Mr. Pinkerton y los ojos de Elizabeth Taylor
¡Hola muchacho!
¿Cómo te ha ido en estos dos meses?. Me comentaron que te dieron permiso para salir de penitente en una procesión sevillana, pero que aprovechaste que no salieron debido a la lluvia para hacerte una escapada al cementerio. Muchacho… ¡no tienes remedio!. Yo he estado bastante nostálgico y entristecido este tiempo. Sí, muchacho, me ha podido la pesadumbre al enterarme de la muerte de Liz Taylor. Perdón, Elizabeth Taylor, pues ella odiaba que la llamaran Liz. Verás, muchacho, nunca te lo he contado, pero… yo tuve el privilegio de conocer a esta grandiosa actriz. Y sé que te preguntarás cómo fue posible. Para explicártelo, hay que remontarse a 1973. En ese año, yo era un Pinkertonito de apenas quince años. Durante la primavera, mi padre había convenido con mi tío de San Sebastián para mandarme allí con ellos durante los meses de verano, con la intención de trabajar a media jornada y disfrutar de la playa la otra media. Después de muchos intentos, mi tío me consiguió un puesto de aprendiz de botones nada más y nada menos que en el Hotel María Cristina. La intención de mis padres era curarme de mi timidez innata. Imagínate, en esos tiempos, con mi aspecto de Sean Penn quinceañero, quizás más enjuto. Se ve que no lo hice mal del todo, porque el director estaba tan contento conmigo que al cabo de un mes me ascendieron, y pasé de aprendiz de botones a auxiliar de botones. Y en Septiembre ya era botones del todo. Les pedí a mis padres volver a Madrid en Octubre para así poder estar en los días del Festival de San Sebastián. No es que yo supiera mucho de películas con esa edad, sobre todo de películas cultas, pero todos mis compañeros hablaban de las bellezas que se instalaban en el María Cristina, y sobre todo, de lo generosas que eran con las propinas.
El día de la inauguración, todo era nervios en el hotel. La estrella Elizabeth Taylor iba a llegar ese día. No sabía quién era, me dijeron que era una que gateaba sobre un tejado y que chillaba mucho, pero yo no le ponía cara. A ella le iba a atender el mismísimo director y el botones Luis, que era el botones por excelencia. Cuando por fin llegó, se armó un gran alboroto en el hall. Yo estaba en el piso de arriba, portando los maletones de una señora alemana, pero a mis oídos llegaba todo el jolgorio que la llegada de la actriz ocasionó. Seguí con mis labores habituales, y al cabo de una hora, cuando me encontraba en el cuartito de la limpieza, me encuentro a una señora con un pañuelo en la cabeza y unas grandes gafas de sol, y con un acento mitad yanqui, mitad mexicano, me dijo en un castellano algo estrafalario: “Jovencito, necesito que me lleves a la playa de la Concha, pero no podemos salir por la puerta principal”. Muchacho, me lo dijo de tal manera que no pude decirlo que no, y me expuse a que mi jefe me descubriera y me echara del trabajo. Me dijo que la llamase Maggie, y así lo hice. Fuimos hacia las cocinas bajando por el ascensor del servicio, y salimos por una puerta trasera pasando totalmente desapercibidos.
Ese paseo desde el hotel hasta la Concha lo hacía yo en quince minutos, pero la señora Maggie caminaba muy lento, como si estuviera pisando una alfombra de pétalos de rosa. Me dijo que sus maletas se habían extraviado en el aeropuerto, y que en vez de esperar en su habitación, prefería acercarse al mar y darse un buen baño. Me dijo: “Preferiría un buen baño en leche de burra, pero no quiero pecar de excéntrica en el hotel, que luego son todo habladurías”. Cuando por fin llegamos al Paseo de la Concha, quiso entrar en un par de tiendas. Se compró un bañador en una, y un vestido muy extraño de aspecto indio y que ella llamó un sari. Salió de la tienda directamente vestida con el bañador y una gran toalla, y en seguida nos adentramos en la arena de la fantástica playa de la Concha. Era 15 de Septiembre, y aún hacía buen tiempo. A pesar del rato que llevaba con ella, aún no le había visto los ojos. Se metió en el agua sin quitarse sus enormes gafas y su pañuelo enroscado en su cabeza. Mientras ella se bañaba, yo la miraba desde la orilla, aún vestido con mi traje de botones. Fue como contemplar a la reina de las sirenas adentrándose en el mar. Yo no paraba de preguntarme quién sería esa tal Maggie, por qué ocultaba sus ojos y por qué tenía ese aire melancólico. A mis quince años me faltaban algunas luces para darme cuenta de las cosas, y aún no había desarrollado del todo mi sagacidad detectivesca.
Al cabo de quince minutos, la sirena Maggie salió de entre las aguas y se envolvió con la enorme toalla que había comprado. Mientras se secaba, estuvo mirando el mar con aire triste, como buscando respuestas en aquella idílica estampa. Luego me puso la mano en el hombro y me dijo con su extraño acento: “Jovencito, más vale que nos vayamos al hotel o ese tal Dino se va a enfadar mucho conmigo”. Fuimos caminando hacia el hotel, y Maggie me fue relatando su aventura amorosa con su ex marido, al que llamaba Richard Jenkins. “Océano… así me llama el loco de Richard. Aunque cuando se enfada conmigo me llama… pequeña boba”.
En la puerta principal del hotel había un gran revuelo de fans esperando la salida de la estrella americana. Nosotros entramos de nuevo por la puerta trasera de la cocina, y los cocineros estaban tan atareados que no se percibieron de nuestra presencia en sus pasillos. Acompañé a Maggie a su habitación y, antes de despedirse de mí, entró y salió al instante con un billete de 50 dólares. Le di las gracias, sin saber si aquello era mucho o poco dinero, pero no pude evitar pedirle algo más, y le dije: “Señora, gracias por el billete, pero lo que me alegraría de verdad es verle sus ojos”. Y Maggie, esbozando una sonrisa, se quitó el pañuelo de la cabeza, cayeron sus melenas al aire y se quitó sus enormes gafas con elegancia. Muchacho, aquellos ojos me dejaron totalmente alelado. Fue como dejarse llevar por una ola de mar color violeta. Me dio un beso en la mejilla, y se despidió de mí con un guiño.
Ese día apenas pude seguir trabajando. Mis brazos no respondían, mi mente se obcecaba con la mirada de Maggie, y mi jefe, pensando que me encontraba enfermo, me dijo que me fuera a casa a descansar. Al día siguiente, mi tía puso el Telediario a la hora de comer, y pusieron imágenes de la estrella Elizabeth Taylor llegando al Teatro Victoria Eugenia entra abucheos. Y entonces mis ojos vieron algo increíble, algo que me hizo echar la sopa por la boca: la actriz americana llevaba puesto el vestido indio que Maggie compró en la tienda del paseo. Y en un momento que la actriz miraba a cámara, sonriente, me di cuenta de la verdad: Maggie era la Taylor. Sus ojos eran únicos, e inolvidables. Cada año me fue llegando una postal desde América felicitándome la Navidad, firmada por Maggie.
Muchacho, qué triste me encuentro, y qué afortunado soy.
¡Saludos!
Qué emocionante relato, qué maravillas. Gracias por compartirlo.