El artista más destacado de RCA Victor de esta semana no ha
sido otro que el joven e impresionante ruiseñor del country, Elvis Presley, que
lleva tan sólo dos meses en el sello.
Presley tiene seis singles de éxito en la lista de los 25 discos
más vendidos de la compañía, cinco de los cuales ya habían sido editados con
anterioridad por el sello Sun… La pareja de «Heartbreak Hotel» y «I Was The
One», editada por Victor, es el n.º 2 en ventas del sello, justo detrás de
«Juke Box Baby», de Perry Como.
Hacia finales de marzo se habían vendido casi un millón de
copias del
single y, en un éxito sin precedentes (igualado sólo por
«Blue Suede Shoes»,
de Carl Perkins, casi al mismo tiempo), acercándose a los
puestos principales
de las tres listas: pop, country y rhythm & blues. Es
más, el nuevo
álbum, editado el 13 de marzo, se colocó enseguida en casi
trescientas mil
copias
vendidas, convirtiéndose en un firme candidato a ser el primer álbum
de un
millón de dólares (a 3,98 dólares de precio de venta al público)
de
Presley,
sin ningún crédito adicional ni explicaciones (según las instrucciones
del
coronel, no se indicaría ni los músicos ni los supervisores de grabación),
ya estaba
subiendo en las listas. Steve Sholes, tal como pregonó otro
titular del
Billboard unas semanas más tarde, se estaba riendo el último.
El domingo
25 de marzo, después de haber dormido unas horas, Elvis
cogió un
avión a
Berle Show
el martes siguiente, y la prueba de imagen con el productor
Hal Wallis
se organizó deprisa y corriendo. Wallis, un veterano de cincuenta
y seis años
del mundo del cine, que había hecho películas tan célebres
como El
halcón maltés, Casablanca y La rosa tatuada, y que en aquel
momento
estaba preparando la obra El farsante, de N. Richard Nash, había
oído hablar
de Presley a través de su socio en Nueva York, Joseph Hazen,
a
principios de febrero. La cuñada de Hazen, Harriet Ames, una de las siete
acaudaladas
hermanas Annenberg, era una «adicta a la televisión y había
visto el
show de Dorsey». Llamó a Hazen, que vivía al otro lado de la calle,
en el 885
de Park Avenue, «y yo llamé a mi socio de California —recordaba
Hazen y le
dije: “Pon el televisor y mira el programa. Este chico es
increíble”».
Wallis quedó impresionado, escribió más tarde, por la
«originalidad» de Presley. Pero probablemente le impresionaran más las cifras
de ventas y el revoloteo que se estaba generando a su alrededor (sin mencionar
el claro potencial de explotación del nuevo mercado juvenil que pedía a gritos
un sucesor del fallecido Jimmy Dean), factores que le recalcó con gran hincapié
Abe Lastfogel, de la empresa William Morris. La prueba de imagen se programó
para que coincidiera con su actuación en Berle, y el coronel deshizo todos los
esfuerzos de
Aunque el mismo Elvis le había dejado claro al coronel que
no estaba interesado simplemente en «cantar en las películas» (si iba a hacer
algo en el cine, quería convertirse en un artista de cine, en un actor de
verdad, como Brando, Dean, Richard Widmark o Rod Steiger), la prueba de imagen
que hizo consistió en dos partes. En la primera le dieron una especie de
guitarra de juguete y le pidieron que se imitara a sí mismo cantando «Blue
Suede Shoes». La idea, según el guionista Allan Weiss, que estuvo presente en
la prueba, era ver si la «energía indefinible» que mostraba en televisión podía
traducirse al cine.
No hubo ninguna duda, escribió Weiss, cuando Presley se puso
ante la cámara: La transformación fue increíble… la electricidad rebotaba por
las
paredes del estudio de sonido. Se sentía como algo
aterrador, como un
terremoto creciendo, sólo que sin la amenaza implícita.
Mirar a ese inseguro
muchacho de pueblo, que se disculpaba cada vez que pedía
repetir
una escena como si hubiera hecho algo malo, se convirtió en
pura dinamita
en el momento en que se puso bajo los focos y empezó a
tararear las
palabras de su conocido éxito. Él creía en lo que hacía y
hacía que tú lo creyeras, sin que importase lo «sofisticados» que fueran tus
gustos musi cales… El tema se completó en dos tomas, y luego pasaron a los
primeros planos. Elvis protestó ligeramente porque había un par de momentos en
los que no había estado «muy afinado». Le explicaron que los cubrirían con los
primeros planos. Creo que no lo entendió, pero con la confianza que le caracterizaba,
hizo lo que se le mandó. No le facilitaron ningún doble, y se quedó allí de
pie, solo, bañado en sudor, mientras ajustaban las luces. Luego hizo dos
escenas de El farsante, una comedia dramática de época situada en Kansas en
1913, cuyo inicio de rodaje se había previsto para junio con Burt Lancaster y
Katherine Hepburn como protagonistas, en la que Elvis hacía el papel del
hermano pequeño, algo ingenuo. «Yo me sabía el guión —diría Elvis con orgullo
más tarde aquel mismo año—. Me lo enviaron antes de ir a Hollywood…, así que
llegué e intenté ponerme en el lugar del personaje que interpretaba, lo hice
tan natural como…» Nunca había actuado en una obra; nunca había dicho una línea
en un escenario. Hizo su papel, según Weiss, «con la convicción de un buen
amateur (como el papel principal en una obra de colegio)», pero su falta de
formación dramática le hacía parecer un tanto rígido, aunque no por ello dejó
de decirle al Sr. Wallis, cuando se sentaron para hablar sobre su futuro en el
cine, que pensaba que el personaje no era adecuado para él. Ese chico estaba
«enfermo de amor, era muy tímido. No, muy tímido, no. Muy alegre. Muy feliz,
alegre, enfermo de amor. No era como yo…». «El Sr. Wallis me preguntó qué clase
de papel me gustaría interpretar, y yo le dije que uno más parecido a mí mismo,
en el que no tuviera que actuar en exceso.» Pero esto no era lo que quería
decir exactamente. Cuando el productor se rió, Elvis sonrió y lo dejó correr,
porque era incapaz de expresar lo que en realidad pensaba: no podía decir que
sabía que lo podía hacer, hubiera sido como decir que podía volar. Si bien es
verdad que nunca había actuado en una obra de instituto, sí que se había
imaginado en la pantalla; había estudiado las películas, había estudiado a los
actores, su forma de ladear la cabeza, su forma de ganarse al público. Un día
Elvis se imaginó como una estrella de la canción, y se había hecho realidad,
así que ¿por qué no el cine también?
A Wallis, por su parte, le impactó la conducta educada del
joven.
Después de siete años con Jerry Lewis, era todo un descanso
trabajar con
un joven tan tratable y esencialmente maleable. Tanto Wallis
como el coronel (a quien Wallis encontraba a su manera «tan fascinante como al
mismo Elvis») eran conscientes de la larga y beneficiosa tradición por la que
casi todas las famosas estrellas de la canción, como Rudy Vallee, Bing Crosby o
Frank Sinatra, terminaban en Hollywood y, si tenían suerte, se convertían en
estrellas del cine. Esto del rock’n’roll quizá no duraría, pero el chico era un
auténtico fenómeno y si podía —como Crosby y Sinatra antes que él— convertir
ese magnetismo en el calor de un artista completo, podrían ganar mucho dinero
juntos.
Wallis y el coronel no tardaron en llegar a un acuerdo, que se formalizó a principios de la semana siguiente, descrito por Wallis (con precisión o adulación, sería imposible decirlo) como «una de las más duras sesiones de regateo de mi carrera». Era un contrato para tres películas, que, con opciones, podía ser extensible hasta siete años: el precio de la primera película era de 100.000 dólares, el de la segunda y tercera, 150.000 y 200.000 dólares respectivamente. Por semejante cantidad de dinero, Wallis y Hazen esperaban una exclusiva, pero, fiel a su naturaleza, el coronel insistió en dejar sus opciones abiertas, reservándose el derecho de hacer una película extra al año por cualquier cantidad de dinero que fuera capaz de negociar. No había tiempo para saborear el triunfo. Elvis tenía que ir a San Diego para actuar en el show de Milton Berle, que iba a ser emitido el 3 de abril desde la cubierta del navío USS Hancock, anclado en la estación naval de San Diego…
Allí donde fuera, todos querían saberlo todo de él. Querían saber cómo había empezado. Querían saber cosas de su madre y de su padre y, por supuesto, de sus películas. Él desviaba las preguntas con esa combinación única de respeto y candor. Respondía a todas las preguntas con la verdad. Sí, se sentía emocionado con su contrato en Hollywood, era un sueño hecho realidad y afirmaba que nunca se puede estar seguro de lo que te depara la vida, pero no, no iba a cantar en las películas. No, no salía con ninguna chica en especial; creía que había estado enamorado, se enamoró una vez, de hecho habían roto poco después de que empezara a cantar. Todavía mantenía contacto con ella a través de las cartas que le escribía alguna vez. ¿Iba todavía a misa? «No he ido desde que empecé a cantar porque el sábado por la noche es nuestra cita más importante y casi cada domingo hacemos una sesión matinal o estamos en la carretera…» ¿Te cuidas bien? Corren rumores de que te va la marcha y que no sabes muy bien adónde vas. «Bueno, eso es más o menos verdad. Para serte sincero, es cierto. No puedo negarlo, porque la mitad de las veces no sé…, no sé de un día para otro adónde me toca ir. Tengo tantas cosas en la cabeza que… En fin, intento mantener el ritmo y tener la cabeza clara… Hay que tener cuidado ahí afuera, en el mundo. Es tan fácil que te den la vuelta.» ¿Y qué es lo que más te gusta de ser tan famoso, aparte del dinero? «Yo diría que el dinero, en cierto modo, por supuesto, como has dicho, es una parte importante, pero, en realidad, lo que más me gusta es saber que a la gente le gustas, que tienes tantos amigos.» Era duro, y no había descanso. Pero por mucho que Elvis trabajase, no trabajaba tanto como el coronel. El coronel se levantaba cada mañana a las cinco y media, justo cuando ellos volvían a casa, y no se iba hasta que tenía contabilizada la última entrada y vendida la última fotografía. Evidentemente, no dejaba tranquilo a nadie, no perdonaba a ningún promotor una sola entrada sin vender y siempre andaba detrás de Scotty y Bill por algo que habían hecho o dejado de hacer en el escenario. «Él trabajaba para Elvis y punto», dijo D.J., un observador más desinteresado que cualquiera de los otros dos. «Al coronel le daba igual lo que tú hicieras. Lo único que sabía era de Elvis, las veinticuatro horas al día…
el coronel fue a la habitación de
Elvis y apenas miró a June. «Toma, había pensado que te gustaría ver esto»,
dijo, y le pasó a Gene una
copia
del guión de la película que iban a empezar a rodar en Hollywood
al
cabo de tres semanas. Luego, retrocedió sobre sus pasos y cerró la puerta
de golpe.
Elvis cogió el guión y, algo nervioso, se puso a leerlo con June.
Impaciente
por ver cómo acababa, Elvis se frustró al descubrir que su
personaje
moría. «Dijo: “June, yo no quiero morir en mi primera película”.
Y yo le
dije: “¿Por qué no? Creo que es una buena idea. Yo siempre me
acuerdo del
personaje que muere. Los finales felices se olvidan. Los finales
tristes se quedan grabados por más tiempo”…
Todo el mundo hablaba de Hollywood, y nadie que le conocía
dudaba de que fuera a conseguir un gran éxito. Sam Phillips le dijo que iba a
ser otro James Dean, y Dewey imaginaba que se tiraría a todas las jovencitas
que conociese en el plató. Una vez en Hollywood, se enteró por el coronel de
que iba a cantar un par de canciones en la película. No había nada malo en eso
mientras no le quitasen impacto dramático a su papel. ¿Iba a tomar clases de
actuación?, le preguntaron los periodistas. No, les dijo a todos, aunque no
había recitado una sola línea encima de un escenario en toda su vida, «creo que
no se aprende a ser actor». Creo que, sencillamente, tienes un poco de talento
para actuar y lo desarrollas. Si aprendes a ser actor, en otras palabras, si no
eres un actor de verdad, es que eres falso. Estaba al borde de algo que nunca
había experimentado y, sin embargo, se mostraba extrañamente sereno. ¿Pero por
qué no iba a estarlo? Todo aquello con lo que había soñado, se había hecho
realidad hasta el momento. «He estudiado a Marlon Brando —declaró a Lloyd
Shearer, que había ido a Memphis para escribir una historia para el Sunday
Parade—. He estudiado al pobre Jimmy Dean. Me he estudiado a mí mismo, y sé por
qué a las chicas, al menos a las jovencitas, les gustamos tanto.
Somos hoscos, somos melancólicos, somos una amenaza. No lo entiendo exactamente, pero eso es lo que las chicas buscan en los hombres. Yo no sé nada de Hollywood, pero sé que no se puede ser sexy con una sonrisa. No se puede ser un rebelde con una mueca…
Llegó a Hollywood el viernes 17 de agosto. Cuando bajó del
avión, había pancartas en el aeropuerto de Los Ángeles que decían ELVIS
PRE-SIDENTE, pero al ser preguntado por los periodistas, Elvis no demostró
ningún interés por el cargo y declaró: «Estoy totalmente a favor de Stevenson.
No es que yo sea un intelectual, pero les aseguro que es el que más sabe». Con
estas palabras salió hacia el hotel, el Hollywood Knickerbocker, en Ivar, al
final de Hollywood Boulevard, donde el coronel ya estaba alojado, y él y su
primo Gene ocuparon una espaciosa suite en el undécimo piso.
Empezó a ir a los estudios para hacer las pruebas de
vestuario y reuniones
de trabajo a principios de la semana siguiente. Sin estar
seguro de los
preparativos necesarios, se había aprendido de memoria todo
el guión, no
sólo su parte sino la de los demás. «No tengo problemas en
memorizar
le dijo con orgullo a un periodista. Una vez me aprendí de
memoria el discurso de despedida del general MacArthur y todavía podría
soltaros el discurso de Lincoln en Gettysburg que tuve que aprenderme en el
instituto.
» Conoció a sus colegas de reparto, Richard Egan y Debra
Paget (a
Egan le confesó que nunca había actuado y que estaba
«bastante asustado»), así como al director Robert Webb, un veterano de
cincuenta y tress
años, comprensiblemente preocupado por la posibilidad de que
el fichaje
de último momento de Elvis para un western de serie B lo
convirtiera en
un simple reclamo publicitario de poca monta. Según Mildred
Dunnock,
que hacía el papel de madre de Elvis en la película, era un
chico simpático
cuyas maneras educadas y respetuosas indicaban una evidente
predisposición
a aprender. Pero a quien Elvis tenía más ganas de conocer
era a
David Weisbart, que había producido Rebelde sin causa, con
James Dean,
el año anterior. Weisbart hablaba de filmar una «historia de
James Dean» a modo de documental, algo que, Elvis reveló al productor, le
gustaría hacer «más que nada en el mundo». Se sentó de rodillas, mascando
chicle y acariciándose nerviosamente la barbilla. «Me gustaría intentarlo
—dijo—. Creo que no tendría dificultad en hacerlo.»
Era como un reino mágico, con un constante entrar y salir de
estrellas famosas, indios y vaqueros charlando en el restaurante del plató, y
todos mirando por el rabillo del ojo al recién llegado. Gene parecía un poco
abrumado y no se le ocurría otra cosa que tallar un trozo de madera con una
navaja, o se retiraba al gran camerino desde donde el coronel dirigía el
negocio mientras Elvis trabajaba en el plató. Éste, por su parte, parecía
inagotable; era como hacer realidad una fantasía infantil y no quería revelar
con una mirada involuntaria o con palabras lo emocionado que estaba.
En su segundo día en el plató, conoció a Nick Adams, un
buscavidas
de veinticinco años que se había colado en el reparto de
Escala en
Hawaii dos años antes, haciendo imitaciones de Jimmy Cagney
para el
director John Ford. Adams, hijo de un minero de carbón de
Nanticoke,
Pensilvania, había hecho un papel secundario en Rebelde sin
causa y anunció
a todo el mundo que estaba escribiendo un libro sobre su
«mejor
amigo», Jimmy Dean. En su desespero por tener éxito y
reconocimiento,
todo el mundo sabía que había escrito meticulosas
impresiones sobre
la vida social de Hollywood, y nunca se olvidaba de enviar
notas de agradecimiento
y mensajes de felicitación a productores, directores y gente
con
influencia del mundillo. Aquel día en particular se lo pasó
rondando por
los estudios para obtener el papel de «malo» en la película
The Reno Brothers,
al que Cameron Mitchel había renunciado. Entonces fue cuando
conoció a Elvis. «No es ningún secreto en la ciudad que Nick
es un ambicioso
—escribió Army Archerd en Photoplay—, pero antes de que Nick
se diera cuenta, Elvis ya estaba diciendo: “Eh, creo que
eres muy buen
actor”. Nick no tardó en decirle a Elvis cómo le gustaría
trabajar en su
película. Le contó que había hecho un papel “fuerte” en La
ley del talión.»
«Vaya —dijo Elvis—, le diré al Sr. Weisbart que vea La ley
del talión.» Y
aunque de aquello no salió nada, el contacto ya estaba hecho
y, cuando
Nick se ofreció a Elvis para presentarle a sus amigos, que
eran los de Jimmy,
su amistad quedó sellada. ¿Conocía Elvis a Natalie Wood?
Tenía que
conocer a Natalie. Y, claro, siendo Hollywood lo que era,
siempre había
muchas chicas…
Era difícil estar al corriente de todo, las cosas se sucedían con mucha rapidez. Cada noche llamaba a su madre para contarle las últimas noticias. Casi cada noche llamaba a June. Habían elegido tres canciones para la película y el coronel estaba atando cabos para su lanzamiento en RCA, asegurándose de que Elvis recibiera derechos de coautor…
Fue un alivio cuando el verdadero trabajo de actuar empezó
por fin. Era un trabajo como cualquier otro: Elvis se levantaba a las cinco y
media de la mañana, le dijo a Dewey por teléfono, y por la noche a veces se
dormía hablando con June. «Este lugar es una paliza —confesó Elvis al
discjockey de Memphis—. Me paso todo el día tirando de las mulas. ¡Es muy duro,
tío!» Richard Egan le dijo que el truco estaba en ser uno mismo, y Davis
Weisbart insistió en que las clases de interpretación probablemente le
arruinarían como actor ya que su mayor virtud era la naturalidad. El director,
Robert Webb, tenía mucha paciencia con Elvis: se lo llevaba aparte al inicio de
cada escena y la repasaba con él para que pudiera visualizar la acción y la
emoción. Webb también le recitaba el guión para que supiera dónde tenía que
poner énfasis y dónde tomarse un respiro; le hablaba en privado, mostrándole
respeto. El chico caía bien a todo el mundo.
Todos se habían hecho la idea de que no sería más que uno de
esos excéntricos
hillbilly, pero se los había ganado con la misma combinación
de
humildad y encanto deferente que siempre le había dado
resultado. «Una
vez tuve una agradable charla con él —explicó Mildred
Dunnock al escritor
Jerry Hopkins—, y me contó un poco cómo empezó todo. Él
tocaba la guitarra y, como es de suponer, tenía muchas ganas de grabar un
disco… Eso era en Memphis. Así que no paraba de ir a ver a
aquel hombre
que llevaba el estudio, pero no había forma. Una noche,
aquel señor se
apiadó de él, o se hartó de que siempre le fuera detrás, y
finalmente le hizo
una prueba…
»Elvis me contó que estaba tan nervioso la noche en que el
disc-jockey
puso la grabación, que se fue al cine. Le dijo a su madre:
«“No puedo
quedarme a oírlo, lo siento, no puedo”. Así que se fue a ver
una película
y, pasados unos veinte minutos de las once, su madre llegó
corriendo
al cine, se acercó al asiento donde estaba sentado y le
dijo: “Elvis, ven a
casa, el teléfono no para de sonar”. Y así empezó su
verdadera popularidad
»…
Mientras tanto, el coronel trabajaba sin descanso para
promocionar a su chico, para asegurarse de que cambiaran el título de la
película y de que la canción que le daba título, con el nombre de Elvis en los
créditos, se oyera en toda la película, para consolidar su negocio con el rey
del marketing, Hank Saperstein, y ganarse su título recién otorgado (y salario)
de «asesor técnico» en la película. Llevaba la insignia rosa de Elvis Presley a
todas partes y, cuando un periodista le preguntó cómo podía conseguir una, le dijo:
«Tendremos que pedir informes de usted. No se crea que es tan fácil». Cuando
Elvis volvía al hotel, normalmente a las ocho y media o las nueve de la noche,
estaba agotado. A veces salía con Nick, pero la mayor parte del tiempo, Gene y
él utilizaban el servicio de habitaciones. Mantenía a June informada de cómo
iba la película. Una noche le contó asombrado cómo William Campbell, que hacía
de su hermano Brett en la película, se había negado a llevar sombrero porque
era muy presumido con su pelo. «Se peina más que yo», le dijo, aunque fuese
difícil de creer. Se sentía solo, la echaba de menos, quería que fuese a verlo.
Conseguiría que también a ella le hicieran una prueba. ¿Qué hacía allí en
Biloxi? ¿Qué hacía sin él?
Todo estaba saliendo más o menos según lo previsto. Se metía
en las
escenas como se metía en la música. Escuchaba atentamente a
los otros
actores recitar sus guiones y él respondía. Elvis hacía un
papel de inocente,
casi de niño, según él mismo lo veía, lleno de
resentimiento, de rabia y
de indignación. Lo único que le traicionaba eran sus manos.
Aunque no
hiciera nada, sus manos le delataban. Se veía claramente en
las primeras
pruebas: los dedos le revoloteaban, igual que cuando estaba
en el escenario,
mientras esperaba que el otro actor acabase su intervención,
revelando así
la misma falta de formación que el Sr. Weisbart comentó a
los periodistas
que era una virtud. «Presley tiene el mismo ardiente
atractivo para las
adolescentes y la misma naturaleza impulsiva que James Dean.
Con su
manera de cantar, Elvis expresa la soledad y la añoranza del
adolescente
mientras rompe con la infancia y se hace adulto… Elvis es
tan sólo un chico
emocionalmente honesto, y honestamente emocional…
La première de la película produjo gran revuelo en Nueva
York el día 15. Había 1.500 jóvenes haciendo cola cuando las puertas del New
York Paramount se abrieron a las ocho de la mañana para el primer pase, y aún
hubiese habido más afluencia si no hubiera sido por los registros que los
inspectores de asistencia a clase llevaron a cabo en los institutos. Cuando la
película se estrenó, el 21 de noviembre en el Memphis’ Loew’s State y en otros
550 cines de todo el país, la recaudación fue astronómica y, a finales de mes,
Variety informó de que estaba gozando de «impresionantes ganancias», que
«subrayan la necesidad de que la industria forme a músicos y ayude al sector
juvenil». Superó en público a Bus Stop y La tentación vive arriba, de Marilyn
Monroe, que se habían estrenado en las mismas o similares salas, igualaba a
Gigante y Los Diez Mandamientos, que se estrenaron más o menos por las mismas
fechas, y se informó de que el negocio de la comercialización era «asombroso».
La mayor parte de las críticas eran condescendientes, aunque
algunas
mostraban un respeto hacia Elvis concedido algo de mala
gana. Time se
mostró particularmente displicente al preguntar «¿es una
salchicha?» tras
ver la nueva e impecablemente embalada imagen de Hollywood;
el New
York Times le dio a Elvis una ambigua palmada en la espalda
por no haber sabido reconocer las limitaciones de la película y proporcionar
una actuación enérgica en un vehículo anodino. «Richard Egan está casi
letárgico en el papel de hermano que regresa de la guerra», escribió Bosley
Crowther, «y Debra Paget está bañada en melancolía», mientras que «el Sr.
Presley… se lo toma como si fuera Lo que el viento se llevó». Tal vez la
crítica más interesante fuera la del Reporter, que originó un feroz ataque a la
cultura popular con una andanada a Elvis Presley («Presley parece a un niño
obsceno») y a lo que él llama «música» (una «vacilación entre un grito y un
gemido»), pero hizo la pregunta pertinente: «¿Quién es el nuevo héroe? ¿Cómo
mira, se mueve, habla y viste?». Y prosiguió respondiendo mediante la
comparación de Elvis con Brando y James Dean, describiendo al nuevo héroe que
tiene gesticulaciones de Brando sacadas del Actor’s Studio… En primer lugar, él
no anda: arrastra los pies, va muy despacio, casi a pasitos. Los gestos de las
manos son indecisos, incompletos, con los brazos delante como si se abriera
paso por un pasillo de paredes mojadas, o pegados al cuerpo como si estuviera
esquivando un golpe… El nuevo héroe es un adolescente. Tanto si tiene veinte
como si tiene treinta o cuarenta años, tiene quince y se siente extremadamente
desdichado. Es, esencialmente, un lobo solitario que quiere ser de algún sitio.
El único comentario público del coronel fue su consejo a los
responsables de los cines de que se aseguraran de vaciar las salas después del
pase matinal. De no hacerlo así, dijo el coronel, las fans se llevarían
provisiones de comida y acamparían en el cine todo el día, privando así a los
propietarios de los cines de una valiosa fuente de ingresos.
Según Cliff, el mismo Elvis sentía vergüenza tanto de lo
inapropiado
de su actuación como de la reacción de sus fans. «“No lo
conseguiré
decía— porque nunca me oirán, están siempre chillando”. Lo
decía en serio.» Pero Elvis ya era lo que siempre había querido ser: una
estrella de cine. Quizá los críticos le destrocen vivo, les dijo a los
periodistas en la conferencia de prensa del Ed Sullivan Show, tan sólo dos
semanas y media antes del estreno de la película, y si lo hacen quizá tenga que
volver a plantearse su modo de verlo, pero quizá viera un largo futuro en el cine,
después de que dejara de cantar. «Pero no voy a dejarlo —dijo—, y no voy
a tomar clases porque quiero ser yo.»