"Siete tumbas, un invierno"
Los groenlandeses que viven en la isla donde comienza esta historia tienen que esperar a la primavera, a que el suelo se descongele, para cavar siete tumbas, que es la media de muertos que calculan cada año.
Título: "Siete tumbas, un invierno"
Autor: Christoffer Petersen
Editorial: RBA
A -30ºC el mundo es un lugar diferente; y sin llegar a ese extremo, comprobamos en estos momentos que lo es siempre que no puedes salir de casa así como así. Viviendo y trabajando en Seúl, un día al final de mi primer otoño allí, camino de la radio a primera hora de la mañana, me sorprendió ver que habían rodeado por completo los troncos de los árboles pequeños con arpillera. No recordé el detalle como para preguntar la causa, pero cuando semanas después cayó sobre la capital surcoreana el viento siberiano, lo entendí. Durante algunas semanas la horquilla estuvo entre máximas de -6ºC y -22ºC de mínima.
La península coreana está en el mismo paralelo que España, pero sin la corriente del Atlántico que calienta esta parte de Europa. La madrugada más fría me coincidió con una visita al mercado del pescado al aire libre. Los dependientes cortaban con sierras las piezas expuestas y duras como piedras. Las cálidas y ya entonces famosas "chupas coreanas" no impedían que el aire de la respiración te encogiera los pulmones. Si no llevas gafas protectoras se te forma hielo en las pestañas y se te quedan pegadas. Si sales de casa sin secarte bien el pelo, basta con exponerlo dos minutos al ambiente para que se quede rígido como si hubieras vaciado un bote familiar de laca; al entrar en un lugar cálido, cuando se seca, se carga de electricidad estática y se pone de punta cuando le apetece, como si fueras un espectro. El humo que sale de las chimeneas de las casas no sube, va cayendo y acaba acumulándose como niebla en los tejados nevados o en el jardín. Los niños sólo tienen una vez la curiosidad, impulsada como broma pesada por víctimas anteriores, de pegar la lengua a algún columpio metálico del parque. Para las mascotas, que son escasas entre las familias coreanas, era una vida muy dura. Algunos gatos tenían las orejas y los rabos cortos porque los extremos se les habían caído congelados. No es rara la anécdota del gato que sale sin que nadie lo vea, para encontrarlo luego pegado al peldaño de cemento ante la puerta.
Los extremos atraen, aunque sea porque repugnan o escandalizan, y esto es parte de la explicación del éxito de la novela negra ártica, reproducido en la ficción de las series.
Los habitantes de esta isla de ficción cavan dos tumbas para los suicidas, siempre con la esperanza de que sean demasiadas; una para una víctima de peleas de borrachos, otra para el accidente de pesca, otra más para un niño nacido muerto y que espera en el depósito de cadáveres del centro médico, en un lugar al que solo se puede llegar en bote. Cavan una sexta tumba para los ancianos. La séptima es para el cáncer porque, incluso en el Ártico, siempre hay cáncer.
El inspector David Maratse ha dejado la policía con 39 años, después de ser torturado hasta el borde de la muerte en su último caso. Ha elegido esta isla pequeña para terminar su recuperación física y enfrentarse al cambio de una vida retirada. Se ayuda todavía con muletas alguna vez, pero se recupera bien de las heridas físicas. Las psicológicas son más lentas. Tras instalarse en una casa de alquiler cerca del mar, su casero y vecino Karl le invita a un día de pesca.
"Karl sacó una caja de plástico no muy grande, se la puso enfrente y enganchó el arpón al sedal mientras Maratse lo iba recuperando de las profundidades del mar. El bote giró, y Karl dejó que el hilo resbalase por el guante de caucho que llevaba puesto. Cuando subió a la superficie el primer fletán, Karl le dio una voz a Maratse para que se detuviera un momento mientras él desenganchaba el pez y lo echaba en la caja de plástico que tenía a los pies.
Continuaron así durante otros cinco minutos y siete peces, hasta que de repente a Maratse le resbalaron las asas de las manos. El hilo empezó a hundirse otra vez en el mar. Maratse se incorporó, haciendo caso omiso del dolor de las piernas, cogió las asas de nuevo y frenó la velocidad a la que se estaba desenrollando el hilo. Lanzó un gruñido al sentir el peso cuando empezó a girar el carrete.
—¿Será un tiburón? —propuso Karl. Se asomó por un lado del bote mientras Maratse iba girando el carrete despacio, una vuelta tras otra.
—¿Alcanza a verlo? —le preguntó Maratse durante otro descanso.
—Veo algo. —El bote se inclinó hacia babor cuando Karl atrapó el hilo y tiró de él—. Sólo un poco más, y podré alcanzarlo con el arpón.
Maratse dio otras tres vueltas enteras al carrete, hasta que oyó que su compañero lanzaba una exclamación ahogada.
—¿Lo ve ya?
Esperó la respuesta, pero Karl no dijo nada.
Maratse enganchó el lazo alrededor del asa opuesta para que no se moviera. Acto seguido, se dio la vuelta mientras Karl estaba vomitando por la borda, echando al mar el café que había ingerido. Observó la superficie más allá del contenido del estómago de Karl, y vio una masa de cabello largo y negro ondeando lentamente en el agua.
—¿Tiene un móvil, Karl?
—Sí. —Karl se sacó el teléfono del bolsillo, se lo pasó a Maratse y se trasladó al lado de estribor del bote.
Maratse pasó por encima del tablón central y, sin preocuparse del equilibrio de la embarcación, se inclinó por encima de la borda y contempló el rostro, de un blanco glacial, del cadáver de una muchacha que colgaba de un extremo del sedal. Metió una mano en el agua y le giró la cabeza hacia arriba. Los ojos habían desaparecido, y un lado del cráneo estaba blando. Era muy joven, calculó, e iba vestida con ropa de abrigo, lo cual resultaba raro, se dijo, ya que el cadáver se hallaba bien conservado y tendría solo una o dos semanas. A pesar del deterioro, la chica le resultó conocida, y de pronto le vino a la memoria la fotografía que había visto la noche anterior en el informativo. Soltó la cabeza del cadáver y se trasladó de nuevo al tablón central.
—Karl —dijo—. Fúmese un cigarrillo.
Karl asintió con un gesto mientras él desbloqueaba el teclado del móvil y marcaba el número de la comisaría de policía de Nuuk".
Petersen vivió siete años en Groenlandia y la novela negra le ha dado la oportunidad para entrar en un territorio donde "la vida es extrema y muy cercana a la muerte", y por su dureza, el conquistador vikingo Erik "el Rojo" llamó Groenlandia" ("tierra verde") al lugar, tratando de engañar a los nuevos colonos que quisieran trasladarse. finalmente fueron los propios vikingos quienes renunciaron a permanecer allí, dejando el territorio a los llegados del norte de Canadá, más capaces de sobrevivir.
Hoy lo hacen con una de las tasas de suicidios y abusos sexuales más altas del mundo, pero Groenlandia se ha convertido en paraje estrella del género negro que transcurre en el Ártico. En la visita promocional a España, Christoffer Petersen repitió que una novela ambientada en Groenlandia tenía que ser "fría, oscura y con mucha soledad", que son rasgos que refleja en esta primera obra traducida al castellano, donde mezcla el crimen con la ambición política y el racismo. No son necesarios asesinos en serie, ni rituales legendarios, ni virus o descubrimientos espectaculares. Petersen sabe de lo que habla y es suficiente para urdir una trama realista, que se lee con placer y frío.
Carlos López-Tapia