Mr. Pinkerton en el Oeste
¡Hola muchacho!
¿Cómo va esa alergia primaveral?. Me han dicho que casi superas tu record de 18 estornudos consecutivos. Bueno, tú no desesperes; vete con un notario a la Casa de Campo e introdúcete en la vegetación. Yo inicié el mes de Abril con el mismo tono grisáceo que cantaba Sabina en su famoso tema. Los primeros días estuvo la cosa de lo más parada. Me pasaba las horas con Marga jugando al Tute. Luego nos hartamos de las cartas y ella rescató de su casa una vieja caja naranja de Juegos Reunidos Geyper, y nos lo pasábamos pipa… hasta que una de esas tardes me llegó un telegrama: “Mr. Pinkerton: acuda a la Embajada Americana inmediatamente”. Aquello me sorprendió sobremanera… Lo vinculé a algunos de los viajes que había hecho recientemente a EE.UU… pero nada tenía que ver. Al llegar a la Embajada me sentaron en una sala engalanada, y estuve allí esperando como media hora hasta que se abrió una puerta en la que apareció… ¡Clint Eastwood!.
Casi tuvo que hacerme él mismo la respiración boca a boca, pero al final mi ahogo por la impresión se apaciguó por sí solo. Nos sirvieron un té y unas pastas, y rápidamente me explicó a qué se debía ese encuentro sorpresivo: “Mr. Pinkerton, en mis años en Almería con los spaghetti western perdí un reloj de gran valor sentimental, y quiero recuperarlo ahora. Lo perdí en una partida de póker, donde me ganó un extra habitual conocido como <<Legendario John>>… ignoro su verdadero nombre. Recupere ese reloj, y seré muy generoso con usted. Eso sí, sólo estaré en España de incógnito dos días (ya sabe, cena con Almodóvar, visita al Prado… lo típico). Un helicóptero le espera afuera”.
Muchacho, uno sabe dónde se despierta, pero no dónde se va a acostar esa noche. Contemplé media España a vista de pájaro hasta que el helicóptero me dejó en mitad de un poblado del salvaje oeste almeriense. Nada más pisar el polvoriento suelo, escuché relinches de caballos y ruido de disparos. Miré tras de mí, y a menos de siete metros unos diez pistoleros a caballo venían hacia mí como si acabara de matar al pianista del burdel. Salí corriendo despavoridamente y me refugié en lo que parecía el bar de aquel poblado de buscadores de oro. Todos los allí presentes parecían salidos de una película de Bud Spencer y Terence Hill. El ambiente era agrio, incómodo. Algunos jugaban a las cartas y otros se limitaban a ver a las moscas pasar, con una mano en su cigarro y otra a centímetros de su cintura. Llegué a la barra y, para no desentonar, pedí un vaso de whisky. Me lo bebí de un tirón y dije: “¡Otro!”, me lo bebí y entre el calor y el rápido aumento de nivel de alcohol en mi sangre, apenas pude vocalizar para preguntarle al barman cómo podía localizar a “Legendario John”. Fue nombrarle y… todo el bar se quedó en silencio. Más de veinte ojos me miraban con odio, como si hubiese mentado al mismísimo Lee Van Cleeff. El más obeso de todos se levantó y vino hacia mí con aspecto de querer retorcerme el pescuezo: “¿Por qué buscas a ese maldito malnacido?”. Antes de responderle, le pregunté que por qué todos le odiaban, y me dijo: “¡Ese vaquero no era más que un tramposo!. ¡Ganó con sus trampas nuestro dinero y nuestros objetos de valor!”. Me di cuenta entonces, a pesar de mi estado de embriaguez, que era mejor no decir nada, pues semejantes salvajes no eran buena compañía para mi búsqueda. El tipo me invitó a otro whisky, y fue entonces cuando perdí el conocimiento.
Y… y me desperté, muchacho, a la mañana siguiente en una cama donde no recordaba haberme acostado y, a mi lado… una joven rubia estilo Deborah Kerr a la que no recordaba haberla visto entrar. Solté un gran grito, pero me tranquilizó al decirme que tan sólo me ayudó a subir y me tumbó en la cama, pues mi estado era lamentable. Cuando le conté que necesitaba encontrar al bribón de “Legendario John”, me dijo que me presentaría al hombre que me podía ayudar, pero que antes me tenía que dar un baño. Así que me metí en esos típicos barreños de madera donde los mugrientos vaqueros de los westerns de toda la vida se lavaban la porquería acumulada durante semanas. Luego, y con un traje de los domingos que me prestaron, Dolly (que así se llamaba ella), me presentó al sheriff local, Juan McLane.
El tal Juan era lo más parecido a John Wayne que he visto en mi vida. Me dijo que buscaríamos a “Legendario John” en las colinas y, mientras íbamos a caballo, me pareció estar en medio de una secuencia de “Río bravo”, donde sólo faltaba que nos atacaran los indios… cosa que, de tanto pensarlo… ocurrió. De repente empezamos a ver sobre nuestras cabezas decenas de flechas sobrevolando nuestra cabellera. Miré atrás y vi al menos a diez apaches con cara de pocos amigos. Se inició así una persecución en donde yo no paraba de preguntarme por qué en “Bailando con lobos” eran tan amigables y en cambio éstos de Almería no. Pero finalmente conseguimos despistarles gracias a la pericia del sheriff Juan, todo un hito en su comarca.
Nos alcanzó la noche, y tuvimos que dormir al raso tumbados junto a una fogata. McLane me fue narrando las mejores aventuras acontecidas en su poblado vaquero almeriense: robos de bancos, peleas en la cantina, duelos al sol, ahorcamientos de forajidos por el descontrolado populacho… de todo. Y me habló de los mejores momentos de aquel soleado rincón de Almería, cuando Eastwood no paraba de rodar con Sergio Leone. Fue en esa época cuando “Legendario John” se convirtió en el mejor jugador de póker, aunque… a base de usar su as en la manga. Años después, cuando empezó la decadencia del western almeriense, nuestro hombre se retiró a las colinas, donde dicen que vive en una casita de campo, con piscina y todo.
Al día siguiente, al alba, y con fuerte viento de levante, después de cabalgar durante horas, encontramos por fin el refugio del ínclito tramposo. Él se encontraba echado en una tumbona y de lo más tranquilo. Le acompañaba un pequinés, y una barriga cervecera que a punto estaba de adquirir denominación de origen. Nos adentramos en el jardín a través de un boquete en la reja, así que fue toda una sorpresa para él vernos a medio metro de su careto. “Legendario John, vengo a recuperar el reloj de oro que usted ganó ilícitamente a Clint Eastwood”. Reloj, muchacho, que llevaba puesto en su muñeca derecha. Por su gesto deduje que nuestra visita no era de su agrado y, por supuesto, se negó a entregármelo. Empezó a divagar y a salir por peteneras, y nos distrajo de tal manera que, sin darnos cuenta, sacó un revólver que escondía debajo de la tumbona. Pero el Sheriff Juan respondió con reflejos, y cuando le miré, él también tenía su pistola en la mano. Ambos pistoleros se apuntaban… y yo entre ellos. Muchacho… cuando no sabes qué bala te puede matar, lo único que deseas es hacerte invisible. McLane me echó un cable, y me dijo que me alejara… que aquello era una cosa entre ellos dos. Me lo dijo con tanta seguridad que no iba a ser yo quien le contradijese, así que eso hice. Y allí se quedaron, al borde de la piscina, en un duelo en el que ambos sudaban y se miraban con rabia. El aspecto de “Legendario John” con sus vestimentas de turista piscinero le alejaba y mucho de todo el ambiente de película del Oeste… pero allí había más tensión que en la secuencia final de "El hombre que mató a Liberty Valance". El sheriff me pidió que contase hasta tres en alto; al grito de tres, los duelistas podían dispararse de forma caballerosa, sin trapos sucios. Dije “uno”, luego “dos” y después “tres”, y en ese momento se produjo una ráfaga de disparos que me dejaron medio sordo y debajo de una mesa de jardín de plástico. Tras esperar los segundos de seguridad de rigor, me levanté para comprobar el resultado… y entonces vi a “Legendario John” flotando en la piscina y rodeado de sangre. Maldije en ese momento a Clint Eastwood por haberme metido en semejante embrollo… y todo por un estúpido reloj que más vale que fuese Water Resistant. Y justo en ese momento, salieron de la casa decenas de turistas aplaudiendo y jaleando a los presentes. ¿Pero qué narices estaba ocurriendo?. Y miré a la piscina y me veo al difunto “Legendario John” saliendo de ella con una sonrisa picarona. ¿Era un programa de cámara oculta?. No, muchacho… todos esos extras improvisaron una aventura del Oeste para salir de la rutina, pues estaban ya cansados de las típicas escenas de western. El bueno de “Legendario” no dudó en entregarme el reloj de Clint… con la condición de que éste se pasara algún día por Almería y formara parte del show de los extras al menos durante un día.
¡Saludos, vaquero!
Desde mi vacación de arena en Zahara de los Atunes , he leído el artículo y me he acordado de esas tardes de domingo con "el fuerte comansi" y un Tv en blanco y negro echando el western de toda la vida "El Bueno, el feo y el malo", aquella tardes eran de galope y de tiros a las estrellas del sheriff. Por entonces lo más fuerte que teníamos eran los spaguettis westerns y los romanos.pero claro esos son otras historias...Enhorabuena