encadenados
Notorious, 1946
Dirección: Alfred Hitchcock. Producción: RKO. Productor: Alfred Hitchcock. Guión: Ben Hecht. Fotografía: Ted Tetzlaff (b/n). Música: Roy Webb. Dirección artística: Albert S. D’Agostino, Carroll Clark. Montaje: Theron Warth. Intérpretes: Cary Grant, Ingrid Bergman, Claude Rains, Louis Calhern, Reinhold Schunzel, Moroni Olsen, Alexis Minotis, Wally Brown, Ivan Triesault. Duración: 101 minutos.
Los grandes filmes de Hitchcock, entre ellos Encadenados, son pequeños mundos cerrados sobre sí mismos, perfectos como esferas, en cuya lógica -una sorprendente racionalidad que Hitchcock descubre bajo la tela de araña de los fenómenos más irracionales- hay que penetrar y fundirse si se quieren entender plenamente, y esto no es fácil siempre, las esquinas y las pautas de comportamiento de sus pobladores. Esta perfección geométrica de los relatos de Hitchcock se percibe sobre todo en el hecho de que es posible, si saben buscarse, encontrar en ellos ciertas leyes gravitatorias muy sutiles, que gobiernan la oscura interioridad del relato, haciéndola luminosa e inteligible.
A propósito de Psicosis advertimos que todo el filme discurre alrededor de las imágenes de dos objetos: la alcachofa de una ducha y un enorme cuchillo. Ambas imágenes, de singular fuerza magnética y terrorífica, ordenan alrededor de su inquietante influjo visual todas las escenas y secuencias, y se convierten en una especie de objetos gravitacionales, pues todo el relato gira alrededor de ellos, de su influjo enrarecido y maligno. Pero la existencia de tales objetos no es un hecho aislado en este filme, sino una constante de la obra toda del cineasta inglés. Y es posible rastrear sus innumerables huellas.
Unas líneas paralelas, un vaso de leche, una navaja barbera y un revólver jalonan el desarrollo de Recuerda; un dedo cortado es el eje de 39 escalones; en la imagen de un anillo puede cerrarse sobre sí mismo el círculo de La sombra de una duda; todo ¿Qué fue de Harry? gira alrededor de un cadáver que se niega a desaparecer; Enviado especial resume toda su rocambolesca intriga en un molino de viento cuyas aspas se mueven contra el viento; otra vez un vaso de leche singularmente luminoso -incluso llevaba un foco dentro para hacerlo más dueño de la escena- sella el juego macabro e indirecto de Sospecha; la boca abierta de un horno es el fetiche que hace de Cortina rasgada un relato coherente; no hay manera de entender el infernal juego de Extraños en un tren sin la presencia de un mechero y un tiovivo; La ventana indiscreta transcurre a través de las presencias sucesivas de un anillo de bodas, unos prismáticos, un flash de cámara fotográfica y una pierna escayolada; todo el núcleo del desenlace de El hombre que sabía demasiado radica en los timbales y platillos de una orquesta; el pelo y las ropas de una mujer son la columna vertebral de Vértigo.
Y así en todos los filmes de este inabarcable fabulador. Encadenados no es una excepción a esta regla, sino su más exacta y exhaustiva demostración. La compleja trama del filme, en la que se interfieren varios y graves ángulos de contemplación -una casi convencional tramoya de espías, un profundo y durísimo apólogo moral sobre la inocencia y la culpa, una desalmada historia de amor y otra más desalmada historia de desamor- sería literalmente desmembrada sin las sucesivas presencias gravitacionales de una perturbadora serie de objetos: un vaso de bebida alcohólica en la secuencia inicial, el llavín de una bodega combinado con una caja de botellas de champaña, en las grandes secuencias de iniciación en la intriga; una botella de vino rellena con mineral de uranio, en el giro de la acción hacia el desenlace; y, ya en éste, la obsesiva presencia de unas tazas de café.
Merece la pena detenerse en la contemplación de dos -entre muchas- secuencias de excepcional perfección y potencia en Encadenados. Por ejemplo, la escena de amor, de erotismo tan intenso que fue reducida por la censura franquista a la tercera parte de la duración original, entre Cary Grant e Ingrid Bergman en el apartamento de esta. Mientras Grant habla por teléfono, los amantes se besan una y otra vez, al tiempo que sus besos son continuamente interrumpidos por la conversación telefónica de Grant con sus superiores, que le comunican que Bergman ha de casarse inmediatamente con otro hombre. Toda la brutal, y por indirecta más brutal aún, escena de amor y rechazo gira sobre dos objetos: el auricular del teléfono y una botella de vino que Grant ha traído en la mano para la cena, hasta el punto de que la violenta mutación de la conducta amorosa de Grant está materializada en ambos objetos. Sin ellos, el carácter cruel e indirecto de su comportamiento sería inimaginable.
La otra escena es la tensa, sutil y emocionante manera que Ingrid Bergman tiene de sustraer del llavero de su marido -ese patético personaje de Alex Sebastian interpretado por el inmenso actor que fue Claude Rains- el llavín de la bodega. Esta escena es, sin aparatosos miedos, sin griterío, sin retórica alguna, la quintaesencia del llamado suspense de Hitchcock, pero al mismo tiempo que un prodigioso jugueteo del cineasta con las emociones del espectador, es un reflejo repentino y agudo como un rayo del desarreglo ético en que el personaje de la mujer está sumergido. Un simple llavín materializa todo el desgarro interior de una Ingrid Bergman que resuelve la dificilísima escena en estado de gracia.
Como dijimos a propósito de Psicosis, esa cadena de objetos, de anzuelos visuales aparentemente inertes, es en realidad el bisturí con que Hitchcock taladra nuestro cerebro, en busca de las raíces de las emociones y asociaciones de imágenes primordiales, dentro de las que se agazapa el miedo humano, la cautela, la precaución, todo ese conjunto de respuestas interiores, casi de orden genético, que guardamos oscuramente bajo la memoria para afrontar la presencia fuera de nosotros de nuestras propias pesadillas. En este sentido, y porque en este filme Hitchcock da una lección de comedimiento formal, de mesura, de dominio absoluto de las zonas intermedias del relato, sin caer nunca en las facilidades del subrayado ni en la eficacia fácil de lo abracadabrante, Encadenados es una de las películas más perfectas que salió de su fértil e insólita imaginación. Es más que una apasionante intriga, más que un brillantísimo juego emocional, más que una tensa caja de sorpresas, donde cada aceleración es un más difícil todavía.
Encadenados es todo eso y mucho más que eso: un monumento del cine erótico y, sobre todo, la más pesimista -y la dureza y amargura del cineasta inglés en este movedizo terreno es proverbial- de las visiones de Hitchcock sobre la relación entre una mujer y un hombre. El famoso happy end -el rescate de Grant a Bergman de la boca de los lobos- de Encadenados está montado sobre un atroz y frío crimen, que hace de estas dos supuestas víctimas dos retorcidos verdugos. Entre el amor y el asesinato media tan sólo la vuelta de una llave, o, en el lenguaje de Henry James, el más directo progenitor de Hitchcock, la otra vuelta a un tornillo.
Ángel Fernández-Santos (El País).