Titulo: “Moteros tranquilos, toros salvajes. La generación que cambió Hollywood”.
Autor: Peter Biskind
Editorial: Anagrama.
(Nota de la Redacción: Tal y como dice el autor de
este libro que acaba de ser traducido y
puesto en las librerías, no existía un trabajo como este sobre el cine de
Hollywood en los años 70. Está hecho con ese sentido de la amenidad y el rigor
documental que practican muchos periodistas en Estados Unidos y que te sumergen
en el mundo del que hablan con mucha facilidad,
sin tener que recurrir a la superficialidad y la anécdota sin
contrastar. Para los aficionados será un placer ir reconociendo a muchas estrellas, ejecutivos y
películas. Creemos que basta con proponer el primer capítulo y asegurar que gustará a los que tengan tiempo
para disfrutarlo.
1. –Antes
de la revolución 1967
• De
cómo Warren Beatty armó un escándalo con Bonnie y Clyde, mientras Pauline Kael
hacía de los Estados Unidos un lugar seguro para el Nuevo Hollywood, Francis
Coppola abría el camino a los niños mimados del cine y Peter Fonda se buscaba
problemas.
“Estamos
en la guerra de Vietnam. Esta película no puede ser inmaculada, esterilizada.
Nada de un par de tiros y caer muerto, ¡tiene que haber sangre, carajo!”
Arthur Penn
Es
muy probable que Warren Beatty fuese el primer hombre que le besó los pies a
Jack Warner; de lo que no cabe duda es de que fue el último. Según dicen,
Beatty estaba intentando que Warner le financiara Bonnie y Clyde, una película a la que la productora no le veía
mucho sentido. En lo que respecta a Warner, Beatty era simplemente un chico
guapo más abriéndose camino con ímpetu, labrándose una carrera prometedora con
un puñado de pretenciosas películas «de arte y ensayo». Ni siquiera Esplendor en la hierba, de Elia
Kazan, su primera película, la que lo dio a conocer, dio realmente dinero. Bill
Orr, el yerno de Warner, tenía razón: se había quedado dormido en un pase. En
realidad, Beatty nunca había tenido un éxito digno de este nombre. El actor se
creía demasiado bueno para las películas que le ofrecían, y hasta se dio el
lujo de rechazar al pre-
sidente de los Estados Unidos. John F. Kennedy quería que los estudios filmasen
John F. Kennedy and PT-109, el
libro de John Tregaskis, y quería que Fred Zinnemann fuese el director y Beatty
el protagonista. No contento con negarse a interpretar el papel de John F.
Kennedy, Beatty le dijo a Pierre Salinger que abandonase el proyecto porque era
literalmente «una mierda». Warner no estaba acostumbrado a que le dijesen algo
así de sus guiones, y echó a Beatty a patadas, gritándole: «Nunca volverás a
trabajar en esta ciudad» o algo por el estilo.
«Siempre
me odió», recuerda Beatty. «Decía que le daba miedo reunirse conmigo a solas
porque creía que yo recurriría a algún tipo de violencia física.» Pero utilizar
la fuerza no era el estilo de Beatty. Al fin y al cabo, era un actor. Un día
acorraló a Warner en su despacho, se tiró al suelo, se abrazó a sus rodillas y
gritó: «¡Coronel!» –todo el mundo lo llamaba así–. «Estoy dispuesto a lamerle
los zapatos aquí mismo!»
«Ya,
ya. Levántate, Warren.»
«Tengo
a Arthur Penn, tengo un guión formidable, puedo hacer esta película por un
millón seiscientos; siempre será una gran película de gángsters.»
«¡Levántate,
levántate!»
Warner,
entre nervioso y avergonzado, ladró: «¿Pero qué coño haces? ¡levántate del suelo de una puta vez!»
«No
me levantaré hasta que acepte hacer esta película.»
«¡La
respuesta es no!» Warner hizo una
pausa, recobró el aliento. Un millón seiscientos mil dólares no era un
verdadero riesgo para él, comparado, pongamos por caso, con los quince que se
estaba gastando en Camelot, su
proyecto favorito. Además, ya estaba pensando en vender en cualquier momento su
parte en el estudio. Con un poco de suerte, cuando la película se estrenara él
estaría muy lejos, en su palacio de la Costa Azul, mucho más rico de lo que ya
era. ¿Por qué no darle el gusto a ese chiflado? Warner le pidió al actor que le
pusiera por escrito el presupuesto y que se lo mandase por correo. Nunca lo
recibió, pero Beatty se salió con la suya.
Beatty
insiste en que nada de esto ocurrió nunca, pero es una historia que cuentan y
vuelven a contar personas que juran haber estado en el despacho del «coronel» y
haberlo visto con sus propios ojos. Es uno de esos momentos que, en todo caso,
habrían debido ocurrir, porque desborda ironía y significado: una genuflexión,
a los pies del Viejo Hollywood, hecha por un símbolo del nuevo, en un momento
–mediados de los años sesenta– en que nadie sospechaba siquiera que un día se
establecería esa distinción.
Beatty
necesitaba hacer Bonnie y Clyde.
Tras el estrepitoso fracaso de Esplendor
en la hierba en 1961, su carrera se había tambaleado como resultado de
sus malas elecciones y una cínica actitud juvenil con respecto a Hollywood,
combinada con ciertas ideas románticas acerca de las mujeres que poblaban su
vida, y que, tal vez, le absorbían más
tiempo del debido, algo sólo excusable simplemente por el hecho de no vivir en
una época gloriosa de la industria. Los hombres a los que Beatty admiraba
–Kazan, George Stevens, Jean Renoir, Billy Wilder– estaban en decadencia. El
viejo orden se extinguía, pero el nuevo aún no había nacido. Beatty se había
pasado los tres últimos años con Leslie Caron, a la que había conocido a
principios de 1963 en una cena organizada en Le Bistro, un popular restaurante
de Beverly Hills, por Freddie Fields, representante de la actriz y director de
Creative Management Associates (CMA), para respaldar las perspectivas de Caron
de ganar un Oscar por La habitación en
forma de L. Beatty había visto todas sus películas –Un americano en París, Lili, Gigi– y,
embobado con ella como un auténtico fan,
le había preguntado si podía ir a verla a su casa. En esa época, Caron estaba
casada con Peter Hall, director de la Royal Shakespeare Company, pero los
maridos nunca habían sido un verdadero estorbo en Hollywood, y ella se embarcó
en un amorío discreto, si bien apasionado, con el carismático y joven actor.
Beatty
acababa de terminar el rodaje de Acosado,
un opaco y pretencioso filme americano de «arte y ensayo» con sabor europeo,
dirigido por Arthur Penn. Cuando la película terminó, cogió el primer avión a
Jamaica y se fue a visitar a Caron, que estaba en la isla filmando Operación Whisky, con Cary Grant. Por
la noche, en el bungalow de Caron, ella y Beatty comentaron los problemas
laborales del actor. Beatty, que se consideraba un heredero de James Dean, de
Marlon Brando y de Montgomery Clift, no podía comprender por qué a ellos los
tomaban en serio mientras a él lo trataban como a un playboy.
Beatty
empezó a concebir una película que al final llevó el título ¿Qué tal, Pussycat? –así saludaba por teléfono a sus amiguitas–. «Quería
hacer una comedia sobre la crisis del Don Juan compulsivo», cuenta Beatty. Y se
metió en el negocio con un amigo suyo, Charles Feldman, un agente reciclado en
productor. Feldman, guapo y desenvuelto, había fundado Famous Artists y representaba
a estrellas como Greta Garbo, Marlene Dietrich y John Wayne. «Charlie le enseñó
a Warren un montón de cosas, a no poner nada por escrito, a no firmar contratos
para poder largarse cuando le diera la gana», afirma Richard Sylbert, de quien
Feldman también fue mentor. Sylbert era un joven director artístico que, como
Beatty, había comenzado su carrera con Kazan; había trabajado en Esplendor en la hierba, Baby Doll y Un rostro en la multitud, sin contar muchas de las películas más
importantes del momento, incluidas El
mensajero del miedo y El
prestamista. «No se puede negar que Charlie tenía razón. Era un
seductor, igual que Warren, que siempre decía: “Aquí no se tienen amigos; se
hace el mejor trato posible y punto.”»
La
intención de Beatty era ser el protagonista de ¿Qué tal, Pussycat?, y quería que Feldman la produjera, pero
puso una condición. Feldman era conocido por poner siempre en sus películas a
su amiguita de turno; en ese momento, su novia era la actriz francesa Capucine.
Beatty quería que le garantizase que en el guión no se colaría ningún personaje
parecido a Capucine. «Vete a la mierda», le contestó Feldman, al que no le
gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer, pero al final accedió y el
trabajo en el guión siguió adelante.
Al
regresar a Nueva York, Beatty y Feldman se dieron cuenta de que necesitaban un
buen humorista, alguien que supiera escribir chistes, y una noche se acercaron
hasta el Bitter End, un club nocturno del Village, propiedad de Fred Weintraub,
para ver a un comediante que, según habían oído decir, era muy gracioso: Woody
Allen. Les gustó lo que vieron, y Feldman le ofreció a Allen treinta mil
dólares para que trabajara en el guión. «Quiero cuarenta», dijo Allen.
«Olvídalo», fue la respuesta de Feldman. «De acuerdo», dijo Allen. «Acepto los
treinta si me dejas actuar en la película.» Feldman cedió. Así, una película en
principio protagonizada por Warren Beatty, pasó a tener a Warren Beatty y Woody
Allen como actores principales. Allen puso manos a la obra; pero, borrador tras
borrador, Beatty empezó a observar que el personaje de «la chica» iba
adquiriendo un toque europeo, francés, para ser más exactos; ya veía a Capucine
apareciendo por el horizonte. Lo peor fue que también notó que su papel se iba
acortando, a medida que el de Allen crecía.
Feldman
y Sylbert, que era el productor asociado, se alojaban en el Dorchester de
Londres cuando Beatty llegó para celebrar una reunión. El actor le plantó cara
a Feldman y lo acusó de violar el pacto inicial, o sea, de crear un papel para
Capucine mientras Allen iba eliminándolo a él poco a poco del guión. Sylbert
recuerda: «Warren dijo: “Charlie, no pienso hacerlo.” Y Charlie, claro,
visiblemente disgustado, hecho
una furia. A él no se le hacían esas cosas así como así.» Beatty añade: «Al
final me marché de morros, o fingiendo que estaba de morros, porque en el fondo
creía que no iban a dejar que me fuera. Pero la verdad es que se alegraron
cuando vieron que me iba.» Prosigue Sylbert: «Warren volvió a rodar otra
película con alguna chica guapa y tonta para Universal. Yo le dije: “¿Me estás
tomando el pelo?” ¡Cuando seas mayor vas a ser como George Hamilton!”»
¿Qué tal, Pussycat? fue un increíble éxito de taquilla, y un momento decisivo tanto para
Beatty como para Allen. «Woody no quedó nada satisfecho con la película»,
prosigue Beatty. «Y yo me sentí aún peor, porque si me hubiera quedado me
habría hecho millonario. Después de Pussycat,
Woody siempre controló todo lo que hizo. Y yo también.»
Cuando
le faltaba un año para cumplir treinta, Beatty se puso a buscar un proyecto que
diera un giro a su carrera. Una noche, Caron y él cenaron con François Truffaut
en París. Caron quería que Truffaut la dirigiese en el papel de Edith Piaf. A
Truffaut el proyecto no le interesaba, pero mencionó que había recibido un
guión muy bueno llamado Bonnie y
Clyde, en el que había un gran papel para Beatty. También le dijo al
actor que no le vendría mal ponerse en contacto con los guionistas, Robert
Benton y David Newman.
La
bombilla de Bonnie y Clyde se
había encendido en la cabeza de Benton y Newman dos años antes, en 1963, cuando
los dos trabajaban en la revista Esquire.
Como a cualquier joven que estuviese «en la onda» a principios de los años
sesenta, les interesaban menos las revistas que el cine. «Todo el tiempo,
fuéramos a donde fuésemos, de lo único que hablábamos era de cine», recuerda
Benton. Él y Newman habían visto Al
final de la escapada de Jean-Luc Godard, y no se la podían quitar de la
cabeza; sin embargo, era a Truffaut a quien amaban más que a nadie. «Vi Jules y Jim doce veces en dos meses»,
recuerda Benton. «Es imposible ver una película tantas veces sin empezar a
advertir ciertas cosas en la estructura, la forma y el estilo.»
A
principios de los sesenta, prácticamente aún no existían las escuelas de cine.
Benton y Newman se formaron solos, viendo películas en los cines de arte y
ensayo (el Thalia de la calle Noventa y cinco y el Dan Talbot de Broadway,
entre la Ochenta y ocho y la Ochenta y nueve), en el nuevo Festival de Cine de
Nueva York, que irrumpió con fuerza en 1963, y en el Museo de Arte Moderno
(MOMA), donde un chico llamado Peter Bogdanovich programaba retrospectivas de
directores de Hollywood. «Bogdanovich escribió dos monografías brillantes, una
sobre Hitchcock y otra sobre Hawks», prosigue Benton. «Eso era lo más parecido
que teníamos a un libro de texto.»
Un
día, Benton y Newman encontraron por casualidad un libro de John Toland llamado
Últimos cien días, sobre las
aventuras de Bonnie Parker y Clyde Barrow, célebres por sus asaltos a bancos y
delitos de sangre en todo el Medio Oeste y el Sur a principios de los años
treinta. Benton, que había crecido en el este de Texas, no desconocía la
leyenda de esta pareja de forajidos. «Todo el mundo conocía a alguien que los
había conocido o visto alguna vez, y muchas veces los críos se disfrazaban de
Bonnie y Clyde en Halloween», recuerda. «Eran grandes héroes populares.» Mejor
aún: tenían algo que decirle a la generación contraria a la guerra. Dice
Newman: «Entonces valía la pena querer ser un bandido, ya fuera uno Clyde
Barrow o Abbie Hoffman. Todo lo que escribimos pretendía épater le bourgeois, hacer temblar
los cimientos de la sociedad, gritar a los cuatro vientos: “No queremos eso,
hombre; nosotros vamos a lo nuestro.” Pero lo que en el fondo nos gustaba de Bonnie y Clyde no era que se
dedicasen a asaltar bancos, porque la verdad es que como ladrones fueron un
desastre. Lo que los hacía tan atractivos y tan amenazadores para la sociedad
era el hecho de ser unos revolucionarios desde el punto de vista estético. Para
nosotros, lo que destruyó a Bonnie y Clyde no fue que violaran la ley, porque a
nadie le gustaban los malditos bancos, sino que le hicieran un tatuaje a C. W.
Moss. Dice el padre de Moss: “No puedo creer que dejaras que esa gente te
hiciera dibujos en la piel.” Eso es lo que al final fueron los años sesenta.»
Benton
y Newman se decidieron a escribir un borrador, por las noches, a los acordes
del banjo de «Foggy Mountain Breakdown», de Lester Flatt y Earl Scrugg, que
sonaba en un disco de Mercury bastante rayado. Con la bravuconería propia de
los novatos que no tienen nada que perder, echaron el ojo a su santo patrón,
Truffaut, para que la dirigiera. Después de todo, sentían que habían escrito
una película europea. «La nouvelle
vague francesa nos permitió escribir con una moral más compleja, con
personajes más ambiguos y relaciones menos planas», dice Benton. Truffaut tuvo
a los dos guionistas en vilo, sin decirles nada claro sobre sus otros
compromisos. Tras enviarlos a ver a Godard, con quien tuvieron un breve
coqueteo, Truffaut finalmente les dijo que dirigiría la película. El guión, con
director incorporado, empezó a pasar de estudio en estudio, pero a las
productoras les preocupaba que los protagonistas –asesinos, al fin y
al cabo– fuesen poco o nada atractivos, y que Truffaut no fuese el director
más apropiado para ese material. En nada contribuyó que el guión incluyera un ménage à trois: Bonnie estaba
enamorada de Clyde, y Clyde de Bonnie, pero él necesitaba el estímulo de C. W.
Moss para despegar. Este triángulo era uno de los aspectos del estilo
transgresor de la pareja, y también un reflejo de la experimentación que ya
estaba volviéndose una característica definitoria de la revolución sexual de
los sesenta. Benton y Newman sólo recibieron negativas, y empezaron a temer que
llegarían a viejos y morirían promocionando el guión.
Un
sábado frío y deprimente de febrero de 1966, sonó el teléfono en casa de
Benton. El guionista contestó. Una voz dijo: «Soy Warren Beatty.» Benton, creyendo
que era una broma, dijo: «Ahora en serio, ¿quién es?» La voz respondió: «No
bromeo, soy Warren Beatty.»
Beatty le dijo que quería leer el guión, y que iba a pasar a recoger-
lo. Benton pensó que Beatty se pasaría cuando le viniera bien, dos días más
tarde tal vez, una semana después, acaso nunca; pero a los veinte minutos sonó
el timbre. Sally, su mujer, fue a abrir la puerta y ahí estaba Beatty, que
cogió el guión y se marchó. Una media hora más tarde, el actor volvió a llamar
y dijo: «Quiero hacer esta película.»
Benton,
preocupado por el ménage à trois, le
dijo: «Warren, ¿hasta qué página has llegado?»
«Estoy
en la veinticinco.»
«Vuelve
a llamarme cuando llegues a la cuarenta.» Beatty llamó aproximadamente una hora
más tarde y pronunció las palabras que Benton llevaba años esperando oír: «Lo
he leído hasta el final. Ya sé a qué te refieres, pero sigo queriéndolo hacer.»
Beatty
ofreció siete mil quinientos dólares para reservar el guión. Más tarde, Tatira,
su compañía (a su madre, Kathlyn, la llamaban «Tat» de pequeña, y el nombre del
padre de Beatty era Ira), les pagó a Benton y Newman unos honorarios de setenta
y cinco mil dóla-
res. Beatty no estaba seguro de si también quería actuar en la película. El
Clyde histórico era más bien un alfeñique, y él se imaginaba a Bob Dylan en ese
papel.
Tras
actuar siguiendo un impulso, Beatty empezó a preguntarse si no habría metido la
pata –esa historia ya se había contado en cine, el género estaba muerto, etc.–,
y decidió volver a Los Ángeles, donde vivía en el ático del Beverly Wilshire
Hotel. «Iba de un lado a otro diciendo: “¿Debo hacerlo?”», cuenta el escritor y
guionista Robert Towne, entonces amigo íntimo de Beatty. «Se lo preguntaba a
todo el mundo, incluido el personal del Beverly Wilshire.» Towne le dijo:
«Adelante.»
En
1966, producir una película era el único medio de controlarla. Tras su
experiencia con Feldman, Beatty estaba decidido a hacer exactamente eso, aunque
sabía que no había ningún precedente, o muy escasos, de un actor que produjera
una película. Pero en esto, como en otras cosas, fue él quien sentó el
precedente. El 14 de marzo de 1966 les envió una nota a los guionistas
rogándoles que acortaran el guión para poder enviarlo a los estudios. «Puede
que algunos de esos payasos hayan olvidado que ya lo han leído», les escribió.
«Por favor, tenéis que sufrir, de verdad. Cortad brazos, piernas, todo lo que
se os ocurra. Pensad en algún ejecutivo sobre el que pueda haber escrito
Lillian Ross y tratad de dejarlo contento.»
Pero
fue en vano: director tras director, todos rechazaron el guión. Cauteloso en
extremo, Beatty no se sentía preparado para dirigir la película, y mucho menos
si iba a actuar en ella. Necesitaba a alguien listo y talentoso, pero también a
alguien con el que pudiera trabajar. Al final, Benton y Newman le sugirieron a
Arthur Penn, de quien les había impresionado Acosado, pues habían sabido apreciar que se trataba de una
tentativa de hacer una «película europeo-americana». Según Towne: «Penn era una
especie de último recurso. Warren pensaba que Acosado era sumamente afectada y pretenciosa, pero también, y
con mucha razón, que Arthur era un hombre de gran talento y muy inteligente.»
Beatty fue a ver a Penn no una vez, sino dos. A Benton y Newman les dijo: «No
sé si Arthur querrá volver a trabajar conmigo, pero yo voy a encerrarme con
llave en una habitación con él, y no lo dejaré salir hasta que diga que sí.»
Arthur
Penn estaba prácticamente escondido cuando Beatty lo llamó. Era un hombre de
cuarenta y tres años, de complexión ligera y expresión seria, que había hecho
sus pinitos en la televisión en directo de los cincuenta y conseguido un éxito
notable en teatro. Llegó a Hollywood por primera vez en 1956, a los estudios
Warner, donde rodó El zurdo,
una historia sobre Billy el Niño con Paul Newman y un toque freudiano. Fue,
para él, una experiencia terrible. Recuerda Penn: «Terminé de rodar y me
dijeron: “¡Adiós!”» El director le pasó lo que había filmado al montador, y
transcurrieron unos meses hasta que Penn volvió a ver la película, en la
primera mitad de un programa doble en un cine de Nueva York.
Después
del fracaso de Acosado en 1965,
la carrera de Penn comenzó a
caer en picado. Hollywood no era un lugar para intelectuales, al margen del
talento que poseyeran, y Penn sufrió las humillaciones que eran el pan de cada
día de muchos directores. Primero, Burt Lancaster, el protagonista de El tren, lo echó del rodaje. Después,
el productor Sam Spiegel le quitó La
jauría humana en la posproducción y la volvió a montar.
Penn
tocó fondo, se pasó un año y medio sin hacer nada y fue en ese momento cuando
apareció Beatty con Bonnie y Clyde.
Como el actor, Penn estaba hambriento. «Beatty y yo teníamos la sensación de
que éramos mejores de lo que habíamos podido demostrar», dijo Penn. Así y todo,
el guión no le gustó mucho. No obstante, a Beatty no le gustaba que le dijeran
que no, y, aunque a regañadientes, Penn terminó aceptando.
Mientras
Benton, Newman y Penn trabajaban en el guión, Beatty llegó a un acuerdo con el
director de producción de Warner Bros., Walter MacEwen. «Mire, déme doscientos
mil y yo me quedo con un tanto por ciento del bruto.»1
«¿Con
qué tanto por ciento?»
«Bueno,
el cuarenta.»
«De
acuerdo.»
Aunque
el trato resultó desastroso para los estudios, no parecía tan malo en ese
momento. Las películas de presupuesto modesto como Bonnie y Clyde recuperaban más o menos el doble del coste de
producción; Warner no esperaba que Bonnie
y Clyde fuera muy bien y, según el trato, Beatty no vería un céntimo
hasta que la película aportara casi tres veces el coste negativo,2
dejando un pequeño colchón de beneficios para la productora.
Benton
y Newman, contentos como niños en una juguetería, fueron a Los Ángeles en julio
de 1966 a trabajar diez días en el guión. Se instalaron en el ático de Beatty
en el Beverly Wilshire, acertadamente llamado El Escondido, donde Beatty vivía
solo. El lugar era pequeño: dos habitaciones atestadas de libros, guiones,
discos, sándwiches dejados a medias y un montón de bandejas del servicio de
habitaciones apiladas junto a la puerta o enterradas bajo montones de mensajes
telefónicos y folios arrugados. Y un piano. Fuera, una terraza nada
despreciable cubierta de césped artificial, en la cual Beatty se tumbaba a
tomar el sol o a contemplar el distrito comercial de Beverly Hills, y en los
días despejados, también las casas que se elevaban en la distancia por encima
de Sunset Boulevard. Beatty los llevó a dar una vuelta por Hollywood en su
descapotable, un Lincoln Continental negro con tapicería de piel roja, uno de
los cuatro coches que la Ford Motor Company le regalaba todos los años. Siempre
que encendían la radio, sonaba «Guantanamera». En aquellos días, Beatty salía
con Maia Plisiétskaia, la bailarina rusa. Maia, mayor que él, e increíblemente
hermosa, tenía un cuerpo espléndido, no usaba maquillaje ni joyas y vestía con
sencillez, por lo general blusas y pantalones deportivos. Se cuenta que Stella
Adler, ex profesora de interpretación de Beatty, dijo una vez: «Estaban
locamente enamorados, pero, por supuesto, ninguno entendía una sola palabra de
lo que decía el otro.»
Beatty
guió a Benton y Newman en sus encuentros con Mac-
Ewen. «Warren dijo: “Os dirá tal y tal cosa, después os dirá lo otro y Arthur
dirá lo contrario”», recuerda Newman. «Entramos, y pasó exactamente lo que Warren
nos había dicho. Me pareció estar en la Dimensión Desconocida.» Sin embargo,
Warner intentó dar marcha atrás en el último minuto, pues no le gustaba nada
que Penn y Beatty llenaran el reparto con desconocidos. El «coronel» le envió a
Mac-Ewen esta nota: «¿A quién le interesa la ascensión y caída de una pareja de
ratas? Lo siento, no leí el guión antes de decir que sí... Esa época terminó
con Cagney.» Más o menos un mes antes de comenzar el rodaje, también Penn
intentó echarse atrás. Pensaba que los problemas del guión no se habían
resuelto, y que era imposible resolverlos. Beatty se negó a dejarlo marchar, y
trajo a Towne para que puliera el guión.
Robert
Towne, nacido en 1934 –tres años mayor que Beatty–, se llamaba en realidad
Robert Schwartz. Towne había crecido en San Pedro, pocos kilómetros al sur de
Los Ángeles, donde Lou, su padre, tenía una pequeña tienda de ropa para señoras
llamada Towne Smart Shop. Helen, la madre, era una mujer de gran belleza y una
auténtica esposa modelo. Robert tenía un hermano, Roger, unos seis años menor
que él. San Pedro, puerto pesquero de la clase obrera, era un lugar romántico
para alguien como Towne; años más tarde, en sus entrevistas, siempre intentaba
dar la impresión de haber crecido en ese ambiente, aunque su padre, que se puso
el apellido Towne tras introducirse en el negocio inmobiliario, se reinventó a
sí mismo hasta llegar a ser un próspero promotor. La familia se instaló luego
en Rolling Hills, una urbanización vallada en la parte más próspera del próspero
Palos Verdes, donde todo el mundo tenía caballos. Towne estudió en Chadwick, un
exclusivo colegio privado; después, ya en la adolescencia, se pasó a Brentwood.
Alto y atlético, tardó, sin embargo, en encontrar su imagen. En los años
sesenta, el pelo ya comenzaba a ralearle; se lo dejó crecer, y se lo cepillaba
hacia un lado para esconder las imparables entradas. Su expresión melancólica y
abatida, sus pálidos ojos febriles y la judaica inclinación de los hombros le
daban un toque rabínico que nunca pudo quitarse completamente de encima.
Towne
tenía una personalidad muy atractiva: era delicado, cortés, abnegado. En una
ciudad llena de gente que había abandonado los estudios, donde muy pocos leían
libros, era un hombre excepcionalmente culto. Tenía un olfato especial para los
puntos sutiles de un argumento, los matices del diálogo, y sabía explicar y
contextualizar el séptimo arte o una película dada en el corpus de la
literatura y el teatro occidental.
Antes
de los años setenta, los guionistas eran descartables. Si un proyecto iba mal,
el estudio arrojaba a las llamas a un guionista detrás de otro. Ni ellos mismos
se tomaban en serio. Towne formó parte de la primera generación de guionistas
de Hollywood para quienes los guiones eran un fin en sí mismos, no meras
estaciones en el camino hacia la gran novela americana. El fuerte de Towne eran
los diálogos: «Tenía la capacidad de dejar cierto vaho en cada página que
escribía y reescribía, como si respirase encima de las páginas», dice el
productor Gerald Ayres, que lo contrató para el guión de El último deber. «Siempre había algo
que tocaba tu sensibilidad, que hacía que leer una página de su guión no se
limitase a un simple contacto con la trama; daba la sensación de que ahí había
ocurrido algo accidental y auténtico en la vida de un ser humano.»
Towne
era un gran conversador, pero podía ponerse didáctico y muy prolijo, y a muchos
les parecía un hombre demasiado preocupado por sí mismo. Dice David Geffen, que
llegó a conocerlo muy bien: «Bob era un guionista de gran talento, aunque como
hombre era terriblemente aburrido. Siempre hablaba de sí mismo. Solía ir a
escribir a Catalina, y cuando volvía te describía con todo lujo de detalle cómo
cagaban las vacas.»
Towne
comenzó escribiendo para televisión; después, empezó a escribir para Roger
Corman, que producía películas comerciales para American International Pictures
(AIP) y que se hizo famoso por permitir que muchos de los «niños mimados» del
cine pasaran por su academia de películas de bajo presupuesto cuyo lema era «ruede
hoy, monte mañana». Towne afirma que él y Beatty, que entonces aún no habían
cumplido los treinta, se conocieron cuando uno entraba y el otro salía de la
consulta del doctor Martin Grotjahn, el psicoanalista de ambos. Towne tenía un
guión, un western llamado The Long Ride Home, que Corman quería
dirigir. A Beatty, tras leerlo, se le ocurrió interpretar al protagonista.
Recuerda Towne: «Fijó una cita con Roger, lo cual era algo fuera de lo común
porque Roger hacía sus peliculitas con calendarios de producción de cinco días
y Warren había trabajado con Kazan. Pidió ver un ejemplo del trabajo de Corman.
Roger le enseñó La tumba de Ligeia,
que yo le había escrito. No era algo que a ojos de Warren pudiera causar buena
impresión de Roger como director. Warren dijo: «Mira, es como si fuera a
casarme con una chica hermosa pero, de repente, me entero de que lleva ocho
años haciendo la calle.» Beatty rechazó la película, pero Towne le había caído
bien y no tardaron en hacerse amigos. Se llamaban por teléfono como mínimo una
vez al día.
Tanto
Towne como Beatty eran excelentes estudiantes de medicina, y Towne no tardó en
ser un gran conocedor del PDR (Physicians’
Desk Reference), la Biblia de los fármacos. Hubo una época en que, junto
con Jack Nicholson, concibieron, medio en serio y medio en broma, la idea de
buscar a un estudiante del curso de preparación de la carrera, un estudiante de
los mejores, y ayudarlo (o mejor, ayudarla) a terminar los estudios para
mantenerlo después como médico de cabecera, siempre a su disposición.
Más
tarde famoso por su hipocondría, Towne ya se preocupaba por su salud en
aquellos años. Tenía constantes dolores de espalda y alergias. La mayor parte
de los mortales, cuando pillan un resfriado, no le hacen caso; pero Towne iba
enseguida a ver al médico, antes de que la flema apareciese siquiera en el
fondo de su garganta. Le preocupaba que sus estornudos presagiaran algo peor,
que fueran un instrumento del turbio nimbo de enfermedad que él imaginaba que
lo rodeaba. Sus alergias lo debilitaban tanto que, según él mismo, lo mantenían
«remendando guiones ajenos», demasiado débil para escribir sus propios
originales. Alérgico a varias cosas en distintos momentos, un día tenía alergia
al moho y las esporas; otro, a la soja, a las alfombras de su casa y a una
acacia del jardín trasero. Él insistió hasta que la talaron. También creía
tener algún problema de tiroides. Era alérgico al vino y al queso, y hasta al
tiempo húmedo. Más tarde se compró un filtro de aire especial, de los que se
usan en las unidades de quemados de los hospitales para que no entren
bacterias.
Towne
empezó a trabajar en Bonnie y Clyde,
y le dedicó muchas horas durante tres semanas en la fase anterior al rodaje.
«Tanto Warren como Arthur pensaban que el guión tenía problemas. Tenían
objeciones al ménage à trois.
Beatty, pese a que le gustaba interpretar papeles opuestos a su imagen, dijo:
«Os diré una cosa ahora mismo: no pienso interpretar a un maricón.» El actor
creía que el público no iba a aceptarlo. «Se me van a mear encima», dijo,
utilizando una de sus expresiones favoritas. Benton y Newman no lo entendían.
«Lo que queríamos era hacer una película francesa, y ésos eran problemas que a
François Truffaut nunca le molestaron», dice Benton. Pero Penn les dijo:
«Estáis cometiendo un error, chicos, porque estos personajes ya están metidos
en bastantes líos. Matan, asaltan bancos. Si queréis que el público se
identifique con ellos, no lo conseguiréis nunca si decís que este tío es
homosexual. Vais a destruir la película.» Benton y Newman cambiaron al
homosexual por un impotente. Towne estuvo de acuerdo: «Nadie pensó que teníamos
que evitar un tabú. Simplemente vimos que no podíamos resolver relaciones tan
complejas desde el punto de vista dramático y seguir robando bancos y matando gente.
Se te acaba antes la película. Mira Jules
y Jim, por ejemplo; tardan toda la película en ir de Tinker a Evers y
Chance.
Y eso sin toda la acción y la violencia.»
El
aporte fundamental de Towne consistió en cambiar el orden de algunas escenas.
Hay un momento crucial en el que la banda recoge a un sepulturero (Gene
Wilder). Están todos en el coche, diciendo paridas, muy excitados con la idea
de asaltar algún banco, hasta que alguien le pregunta al hombre a qué se
dedica. Wilder se lo dice. La revelación ensombrece palpablemente la atmósfera,
un cambio subrayado por la frase de Bonnie: «Sacadlo de aquí.» Inicialmente la
escena aparecía hacia el final, después de la visita de Bonnie a su madre.
Towne la adelantó y la colocó antes de la visita, para destacar el oscuro
nubarrón de fatalidad que se cierne sobre la banda, y así convirtió la
siguiente reunión familiar en una ocasión agridulce, no feliz como la habían
imaginado Benton y Newman. Towne también escribió una coletilla para la madre
de Bonnie, una ducha de agua fría sobre el sentimentalismo de la secuencia.
Después de que Bonnie expresa su deseo de instalarse cerca de la casa de su
madre, Mama Parker dice: «Si intentas vivir a menos de cinco kilómetros de esta
casa, no vivirás mucho, cariño.»
«Cuando
era niño», cuenta Towne, «me llamaban la atención cuatro cosas de las
películas: que los personajes siempre encontraban un lugar donde aparcar a
cualquier hora del día y de la noche; que nunca les daban el cambio en los
restaurantes; que maridos y muje-
res nunca dormían en la misma cama, y que la mujer se iba a dormir sin quitarse
el maquillaje y se despertaba con el maquillaje intacto. Y pensaba: nunca voy a
hacer lo mismo. En Bonnie y Clyde
–aunque no creo que fuera idea mía–, Bonnie cuenta hasta el último céntimo del
cambio, y C. W. se queda sin poder salir de un aparcamiento y pasa un gran
apuro al intentar escapar.»
Cuando
ya estaban listos para ir a filmar en exteriores, con el guión revisado y el
trabajo de Towne terminado, Beatty le preguntó al guionista si tenía alguna
idea para nuevos proyectos. Desde que ¿Qué
tal, Pussycat? se le escapara de las manos, Beatty quería volver al
mismo territorio, la historia del Don Juan compulsivo. Towne había estado
pensando en poner al día una comedia de la Restauración titulada The Country Wife, de William
Wycherley,* sobre un hombre que
convence a sus amigos de que su médico lo ha dejado impotente para que no
desconfíen de él cuando se quede a solas con sus esposas. Towne había conocido
a un amigo de un amigo, un peluquero heterosexual, que había echado por tierra
todas sus ideas acerca de los peluqueros. ¿Qué mejor manera de poner al día la
pieza de Wycherley que con el personaje de un peluquero al que todo el mundo
supone homosexual? A Beatty le gustó la idea, y contrató a Towne para que le
escribiera el guión por veinticinco mil dólares. Towne lo acompañó al plató de Bonnie y Clyde en Dallas, y allí lo
escribió. El título original del guión fue Hair; más tarde, Shampoo.
Bonnie y Clyde
se filmó con actores traídos de Nueva York, sede de una revolución en la
selección de actores que se debió casi exclusivamente a Marion Dougherty.
Cuando Dougherty empezó a trabajar al principio de los años sesenta, el casting
todavía estaba en la Edad Media. «Era como encargar comida china», dice
Dougherty. «Tenían un montón de gente contratada, así que sólo había que ir
seleccionando, uno de la columna A y uno de la columna B.» A finales de los
sesenta, las cosas no habían mejorado mucho. Cuenta Nessa Hyams, que se formó
con Dougherty: «La mayoría de la gente de casting estaba en Los Ángeles. Ya
eran maduritos; ex militares, funcionarios. Para ellos un casting consistía en
llamar a los representantes, que
traían a todos sus chicos, todos muy parecidos en aspecto y estilo: sosos, rubios,
ojos azules. Marion iba al teatro, así que siempre sabía quiénes eran las
nuevas promesas. Había cientos de jóvenes actores dando vueltas por Nueva York,
y aún sin descubrir.»
Penn
y Beatty no necesitaban a Dougherty porque los dos habían trabajado en teatro y
en la televisión en directo, que se convirtieron en el banco genético del Nuevo
Hollywood. El reparto se formó en su mayor parte con actores de ese medio: Gene
Hackman, Michael J. Pollard y Estelle Parsons. Además de Beatty y Faye Dunaway,
contratada para el papel de Bonnie, nadie en el reparto se parecía ni
remotamente a una estrella de cine. Hackman era un tipo común y corriente del
Medio Oeste; Parsons era sencilla; y, según los criterios convencionales,
Pollard, con su cara redonda y sus labios carnosos, se parecía más a una
atracción de barraca de feria. En una palabra, parecían gente real.
También
en lo que atañe al reparto, el otro fenómeno decisivo, gestándose más o menos
en las mismas fechas, fue El graduado.
En el libro, los Braddock y sus amigos, incluida la famosa señora Robinson,
eran blancos, anglosajones y protestantes. Mike Nichols, el director, había
intentado respetar esa pauta, y le había ofrecido el papel de la señora
Robinson a Doris Day, que lo rechazó diciendo: «Ofende mi sentido de los
valores.» Después les hizo una prueba a Robert Redford y Candice Bergen, pero
el instinto le decía que les faltaba algo. «Cuando vi la prueba de Redford, le
dije que no podía, en ese momento de su vida, interpretar a un perdedor como
Benjamin, porque nadie se lo creería. Redford dijo: “No lo entiendo”, y yo le
dije: “Bueno, déjame que te lo explique de otra manera: ¿Alguna vez te ha ido
mal con una chica?” Y él me respondió: “¿Qué quieres decir?” Eso era
precisamente lo que le quería decir.» Nichols convirtió a las familias en
judíos de Beverly Hills, y le dio el papel a Dustin Hoffman. Elegir a Hoffman
en lugar de Redford fue, sin duda, un paso muy audaz. El gran éxito de la
película lanzó a Hoffman al estrellato, un hecho que, a su vez, abrió las
puertas de Hollywood a los actores étnicos de Nueva York.
Lo
más curioso de Bonnie y Clyde
fue que se rodó en exteriores en Texas, lejos del estricto control de los
estudios; no obstante, Beatty tuvo que luchar para que se lo permitieran. Él
quería saber el porqué y el para qué de todo lo que hacía Penn, y también tenía
un montón de ideas propias. Cuenta Parsons: «Warren y Arthur discutían por cada
toma. Nosotros nos metíamos en los vestuarios y esperábamos, esperábamos.»
Towne se había hecho íntimo de los dos. «Yo era una especie de parachoques
entre ellos. Por ejemplo, Arthur quería una escena en la que Bonnie y Clyde
fingían que estaban muertos. Warren vino y me dijo: “No puedes escribir esa
jodida escena porque es una mierda.” Yo pensé: Bueno, a lo mejor puedo hacer
que funcione, de momento sólo es papel. Intenté varias veces hacer que
funcionara, y nunca me pareció especialmente buena. Warren no paraba de
gritarme: “¡No podemos mimarlo! ¿Cómo puedes hacer eso?”
»Mi
teoría se basaba en aquel chiste sobre un tipo que se pesca una venérea en la
guerra de Corea. El médico norteamericano le dice: “Esta forma particular de
enfermedad venérea no tiene tratamiento; lo único que podemos hacer es
amputártela, porque se te va a gangrenar.” El tipo dice: “No puede hacer eso.”
Después se entera de que en las colinas vive un curandero, un bicho raro. Va a
verlo y le enseña su problema. El curandero le dice: “¿Médicos americanos decir
cortar?” “Sí, eso mismo. ¿No cortar?”, le dice el tipo. Y el curandero le
responde: “No, no, esperar dos días, caer sola.” Lo que yo intuía era que en
dos semanas la escena se caería solita. Cuando Arthur viera los copiones y se
sintiera más seguro, ya no querría filmar la escena. Y no la filmó.»
Cuando
Beatty no estaba actuando, produciendo o discutiendo con Penn, estaba en su
Winnebago. Las chicas entraban y salían a cualquier hora del día y de la noche.
Los actores y el equipo observaban cómo la caravana se bamboleaba como un barco
en alta mar.
A
pesar de todas las discrepancias, Beatty, Penn, Benton y Newman estaban de
acuerdo en una cosa: la violencia tenía que sacudir al espectador. Las balas
tenían que herir no sólo a los personajes, sino también al público. «No era
habitual matar a alguien a balazos y verlo caer en el mismo fotograma; tenía
que haber un corte», explica Penn. «Nosotros dijimos: “No repitamos lo que los
estudios llevan años y años haciendo. Tiene que ser una bofetada en plena
cara.”»
Sin
embargo, al final Penn quiso un efecto diferente. Fue suya la idea del polémico
clímax, en el que Bonnie y Clyde caen a cámara lenta bajo una lluvia de balas,
como marionetas que se tambalean grotescamente. Cuenta el director: «No
olvidemos que eran los tiempos de Marshall McLuhan. La idea era utilizar el
medio como recurso narrativo. Yo quería que la película se desprendiera del
fondo relativamente sórdido de la historia, hacer algo un poco más tipo ballet,
Quería un gran final.» Con la bala que hace volar en pedazos una parte de la
cabeza de Clyde, Penn quiso recordar al público el asesinato de John F.
Kennedy.
Equipo
y actores regresaron de Texas en la primavera de 1967. En junio, el montaje
estaba casi terminado. Beatty organizó un pase para Warner en la sala de
proyecciones de la palaciega casa del magnate en Angelo Drive. A Warner no le
gustaba sentarse en sillas o butacas previamente ocupadas, por eso, si la sala
se había utilizado antes, su silla estaba en zona prohibida. Además, su débil
vejiga era tan célebre como él. «Te diré una cosa, y espero que no la olvides»,
dijo Warner, volviéndose hacia Penn. «Si tengo que ir a mear es porque la
película es una mierda.» La película duraba casi dos horas y diez minutos; aún
tendrían que quitarle más o menos quince minutos. Empezó la proyección, y a los
cinco o seis minutos, Warner se disculpó. Regresó a su asiento para el
siguiente carrete, y un poco más tarde volvió a ir al lavabo. Y tuvo que ir una
tercera vez. Al final de la proyección, las luces se encendieron, bañando de un
tenue resplandor los Monets y los Renoirs que colgaban en las paredes. Silencio
absoluto «¿Qué coño es esto?», preguntó Warner. Silencio. «¿Cuánto ha durado
esta película?» Bill Orr, su yerno, le dijo: «Dos horas y diez minutos,
coronel.» Warner replicó: «Han sido las dos horas y diez minutos más largas de
mi vida. Esta película da para tres meadas.»
Beatty y Penn no sabían si reír o llorar. Beatty intentó explicarle la película
a Warner. Habló con dolorosa determinación, mientras el ominoso silencio que
reinaba en la sala se tragaba sus palabras. Al final, aferrándose
desesperadamente a su objetivo, dijo: «¿Sabe una cosa, Jack? En el fondo, esta
película es una especie de homenaje a las películas de gánsters de Warner
Brothers de los años treinta.» «¿Qué coño va a ser un homenaje?», dijo Warner.
Días
después le pasaron la película al padre Sullivan, de la Legión de la Decencia
Católica, quien juró y rejuró que Dunaway no llevaba bragas en la escena
inicial, cuando baja corriendo la escalera. Recuerda Beatty: «Hizo que le
pasaran la escena no sé cuántas veces, mientras decía: “¡Oh, no, le he visto un
pecho!” Y nosotros le decíamos: “No, padre, sólo es el vestido, es seda.” Y él
insistía: “¡No, no, le he visto un pecho! ¡Esperen, creo que le he visto un
pezón!” Y nosotros le decíamos: “No, padre, sólo es un botón.”»
Pocas
semanas más tarde, Warner fue a Nueva York y anunció la venta de su parte a
Seven Arts Productions, una pequeña productora de televisión, por 183.942.000
dólares, una historia en la que el pez chico se come al grande. Warner
personalmente se embolsó treinta y dos millones. Eliot Hyman pasó a ser el
nuevo presidente; Kenny, su hijo, productor de The Hill y Doce del
patíbulo para MGM, fue el nuevo jefe de producción, con un contrato de
tres años. Los nuevos propietarios mantuvieron a Benny Kalmenson, el número dos
de Warner, a Richard Lederer, el ejecutivo de márketing, y a Joe Hyams, que
trabajaba para Lederer. Kenny Hyman anunció inmediatamente que su intención era
ganarse la benevolencia de los directores cediéndoles más control artístico, y
contrató a Sam Peckinpah para dos películas –Grupo salvaje y La
balada de Cable Hogue–, después de que a Peckinpah le hicieran
virtualmente el vacío por su alcoholismo, su falta de respeto y otros delitos contra el
sistema de los estudios. Y también le dio un espaldarazo a un joven guionista
de la casa, al que contrató para que dirigiera un musical con Fred Astaire: El valle del arco iris.
Si
Bonnie y Clyde fue una de las
últimas películas del régimen del viejo Warner, El valle del arco iris fue una de las primeras del nuevo régimen
liderado por Hyman. Justo cuando Beatty estaba a punto de terminar, empezó su
trabajo Francis Ford Coppola, que había estudiado en la escuela de cine de la
Universidad de California-Los Ángeles (UCLA). El año anterior, Coppola había dirigido
su primera película seria, Ya eres un
gran chico, con guión propio, adaptación de la novela de David
Benedictus. Cuenta John Ptak, que también estudió en la UCLA y luego se
convirtió en agente: «El noventa por ciento de los directores empezaba como guionistas
porque no había otra manera de llegar a director. Ninguna. Lo único que esos
chicos en realidad tenían era la capacidad de contar una historia.» Ya eres un gran chico fue considerada
prácticamente un milagro. «En esos años, era inaudito que un tipo joven hiciera
un largometraje», recuerda Coppola. «¡Yo fui el primero!» Sus seguidores lo
adoraban. «Francis era nuestro ídolo», dice la actriz Margot Kidder. «Conocer a
Francis
era lo más cerca de Dios que se podía estar.»
Cuando
Coppola ingresó en la UCLA en 1963, las facultades de cine eran guetos para
vagos y colgados; la de la USC funcionaba en un viejo establo; la de la UCLA,
en unos barracones prefabricados, vestigios de la Segunda Guerra Mundial. «No
se consideraba una carrera seria», recuerda el guionista Willard Huyck, que
ingresó en la USC en 1965. «Pasabas delante de la facultad de cine, te
agarraban por el brazo y te decían: “¿Quieres ser cineasta?” Era muy fácil
entrar.» El otro factor de motivación, por supuesto, fue la guerra de Vietnam.
Según cuenta el diseñador de sonido Walter Murch: «Todos nos pusimos a estudiar
cine porque nos interesaba el cine, pero también era una especie de burbuja, de
refugio, para librarnos del reclutamiento.»
A
los veintiocho años, Coppola era un tío macizo de un metro noventa, barbudo,
con gafas de culo de botella y gruesa montura de concha; iba siempre con la
ropa arrugada, como si hubiese dormido vestido. Ésa fue su fase Fidel Castro:
uniforme de faena, botas y gorra. Aceptó El
valle del arco iris, que tenía un presupuesto bajísimo para un musical,
con un reparto ya montado y un productor fuerte, convencido de que cometía un
error. «La comedia musical era algo que yo había mamado en familia y,
francamente, pensé que mi padre quedaría impresionado.»
Un
día del verano de 1967, Coppola reparó en un joven de veintitrés años, menudo y
reservado, también barbudo, que merodeaba por el plató y observaba al veterano
equipo que a duras penas hacía su trabajo. El chico llevaba todos los días el
mismo atuendo: tejanos y una camisa blanca con las puntas del cuello abotonadas
a la pechera, los faldones por fuera de los pantalones. George Lucas era la
estrella de la USC; su corto estudiantil, THX:1138:4EB/Electronic Labyrinth, había conseguido el primer
premio en el tercer National Student Film Festival en 1968, y su período de
prácticas en Warner le permitía básicamente hacer lo que quería en el estudio
durante seis meses. Lucas se proponía estar de aprendiz en el legendario
departamento de animación de Warner –Tex Avery, Chuck Jones– pero, como casi
todo lo demás, el departamento había sido cerrado; ésa fue una de las razones
por las cuales fue a parar al plató de Coppola, el único lugar del estudio
donde había señales de vida.
Lucas
era casi patológicamente tímido, en particular con los adultos. Cuando empezó a
salir con Marcia Griffin, la chica con la que terminó casándose, pasaron meses
antes de que ella consiguie-
ra que le dijese dónde había nacido. «Era muy difícil hacerlo hablar», recuerda
Marcia. «Yo solía decirle: “Y tú, George, ¿de dónde eres?”»
«Mmm,
California.»
«Oh,
bien, ¿de qué parte de California?»
«Eh...
el norte de California.»
«¿De
dónde del norte de California?»
«Del
norte... de la zona de San Francisco.» Nunca hablaba sobre sí mismo motu
proprio, era muy reservado, muy callado. Pero con Coppola, Lucas podía hablar
de cine, y Francis reconoció en él un alma gemela. Lucas era el único «barbudo»
del estudio, el único que había estudiado cine y, el único casi, menor de
sesenta.
Lucas
estaba fascinado con Coppola, que ya entonces era una leyenda entre los
estudiantes de cine de la USC. Dice Murch: «Gracias a su personalidad, puso la
mano en el picaporte y las puertas se le abrieron de par en par. De repente,
entró un haz de luz; vimos que uno de nosotros, un estudiante de cine sin
ningún enchufe en la industria, había dado el paso; de ser un estudiante pasó a
ser alguien que hizo un largometraje financiado por un estudio.»
Sin
embargo, tras dos semanas de ver luchar a Coppola con El valle del arco iris, Lucas decidió que ya había visto
demasiado. Coppola se molestó: «¿Qué quiere decir que te vas? ¿No soy lo
bastante entretenido para ti? ¿Ya has aprendido todo lo que tenías que aprender
observándome dirigir?» Y le ofreció un puesto en la producción. También Lucas cayó
bajo el hechizo de Coppola.
Sin
embargo, no hay que olvidar que Coppola trabajaba controlado por el productor
Joe Landon. El joven director odiaba la idea de rodar en el estudio, quería
hacerlo en exteriores, en Kentucky, donde estaba ambientada la historia; pero,
por supuesto, los estudios le dijeron que no, y él, a diferencia de Beatty, no
tenía influencia suficiente para salirse con la suya. Hacia el final del
rodaje, se decidió y se fue a Bay Area con algunos actores y el equipo mínimo,
y filmó al estilo guerrilla.
Los
métodos de Coppola eran tan poco ortodoxos que él vivía pensando que tenía los
días contados. Recuerda Milius: «Francis tenía un armario en el edificio del
productor; robaba material y equipo y lo iba metiendo allí. Decía que algún
día, cuando por fin lo echasen, con eso tendríamos bastante para hacer otra
película.»
Bonnie y Clyde
estuvo lista a principios del verano de 1967. Los ejecutivos del estudio habían
ido marchándose disimuladamente durante la proyección de la copia provisional,
y Lederer sabía que iban a enterrarla: ni siquiera figuraba en el calendario de
estrenos. El jefe de distribución era un hombre llamado Morey «Razz» Goldstein.
Sin haber visto la película, Goldstein decidió estrenarla el 22 de septiembre
en un autocine de Denton, Texas. «En esos días, septiembre era la peor época
del año para lanzar una película», cuenta Lederer. «Era lo mismo que tirarla a
la basura.» Un día, Lederer recibió en Nueva York una llamada de un tipo que
trabajaba en el estudio y que hacía tráilers para él. El hombre le dijo: «Acabo
de ver una copia de Bonnie y Clyde;
es pura dinamita, una película especial.» Lederer fue a ver a Kalmenson y le
dijo: «Escucha, Benny. No descartes Bonnie
y Clyde todavía. Veámosla otra vez antes de tomar una decisión. Tenemos
una primera versión. Warren pondrá el grito en el cielo, pero puedo hacer que
la vuelvan a traer por la mañana sin que nadie se dé cuenta.»
Al
día siguiente por la tarde, Lederer organizó un pase para él y su equipo. Quedó
anonadado. Fue al despacho de Goldstein y encontró a los cuatro jefes de
división reunidos. Goldstein dijo: «Nick, hemos visto la película, y mantenemos
el calendario original, pero te diré lo que nos gustaría hacer: uno de esos
grandes estrenos en el campo, en Denton. Sacamos los coches viejos y la
armamos, chico. Llevamos a Warren, a Arthur, a Faye, todos nos lo pasaremos en
grande.» Lederer se puso furioso; dirigiéndose a los jefes de división dijo:
«Oídme bien. Lo de los coches viejos no es ningún problema, pero eso es todo lo
que te puedo conseguir. Lo único que hará Warren cuando se entere de lo que
estás haciendo será venir a este despacho con un cuchillo a cortarte las
pelotas.» Dicho lo cual se levantó y salió.
Mientras
tanto, la primera proyección pública tuvo lugar en el viejo edificio del gremio
de directores en Sunset Boulevard. Beatty invitó a los gigantes de Hollywood,
los hombres cuya amistad había cultivado: Charlie Feldman, Sam Spiegel, Jean
Renoir, George Stevens, Billy Wilder, Fred Zinnemann, Sam Goldwyn, Bill Goetz,
etc. Fue un paso muy valiente; sus amigos le dijeron que estaba loco porque a
esos tipos nada les gustaba más que cargarse a un pobre infeliz que
protagonizaba una película producida por él mismo: debía de ser algún producto
de la vanidad. El día anterior había aparecido en el Esquire el desagradable artículo de Rex Reed titulado «Por
favor, que se calle de una vez el verdadero Warren Beatty». Y Beatty, que,
humillado, seguía deprimido, se pasó toda la proyección con cara de no sentirse
bien; apenas prestó atención a la película. Bonnie y Clyde terminaba con la coreográfica emboscada. «En
aquellos tiempos, a la gente no le volaban la cabeza en pedazos ni explotaban
cientos de miles de petardos en cada escena», dice Beatty. «Era una de las
películas más violentas que jamás se habían visto.» Al finalizar la sesión, se
hizo un largo silencio que a él le pareció una eternidad. Después, toda la sala
estalló en aplausos. Diez filas detrás de él, alguien se puso de pie y dijo:
«Señores, Warren Beatty acaba de darnos a todos por
el culo.»
A
partir de esta y otras proyecciones, Beatty se puso a luchar para conseguir
mejores fechas de estreno. Goldstein, empecinado, dijo: «Estáis todos locos con
esta película; ya es hora de que la dejéis». Pero Beatty no se dio por vencido.
Joe Hyams convenció a Beatty y a Penn de que el Festival de Cine de Montreal
era el lugar apropiado para el estreno. «Recordé una película titulada Acosado, una mierda, y que el único
lugar del mundo en que le había ido bien había sido en Canadá», recuerda Hyams.
«Les dije: “¡Si esa película triunfó en Canadá, a ésta también puede irle bien
en Canadá.» El estreno mundial de
Bonnie y Clyde tuvo lugar el
viernes 4 de agosto de 1967, en la Expo ’67 del Festival Internacional de Cine
de Montreal.
«¡Qué
reacción! Fue increíble», recuerda Lederer. «Los artistas tuvieron que salir
catorce veces, la ovación no cesaba. Cuando todo terminó, Warren se metió en la
cama de su suite con una chica a cada lado, vestidas, acurrucadas contra él.
Una era una bonita francesa, una de las azafatas del festival. Warren le dijo:
“Oye, cielo, ¿cuál es el lugar más marchoso de Montreal? Quiero que me lleves
ahí esta noche.” La chica le dijo: “Señor Beatty: ¡éste es el lugar más
marchoso de Montreal!”»
En
Nueva York, Bonnie y Clyde se
estrenó en los cines Murray Hill y Forum, en la calle Cuarenta y siete y en
Broadway, el 13 de agosto, en pleno Verano del Amor, pocas semanas después de
que los célebres disturbios arrasaran los guetos de Detroit y Newark. Bosley
Crowther, que acababa de ver la película en Montreal, y al que no le había
gustado nada, publicó en el New York
Times una crítica demoledora en la que la tildó de «payasada barata y
descarada sobre las horrendas barbaridades de esa sórdida pareja de imbéciles
como si se tratase de una juerga, igual que las bufonadas de la era del jazz de
Millie, una chica moderna».
Los
críticos de los periódicos tenían entonces una influencia muchísimo mayor que
ahora. Las películas se estrenaban poco a poco, primero en Nueva York y Los
Ángeles, y de allí pasaban al interior a un ritmo pausado, como ondas en un
estanque; por lo tanto, su éxito dependía de las críticas y del boca a boca,
así como de la publicidad en la prensa. No obstante, la crítica de cine no era
algo que se tomara en serio; era un deporte de caballeros, dominado por el
gusto medianamente intelectual de Crowther. Una mala crítica de Crowther, que
en esos días vivía clamando contra la violencia en el cine, podía hundir una
película; ya había puesto por los suelos no sólo a Doce del
patíbulo, de Robert Aldrich, sino también A quemarropa, de John Boorman, por la ausencia de un valor
social que las redimiera. Crowther repitió su ataque a Bonnie y Clyde dos fines de semana consecutivos en la sección de
espectáculos del domingo. «Me aterrorizaban su poder y el hecho de que en su
crítica me dejara tan mal», dice Lederer. «Confieso que me dolió.»
Benton,
Newman y sus respectivas familias habían alquilado una casa de veraneo en
Bridgehampton. Benton le dijo a Sally: «Mira, sólo es una película más. Ha sido
un gran momento de nuestra vida, pero no se puede esperar nada.» Entonces leyó
el ataque de Crowther y pensó: «Nova a durar ni dos semanas en cartel.» El
resto de las críticas –especialmente las de las influyentes Time y Newsweek– fue casi tan cruel como la de Crowther. Joe
Morgenstern, de Newsweek, la
calificó de «sórdido filme de tiros y mamporros para idiotas». Sin embargo, en The Times comenzaron a recibir cartas
de gente a la que le había gustado la película y, lo que es más importante aún,
a Pauline Kael le encantó Bonnie y
Clyde.
Kael
era una mujer diminuta, con aspecto de pajarillo, que habría podido ser la
secretaria de una pequeña universidad femenina de Nueva Inglaterra. Bajo su
apariencia poco interesante se ocultaba una gran pasión por la polémica y un
auténtico genio para la invectiva. Sus escritos vibraban de amor al cine
mezclado con la emoción que a la crítica le producía descubrir buenas
películas. Tras surgir, ya madurita, de las sombras de las salas de arte y ensayo
de Berkeley, donde escribía notas mimeografiadas para un círculo de pálidos
cinéfilos, Kael brilló un tiempo en el mundo de los medios de Nueva York y
después se puso a trabajar en serio. Rehuía la política, pero en sus críticas
siempre había un pequeño lugar para la Nueva Izquierda. Su versión del odio
antisistema propio del movimiento pacifista se expresaba en una profunda
desconfianza en las productoras y un bien desarrollado sentido de «Nosotros
contra Ellos». Escribía sobre el choque entre directores y ejecutivos de los
estudios con la misma pasión con la que Marx había escrito sobre la lucha de
clases.
Kael
era una defensora de los cineastas y, a la vez, activista. Como Sarris, no sólo
escribía artículos de rutina en los que indicaba a los lectores la mejor manera
de pasar la noche del sábado. Los dos críticos habían declarado la guerra al
«crowtherismo», como ellos lo llamaban; eran soldados librando una batalla
contra la ignorancia. Al mismo tiempo, convencían a la intelectualidad de que
las películas de Hollywood, que siempre habían sido consideradas inferiores
–William Faulkner y F. Scott Fitzgerald se habían rebajado cuando fueron a
Hollywood–, también podían ser arte.
Lo
que Kael decía era, en el fondo, sensato, pero sus simpatías la hacían vulnerable
a la balada del artista desamparado, la triste canción que más de un director
estaba dispuesto a entonar con tal de que le escribieran una buena crítica.
Cuenta el guionista y actor Buck Henry: «Todos sabíamos que a Kael se la podía
“comprar”, que si te la llevabas a un bar, la emborrachabas y le contabas algún
chisme, podías conseguir que repitiera de alguna forma lo que le decías.»
Kael
no tardó en ver que Warner Bros. era un estudio demasiado retrógrado para
comprender el valor de Bonnie y Clyde.
Era una situación hecha a medida para su talento, y ella contribuyó con una
crítica de nueve mil palabras que The
New Republic, revista para
la que escribía en esa época, se negó a publicar. El artículo terminó en The New Yorker, y le aseguró una
columna habitual en esta revista. En su crítica, Kael decía: «Bonnie y Clyde es la película
auténticamente americana más emocionante desde El mensajero del miedo y el público lo sabe.» No contenta con
esta defensa, encabezó una campaña para rehabilitar la película. Kael tenía
acólitos –críticos que seguían su ejemplo, más tarde apodados «paulettes»–, y
movilizó a sus tropas. Corre el rumor de que convenció a Morgenstern para que
volviera a ver la película. Una semana más tarde, Morgenstern publicó una
retractación sin precedentes.
«La
crítica de Pauline Kael fue lo mejor que jamás nos ocurrió a Benton y a mí»,
recuerda Newman. «Nos puso en el mapa. La nuestra era, a grandes rasgos, una
gran película de gánsters, un género no muy respetado. Lo que ella hizo fue decirle
a la gente: “Pueden ver esta película seriamente; no es obligatorio que sea una
película de Antonioni sobre personajes alienados caminando por una playa, y en
blanco y negro, para que sea una obra de arte.”» Y Towne añade: «Sin ella, Bonnie y Clyde habría muerto como un
perro.» Otorgando a los guionistas una parte importante del mérito, Kael
desairó a Beatty y lo trató de actor mediocre. Pero Beatty llamó a Kael, y la
sedujo. Cuenta Kael que cuando finalmente lo conoció, en un pase de un
documental sobre Penn, «Beatty conectó muy bien con mi hija, que en esa época
era una adolescente».
Benny
Kalmenson, una reliquia del régimen de Warner, era un ex obrero siderúrgico, un
hombre achaparrado y macizo que, al igual que muchos ejecutivos de Warner,
vestía como un mafioso sacado de una de las famosas películas de gánsters del
estudio. «No paraba de decir: “El cabrón de Warner esto, el cabrón de Warner lo
otro”, cada dos palabras soltaba un taco», recuerda Lederer. «Era un matón.»
Cuando Kalmenson por fin vio la película, su reacción fue clarísima: «¡Es una
mierda!» Furioso, Beatty lo siguió a su despacho y le dijo: «Déjame que te
pague este negativo y te daré una parte de los beneficios». Kalmenson lo miró
como si Beatty fuera una hormiga y replicó: «¡Lárgate ahora mismo de aquí,
Warren! ¿De dónde diablos vas a sacar dos millones de dólares?» Beatty le dijo:
«Puedo conseguirlos, no te preocupes.» Más tarde, Beatty pensó: Están empezando
a tomarme en serio. Saben que pueden librarse de esto si quieren.
Pero
nada de eso importó. Bonnie y Clyde
se estrenó en Denton, Texas, el 13 de septiembre; al día siguiente recorrió
todo el sur y suroeste. Tras dos semanas, la sustituyeron con una producción
importante de Seven Arts, Reflejos en
un ojo dorado, con Marlon Brando, una película para la que Seven Arts
había reservado los cines antes de comprar Warner Bros. (Coppola había
trabajado en el guión.) «En efecto», dice Beatty, «mantener Bonnie y Clyde en cartel les habría
hecho perder las salas reservadas para
Reflejos.»
Puede
decirse que, en Nueva York, a Bonnie y
Clyde sólo le fue regular. Lederer fue a ver a Kalmenson y le imploró
que consiguiera el resto de las fechas de septiembre para dar tiempo a que se
corriera la voz. «La verdad es que creo que ese hombre empezaba a presentir que
el negocio estaba pasándole por delante de sus mismas narices», recuerda
Lederer. «Para él, Bonnie y Clyde
era una película decisiva, porque sabía que la reventaría. Pero era testarudo,
un hombre con una voluntad de hierro. Creí que iba a matarme. Me maldijo –“No
quiero oír una sola palabra más sobre esa mierda de Bonnie y Clyde, no voy a anular ninguna fecha de estreno, tengo
que lanzar dieciocho películas y Bonnie
y Clyde se va a quedar donde está, ¡coño!”–. Y así fue, y la película
murió. A fines de octubre ya estaba muerta. A mí me desmoralizó el estreno de
septiembre, después de rompernos tanto el culo, así que me di por vencido.
Había hecho todo lo posible, sentía que ya era imposible resucitarla. Y es
cierto, no lo hice.»
En
esos días, Peter Fonda estaba en Toronto en una convención de exhibidores
canadienses, haciendo lo que podía para colocar su última película para AIP, The Trip, rodada a partir de un guión
de Jack Nicholson. En aquel entonces, Fonda era el John Wayne de las pelis de moteros,
tras protagonizar el mayor éxito de taquilla de AIP, The Wild Angels (Los ángeles del infierno),* que había recaudado
unos muy bonitos diez millones de dólares brutos con un presupuesto de tan sólo
360.000. Peter Fonda, muy elegante con un traje cruzado hecho a medida, pese a
la manifiesta ausencia de calcetines y zapatos, se sentó al lado de Jacqueline
Bisset. «Siempre quise follármela», dice el actor. «Jacqueline me preguntó, con
esa sonrisa devastadora: “Peter, ¿cómo es que no te has puesto zapatos ni
calcetines?” Yo le respondí, también con una sonrisa: “Para poder meterte el
pie por debajo del vestido, Jackie”, mientras mi pie ya empezaba a trepar por
la pierna de ella. “¡No!”, gritó Jacqueline. Entonces oí que alguien decía:
“Caballeros, el señor Peter Fonda.” “Perdón, Jackie. Me llaman.”» Fonda se
dirigió hacia el podio, hizo unos cuantos comentarios poco entusiastas, aceptó
un Zippo de oro grabado, y volvió a retirarse a su habitación del Lakeshore
Motel –las paredes revestidas de terciopelo rojo– a firmar cientos de fotos
para las esposas, los hijos y los amigos de los exhibidores.
«Yo
estaba un poquito borracho y vi una... sí, una fotografía de Los ángeles del infierno en la que
aparecíamos Bruce Dern y yo en una moto», recordó después. «Y de repente pensé:
Sí, señor, ése es el western
moderno, dos tipos atravesando el país en moto... A lo mejor han dado un buen
golpe y tienen mucho dinero. Y piensan cruzar el país y después retirarse a
Florida... Pero entonces aparece un par de cazadores furtivos en un camión y
los matan a tiros porque no les gusta la pinta que tienen.»
Eran
la cuatro y media de la mañana, y la única persona bastante loca para captar la
idea era Dennis Hopper. Aunque las discusiones entre ambos eran frecuentes,
Fonda y Hopper eran muy buenos amigos. Era la una y media en Los Ángeles cuando
Fonda llamó a Hopper y lo despertó.
«Oye,
Hopper, escucha bien lo que voy a contarte...»
«Vaya,
es una historia estupenda. ¿Qué piensas hacer?»
«Bueno,
creo que la dirigirás tú, yo seré el productor, la escribimos entre los dos y
nos quedamos con los protagonistas. Podríamos hacer un poco de dinero.»
«¿Dejarías
que la dirigiera yo?»
«Claro,
yo no estoy preparado para dirigirla y tú quieres dirigir, ¿verdad? A mí me
gusta tu energía, Dennis. Sí, quiero que la dirijas.»
Según
Hopper, Peter y él se habían prometido mutuamente no convertirse en estrellas
de películas de moteros, pues se creían destinados a cosas mejores; fiel a sí
mismo, no se mostró demasiado entusiasmado. Sin embargo, hasta ese momento no
se le había presentado ningún proyecto mejor, y esa película era un éxito
seguro porque Fonda tenía un acuerdo para hacer tres películas con AIP. La
respuesta de Dennis fue:
«Peter,
¿de verdad te dijeron que te darían la pasta?»
«Claro.»
«¡Entonces
creo que es una idea cojonuda!» Y así fue como se pusieron a discutir con qué
droga se harían ricos los dos personajes. Hopper dijo: «En esas motos no
podríamos llevar marihuana suficiente para venderla y retirarnos. No se lo
tragaría nadie, tiene que ser otra cosa.»
«¿Heroína?»
«No,
tiene connotaciones desagradables. No es una idea muy buena. ¿Por qué no
cocaína?» Y fue cocaína. «Elegí la cocaína porque era la droga de los reyes»,
recuerda Hopper. «Me la había hecho probar Benny Shapiro, el promotor musical,
al que se la había hecho probar Duke Ellington.» En aquellos días, nadie se
imaginaba siquiera que la cocaína crease adicción. Como no se conseguía en la
calle y, además, era muy cara, circulaba poco (en la película utilizaron
levadura en polvo).
La
llamada de Fonda no podía llegar en un momento mejor para Hopper, que había
tocado fondo. Actor ocasional, rebelde y caótico, fotógrafo de talento y uno de
los primeros coleccionistas de arte pop, antiguo amiguete y acólito de James
Dean, al que había conocido durante el rodaje de Rebelde sin causa, a Hopper le habían hecho el vacío porque
había osado plantarle cara al director Henry Hathaway. Tenía la costumbre de
acorralar a los tipos de los estudios en las fiestas para intimidarlos con sus
ataques contra la industria cinematográfica: que estaba pudriéndose por dentro,
que estaba muerta... Era el «viejo marinero» en un viaje de ácido.* No paraba
de decir: «Van a rodar cabezas, el viejo orden va a caer y todos vosotros vais
a morir, dinosaurios.» Hopper afirmaba que en Hollywood tenían que imperar los
principios del socialismo, que lo que se necesitaba era una inyección de dinero
para la gente joven como él. Y recuerda: «Estaba desesperado. A veces
arrinconaba a un productor y le preguntaba, le exigía que me dijera por qué yo
no dirigía, por qué no me daban ningún papel. “Claro, nadie quiere trabajar con
un loco así, ¿verdad?” Los tipos sonreían con burla, se apartaban. Nueva York y
Hollywood son lugares duros para mí, hay que ir a las fiestas y sentarse en las
rodillas de un productor», confesó Hopper. «Trato de ser cortés, educado, y
después, lo más seguro es que me cabree y meta la pata. Seré sincero, no puedo
portarme bien mucho tiempo, no tengo el don de gentes que hay que tener para
eso, ni capacidad para disfrutarlo.»
Hopper
vivía en Los Ángeles con su esposa, Brooke Hayward, hija del representante y
productor Leland Hayward y la actriz Margaret Sullavan, quien había estado
casada con Henry Fonda. Brooke fue lo más cerca que Hopper llegó a estar de la
aristocracia del Viejo Hollywood. Ella estaba liada con el escenógrafo Richard
Sylbert cuando conoció a Hopper en 1961, mientras los dos actuaban juntos en un
espectáculo del off-Broadway
llamado Mandingo. En esos días,
su madrastra, Pamela Churchill Hayward –luego Pamela Harriman–, haciendo
siempre de casamentera, trataba de encontrarle un buen partido, «el hijo del
general Pershing o algún otro mierda por el estilo», cuenta Bill, el hermano de
Brooke. «Creo que Brooke trajo a Dennis a casa simplemente para
escandalizarla.» Pero no, ella estaba enamorada. «En aquellos días, Dennis era
un personaje increíblemente original», recuerda Brooke; «un amor.»
Ese
mismo año, la bella y la bestia se casaron y se mudaron a Los Ángeles. Brooke
tenía dos hijos de un matrimonio anterior, y en abril de 1962 tuvieron una niña
a la que bautizaron Marin. Pero la luna de miel no duró mucho. Hopper había
sido un precoz bebedor empedernido que había desarrollado su afición por la
cerveza a la tierna edad de doce años, cuando se iba a cosechar trigo en la
granja de su abuelo en Kansas. Durante los sesenta, la cosa empeoró. Recuerda
Brooke: «No teníamos mucho alcohol en casa, porque de lo contrario Dennis se lo
terminaba en minutos. Si hasta se bebía el jerez para cocinar...»
Brooke
atribuye el comienzo de la decadencia de la pareja al primer love-in, el celebrado en San
Francisco en 1966, donde Hopper tomó ácido en grandes cantidades. Cuando
volvió, prosigue Brooke, «llevaba barba de tres días, estaba mugriento, tenía
el pelo todo sucio –había empezado a dejarse coleta– y llevaba al cuello uno de
esos espantosos mandalas... Tenía los ojos rojos. Dennis quedó trastornado para
siempre.»
Fue
justo después del love-in cuando
Dennis le rompió la nariz a Brooke, la primera vez que la golpeó. «No me pegó
muy fuerte, pero me hizo reflexionar sobre la conveniencia de no volver a
discutir con él», dice Brooke. «Tras esa primera vez, fue como abrir las
compuertas.» Una noche, Brooke fue de su casa de North Crescent Heights hasta
un teatro de La Cienega en su Checker amarillo para ver a Dennis, que ensayaba
una pieza de Michael McClure, The
Beard. Hopper interpretaba a Billy el Niño, personaje que, en palabras
de Peter Fonda, «le arranca las bragas a Jean Harlow y se la come cruda: en el
cielo». A Hopper le ponía muy nervioso la perspectiva de actuar con público.
«Estaba totalmente alterado», recuerda Brooke. «Después del ensayo le dije: “He
dejado a los niños solos, tengo que volver a casa.” Y él dijo: “No, no quiero
que te vayas.” Volví al coche y Dennis saltó encima del capó y rompió el
parabrisas de una patada, delante de unas diez personas. Me asusté y tuve que
volver a casa sin parabrisas.» (Hopper dice que no recuerda el incidente.)
Con
tendencias paranoicas, Hopper fue empeorando por influencia del alcohol y los
fármacos. Se creía perseguido, como Jesucristo, y que moriría a los treinta y
tres años. Hasta sus amigos le tenían miedo; pensaban que le faltaba un
tornillo.
Huelga
decir que no era ninguna alegría vivir con Dennis, un tipo patológicamente
celoso, sobre todo de Sylbert; pero Brooke era fiel, en parte porque, como ella
dice, «Dennis me daba miedo; engañarlo habría sido un acto suicida, me habría
estrangulado», y en parte porque ya tenía bastante trabajo con los tres niños.
Él a menudo se quedaba dormido, borracho y con un cigarrillo encendido entre
los dedos, lo cual provocó algún que otro incendio. «Una vez me desperté y la
habitación estaba llena de humo. Vi a Dennis tumbado en la cama, las llamas ya
se alzaban por todas partes», recuerda Brooke. «Lo saqué de la cama para que no
se quemara vivo. A veces lo he lamentado, y más de una vez me pregunto qué
habría pasado si hubiera dejado que siguiese durmiendo.»
El
whisky y las drogas eran parte del programa artístico de Hopper, que se consideraba
heredero de esa larga tradición de actores alcohólicos que se remonta a los
primeros días de la historia del cine: John Barrymore y W. C. Fields. A Dennis
le gustaba citar a Van Gogh, quien afirmó haber pasado un verano entero
bebiendo antes de descubrir su famoso pigmento amarillo.
Hopper
afirma que Hayward era maníaco-depresiva. «Era duro. Podía ponerse a hablar en
una fiesta, a interpretar su papel a las mil maravillas y, en cuanto se
marchaba el último invitado, tenía un terrible ataque de pánico. Yo trataba de
hablarle, pero ella cerraba la habitación de un portazo. Se encerraba con llave
y no salía, a veces se pasaba días enteros sin salir. Era una pesadilla. Y no
se drogaba ni bebía. Tenía un problema serio, recuerdo que una vez cogió un puñado
de pastillas y... sí, trató de hacerlo un par de veces. Terminó ingresada en
Cedars.» (Hayward niega que intentara suicidarse.)
De
ningún modo puede decirse que Brooke fuese una persona comprensiva; tenía una
lengua viperina y se cebaba en Dennis, se burlaba de él, lo desdeñaba y se
aseguraba de que supiera que pensaba que nunca llegaría a nada. Brooke había
crecido con Fonda, y lo había visto todo: el suicidio de la madre de Peter, a
Peter disparándose un tiro en el estómago a los diez años, el desfile incesante
de madrastras. Para ella, Peter y Dennis eran una confederación de perdedores.
«Nadie se tomó verdaderamente en serio
Easy Rider (En busca de mi destino)», recuerda Brooke. «¿De verdad iban
a hacer alguna vez esa película? Y si la hacían, ¿la vería alguien?» Dennis se
queja: «El día que empecé la película,
Brooke dijo: “Vas detrás de una quimera, Dennis.” A mí que no me dijera
eso de algo que llevaba quince años esperando... No, quince años no, toda la
vida.»
Dice
Fonda: «Mi mujer también despreciaba la película, pero no por eso le rompí la
nariz.»
Hopper
estaba desesperado por dirigir, y comprendió que ésa podía ser la única
película que consiguiera en toda la vida. Fonda y Hopper llamaron a Terry
Southern, en esa época un guionista muy cotizado –¿Teléfono rojo?, El rey del juego, Los seres queridos–, para
que convirtiera el esbozo de la historia y sus notas en un guión en toda regla,
y para que produjera la película, que entonces todavía se llamaba The Loners. Pero, de repente, Sam
Arkoff, el director de AIP, empezó a poner pegas. No le gustaba nada la idea de
dos héroes traficantes de droga dura. «El público nunca lo tolerará», les dijo,
y Fonda le respondió: «Lo que queremos hacer es reírnos de las normas. No
tendría que haber normas, tío. Somos sinceros con nosotros mismos.» Más tarde,
el estudio estipuló que si la película se retrasaba, se reservaban el derecho a
retirarla. Fonda dijo: «No, no podéis hacer eso.» Ni él ni Hopper estaban
contentos con AIP, pero no tenían ningún otro lugar adonde ir.
Bonnie y Clyde
se estrenó en Londres el 15 de septiembre. Fue un éxito; mejor dicho, más que
un éxito: un fenómeno. La boina de Bonnie hizo furor, pero la acogida que la
película tuvo en Europa llegó demasiado tarde para afectar a las reservas de
salas en Estados Unidos.
El
8 de diciembre, semanas después de que la quitaran de cartel, la revista Time la sacó en portada –una
ilustración de Robert Rauschenberg, todavía– como el pretexto para tratar más
ampliamente el tema en un artículo titulado: «El New Cinema: Violencia...
Sexo... Arte», firmado por Stefan Kanfer. En su artículo, Kanfer citaba las
escenas de lesbianas de La zorra,
los impactantes cortes del montaje de A
quemarropa, la violencia de Bonnie
y Clyde y la experimentación vista en películas como Blow-Up y La batalla de Argel para fundamentar que la innovación europea
estaba marcando la tendencia dominante del cine americano. Asimismo, definía
las características del «nuevo cine»: poco o ningún respeto a lo consagrado por
la tradición, la cronología y la motivación; un promiscuo revoltijo de comedia
y tragedia; héroes y villanos por igual, osadía sexual y una nueva e irónica
distancia que se abstenía de emitir juicios morales obvios. Time calificó Bonnie y Clyde de mejor película del año, un «filme crucial», y
lo equiparó a películas pioneras como El
nacimiento de una nación y Ciudadano
Kane. Kanfer llegó a comparar la emboscada del final con la tragedia
griega.
Cuando
Time llegó a los quioscos,
Beatty se fue a ver a Eliot Hyman. «Tenemos que volver a hablar de este asunto.
La película no recibió el trato que merecía. Quiero que vuelvas a estrenarla.»
Hyman puso los ojos en blanco; nadie volvía a estrenar películas. «Hay un
conflicto de intereses en reservar salas para Reflejos en un ojo dorado, que es una película de Seven Arts, y para Bonnie y Clyde», prosiguió Beatty. «Te voy a crear problemas.»
Hyman volvió a negarse; el ejecutivo se había quedado horrorizado cuando se
enteró de la magnitud del porcentaje de Beatty en los beneficios. De hecho, la
tajada del actor era tan enorme que Hyman pensó que no le sería rentable volver
a estrenar la película; el estudio no haría dinero aunque Bonnie y Clyde fuera bien. Al final,
Hyman dijo: «Volveré a estrenarla si aceptas reducir tu parte.»
Ahora
le tocaba a Beatty decir que no, y lo hizo: «Te voy a llevar a juicio, Eliot.»
Hyman lo miró fríamente, calculando las probabilidades, mientras, nervioso,
tiraba el lápiz al aire, lo cogía al vuelo y lo iba pasando entre los dedos.
«¿Por
qué demonios piensas llevarme a juicio?»
Beatty,
por supuesto, estaba marcándose un farol, y no tenía la menor idea del motivo
por el cual podría llevarlo a juicio, pero, puesto que conocía vagamente el
pasado de Hyman –un pasado que, por todo lo que sabía, incluía algunas asociaciones
muy dudosas–, pensó: Eliot sabe más de lo que yo jamás podría imaginar.
Entonces, lo miró a los ojos y le dijo: «Creo que lo sabes.» Al cabo de dos
semanas, Hyman puso otra vez la película en cartel. «Con un hombre como Eliot,
aquello fue, naturalmente, lo mejor que pude responderle, porque, fuera lo que
fuese lo que sabía, le aterrorizaba», dice Beatty. La película volvió a
estrenarse el día en que se anunciaron las nominaciones de la Academia. Bonnie y Clyde obtuvo diez.
Bonnie y Clyde
regresó a bombo y platillos a veinticinco salas, también a muchas de aquellas
en las que se había estrenado el año anterior. El mar de fondo había sido tal
que los mismos exhibidores que habían pasado la película, y que en el momento
de su estreno se la habían tenido que tragar, de pronto pidieron a gritos que
les permitieran volver a proyectarla. El 21 de febrero, Warner lanzó la
película en trescientos cuarenta cines. En septiembre, la recaudación había
sido de dos mil seiscientos dólares por semana en una sala de Cleveland; en
febrero, en el mismo cine, recaudó veintiséis mil. «Cuando regresó a los cines,
el estudio no pudo conseguir condiciones muy buenas porque, claro, ellos mismos
habían boicoteado el lanzamiento», dice Beatty. Con todo, las cifras superaron
todas las expectativas: a finales de 1967 había recaudado dos millones y medio
de dólares limpios. En 1968, cuando volvieron a estrenarla, la suma ascendió a
dieciséis millones y medio. La película se convirtió en una de las veinte más
taquilleras de todos los tiempos.
Beatty
había comenzado a salir con Julie Christie, actriz a la que había conocido en
Londres en 1965 en una función organizada para la reina. «Julie era la mujer
más hermosa y, al mismo tiempo, la más nerviosa que yo había conocido nunca»,
dice el actor y director. «Era profunda y auténticamente de izquierdas, y no le
divertía nada hacer todo ese aspaviento para la monarquía. No podía esconder su
antipatía por esa clase de ceremonias.» Christie había crecido pobre, en una
granja de Gales, y no la impresionaba en lo más mínimo que Beatty fuera una
estrella de cine; de hecho, se lo reprochaba. Ella toleraba su profesión sólo
porque le permitía apoyar sus miles de causas.
No
obstante, iniciaron una relación seria, y la mantuvieron unos cuatro años. A
Christie no le costó mucho encajar en los círculos politícos «progres» de Los
Ángeles. Cuando estaba en la ciudad, se instalaba en la suite de Beatty, y
atravesaba como una exhalación el vestíbulo del Beverly Wilshire vestida con un
diáfano sari de algodón blanco y poco o nada debajo. «Si alguna vez existió una
estrella para la cual el estrellato no significara absolutamente nada, ésa fue
Julie», dice Towne. «Los convencionalismos le importaban un rábano.» Cheques de
cinco cifras se le caían del bolso en el vestíbulo del hotel mientras rebuscaba
las llaves, y un día dejó atónito a Beatty al perder un cheque de mil dólares
en la calle. Pero Christie era clara e inflexible en lo tocante a sus
prioridades, nunca se quedaba en Hollywood más tiempo del necesario y, cuando
sintió que ya había ganado bastante dinero, dejó de actuar. No obstante, en
marzo de 1967, por más que despreciara el estrellato, se había convertido en
una actriz muy cotizada y ganado un Oscar por Darling.
Cuando
Christie no estaba en Los Ángeles, Beatty retomaba su particular manera de
ocupar el tiempo libre. Se pasaba el día al teléfono, hablando siempre con
alguna mujer. Rara vez se identificaba, hablaba con voz suave, un susurro,
adulaba a su interlocutora dando por supuesta la intimidad; sus titubeos y su
torpeza eran increíblemente seductores. Y le decía que sí a quien fuera, que
estaba enamorado de Julie Christie pero que, de todos modos, quería verla. Sin
molestarse en absoluto, a las chicas les parecía tranquilizador que estuviera
comprometido, y él explicaba así su modus
operandi: «Te dan muchas bofetadas, pero también follas mucho.»
Bonnie
y Clyde
obtuvo los premios de la New York Society of Film Critics, de la National
Society of Film Critics y
4 de abril asesinaron a Martin Luther King, Jr. Los vecinos de Beverly Hills
respondieron a este hecho circulando con los faros encendidos. El funeral,
fijado para el 9 de abril, dio lugar a que cinco miembros de la Academia
–cuatro de ellos negros: Louis Armstrong, Diahann Carroll, Sammy Davis Jr. y
Sidney Poitier, secundados por Rod Steiger– amenazaran con retirarse si no se
aplazaba la ceremonia. Aunque a regañadientes, la Academia aceptó aplazarla
hasta el 10 de abril. Esta entrega de los Oscars tenía todas a su favor para
ser una especie de combate entre el Viejo y el Nuevo Hollywood: Bonnie y Clyde y El graduado contra dos moderadas
películas liberales, En el calor de la
noche y Adivina quién viene
esta noche, y contra una gran comedia musical, Doctor Dolittle, que había reventado las taquillas y rematado el
trabajo que Cleopatra había
comenzado para 20th Century Fox. Martha Raye leyó una carta del general William
Westmoreland en la que el militar daba las gracias a Hollywood por elevar la
moral de las tropas americanas en Vietnam por intermedio de las USO.* Bob Hope,
que hizo de presentador, bromeó acerca de la reciente decisión de Johnson de no
presentarse a las elecciones. El Viejo Hollywood rió. El Nuevo, incluidos
Beatty y Christie, Dustin Hoffman y su acompañante, Ellen, hija de Eugene
McCarthy, y Mike Nichols, escuchó con cara de piedra todo el discursito de
Hope. El equipo de Bonnie y Clyde
estaba muy seguro de que la película iba a barrer. «Estábamos convencidos de
que íbamos a ganar los Oscars», recuerda Newman. «Ken Hyman se nos acercó en el
vestíbulo y dijo: “¿Ya tenéis preparado el discurso, chicos?”»
Benton
y Newman perdieron. Y también Penn, a favor de Mike Nichols, director de El graduado. Bonnie y Clyde tampoco obtuvo el Oscar a la mejor película, que
fue para En el calor de la noche.
A pesar del revuelo que había armado, sólo se llevó dos estatuillas: una fue
para Estelle Parsons, mejor actriz de reparto, y la otra para Burnett Guffey, a
la mejor fotografía, lo cual no deja de ser una ironía, porque Guffey había
estado totalmente en contra de la manera como lo forzaron a fotografiar la
película y hasta se le formó una úlcera durante el rodaje. «Todos estamos
decepcionados», dijo Dunaway. «Como atracadores de bancos que somos, podemos
decir que nos robaron.»
«En
Hollywood había gente que odiaba la película», recuerda Benton. «A Crowther le
fastidiaba que se oyera un banjo mientras matábamos gente, era algo que
percibía como una actitud irreverente, una burla a la moral, pura arrogancia,
porque nadie en esa película decía nunca: “Lamento haber matado a un ser
humano.”»
Bonnie y Clyde
fue una película fundamental para lo que vendría. «No sabíamos con qué
estábamos conectando», dijo Penn. «Después de Bonnie y Clyde, las paredes se vinieron abajo; todo lo que
parecía construido con hormigón armado empezó a derrumbarse.»
Si
los años cincuenta habían visto cómo la cultura americana se apartaba de Marx
para acercarse a Freud, Bonnie y Clyde
no significó tanto en cuanto regreso a Marx, sino como huida de la insistencia
psicologizante y ensimismada de Tennessee Williams y William Inge, como un
resurgir del interés por las relaciones sociales. «El carácter freudiano de su
relación me da sueño», dijo Beatty refiriéndose a la desesperada pareja. «De
eso ya he visto bastante.» Freud había muerto, ¡viva Wilhelm Reich! Casi como Esplendor en la hierba, Bonnie y Clyde transmitía un mensaje
de liberación sexual. En la economía emocional algo burda de la película, el
revólver de Clyde hace lo que su polla no puede, y cuando la polla puede, el
revólver ya no tiene nada que hacer y Clyde muere. Todo aparece resumido en la
omnipresente pegatina pacifista: «Haz el amor, no la guerra.»
Bonnie y Clyde
se estrenó en plena revolución sexual, y su auténtica originalidad reside en
reconocer que, en Estados Unidos, la fama y el glamour son más potentes que el sexo. «Andy Warhol daba fiestas
en la Factory, con Viva, Edie, Cherry Vanilla. Todos tenían sus quince minutos
de fama», dice Newman. «De ahí nuestra manera de ver a la pareja como dos
personas que querían ser famosas. Cada uno veía reflejada en el otro su propia
ambición, y aunque los dos estaban hundidos en la mierda, veían en el otro a
alguien que daba validez a la imagen de lo que podría ser. Él crea para ella
una visión de Bonnie estrella de cine y, a partir de ese momento, aunque Clyde
no puede follársela, la tiene en sus manos.»
Además,
a partir del momento en que Clyde se presenta a sí mismo y a su socia diciendo:
«Soy Clyde Barrow y ésta es la señorita Bonnie Parker. Asaltamos bancos», la
película empieza a idealizar descaradamente a todos los malhechores, asaltantes
de bancos y asesinos. En la encrucijada de la guerra de Vietnam, y cuando el
antiguo código de producción ya no servía para mantener a raya a los
directores, la línea que separaba a los buenos de los malos se había vuelto más
tenue. En 1962, James Bond, con su licencia para matar, ejecutaba con absoluta
frialdad a un obrero metalúrgico corrupto en Agente 007 contra el doctor No, aunque sabía que el hombre tenía
el arma descargada, pero Bonnie y
Clyde iba muchísimo más lejos, pues invertía los extremos morales
convencionales: los malos eran los padres, los sheriffs, las figuras
tradicionales de la autoridad.
No
obstante, no es sólo la violencia de la pareja protagonista, ni su negativa a
arrepentirse de sus fechorías, lo que fastidiaba al sistema, sino el estilo y
la energía con los que la película aborda lo nuevo, lo progresista, lo que está
«en onda», y lo enfrenta a lo viejo, rígido y acartonado. Bonnie y Clyde manda directamente a
la mierda no sólo a una generación de americanos que estaban del lado malo de
la brecha generacional y de la guerra de Vietnam, sino también a toda una
generación de miembros de la Academia que habían esperado retirarse en silencio
y con toda dignidad. Bonnie y Clyde
hizo que eso fuera imposible: los sacó de sus sillones a patadas y la gente de
su generación lo entendió perfectamente. En cierto modo, Crowther debió de
reconocerse a sí mismo en el sheriff Hammer, y eso probablemente lo puso
furioso. Al hacer una película de un modo diferente y, en la mayoría de los
aspectos, mejor, Beatty, Penn, Benton y Newman se burlaron de quienes los
habían precedido. Si las películas de Bond legitimizaron la violencia
gubernamental, y las películas de Leone la violencia parapolicial, Bonnie y Clyde legitimizó la
violencia contra el establishment,
la misma violencia que hervía en el corazón y la mente de cientos de miles de
personas contrarias a la guerra de Vietnam. Newman tenía razón: Bonnie y Clyde, más que una película,
fue un movimiento; como había ocurrido con El graduado, el público joven la reconoció como «suya».
A
raíz de Bonnie y Clyde, Beatty
se convirtió si no necesariamente en un auteur,
sí en una de las figuras con más poder en la industria cinematográfica. De
pronto empezaron a enviarle todos los guiones. Alquiló una segunda suite en el
Beverly Wilshire y contrató a una secretaria, Susanna Moore, modelo ocasional
de veintinueve años que había crecido en Hawai y que más tarde fue novelista.
Susanna fue a verlo, nerviosa; el teléfono de Beatty no paraba de sonar. Él,
muy seductor, al finalizar la entrevista, cuando ella estaba a punto de
marcharse, la detuvo, se le acercó y le dijo: «Hay una cosa que todavía no he
comprobado. Tengo que ver tus piernas. ¿Puedes levantarte la falda?» Moore,
obediente, se alzó la falda. «Perfecto, el puesto es tuyo.»
Beatty
era un habitual de las fiestas del Château Marmont, donde tenían sus suites
Roman Polanski y su novia Sharon Tate, Dick Sylbert y Paul, su hermano gemelo
–dos gotas de agua–, con su esposa, Anthea. A Polanski, personaje raro,
hombrecillo menudo, le encantaba ser el centro de atención; contaba historias
que duraban veinte o treinta minutos, que nunca acababan. «Era imposible decir
una palabra mientras él hablaba», recuerda Dick, que firmó la escenografía de La semilla del diablo, la película
que acababan de terminar. Polanski «era como esos niños que, en mitad de un bar-mitzvá se levantan y se ponen a
cantar y bailar. Nos volvía locos. Además era muy competitivo. Si alguien
contaba un chiste, él tenía que contar otro. Pero era un buen chico».
Con
las mujeres Polanski tenía una actitud
bastante europea. A Sharon siempre le hablaba como si fuese una pobre cría, le
insistía en que ella tenía que servirle, y rara vez levantaba un dedo para
hacerlo él mismo. Decía: «Shaaaron, sírvele un poco más de whisky a Diiick»,
recuerda Sharmagne Leland-St. John, actriz ocasional y conejita de Playboy que más tarde se casó con
Dick. «Sharon era la criatura más dulce que conocí en toda mi vida, muy lista,
pero también muy tonta. Una vez me la encontré sentada en una silla, estaba
regando una planta. Tras vaciar una jarra se fue buscar más agua, y siguió
regando mientras todos nos preguntábamos cuándo se daría cuenta de que el agua
ya había rebasado el tiesto y que estaba mojando la alfombra.»
Leland-St.
John vivía entonces en el Château Marmont con Harry Falk, ex marido de Patty
Duke. «Sharon le dijo un día a Harry: “Roman quiere casarse conmigo y no sé que
hacer.” Harry le dio algunos consejos paternales y Sharon le dijo: “Gracias. Me
has ayudado mucho, de verdad, me has salvado la vida, no voy a tirar mi vida a
la basura para irme a vivir con ese polaco.” Pero una semana más tarde se casó
con Roman en Londres.» No obstante, según la escritora Fiona Lewis, que los
conocía bien: «Estaban locamente enamorados. Roman la adoraba.»
Bonnie y Clyde
pasaría a la historia como el primer guión «salvado» por Towne, el primer tanto
que se apuntó el célebre guionista. Towne dijo una vez: «No sé qué habría
pasado si no hubiera intervenido», dando a entender que podría haber figurado
en los créditos si lo hubiera intentado. Pero, según él, nunca lo pidió, porque
Beatty le rogó que no lo hiciera. En privado, Towne le dijo al menos a una
persona que él había escrito la película, y con todo cuidado se fue labrando
una reputación de «remendón» de guiones. Trabajaba entre bastidores, como una
sombra, y con mucha cautela, para no dejar huellas. Lo que hacía no era, en
ningún sentido, producto del cálculo; él era un observador nato, el que observa
la partida de naipes y puede, ocasionalmente, ofrecer consejo. Guionista
vocacional, y generoso, Towne fue el mentor de Jeremy Larner, que luego ganó un
Oscar por el guión de El candidato.
«No habría podido escribirlo sin él», dice Larner.
Pese
a todo el revuelo que se armó en torno
a Bonnie y Clyde,
Beatty y Towne encontraron tiempo para ir preparando el guión de Shampoo. No fue ésta una colaboración
muy afortunada. En 1968 y 1969 fueron varias veces a almorzar juntos, por lo
general al Source o al Aware Inn, donde consumían tazas y tazas de manzanilla.
Tras estas sesiones, Towne se iba a casa a escribir. Pero Beatty pronto se dio
cuenta de que algo fallaba; el guión terminado no aparecía. Towne sufría el
bloqueo del escritor. «A Bob le encantaba trabajar por dinero y reescribir
guiones en los que no figuraba en los créditos, y lo hacía rápido», dice el
productor Jerry Ayres. «En tres semanas tenía listo otro guión, un guión
totalmente nuevo; pero, si algo iba a llevar su nombre, entraba en acción su
neurosis de perfeccionismo y de fracaso, y podía tardar siglos.» El jefe de
producción de Paramount, Robert Evans, que más tarde lo contrató para el guión
de Chinatown, dijo: «Towne era
capaz de hablarte de un guión que iba a escribir y contarte hasta la última
página, pero nunca lo veías por escrito. Nunca.»
Towne
tenía dos defectos: por un lado, la estructura de sus guiones era floja, un
serio problema para un guionista que se haría célebre por sus pomposos guiones
de doscientas cincuenta páginas; por el otro, pese a su gran facilidad de
palabra, no era un narrador nato, tenía dificultades a la hora de imaginar la
más sencilla de las tramas, la secuencia más rudimentaria, y le angustiaba esa
sensación, que para él era sinónimo de falta de imaginación. «Robert había
escrito un guión que tenía un clima muy bueno, y diálogos excelentes también,
pero con una historia muy pobre, y cada día que pasaba, la historia tomaba un
rumbo distinto, según soplara el viento», cuenta Beatty. «Nunca le ponía el
punto final a nada.»
Desde
el punto de vista de Towne, Beatty era demasiado lineal. «No dejaba que me
parase a pensar en el sexo de los ángeles», dice. «Nietzsche, o Blake tal vez,
dijo que los caminos rectos son los caminos del progreso, y los caminos
sinuosos, los del genio. Y Warren nunca se metía a sabiendas por un camino
sinuoso.»
Al
final, Beatty perdió la paciencia, se hartó de ir a restaurantes a comer
bastoncitos de zanahoria y a barajar ideas que no desembocaban en nada. Y le
dijo a Towne: «Mira, no quiero seguir esperando. Termínalo antes del treinta y
uno de diciembre y enséñamelo. Si no lo tienes para esa fecha, olvídalo. Lo escribiré yo mismo.» El 31
de diciembre pasó, y no hubo guión. Beatty se enfadó, y los dos amigos pasaron
meses sin hablarse. Towne creía que Shampoo
nunca se rodaría. Cansado de esperar, Beatty decidió hacer otra
película: Los vividores.