el primero al que asistía. Lo vimos desde la cabina de comentaristas, e hice algunos dibujos. Le pregunté cuánta gente estaba viendo el partido, y él respondió que sesenta mil personas. Yo pensé para mis adentros ‘¡El lugar perfecto para un asesinato!’ Un asesinato en un estadio de béisbol. Un disparo acaba con la vida de un jugador y hay sesenta mil sospechosos. De hecho, sucedió algunos años después.
-A veces sus películas parecen pesadillas que se hacen realidad -puntualizó Langlois.
-Antes que pesadillas, yo las considero espantos -explicó Hitchcock-. El espanto es mi especialidad. A decir verdad, las pesadillas nunca me han interesado. Por el contrario, el espanto posee una fuerte dosis de realidad. Una historia inverosímil debe ser explicada de manera que parezca plausible, para que no se nos antoje absurda.
»El miedo a la oscuridad es algo natural, todos lo sentimos, pero el miedo a plena luz del día, sentir miedo en este mismo restaurante tal vez, donde resulta tan inesperado... Se lo advierto, eso sí es interesante.
»No es tan difícil entender el miedo. Después de todo, ¿acaso no lo sentíamos todos en nuestra infancia? Nada ha cambiado desde que Caperucita Roja se encontró con el lobo feroz. Lo que hoy nos asusta es exactamente lo mismo que nos asustaba antaño. Sólo que se trata de un lobo diferente. Esta estructura del temor está muy bien arraigada en cada individuo.
»Nos asusta aquello que no podemos ver, los espacios vacíos que completa la mente, lo implícito suele ser mucho más terrorífico que lo explícito. Lo inesperado tiene
tanta importancia... Nunca me ha gustado el suspense que genera el torpe y poco sutil crujido de una puerta, o el de otros muchos clichés por el estilo. Prefiero hacer algo más ‘íntimo’. Las amenazas siempre irrumpen en los entornos serenos, donde nada insinúa se presencia. Por consiguiente, un escenario íntimo constituye una oportunidad estupenda para plantear el peligro y el suspense.
»A mí, personalmente, siempre me ha interesado reunir a los sospechosos más inusuales.
»En resumidas cuentas, que todo se resume en la evitación del cliché. Tanto del tuyo propio como el de los demás. No se trata únicamente de lo que ya has hecho. Sino de lo que han hecho los demás y repetido hasta la saciedad. Y de verás lo lamento por los pobres cineastas que tendrán que trabajar en el futuro.
Hitchcock estaba muy interesado en conocer las actividades que Langlois había realizado para proteger y garantizar la conservación de las películas cinematográficas durante la Segunda Guerra Mundial, en plena ocupación alemana de la ciudad de París. Este cinéfilo francés había violado las leyes vigentes durante la ocupación y arriesgado su vida para salvar, personalmente, cientos de películas que podrían haber sido destruidas o haberse perdido para siempre.
-¿Cómo escogió las que había que salvar? –preguntó Hitchcock.
-Escogí las que vinieron a mí y me dijeron «¡Sálvame!» -respondió Langlois- . No tenía la posibilidad de verlas, tan sólo de salvarlas.
-Fue usted muy valiente -señaló Hitchcock-. Podía haber acabado en un campo de concentración.
-No fue una cuestión de valentía -continuó Langlois -. Me limité a esconder las cintas en mi bañera y en las bañeras de mis amigos. A partir de entonces, no pudimos bañarnos tan a menudo.
-Pues con no bañarse tanto hicieron un gran servicio al mundo -apostilló Hitchcock-. Mire usted, al finalizar la guerra, hice una película para mostrar la realidad en los campos de concentración. Fue horrible. Fue más horrible que cualquier ficción de terror. Por aquel entonces, nadie quería verla. Era demasiado insoportable. Pero ha rondado mi mente durante todos estos años.»
»En mi opinión, a día de hoy no mucha gente quiere ver la realidad, ya sea en el cine o en el teatro. Sólo debe parecer real, porque la realidad es algo que ninguno de nosotros puede soportar durante mucho tiempo. La realidad puede ser más terrible que cualquier cosa que pueda uno imaginar.
»Yo mismo, que no tuve la edad suficiente para combatir en la Primera Guerra Mundial hasta casi el final, y por eso fui rechazado, luego fui considerado demasiado mayor para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Aunque me gusta pensar que me habría comportado como un valiente.»
-Intentar hacer las películas que uno realmente quiere hacer, también exige cierta valentía - apuntó Alma.
-He oído hablar de una película -dijo Langlois- que usted ha querido hacer durante muchos años, pero...
-Mary Rose -señaló Alma -. Habría sido una película fabulosa, pero le habían encasillado como un director que filmaba películas de otra clase. Aunque no nos damos por vencidos.
»Mi marido es un hombre muy sensible a las críticas -agregó Alma-. Cuando a la gente no le gusta lo que él hace, o cuando no le permiten hacer algo en lo que cree, yo me siento dolida por partida doble. Me siento dolida por mí, y me siento dolida por él.
-Mary Rose –expuso Hitchcock- era una obra teatral de James M. Barrie que vi en Londres a principios de los años 1920s. Me causó una honda impresión. En pocas
palabras, es la historia de una muchacha de doce años de edad que se va de excursión a una isla en compañía de sus padres. Allí desaparece. Semanas después, la muchacha reaparece, sin dar explicaciones. Siendo ya una mujer joven, regresa a la isla con su marido y desaparece de nuevo. Está ausente durante muchos años. Entonces, cuando reaparece de nuevo, su hijo es ya un todo un hombre y su marido un hombre maduro, pero ella no ha cambiado en absoluto. Al final, ella tiene que volver, pero... ¿adónde?
»No la he olvidado. Ahora estoy intentando abordar la historia desde la perspectiva de la ciencia ficción, porque el público querrá saber adónde fue Mary Rose cuando desapareció durante veinticinco años, para luego regresar con la misma edad que contaba cuando tuvo lugar su misteriosa desaparición.
»Hay otra historia que siempre quise hacer. Era una historia real, en la que se inspiró Extraño suceso (So Long at the Fair). Una mujer busca a su madre, que ha desaparecido sin dejar rastro durante la Exposición Universal celebrada en París en 1889. Pero la madre desaparecida ha contraído la peste, un hecho que se ha mantenido en secreto para evitar que cunda el pánico en la ciudad. Es una historia parecida a la de Muerte en Venecia (Death in Venice), que también es una muy buena película. De haber podido, me habría gustado hacer ambas.
»Y Diabólicas (Diabolique). También me habría gustado hacerla, pero (Henri-Georges) Clouzot se me adelantó. Durante muchos años, pensé que haría una película basada en un libro de John Buchan, Three Hostages. No es tan bueno como su The 39 Steps, pero no por ello deja de ser una buena historia. ¡Oh!, y también algo de Wilkie Collins. ¡Qué gran escritor era! Yo sentía admiración por Dickens, y también me habría gustado hacer algo de Poe.
»Siempre fui un lector de periódicos empedernido, desde mi niñez. Cuando empecé a interesarme por el mundo del cine, decidí mantenerme más alerta a las
historias que aparecían en la prensa, especialmente aquellas historias de crímenes que podían servirme como punto de partida para hacer una película. Hay una que leí en algún sitio, no recuerdo dónde, que aún no me ha abandonado y ha rondado mi mente desde entonces. No es una historia que vaya a usar, porque es demasiado terrible, salvo que se trate de una película de terror, e incluso para una película de terror resultaría demasiado impactante. Seguramente provocaría infinidad de gritos entre el público, risitas tontas, jadeos y..., finalmente, más risas para liberar la tensión acumulada.
»Había un relato sobre un verdugo chino que cortaba cabezas. Era tan bueno en su trabajo que los reos solicitaban sus servicios cuando eran sentenciados a morir decapitados. Imaginen lo doloroso y chapucero que podía ser ese trabajo, especialmente cuando el trance se prolongaba.
»Un pobre hombre condenado, resignado a su suerte, quiso abreviar su ejecución. De inmediato, este superverdugo asestó con gran precisión y pericia su golpe mortal, pero no ocurrió nada. El hombre le imploró:
-Por favor, no me haga esperar.
-Por favor, incline la cabeza –ordenó el verdugo.
»Así lo hizo el hombre, y su cabeza rodó por el suelo. ¡Qué imágenes!
»Ignoro si la historia es cierta o no –afirmó Hitchcock- , pero es tan inverosímil que tal vez lo sea.
Nuestra conversación abordó dos asuntos principales: las películas y la comida, dos pasiones de las que Hitchcock y Langlois no parecían cansarse nunca. Dicho sea de paso, Langlois era más corpulento que el propio Hitchcock.
-Opino que existe una relación perfecta entre el amor a la comida y una libido saludable –apuntó Hitchcock-. La gente a quien le gusta el buen comer tiene una libido más fuerte, un mayor interés por el sexo.
»En mi juventud yo era muy inocente y estaba reprimido sexualmente. Tanto así que cuando me casé era virgen.
Vaciló por un instante, tras notar el gesto de desaprobación que se dibujaba en el rostro de su mujer, y luego prosiguió.
-Creo que practicar mucho el sexo cuando estás trabajando va en contra del trabajo, y que el sexo reprimido es más constructivo para una persona creativa. Es algo que debe salir, y que se pone en el trabajo. A mi juicio, esto ha contribuido a crear esa tensión sexual que tienen mis películas.
»La experiencia de la pasión, como la del miedo, hace que uno se sienta vivo. En el cine, el espectador puede experimentar estos sentimientos extremos sin pagar ningún precio.
Antes de la cena, Hitchcock había disfrutado de su por entonces bebida favorita, la Mimosa. Los dos, Hitchcock y Langlois, comieron rápidamente. Dado que ambos parecían estar disfrutando de la comida, así como de toda la experiencia en general, lo normal habría sido que hubiesen querido saborearla y prolongarla un rato más.
Un camarero nos trajo un pastel compuesto por múltiples capas, escarchado con crema pastelera, adornado con flores rosas y amarillas, y coronado con el mensaje Bienvenue. A su vez, el chef salió y se acercó a nuestra mesa, portando su toca blanca y un delantal asimismo blanco, ambos impecables. Se mostraba radiante mientras explicaba a Hitchcock que el pastel era cortesía del hotel Plaza Athénée, y luego, dirigiéndose a Hitchcock en privado y en francés, le susurró que era una gran admirador de sus películas y que para él había sido un gran honor haberle preparado aquel postre. Avergonzado por su osadía, por haberse atrevido a hablar en su propio nombre al afamado director, el chef desapareció apresuradamente. En su huída, Hitchcock, que
hablaba un excelente francés, arrancó tras sus pasos para expresarle su agradecimiento por tan hermosa torte.
Seguidamente, el capitán retiró el pastel ceremoniosamente. Al cabo de unos pocos minutos, el camarero regresó con cuatro porciones del pastel de chocolate y sirvió una para cada comensal.
Hitchcock se dirigió a Langlois y le dijo: «Mire usted, mis películas no son porciones de la vida, sino porciones de un pastel.»